Abuse a mi roomie. Gay
Emiliano poseía todo lo que me fascinaba de un hombre. Todo, y sin pensarlo mucho me metí con el.
Me llamo Alfonso, tengo 22 años, y vivía en un depa chiquito con Emiliano, mi rommie de 26. Era el verano del 2008, y el calor en la ciudad estaba bueno. Emiliano era un vato que no pasaba desapercibido, aunque no hacía nada para que lo vieras. Metro setenta, piel trigueña, con unas cejas pobladas que parecían gritar «mírame» y unos ojos café oscuro que te atrapaban como si fueran un anzuelo. Su cabello rizado, castaño oscuro, con un fade ya algo crecido, le daba un aire relajado pero chido. La barba de tres días le sumaba un toque rudo, y su cara, bien definida, con la mandíbula marcada, tenía esa vibra de galán de telenovela, pero sin caer en lo exagerado. Sus pómulos resaltaban lo justo, y su nariz recta terminaba en unos labios que, joder, parecían pedir a gritos que alguien los probara.
Sus manos, venosas, parecían contar historias de sus entrenamientos. Sus piernas, peludas con vellos rizados, eran de esas que te hacían pensar en fuerza bruta, y sus pies… huy, sus pies. Largos, venosos, con vello en el empeine y un poco en los dedos. Era como si todo en él estuviera diseñado para volverme loco, aunque él no tuviera ni idea. Sus axilas, peludas, y ese vello recortado en el pecho que se negaba a desaparecer, eran detalles que me tenían idiotizado desde que se mudó conmigo.
Ese día llegué de la uni, cansado, con el sol pegándome en la nuca. Abrí la puerta del depa y ahí estaba Emiliano, tirado en el sillón, jugando a la play con los pies subidos en la mesa de centro. Llevaba unos calcetines blancos, sucios en las suelas, y movía los dedos como si se estuviera rascando. El salón apestaba a macho, a sudor, a pies. Había tenido entrenamiento ese día, y el olor estaba bueno. No era desagradable, no para mí. Al contrario, me puso los nervios de punta, el corazón me latía como si estuviera corriendo un maratón.
Dejé mi mochila en la mesa del comedor, tratando de actuar normal, pero mis ojos se iban solos a esos calcetines sucios. Me imaginaba el sudor atrapado ahí, la humedad caliente de sus pies después de horas de entrenamiento. Intenté disimular, pero era como si mis ojos tuvieran vida propia. Emiliano estaba tan metido en su juego que no se daba cuenta de nada, solo movía el control con esas manos venosas, gritándole a la pantalla cada vez que algo salía mal.
En un momento, perdió la partida. Soltó un rugidito de frustración, levantó los brazos con el control en la mano, y el olor de sus axilas rociaron el ambiente. Puso pausa y bajó los brazos, dejando el mando en su regazo. Entonces me volteó a ver, con esa mirada de cazador que me ponía la piel chinita.
—¿Qué tal te fue, wey? —me preguntó, casual, como si nada.
Me giré, apoyándome de espaldas en la mesa del comedor, tratando de mirarlo a los ojos. Pero, joder, mis ojos se fueron directo a sus pies. No pude evitarlo. Esos calcetines sucios, los dedos moviéndose, el olor que llenaba el aire. Intenté responder algo coherente, pero solo balbuceé un “bien, wey, bien”.
Él frunció el ceño, como confundido, y se dio cuenta de que no le quitaba la vista a sus patas. Ladeó la cabeza, entrecerrando los ojos.
—¿Qué, wey? ¿Qué tanto me miras? —dijo, con un tono que mezclaba curiosidad y burla.
Tragué saliva, sintiendo que la cara me ardía. No supe qué decir, solo balbuceé algo sin sentido, como un pendejo.
—¿Te pregunté qué, wey? ¿Qué tanto me miras las patas? —insistió, y de repente, como si quisiera provocarme, empezó a mover los dedos dentro de los calcetines, como si los estuviera flexionando adrede—. ¿Qué, apoco te gustan mis patas?
Me quedé helado. Sentí un nudo en el estómago, y mi corazón se aceleró tanto que pensé que se me iba a salir del pecho. Me giré rápido, fingiendo que sacaba algo de mi mochila, cualquier cosa para no seguir haciendo el ridículo. Él seguía hablando, contándome no sé qué mierda de su partido, pero yo apenas lo escuchaba. Mi cabeza estaba en esos pies, en ese olor, en la idea de tocarlos.
