120 días de sodoma, parte 2
Continuamos con la narración de la historia.
Es de recibo, entre los verdaderos libertinos, que las sensaciones comunicadas por el órgano del oído son las que más halagan e impresionan más vivamente. En consecuencia, nuestros cuatro malvados, que querían que la voluptuosidad impregnara su corazón cuanto antes y con la mayor profundidad posible, habían imaginado para ello una cosa bastante singular. Se trataba, después de haberse rodeado de todo lo que mejor podía satisfacer la lubricidad de los otros sentidos, de hacerse contar en esta situación, con todo tipo de detalles, y por orden, todos los diferentes extravíos de la orgía, todas sus ramas, todas sus vicisitudes, en una palabra, lo que en la lengua del libertino se llama todas las pasiones. Es inimaginable hasta qué punto puede variarlas el hombre cuando su imaginación se inflama. La diferencia entre ellos, enorme en todas sus restantes manías, en todos sus restantes gustos, es aún mucho mayor en este caso, y quien fuera capaz de fijar y detallar estas desviaciones realizaría tal vez uno de los más bellos trabajos imaginables sobre las costumbres así como uno de los más interesantes. Era fundamental, pues, encontrar unos individuos capaces de describir todos estos excesos, de analizarlos, de desarrollarlos, de detallarlos, de graduarlos, y de situarlos por medio de un relato interesante. Tal fue, en consecuencia, la decisión que tomaron. Después de innumerables búsquedas e informaciones, encontraron a cuatro mujeres muy experimentadas que, habiendo pasado su vida en el libertinaje más absoluto, eran capaces de ofrecer una explicación exacta de todas sus investigaciones. La primera, por ejemplo, situaría en el relato de los acontecimientos de su vida las 150 pasiones más sencillas y los extravíos menos rebuscados o más vulgares; la segunda, en el mismo marco, un número igual de pasiones más singulares y de uno o varios hombres con varias mujeres; la tercera debía introducir igualmente en su historia las manías de las más criminales y de las más ultrajantes para las leyes, la naturaleza y la religión; y como todos estos excesos llevan al asesinato y los asesinatos cometidos por libertinaje varían hasta el infinito, y tantas veces como diferentes suplicios adopte la imaginación inflamada del libertino, la cuarta debía añadir a los acontecimientos de su vida el relato detallado de estas diferentes torturas.
MADAME DUCLOS era el nombre de la encargada del relato de las 150 pasiones simples. Era una mujer de treinta y ocho años, todavía bastante lozana, que conservaba grandes restos de belleza, ojos muy bonitos, la piel muy blanca, y uno de los más hermosos y más rollizos culos que cabía ver, la boca fresca y limpia, el seno soberbio y bonitos cabellos oscuros, la cintura gruesa, pero alta, y todo el aire y el tono de una mujer distinguida.
MADAME CHAMPVILLE era una mujerona de unos cuarenta años, delgada, bien formada, con el aire más voluptuoso en la mirada y en el porte; fiel imitadora de Safo, lo demostraba en los más pequeños movimientos, en los gestos más simples y en las más mínimas palabras. Había sido mucho tiempo prostituta y, desde hacía unos cuantos años, desempeñaba a su vez el oficio de alcahueta, pero se limitaba a un cierto número de parroquianos, todos ellos consumados viejos verdes; jamás recibía jóvenes, y esta conducta prudente y lucrativa apuntalaba un poco sus negocios. Había sido rubia, pero un tinte más prudente comenzaba a colorear su cabellera. Sus ojos seguían siendo muy bellos, azules y de una expresión muy agradable.
