120 días de Sodoma, parte 1
Esta es una adaptación de la famosa novela del marqués de Sade, quitando todos los eventos más macabros y coproscópicos, y narrando las acciones de una manera más erótica..
Presentación de los personajes: (se cambia algunos rasgos para hacerlos más atractivos, y se reemplaza algunos personajes por considerarlos de mal gusto)
EL DUQUE Nicolás, dueño a los dieciocho años de una fortuna ya inmensa y que incrementó mucho a continuación con sus exacciones, experimentó todos los inconvenientes que nacen en tropel alrededor de un joven rico, famoso, y que no se le niega nada: Nacido falso, duro, imperioso, bárbaro, egoísta, mentiroso, borracho, incestuoso, asesino, ni una sola virtud compensaba tantos vicios. ¿Qué digo?, no solo no reverenciaba ninguna, sino que todas le horrorizaban, y se le oía decir a menudo que un hombre, para ser realmente feliz en este mundo, debía no solo entregarse a todos los vicios, sino jamás permitirse una virtud, y que no solo se trataba de hacer siempre el mal, sino que se trataba también de no hacer jamás el bien. Cansado de una esposa encantadora que su padre le había dado antes de morir, el joven Nicolás no tardó en reunirla con su madre, con su hermana y con todas sus demás víctimas, y eso para casarse con una muchacha bastante rica, pero públicamente deshonrada y de la que sabía muy bien que era la querida de su hermano. Era la madre de Aline, una de las actrices de nuestra novela. Esta segunda esposa, pronto sacrificada como la primera, fue sustituida por una tercera, que no tardó en correr la suerte de la segunda. Decíase en el mundo que era la inmensidad de su construcción lo que mataba a todas sus mujeres, y como este gigantismo era exacto en todos sus puntos, el duque dejaba germinar una opinión que velaba la verdad. Este horrible coloso daba en efecto la idea de Hércules o de un centauro: el duque medía 1.95 metros, poseía unos miembros de gran fuerza y energía, articulaciones vigorosas, nervios elásticos… Sumadle a esto un rostro viril y altivo, unos enormes ojos negros, bellas cejas oscuras, la nariz aquilina, hermosos dientes, un aspecto de salud y de frescura, unos hombros anchos, un torso amplio aunque perfectamente modelado, bellas caderas, nalgas soberbias, las más hermosas piernas del mundo, un temperamento de hierro, una fuerza de caballo, el miembro de un verdadero mulo, asombrosamente peludo, dotado de la facultad de perder su esperma tantas veces como quisiera en un día, incluso a la edad de 35 años que era lo que entonces tenía, una erección casi continua de dicho miembro cuyo tamaño era de 20 CM justas de contorno por 28 CM de longitud, y tendrás un retrato del duque de Nicolás como si lo hubieras dibujado tu mismo. Pero si esta obra maestra de la naturaleza era violenta en sus deseos, ¿en qué se convertía, ¡Dios mío!, cuando le coronaba la embriaguez de la voluptuosidad? Ya no era un hombre, era un tigre furioso. ¡Ay de quien sirviera entonces sus pasiones!: gritos espantosos, blasfemias atroces surgían de su pecho hinchado, era como si llamas salieran entonces de sus ojos, echaba espumarajos, relinchaba, se le confundía con el dios mismo de Ja lubricidad. Fuera cual fuese su manera de gozar, sus manos siempre se extraviaban necesariamente, y más de una vez se le vio estrangular rotundamente a una mujer en el instante de su pérfida eyaculación. Una vez recuperado, la despreocupación más absoluta sobre las infamias que acababa de permitirse sucedía inmediatamente a su extravío, y de esta indiferencia, de esta especie de apatía, nacían casi inmediatamente nuevas chispas de voluptuosidad. El duque, en su juventud, había llegado a correrse hasta 18 veces en un día y sin que se le viera más agotado en la última eyaculación que en la primera. Siete u ocho en el mismo intervalo todavía no le asustaban, pese a sus más de 30 años de vida. Dotado como hemos dicho de una fuerza prodigiosa, le bastaba una sola mano para violar a una muchacha; lo había demostrado varias veces. Apostó un día a que asfixiaría un caballo entre sus piernas, y el animal reventó en el instante que él había indicado.