Y entonces, no sé por qué carajos, se me ocurrió soltar:
—Oye, ¿quieres un masaje en los pies?
El silencio que siguió fue como un balazo. Emiliano soltó una risa nerviosa, de esas que salen cuando no sabes si te están vacilando o qué pedo.
—Ha, ¿chinga, y ahora? ¿Qué, ahora eres masajista o qué? —dijo, cruzando los brazos y retirando los pies de la mesa, como si de repente se sintiera expuesto. Su lenguaje corporal gritaba inseguridad: los hombros tensos, los brazos apretados contra el pecho, la mirada esquiva.
—No, wey, nomás digo… pa’ que te relajes —insistí, tratando de sonar casual, aunque por dentro estaba temblando como gelatina. Mi voz salió más aguda de lo normal, y me odié por eso.
Emiliano se quedó callado un segundo, mirándome como si intentara descifrarme. Luego volvió a reír, pero esta vez más suave, como si la idea le diera curiosidad.
—¿Neto? ¿Un masaje? —dijo, rascándose la nuca, todavía con los brazos cruzados—. No mames, wey, qué cosas se te ocurren.
—Va, wey, no pasa nada. Tú relájate —dije, forzando una sonrisa, aunque sentía que las piernas me temblaban.
Él dudó, mirándome de reojo, como si no estuviera seguro de si seguirme la corriente o mandarme al carajo. Pero al final, con un suspiro exagerado, volvió a subir los pies a la mesa.
—Órale, pues, pero si me haces cosquillas, te madreo —dijo, medio en broma, medio en serio.
Me acerqué, con el corazón latiéndome en la garganta. Me agaché junto a la mesa, y cuando mis manos estuvieron a centímetros de sus pies, sentí el calor que desprendían, incluso a través de los calcetines. El olor a sudor era más intenso ahora, y juro que casi me mareo. Mis manos temblaban cuando toqué el primer calcetín, y él dio un pequeño brinco, como si no estuviera seguro de lo que estaba pasando.
—Tranquilo, wey —dije, más para mí que para él, mientras empezaba a presionar con los pulgares la planta de su pie. La tela del calcetín estaba húmeda, cálida, y el olor me golpeó de nuevo, haciendo que mi cabeza diera vueltas.
Emiliano se quedó callado, pero lo sentía tenso. Sus dedos se movían un poco, como si no supiera si relajarse o salir corriendo. Yo seguía, tratando de concentrarme en el masaje, pero mi mente estaba en otra parte. En el vello de sus empeines, en la forma en que sus venas se marcaban bajo la piel, en el calor que emanaba de él.
—¿Qué, muy rico, wey? —bromeé, tratando de romper el hielo, aunque mi voz salió temblorosa.
Él soltó una risa corta, nerviosa, y se rascó la barba.
—No mames, wey, esto se siente raro —dijo, pero no quitó los pies. Al contrario, los dejó ahí, como si, a pesar de todo, estuviera empezando a disfrutar el momento.
Y yo… yo estaba perdido. El olor, el calor, la tensión en el aire. Todo era incómodo, intenso, y jodidamente perfecto.
El aire en el depa se sentía espeso, como si el calor del verano y el olor a macho de Emiliano se hubieran confabulado para volverme loco. Mis manos seguían en sus pies, presionando la planta a través de los calcetines húmedos. El sudor de sus patas se filtraba en mis dedos, y joder, cada roce me hacía sentir que estaba a punto de perder el control. Emiliano seguía ahí, con los pies en la mesa, pero su cuerpo estaba tenso, como si no supiera si dejarse llevar o salir corriendo. Sus brazos seguían cruzados, y cada tanto me echaba una mirada de reojo, como tratando de descifrar qué carajos estaba pasando.
—¿Oye wey? no manches, ¿te gusta esto, verdad? —dijo de repente, con una mezcla de burla y nerviosismo. Su voz tenía un filo, pero también una curiosidad que no podía disimular.
Yo no respondí de inmediato. Mis manos seguían trabajando, ahora un poco más firmes, deslizándose por el arco de su pie. Me atreví a apretar un poco más, y él soltó un gruñidito, como si le hubiera dado cosquillas, pero no retiró los pies.
—Nomás te estoy ayudando a relajarte, wey. Tu tranqui —dije, tratando de sonar casual, aunque mi corazón estaba a punto de salírseme del pecho. Mi voz temblaba, y estoy seguro de que él lo notó.