LA MARTAINE, abuelita de cincuenta y dos años, muy fresca y muy sana y dotada del más enorme y más bonito trasero que pueda tenerse, ofrecía absolutamente la aventura contraria. Había pasado su vida en el desenfreno sodomita, y estaba tan familiarizada con él que solo experimentaba placer por ahí. Se había entregado a este tipo de placer, arrastrada tanto por la imposibilidad de hacer otra cosa como por los primeros hábitos, mediante lo cual proseguía con esta lubricidad en la que se dice que todavía era deliciosa, arrostrándolo todo, sin miedo a nada. Los más monstruosos instrumentos no la asustaban, los prefería incluso, y la continuación de sus memorias nos la presentará quizá combatiendo valerosamente todavía bajo las banderas de Sodoma como la más intrépida de las sodomitas. Tenía unas facciones bastante graciosas, pero un aire de languidez y de decaimiento comenzaba a marchitar sus encantos.
LA DESGRANGES era el vicio y la lujuria personificados: alta, delgada, de cuarenta y seis años de edad, aspecto lívido y descarnado, ojos apagados, labios muertos, ofrecía la imagen del crimen a punto de perecer por falta de fuerzas. Antes había sido morena; se decía incluso que tuvo un bonito cuerpo; poco después, no era más que un esqueleto. Su culo usado, marcado, desgarrado, y su agujero era tan ancho y arrugado que, sin que ella lo notara, los más enormes instrumentos podían penetrarla en seco. Para colmo de encantos, esta generosa atleta de Citerea, herida en múltiples combates, tenía una teta de menos y tres dedos cortados; cojeaba y le faltaban seis dientes y un ojo. Puede que nos enteremos en qué tipo de ataques había sido tan maltratada; lo cierto es que nada la había corregido, y si su cuerpo era la imagen de la fealdad, su alma era el receptáculo de todos los vicios y de todos los crímenes más increíbles. Incendiaria, parricida, incestuosa, sodomita, tríbada, asesina, envenenadora, culpable de violaciones, robos, abortos y sacrilegios, cabía afirmar con certeza que no había crimen en el mundo que esa tunanta no hubiera cometido o hecho cometer. Su estado actual era el celestinaje; era una de las suministradoras habituales de la sociedad, y como a su mucha experiencia unía una jerga bastante agradable, la habían elegido para desempeñar el cuarto papel de historiadora, es decir aquel en cuyo relato debían encontrarse los mayores horrores e infamias. ¿Quién mejor que una criatura que las había cometido todas podía interpretar ese personaje?
Encontradas estas mujeres, y encontradas inmejorables en todos los puntos, hubo que ocuparse de los accesorios. En un principio habían deseado rodearse de un gran número de objetos lujuriosos de ambos sexos, pero cuando descubrieron que el único local donde esta fiesta lúbrica podía ejecutarse cómodamente era una mansión ubicada en Argentina propiedad de Martín, y que esta mansión de regulares dimensiones no podía contener un gran número de habitantes, y que además podía resultar indiscreto y peligroso llevar a mucha gente, se redujo a un total de 32 sujetos, incluidas las historiadoras, a saber: cuatro de esta clase, ocho muchachas, ocho muchachos, ocho hombres dotados de miembros monstruosos para las voluptuosidades de la sodomía pasiva, y cuatro criadas. Pero no fue fácil lograrlo; emplearon un año entero en estos detalles, gastaron un dinero inmenso, y he aquí las precauciones que tomaron respecto a las ocho muchachas, a fin de tener lo más delicioso que América y Europa podía ofrecer. Y 16 inteligentes alcahuetas, cada una de ellas con dos auxiliares, fueron enviadas a las principales ciudades de estos continentes. A cada una de estas celestinas se la citó en una propiedad del duque cerca de París, y todas debían acudir en la misma semana, a los diez meses justos de su partida: se les dio ese tiempo para buscar.