Manteniendo absolutamente los mismos rasgos morales y adaptándolos a una existencia física un poco inferior a la que acaba de ser trazada, se obtenía el retrato del Duque Sebastián, hermano del duque Nicolás. Igual negrura de alma, igual inclinación al crimen, igual desprecio por la religión, igual ateísmo, igual trapacería, el ingenio más ágil y más diestro, sin embargo, y mayor arte en hacer caer a sus víctimas, pero un cuerpo más delgado y ligero, un miembro un poco más pequeño, de 20 CM por 15 de grueso, pero aprovechado con tal arte y perdiendo siempre tan poco que su imaginación incesantemente inflamada le hacía tan frecuentemente susceptible como su hermano de saborear el placer; aparte de unas sensaciones de tal finura, y una irritación del sistema nervioso tan prodigiosa, que se desvanecía con frecuencia en el instante de su eyaculación y perdía casi siempre el conocimiento al terminar. Tenía 30 años de edad, las facciones más finas que las de su hermano, ojos bastante bonitos, pero una gran boca, el cuerpo blanco, con poco vello. Idólatra de la sodomía activa y pasiva, pero más aún de esta última, pasaba su vida haciéndose encular. Hablaremos después de sus restantes gustos. Tan malvado como su hermano mayor, guardaba en su poder unos rasgos que le igualaban sin duda con las célebres acciones del héroe que acabamos de pintar.
Santiago era el decano de la sociedad. Con cerca de cuarenta años, y singularmente delgado por el desenfreno, contrastaba con sus 1.85 CM de altura. Era alto, enjuto, flaco, con ojos vivaces y llenos de lujuria, una boca lívida, la barbilla respingona, la nariz larga. Cubierto de pelos como un sátiro, espalda ancha; se descubría, en un bosque de pelos, un instrumento que, en estado de erección, podía tener 22 centímetros de longitud por 16 de contorno con una cabeza vergal que parecía una manzana pequeña. El presidente se había hecho circuncidar, de modo que la cabeza de su polla jamás estaba recubierta, ceremonia que facilita mucho el placer y a la que deberían someterse todas las personas voluptuosas. Pocos hombres había habido tan lascivos y tan libertinos como el presidente; pero totalmente hastiado, totalmente embrutecido, no le quedaba más que la depravación y la crápula del libertinaje. Necesitaba más de tres horas de excesos, y de los excesos más infames, para conseguir una sensación voluptuosa.
Martín tiene treinta y tres años, es de pequeña estatura, delgado, rostro agradable y fresco, la piel muy blanca, todo el cuerpo, y principalmente las caderas y las nalgas, absolutamente como una mujer; su culo es fresco, gordo, firme y rollizo, pero excesivamente abierto por el hábito de la sodomía; su verga es extraordinariamente pequeña: apenas 8 CM de perímetro por 12 CM de longitud; no empalma en absoluto; sus eyaculaciones son escasas y muy penosas, poco abundantes y siempre precedidas de espasmos que le sumen en una especie de furor que le lleva al crimen; tiene el pecho como de mujer, una voz dulce y agradable, y es muy virtuoso en público, aunque su mente sea por lo menos tan depravada como la de sus colegas; compañero de escuela del duque, siguen divirtiéndose diariamente juntos, y uno de los mayores placeres de Martín es hacerse cosquillear el ano por el enorme miembro del duque Nicolás.
Así son en una palabra, querido lector, los cuatro malvados con los que voy a hacerte pasar unos cuantos meses. Te los he descrito lo mejor que he podido para que los conozcas a fondo y nada te sorprenda en el relato de sus diferentes extravíos. Me ha sido imposible entrar en el detalle particular de sus gustos: habría dañado el interés y el plan general de esta obra divulgándotelos. Pero a medida que el relato avance, bastará con seguirlos con atención, y se discernirá fácilmente sus pequeños pecados habituales y el tipo de manía voluptuosa que más complace a cada cual en concreto. Todo lo que ahora puede decirse, en líneas generales, es que eran generalmente susceptibles al gusto de la sodomía, y que los cuatro adoraban los culos. El duque Nicolás, sin embargo, debido a la inmensidad de su construcción y más, sin duda, por crueldad que por gusto, jodía también los coños con el mayor placer. El presidente a veces también, pero más raramente. En cuanto a Sebastián, los detestaba tan soberanamente que su solo aspecto le hubiera hecho desempalmar por seis meses. Solo había jodido uno en toda su vida, el de su cuñada, y con la intención de tener una criatura que pudiera procurarle un día los placeres del incesto; ya vimos que lo había conseguido.
Acabamos los retratos esenciales para la comprensión de esta obra y damos ahora a los lectores una idea de las cuatro esposas de estos respetables maridos.