Emiliano se rió, pero fue una risa corta, insegura. Se rascó la nuca y descruzó los brazos, apoyándolos en el respaldo del sillón. Sus axilas quedaron a la vista, y el olor a sudor fresco me pegó como un derechazo. Esas axilas peludas, con vellos oscuros y húmedos, eran como un imán. Tragué saliva, intentando no mirarlo directamente, pero mis ojos se desviaban solos.
—Órale, wey, pero no te pongas raro, ¿eh? —dijo, aunque su tono ya no era tan firme. Había algo en su voz, un dejo de intriga, como si él también estuviera sintiendo la tensión que flotaba entre nosotros.
No sé de dónde saqué el valor, pero mis manos dejaron de masajear y, casi sin pensarlo, tiré suavemente de uno de sus calcetines. La tela se deslizó, dejando a la vista su pie desnudo, largo, venoso, con ese vello rizado en el empeine que me tenía idiotizado. El olor a sudor se intensificó, y juro que sentí un calor subir desde mi pecho hasta la cabeza. Emiliano se quedó quieto, como si no supiera cómo reaccionar.
—¿Y hora? —preguntó, con la voz un poco más baja, casi un murmullo. Pero no movió el pie. Lo dejó ahí, expuesto, como si una parte de él quisiera ver hasta dónde llegaba esto.
—Nada, nomás… se siente mejor así, ¿no? —dije, mi voz apenas un susurro. Mis dedos rozaron la piel de su pie, cálida, ligeramente húmeda. El vello en sus dedos se sentía áspero bajo mis yemas, y cada roce me hacía temblar.
Emiliano no dijo nada. Solo me miró, con esos ojos café oscuro que parecían taladrarme. Su respiración se volvió un poco más pesada, y noté cómo su pecho subía y bajaba bajo la playera ajustada. Me atreví a deslizar mis manos un poco más arriba, hacia su tobillo, y luego, con un movimiento lento, casi como si estuviera pidiéndole permiso con la mirada, empecé a masajear la otra pierna, todavía con el calcetín puesto.
—No manches, mano. Tas re loco —dijo, pero no había enojo en su voz. Había algo más, algo que hacía que el aire entre nosotros se sintiera eléctrico.
Me arriesgué más. Con un movimiento lento, tiré del otro calcetín, dejándolo caer al suelo. Ahora sus dos pies estaban desnudos, y el olor a sudor me envolvió por completo. Me acerqué un poco más, arrodillado frente a la mesa, y mis manos subieron por sus pantorrillas peludas, sintiendo los músculos tensos bajo la piel. Emiliano dio un pequeño respingo, pero no se movió. Solo me miraba, con la mandíbula apretada, como si estuviera luchando contra algo dentro de él.
—¿Qué, pedo? ¿Qué te traíz? —preguntó, pero su voz era ronca, casi como si estuviera conteniendo el aliento.
No respondí. Mis manos seguían explorando, ahora más atrevidas, subiendo por sus piernas hasta donde la tela de sus shorts comenzaba. Sentí el calor de su piel, el vello rizado bajo mis dedos, y el olor de su cuerpo me estaba volviendo loco. Me acerqué más, casi sin darme cuenta, hasta que mi cara estaba a centímetros de sus pies. El instinto me ganó, y acerqué mi nariz, inhalando profundamente. El olor a sudor, a macho, era fuerte. Cerré los ojos por un segundo, perdido en esa mezcla de calor y humedad.
—¡Que pedo! No ma —dijo Emiliano, pero no se movió. Al contrario, sus dedos se flexionaron, como si estuviera invitándome a seguir. Su voz tenía un tono que no podía descifrar, entre burla y algo más oscuro, más crudo.
Me atreví a más. Mis labios rozaron el empeine de su pie, apenas un toque, pero suficiente para que mi cuerpo entero se estremeciera. Emiliano soltó un jadeo, corto, casi inaudible, pero lo escuché. Levanté la vista, y sus ojos estaban fijos en mí, entrecerrados, con una intensidad que me hizo sentir desnudo.
—No mames wey, que pedo alfonso —dijo, pero no se apartó. Sus manos se aferraron al sillón, y noté cómo sus bíceps se tensaban bajo la playera. Sus axilas, todavía a la vista, brillaban con una capa fina de sudor, y el olor me llegaba en oleadas.