Durante ese tiempo, con las mismas circunstancias, los mismos medios y los mismos gastos, estableciendo también la edad entre doce y quince, 17 agentes de sodomía hacían el mismo recorrido, y su cita estaba fijada para un mes después de la elección de las muchachas. En cuanto a los jóvenes que de ahora en adelante designaremos bajo el nombre de culiadores, la única regla fue la medida de su miembro: no se quiso nada por debajo de los 25 CM de largo por 15 de grueso. Ocho hombres trabajaron con esta intención en todo el reino, y la cita quedó señalada para un mes después de la de los muchachos. Aunque la historia de estas elecciones y de estas recepciones no sea nuestro objeto, no queda, sin embargo, fuera de lugar contar aquí algo de ello, para que pueda conocerse todavía mejor el genio de nuestros cuatro héroes. Me parece que todo lo que sirva para desarrollarlas y para arrojar luz sobre una orgía tan extraordinaria como la que vamos a describir no puede ser considerado accesorio.
Habiendo llegado la época de la cita de las jóvenes, se dirigieron a la propiedad del duque. Como algunas celestinas no pudieron cumplir su número de nueve, y otras perdieron a algunos sujetos por el camino, sea por enfermedad o por evasión, solo llegaron 130 a la cita. Se dedicaron 13 días a este examen, y cada día se examinaban diez. Los cuatro amigos formaban un círculo, en medio del cual aparecía la joven, primero vestida tal como estaba en el momento de su rapto. La alcahueta que la había corrompido contaba su historia: si faltaba en algo a las condiciones de nobleza y de virtud, sin mayor profundización, la pequeña era despedida al instante, sin ninguna ayuda y sin ser confiada a nadie, y la celestina perdía todos los gastos que había podido hacer a causa de ella. Después de que la alcahueta hubiera contado sus pormenores, hacían que esta se retirara y se interrogaba a la pequeña para saber si lo que se acababa de decir de ella era cierto. Si todo era correcto, regresaba la alcahueta y arremangaba a la pequeña por detrás, a fin de exponer sus nalgas a la asamblea; era lo primero que querían examinar. El menor defecto en esta parte motivaba su despido inmediato; si, por el contrario, nada faltaba a esta especie de encanto, la hacían desnudarse, y, en tal estado, pasaba y repasaba, cinco o seis veces consecutivas, de uno a otro de nuestros libertinos. Le daban una y más vueltas, la manipulaban, la olisqueaban, la abrían, examinaban sus virginidades, pero todo ello con sangre fría y sin que la ilusión de los sentidos turbara para nada el examen. Una vez terminado, la criatura se retiraba y, al lado de su nombre escrito en un billete, los examinadores ponían aprobada, o suspendida, firmando el billete; después estos billetes eran metidos en una caja, sin que se comunicaran sus ideas; examinadas todas, se abría la caja: para que una muchacha fuera aprobada, era preciso que tuviera en su billete los cuatro nombres de los amigos a su favor. Si faltaba uno solo, era inmediatamente despedida, y todas inexorablemente, como ya he dicho, a pie, sin ayuda y sin guía, a excepción quizá de una docena con las que nuestros libertinos se divirtieron cuando la elección estuvo hecha y que cedieron a sus celestinas.
En cuanto a las ocho elegidas, fueron depositadas en un convento hasta el instante de la partida y, para reservarse el placer de disfrutarlas en la época elegida, no se las tocó hasta entonces.
Ni se me ocurrirá describir estas bellezas: eran todas ellas tan igualmente superiores que mis pinceles se volverían necesariamente monótonos. Me limitaré a nombrarlas y a afirmar con verdad que es absolutamente imposible imaginarse un conjunto tal de gracias, de atractivos y de perfecciones, y que si la naturaleza quería dar una idea al hombre de lo más sabio que ella puede formar, no le presentaría otros modelos.
La primera se llamaba AUGUSTINE: tenía quince años, era hija de un empresario de nueva york y había sido secuestrada en un internado de Nueva Hampshire.
La segunda se llamaba FANNY: era hija de un consejero del Parlamento de gran Bretaña y secuestrada en el propio castillo de su padre.