¡Qué contraste! CONSTANCE, esposa del duque Nicolás e hija de Santiago, era una mujer alta, delgada, digna de ser pintada y modelada como si las Gracias se hubieran complacido en embellecerla. Pero la elegancia de su estatura no dañaba en nada a su frescura: no por ello era menos lozana, y las formas más deliciosas, ofreciéndose debajo de una piel más blanca que los lirios, conseguían que uno imaginara con frecuencia que el propio Amor se había encargado de modelarla. Su rostro era un poco alargado, sus facciones extraordinariamente nobles, con más majestad que simpatía y más grandeza que finura. Sus ojos eran grandes, negros y llenos de fuego, su boca extremadamente pequeña y adornada con los más hermosos dientes que imaginarse puedan; tenía la lengua fina, estrecha, del más hermoso rosicler, y su aliento era más dulce que el mismo aroma de la rosa. Tenía el pecho generoso, muy redondo, de una blancura y una firmeza alabastrina; sus lomos, extraordinariamente combados, llevaban, por una caída deliciosa, al culo más exactamente y más artísticamente tallado que la naturaleza había producido en mucho tiempo. Era completamente redondo, no muy grueso, pero firme, blanco, rollizo y entreabriéndose únicamente para mostrar el agujerito más limpio, gracioso y delicado; un tierno matiz rosado coloreaba este culo, encantador asilo de los más dulces placeres de la lubricidad. Pero ¡Dios mío, cuán poco tiempo conservó tantos atractivos! Cuatro o cinco ataques del duque marchitaron pronto todas las gracias, y Constance, después de su matrimonio, no tardó en ser la imagen de un bello lirio que la tempestad acaba de deshojar. Dos muslos redondos y perfectamente moldeados sostenían otro templo, menos delicado sin duda, pero que ofrecía al sectario tantos atractivos que mi pluma se empeñaría inútilmente en describir. Constance era casi virgen cuando el duque la esposó, y su padre, el único hombre que ella había conocido, la había, como hemos dicho, dejado perfectamente intacta por ese lado. Los más hermosos cabellos negros que caían en bucles naturales por encima de los hombros y, cuando quería, hasta el bonito pelo del mismo color que sombreaba el voluptuoso coñito, se volvían un nuevo adorno que me hubiera parecido culpable omitir, y acababan de prestar a esta criatura angelical, de unos veintidós años de edad, todos los encantos que la naturaleza puede prodigar a una mujer. Nunca había abandonado la casa de su padre, y el malvado, desde la edad de doce años, la había utilizado para sus crapulosos placeres. Ella encontró mucha diferencia en los que el duque saboreaba con ella; su físico se alteró sensiblemente de esta distancia enorme, y a la mañana siguiente de que el duque la desvirgara sodomíticamente, cayó gravemente enferma: creyeron su recto totalmente perforado. Pero su juventud, su salud, y el efecto de algunos medicamentos, no tardaron en devolver al duque el uso de este camino prohibido, y la desdichada Constance, obligada a acostumbrarse a este suplicio diario que no era el único, se restableció por completo y se habituó a todo.
ADÉLAÏDE, esposa de Martín e hija del presidente, era una beldad quizá superior a Constance, pero de un tipo completamente distinto. Tenía veinte años de edad, bajita, delgada, extremadamente débil y delicada, digna de ser pintada, los más hermosos cabellos rubios del mundo. Un aire de interés y de sensibilidad, esparcido por toda su persona y principalmente en sus facciones, le daba el aspecto de una heroína de novela. Sus ojos, extraordinariamente grandes, eran azules; expresaban a la vez la ternura y la decencia. Dos largas y finas cejas, pero singularmente trazadas, adornaban una frente poco amplia, pero de tal nobleza, de tal atractivo, que diríase que era el templo mismo del pudor. Su nariz estrecha, un poco ceñida por arriba, descendía insensiblemente en una forma semiaquilina. Sus labios eran finos, bordeados del más vivo rosicler, y su boca un poco grande, el único defecto de su celestial fisonomía, solo se abría para dejar ver 32 perlas que la naturaleza parecía haber sembrado entre rosas. Tenía el cuello un poco largo, singularmente modelado, y, por un hábito bastante natural, la cabeza siempre un poco inclinada sobre el hombro derecho, sobre todo cuando escuchaba; pero ¡cuánta gracia le confería esta interesante actitud! El pecho era pequeño, muy redondo, muy firme y muy enhiesto, pero apenas bastaba para llenar la mano; era como dos manzanitas que el Amor, como retozando, había traído allí del jardín de su madre. Su vientre era liso y como de satén; un pequeño montículo rubio poco poblado servía de peristilo al templo donde Venus parecía exigir su homenaje. Este templo era estrecho, hasta el punto de no poder ni siquiera introducir un dedo sin hacerla gritar, y sin embargo, gracias al presidente, desde hacía cerca de dos lustros, la pobre niña no era virgen, ni por allí, ni por el lado delicioso que todavía nos queda por dibujar. ¡Cuántos atractivos poseía este segundo templo, qué línea de flancos, qué corte de nalgas, cuánta blancura y rosicler reunidas!, pero el conjunto era un poco pequeño. Delicada en todas sus formas, Adélaïde era más el esbozo que el modelo de la belleza; parecía que la naturaleza solo hubiera querido indicar en Adélaïde lo que había pronunciado tan majestuosamente en Constance. Si se entreabría aquel culo delicioso, aparecía un capullo de rosa, que la naturaleza quería presentar en toda su frescura y en el más tierno rosicler. Pero ¡qué estrecho!, ¡qué pequeñez!, solo con infinitos esfuerzos el presidente lo había conseguido, y no había podido renovar esos asaltos más que dos o tres veces. Martín, menos exigente, la hacía poco desdichada a este respecto, pero desde que era su mujer, ¿con cuántas otras complacencias crueles, con qué cantidad de otras peligrosas sumisiones no tenía que compensar este pequeño favor? Y además, entregada a los cuatro libertinos, como lo estaba por el acuerdo tomado, ¡cuántos crueles asaltos le quedaban por soportar, tanto en el estilo del que Martín le perdonaba como en todos los demás!