No pude contenerme más. Mis manos subieron por sus muslos, sintiendo la firmeza de sus músculos, y me acerqué más, mi cara ahora cerca de su regazo. El bulto en sus shorts era evidente, y mi corazón dio un vuelco. Emiliano respiraba rápido, su pecho subiendo y bajando, y aunque no decía nada, su cuerpo hablaba por él.
—Alfonso… —murmuró, pero no terminó la frase. Sus manos se movieron, una de ellas aterrizó en mi nuca, no para empujarme, sino como si quisiera mantener el control de la situación. Sus dedos se enredaron en mi cabello, y sentí su calor, su fuerza.
Me dejé llevar. Mis labios encontraron la piel de su muslo, justo donde terminaban los shorts, y el sabor salado de su sudor me hizo gemir bajito. Subí más, rozando con mi nariz el borde de la tela, y el olor de su entrepierna me golpeó como un tren. Era crudo, animal, perfecto. Mis manos temblaban cuando tiré suavemente de sus shorts, y él no me detuvo. Al contrario, levantó las caderas, como si estuviera dándome permiso.
Y entonces, todo se desató. Los shorts bajaron, dejando a la vista su ropa interior, tensa, marcando todo. El olor era más fuerte ahora, y mi boca se hizo agua. Lo miré, buscando una señal, y sus ojos, oscuros, brillantes, me dieron la respuesta. No había vuelta atrás.
El aire en el depa estaba cargado, como si el calor del verano y el olor a sudor de Emiliano hubieran conspirado para convertir el momento en algo puro, crudo, casi animal. Mis manos temblaban mientras deslizaba sus shorts por sus muslos peludos, dejando solo su bóxer gris, que marcaba cada centímetro de su bulto. El olor de su entrepierna me pegó como un madrazo, una mezcla de sudor, calor, huevos y macho que me nubló la cabeza. Mi corazón latía tan fuerte que sentía que iba a reventarme el pecho. Emiliano no decía nada, pero su respiración era pesada, entrecortada, y sus ojos, esos pinches ojos café oscuro, me taladraban con una intensidad que me ponía la piel chinita.
—Wey… —murmuró, pero su voz era un hilo, como si estuviera peleando consigo mismo. Su mano seguía en mi nuca, los dedos apretando mi cabello, no para detenerme, sino como si quisiera guiarme. Sus caderas se movieron un poco, apenas un levantón, pero suficiente para que el bóxer se tensara más, marcando la forma de su verga, dura, palpitante.
No pude más. Me acerqué, mi nariz rozando la tela del bóxer, y el olor me volvió loco. Era intenso, salado, puro macho. Mis labios temblaron cuando los acerqué, rozando apenas la tela, sintiendo el calor que desprendía. Emiliano soltó un gemido bajo, casi un gruñido, y sus dedos se apretaron más en mi nuca.
—Taz re loco, wey —dijo, pero no había reproche en su voz. Era más bien un desafío, como si estuviera probándome, viendo hasta dónde llegaba. Sus piernas se abrieron un poco más, dándome espacio, y eso fue todo lo que necesité.
Con un movimiento lento, tiré del bóxer hacia abajo. Su verga saltó libre, dura, gruesa, con venas marcadas y un olor que me hizo cerrar los ojos por un segundo, como si estuviera drogado. El vello oscuro en su pubis estaba húmedo de sudor, y el calor que emanaba de su piel era como una fogata. Me quedé ahí, a centímetros, sintiendo su respiración acelerada, el temblor en sus muslos peludos.
—No, Alfonso… —dijo, pero no se movió. Sus manos seguían en mi cabeza, y ahora me empujaban suavemente, como si quisiera que me acercara más. Y lo hice. Mis labios rozaron la base de su verga, donde el vello era más espeso, y el sabor salado de su sudor me hizo gemir. Subí lentamente, lamiendo, saboreando cada centímetro, hasta que llegué a la punta. El sabor era intenso, salado, con un toque dulce que me volvió loco.
Emiliano soltó un jadeo fuerte, su cuerpo se tensó, y sus caderas se alzaron un poco, empujando contra mi boca. Me la metí entera, o al menos lo intenté, porque era grande, joder. El calor, el peso, el sabor, todo me tenía al borde. Mis manos se aferraron a sus muslos, sintiendo los vellos rizados bajo mis dedos, mientras mi lengua se movía, explorando, chupando con una desesperación que no podía controlar.