La tercera se llamaba ZELMIRE: tenía quince años, era hija de un ministro brasileño , que la idolatraba. La había llevado con él de caza, por una de sus tierras, y, habiéndola dejado sola un instante en el bosque, fue secuestrada en un santiamén. Era hija única. Ella fue la que lloró y se desoló más ante el horror de su suerte.
La cuarta se llamaba SOPHÍA: tenía catorce años y era hija de un general Argentino bastante acomodado que vivía en su propiedad en Mendoza. Había sido secuestrada mientras paseaba, al lado de su madre que, queriendo defenderla, fue arrojada a un río en el que su hija la vio expirar bajo sus ojos.
La quinta se llamaba COLOMBE: era de París e hija de un consejero del Parlamento; tenía trece años y había sido secuestrada al regresar con una gobernanta, de noche, a su convento, a la salida de un baile infantil. La gobernanta había sido apuñalada.
La sexta se llamaba HÉBÉ: tenía doce años, era hija de un capitán Colombiano, hombre de buena posición que vivía en Cali. La joven había sido seducida y secuestrada en el colegio donde se educaba; dos religiosas habían sido conquistadas a fuerza de dinero. Era imposible ver nada más seductor y más lindo.
La séptima se llamaba Camila: tenía trece años, era hija del teniente general de ciudad de México. Su padre acababa de morir; ella estaba en el campo con su madre, cerca de la ciudad, y la secuestraron ante los mismos ojos de sus parientes, simulando que eran ladrones.
La última se llamaba MIMI o MICHETTE: tenía doce años, era hija del marqués de Senanges y había sido secuestrada en las tierras de su padre, en el Borbonesado, con ocasión de un paseo que le habían dejado hacer con dos o tres mujeres del castillo, que fueron asesinadas.
Vemos ya cuánto dinero y cuántos crímenes costaban los preparativos de estas voluptuosidades. Con personas semejantes, los tesoros importaban poco. Mediante lo cual, todo salió con éxito, y tan bien, que nuestros libertinos nunca se vieron inquietados por las consecuencias y apenas hubo indagaciones.
Llegó el momento del examen de los muchachos. Al ofrecer mayores facilidades, su número fue mayor. Los alcahuetes presentaron a 150, y seguramente no exageraré al afirmar que igualaban por lo menos la clase de las muchachas, tanto por su delicioso rostro como por sus gracias infantiles, su candor, su inocencia y su nobleza. Eran pagados a 30. 000 dólares cada uno, el mismo precio que las muchachas, pero los buscadores no arriesgaban nada, porque siendo esta caza más delicada y mucho más del gusto de nuestros sectarios, se había decidido que no desperdiciarían ningún gasto, que despedirían, a decir verdad, a los que no convinieran, pero que, como se les utilizaría, serían igualmente pagados. El examen se hizo como con las mujeres. Comprobaron diez por día, con la precaución muy prudente y que había sido excesivamente descuidada en el caso de las muchachas, con la precaución, digo, de correrse siempre con la ayuda de los diez presentados antes de proceder al examen.
He aquí los nombres que se dieron a los que quedaron, su edad, su nacimiento y el resumen de su aventura, pues renuncio a hacer sus retratos: los rasgos del propio Amor no eran seguramente más delicados y los modelos donde el Albano iba a elegir los rasgos de sus ángeles divinos eran seguramente muy inferiores.
FRANCISCO tenía trece años de edad; era el hijo único de un abogado italiano que lo educaba con el mayor cuidado en su propiedad. Le habían mandado a Poitiers a visitar a una parienta, escoltado por un único criado, y nuestros fulleros, que le esperaban, asesinaron al criado y se apoderaron del niño.
CUPIDON tenía la misma edad; estaba en un colegio de Miami; hijo de un gentilhombre de los alrededores de esta ciudad, donde estudiaba. Le espiaron y le secuestraron en el curso de un paseo que los colegiales daban el domingo. Era el más guapo de todo el colegio.