JULIE, esposa de Santiago e hija menor del duque Nicolás, habría eclipsado a las dos anteriores de no ser por un defecto capital para muchas personas, y que quizás era lo único que había decidido la pasión de Santiago por ella, hasta tal punto es cierto que los efectos de las pasiones son inconcebibles y que su desorden, fruto del hastío y de la saciedad, solo puede compararse a sus grandes extravíos. Julie era alta, bien formada, los más hermosos ojos oscuros imaginables, la nariz encantadora, las facciones notables y graciosas, los más hermosos cabellos castaños, el cuerpo blanco y deliciosamente gordo, un culo que hubiera podido servir de modelo para el que esculpió Praxiteles, el coño caliente, estrecho y de un disfrute tan agradable como pueda serlo semejante local, la pierna hermosa y el pie encantador. Educada por el duque en un abandono total de principios y de buenas costumbres, adoptaba en buena parte esta filosofía, y no cabe duda de que podía ser un súbdito de ella; pero, por un efecto también muy extravagante del libertinaje, sucede con frecuencia que una mujer con nuestros defectos nos gusta mucho menos para nuestros placeres que otra que solo posea virtudes: la una se nos parece, no la escandalizamos; la otra se asusta, y hete ahí un clarísimo atractivo de más. El duque, pese a la enormidad de su construcción, había disfrutado de su hija, pero se había visto obligado a esperar hasta los quince años, y pese a ello no había podido impedir que quedara muy dañada por la aventura, hasta el punto de que, deseando casarla, se vio obligado a interrumpir sus goces y a contentarse con placeres menos peligrosos, aunque por lo menos igual de fatigosos. Julie ganaba poco con el presidente, cuya polla sabemos que era muy gruesa.
ALINE, hermana pequeña de Julie y, en verdad, hija de Sebastián , estaba muy alejada tanto de las costumbres como del carácter y los defectos de su hermana. Era la más joven de las cuatro: apenas tenía 16 años; una carita picante, fresca y casi traviesa, una naricita respingona, unos ojos oscuros llenos de vivacidad y de expresión, una boca deliciosa, un talle esbelto aunque menudo, la piel un poco oscura, pero suave y bonita, el culo un poco gordo, pero bien moldeado, el conjunto de las nalgas más voluptuoso que se pueda ofrecer a la vista del libertino, un pubis oscuro y bonito, el coño un poco bajo, el llamado a la inglesa, pero muy estrecho, y, cuando fue ofrecida a la asamblea, ella era totalmente virgen. Seguía siéndolo en la fiesta cuya historia escribimos, y ya veremos cómo fueron arrebatadas estas primicias. Respecto a las del culo, Sebastián llevaba ocho años disfrutando tranquilamente de ellas todos los días, pero sin conseguir que su querida hija se aficionara, porque, pese a su aire travieso y alegre, solo se prestaba a ello por obediencia y todavía no había demostrado que el más ligero placer le hiciera compartir las infamias de las que era diariamente víctima. Sebastián la había dejado en una ignorancia profunda; apenas sabía leer y escribir, e ignoraba por completo lo que era la religión. Su espíritu natural tendía a la niñería, contestaba chistosamente, jugaba, quería mucho a su hermana, detestaba soberanamente al Sebastián y temía al duque como al fuego. El día de bodas, cuando se vio desnuda en medio de cuatro hombres, lloró, e hizo todo lo que le pidieron, sin placer y sin humor. Era sobria, muy limpia y no tenía más defecto que un exceso de pereza, la indolencia dominaba en todas sus acciones y en toda su persona, pese al aire de vivacidad que sus ojos anunciaban. Detestaba al presidente casi tanto como a su tío, y Martín, pese a que la trataba sin miramientos, era, sin embargo, el único por el que no parecía sentir ninguna repugnancia.
Así eran, pues, los ocho principales personajes con los que vamos a hacerte vivir, mi querido lector. Ya es hora de desvelarte ahora el objeto de los singulares placeres que se proponían.
Continuará…
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