—Puta madre… —gruñó Emiliano, su voz ronca, casi rota. Sus manos me apretaron más, guiándome, marcando el ritmo. Sus caderas empezaron a moverse, empujando más profundo, y yo lo dejé, perdido en el olor de su sudor, en el calor de su piel, en el sabor que llenaba mi boca.
Mis manos subieron por su cuerpo, deslizándose bajo su playera. Sentí el vello recortado de su pecho, la firmeza de sus pectorales, y cuando mis dedos rozaron sus axilas, húmedas y peludas, casi me vengo sin tocarme. El olor era puro, casi como oregano, y me acerqué, enterrando mi nariz en una de ellas mientras seguía chupándolo. Emiliano gimió más fuerte, su cuerpo temblando, y una de sus manos bajó a mi nuca, empujándome contra su axila.
—Ufff… ¿Te gusta? —dijo, pero su voz estaba cargada de deseo, y sus caderas no paraban de moverse. Lamí su axila, saboreando el sudor, el vello áspero contra mi lengua, mientras mi mano libre se deslizaba por su pecho, pellizcando uno de sus pezones. Él soltó un rugido, y su verga palpitó en mi boca, más dura, más caliente.
Me aparté un segundo, jadeando, con la cara empapada de su sudor y mi propia saliva. Lo miré, y él me devolvió la mirada, con los ojos entrecerrados, la mandíbula apretada, el pecho subiendo y bajando como si hubiera corrido un maratón. Sin pensar, me incliné hacia él, buscando sus labios, llevado por el calor del momento. Pero Emiliano se apartó rápido, girando la cara con una mueca de incomodidad. Sus manos me empujaron suavemente hacia abajo, de vuelta a su entrepierna.
—No, wey, nada de eso… —dijo, su voz firme pero temblorosa, como si quisiera mantener el control—. Tú sigue con lo tuyo, ¿va?
Me quedé helado por un segundo, sintiendo una punzada de vergüenza, pero el deseo era más fuerte. Asentí, sin decir nada, y volví a mi labor, mis labios encontrando de nuevo su verga, chupando con más intensidad, como si quisiera compensar el rechazo. Emiliano gruñó, su mano en mi nuca guiándome de nuevo, y el momento volvió a encenderse.
Sus manos bajaron a mi pantaloneta, tirando de ella con urgencia. En un segundo, estaba desnudo, mi verga dura contra la suya, y el roce me hizo gemir. Me empujó contra el sillón, quedando encima de mí, su cuerpo pesado, caliente, cubriéndome por completo. El olor de sus axilas, de su pecho, de su entrepierna, me envolvió, y cuando sentí su verga rozando la mía, perdí cualquier rastro de cordura.
—Pinche puto… —murmuró contra mi cuello, mordiendo, lamiendo, mientras sus manos me abrían las piernas. Sus dedos, venosos, fuertes, encontraron mi entrada, y el roce, aunque seco, me hizo arquear la espalda. Escupió en su mano, lubricándola, y cuando sus dedos volvieron, el calor y la presión me arrancaron un gemido que resonó en el depa.
No hubo más palabras. Emiliano se posicionó, su verga gruesa empujando lentamente, y el dolor se mezcló con un placer que me hizo ver estrellas. Me aferré a sus hombros, mis uñas clavándose en su piel, mientras él gruñía, embistiendo con un ritmo que era puro instinto. El olor de su sudor, el sonido de su respiración, el calor de su cuerpo contra el mío, todo era demasiado. Mis manos bajaron a sus pies, que estaban cerca, y los apreté, sintiendo el vello, la humedad, mientras él me follaba con una intensidad que me dejaba sin aire.
—Puta madre, Alfonso… —gimió, su voz rota, mientras sus embestidas se volvían más rápidas, más duras. Sentí su calor derramándose dentro de mí, y eso fue suficiente para hacerme estallar, mi propio clímax mezclándose con el sudor y el calor de nuestros cuerpos.
Nos quedamos ahí, jadeando, pegajosos, con el olor a sexo y sudor llenando el aire. Emiliano se dejó caer a mi lado, su pecho subiendo y bajando, y me miró con una mezcla de confusión y satisfacción.
—Pinche loco… —dijo, con una media sonrisa, mientras se rascaba la barba.
Y yo, todavía temblando, solo pude reírme, perdido en el olor de su piel, en el calor de su cuerpo, en la certeza de que esto apenas estaba empezando.