NARCISSE tenía doce años de edad; era caballero de Malta. Le habían secuestrado en Rouen donde su padre desempeñaba un cargo honorable y compatible con la nobleza. Partía hacia el colegio de Louis-le-Grand, en París; fue secuestrado en el camino.
MARIO, el más delicioso de los ocho, en el supuesto de que la excesiva belleza de todos hubiera permitido una elección, era de París; estudiaba en un famoso internado. Su padre era un oficial general, que hizo todo lo posible para recuperarlo sin que nada pudiera conseguirlo. Habían seducido al dueño del internado a fuerza de dinero, y había entregado a siete, de los cuales seis habían sido desechados. Había enloquecido al duque, que afirmó que si hubiera hecho falta un millón para encular a esa criatura, lo habría dado al instante. Se reservó sus primicias, y le fueron unánimemente concedidas. ¡Oh tierna y delicada criatura, qué desproporción!, ¡y qué suerte horrenda te estaba, pues, deparada!
CÉLADON era hijo de un magistrado de Uruguay. Fue secuestrado en Montevideo, donde había ido a visitar a una tía. Apenas contaba con catorce años. Fue el único al que sedujeron mediante una muchacha de su edad que encontraron la manera de que conociera: la bribonzuela le atrajo a la trampa fingiendo que estaba enamorada de él, le vigilaban mal, y la jugada salió bien.
ADONIS tenía quince años. Fue secuestrado en el colegio de Londres, donde estudiaba. Era hijo de un presidente del Parlamento, al que por mucho que se quejara y por mucho que removiera, estaban tan bien tomadas las precauciones que le resultó imposible volver a oír hablar de él. Santiago, que llevaba dos años loco por él, le había conocido en casa de su padre, y era él quien había dado los medios y las informaciones necesarias para corromperle. Estuvieron muy asombrados de un gusto tan razonable como aquel en una cabeza tan depravada, y Santiago, muy orgulloso, aprovechó el acontecimiento para demostrar a sus colegas que, por lo que se veía, seguía teniendo a veces buen gusto. La criatura le reconoció y lloró, pero el presidente le consoló asegurándole que sería él quien le desvirgaría; y mientras le administraba este consuelo tan conmovedor, le bamboleaba su enorme instrumento por las nalgas. Lo pidió en efecto a la asamblea y lo consiguió sin dificultades.
HYACINTHE tenía catorce años de edad; era hijo de un oficial retirado en una pequeña ciudad de Champaña. Le atraparon mientras iba de caza, que amaba con locura y a la que su padre cometía la imprudencia de dejarle ir solo.
FELIPITO tenía doce años de edad. Fue secuestrado en Cali, en la mansión de sus padres, Era hijo de un hombre de buena posición de la región que acababa de dejarle allí hacía menos de seis meses. Le secuestraron con absoluta facilidad en un paseo que había ido a dar en solitario por la calle quinta. Se convirtió en la pasión de Sebastián, a quien fueron destinadas sus primicias.
Así eran las deidades masculinas que nuestros libertinos preparaban para su lubricidad: en su momento y en su lugar veremos el uso que de ellas hicieron. Quedaban 142 sujetos, pero no jugaron con estas presas como con las otras: ninguno fue despedido sin haber servido. Nuestros libertinos pasaron con ellos un mes en el castillo del duque. Como estaban en vísperas de la partida, todos los arreglos diarios y normales ya estaban rotos, y esto sirvió de diversión hasta el momento de la partida. Cuando quedaron ampliamente hartos, imaginaron un divertido medio de sacárselos de encima: consistió en venderlos a un corsario turco. De esta manera quedaban rotas todas las huellas y recuperaban una parte del dinero. El turco vino a recogerles cerca de Mónaco, adonde se les hizo llegar en pequeños grupos, y los llevaron a la esclavitud, destino horrible sin duda, pero que no por ello divirtió menos ampliamente a nuestros cuatro malvados.
Llegó el momento de elegir a los culiadores. Los eliminados de esta clase no molestaban nada; tomados a una edad razonable, bastaba con pagarles el viaje, el trabajo, y se volvían a casa. Sus ocho alcahuetes habían tenido, además, mucho menos trabajo, ya que las medidas estaban prácticamente fijadas y no había ningún problema con las condiciones. Llegaron, pues, 50. De las 20 vergas más gordas, eligieron a los ocho más jóvenes y más guapos, me limitaré a nombrar a esos dioses.
HÉRCULES, realmente esculpido como el dios cuyo nombre se le dio, tenía veintiséis años y estaba dotado de un miembro de 30 Cm de longitud por 22 CM de grueso. Nunca se había visto un instrumento tan hermoso ni tan majestuoso como aquel, casi siempre enhiesto y del que ocho eyaculaciones, como se comprobó, llenaban una botella de dos litros exacta. Era además muy agradable y tenía un rostro muy masculino. Medía 1.85 cm de altura y pesaba 95 kg de puro músculo. Tenía una ancha espalda y un abdomen esculpido en mármol. Su cabello era castaño y sus ojos cafés.
PAUL, era un hombretón de 1.90 cm de altura y 90 kg, aunque no era muy musculoso si tenía un cuerpo ejercitado. Su cabello y sus ojos eran negros brillantes y su piel era muy blanca. Su verga medía 28 cm de largo por 20 cm de grueso, y con una cabeza proporcional a la vergota. Tenía veintisiete años y el rostro más bonito del mundo.
EL DESTROZADOR DE CULOS tenía un juguete tan graciosamente modelado que le era casi imposible encular sin romper el culo, y de ahí venía el nombre que llevaba. La cabeza de su verga, semejante a un corazón de buey, tenía 25 cm de perímetro y el resto del pene tenía 22 cm de grueso; el miembro solo tenía 27 cm de largo, pero este miembro retorcido tenía tal curvatura que desgarraba exactamente el ano cuando penetraba en él, y esta cualidad tan preciosa para unos libertinos tan hastiados como los nuestros había hecho que le buscaran especialmente. Este hombre tenía 1.82 cm de altura, y era tan velludo en todo su cuerpo que parecía un zátiro. Lo más destacable de su cuerpo eran sus piernas demasiado musculosas y sus enormes pies, ya que calzaba 48.
DAVID, su erección hiciera lo que hiciese, era perpetua, estaba dotado de un instrumento de 27 cm de longitud por 19 cm de perímetro. Habían rechazado otros más gruesos que el suyo, porque empalmaban difícilmente, mientras que este, por muchas eyaculaciones que hiciera al día, se ponía tieso al menor roce.
RAFAEL. Medía 1.98 cm de altura y pesaba 110 kg de músculo macizo. Con solo 22 años de edad ya era un prometedor jugador de fútbol americano. Era un morocho de 1.95 cm de altura y 125 kg de masa muscular. Su verga tenía 27 cm de largo por 23 cm de grueso.
ALEJANDRO. Era un joven de apenas 19 años de edad, pero con una experiencia sexual indiscutible. Había desvirgado más de 100 jóvenes (entre chicos y chicas) con su enorme verga, y casi todos habían quedado varias semanas en el hospital. Tenía una vergota de 27 cm de largo por 21 cm de grueso.
WILLIAM. Medía apenas 1.75, pero tenía un cuerpo realmente muy trabajado. Tenía una verga de 28 cm de largo por 22 cm de grueso.
DIEGO. Medía 2.05 metros de altura y 120 k. tenía una verga de 28 cm de largo por 20 cm de grueso y bastante cabezona.
Se divirtieron 15 días con los 42 sujetos desechados y, después de haberlos trabajado bien y al no tener ya nada que llevarse a la boca, se les despidió bien pagados.
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