Ahí estábamos, tirados en el sillón, con el aire todavía cargado del olor a sudor y sexo. Mi cuerpo temblaba, todavía perdido en el subidón de lo que acababa de pasar. Emiliano, a mi lado, jadeaba, con el pecho subiendo y bajando, el vello húmedo pegado a su piel. Pero de repente, su cara cambió. La media sonrisa que tenía se borró, y me miró con una expresión seria, casi dura. Sus ojos café oscuro, que hace un momento parecían arder, ahora eran fríos, como si quisiera poner una pared entre nosotros.
—Wey, esto… —dijo, con la voz firme, casi cortante—. Esto no se va a repetir, ¿me entiendes? No quiero pedos. Nadie, NADIE, se entera de esto. Ni una pinche palabra sale de este depa, ¿está claro?
Tragué saliva, sintiendo un nudo en el estómago. Asentí, sin decir nada, porque ¿qué carajos iba a decir? Él se levantó del sillón, sin mirarme, y se metió al baño sin decir más. Escuché el agua de la regadera empezar a correr, y me quedé ahí, desnudo, con el corazón todavía latiéndome a mil, pero ahora con una mezcla de excitación y algo que se sentía como vergüenza.
Mis ojos se fueron al suelo, donde estaban sus calcetines blancos, sucios, tirados junto a sus tenis de fútbol. El olor todavía flotaba en el aire, y mi cuerpo reaccionó antes que mi cabeza. Me agaché, los tomé con manos temblorosas, y sin pensarlo, corrí a mi habitación. Cerré la puerta, me tiré en la cama y puse los calcetines en mi pecho. El olor a sudor, a sus pies, me pegó como una droga. Restregué la tela sucia contra mi cara, inhalando profundo, y luego tomé uno de sus tenis. Metí la nariz dentro, y el olor rancio, húmedo, a macho, me volvió loco. Mi verga, que apenas empezaba a calmarse, se puso dura otra vez. Me toqué, rápido, desesperado, con los calcetines en la cara y el tenis pegado a mi nariz, hasta que me vine de nuevo, con un gemido que intenté ahogar contra la tela.
Y entonces, la puerta se abrió de golpe. Emiliano estaba ahí, envuelto en una toalla gris, con el cabello mojado y el agua todavía goteándole por el pecho. Sus ojos se abrieron como platos al verme, y luego se entrecerraron, llenos de furia.
—¡No mames, Alfonso! —gritó, acercándose en dos zancadas. Me arrancó los calcetines y el tenis de las manos con una fuerza que me hizo retroceder. Antes de que pudiera decir algo, me dio un zape en la nuca, tan fuerte que sentí un ardor inmediato—. ¡Te dije que ya, cabrón! ¡Pinche joto! ¡Bien que te gusta la verga, enfermo de mierda!
Me quedé congelado, con la cara ardiendo, no sabía si de vergüenza o de excitación. Él, todavía furioso, empezó a cambiarse frente a mí, como si quisiera restregarme su presencia. Se puso los mismos calcetines sucios, los mismos bóxers grises que todavía olían a él, unos jeans ajustados que marcaban sus muslos peludos, y esos tenis de fútbol que yo acababa de oler. Se quitó la toalla sin ningún pudor, y joder, ver su miembro colgando, balanceándose de lado a lado, con esos tanates grandes, gordos, rosados, fue como un puñetazo al estómago. Era hermoso, perfecto, y aunque estaba enojado, no podía dejar de mirarlo. Se puso una playera del Tri, se echó una chamarra verde encima, y todo el tiempo me lanzaba miradas fulminantes.
—Tú sabes que tengo novia, wey —dijo, mientras se abrochaba los jeans, su voz llena de una mezcla de enojo y algo que parecía culpa—. La amo, ¿sabes? Me voy a casar con ella. Esto… esto fue una pendejada, un error. No sé ni por qué te seguí la corriente.
Hablaba y hablaba, contándome cosas de su novia, de sus planes, de no sé qué carajos, pero yo apenas lo escuchaba. Mi cabeza estaba atrapada en la imagen de su verga, en el olor de sus calcetines, en el calor de su cuerpo que todavía sentía en mis manos. No me importaba su novia, no me importaba nada. Solo quería más de él.
Sin decir más, Emiliano agarró las llaves de la mesa y salió de la habitación. Escuché el sonido de la puerta principal al cerrarse, y el silencio que quedó en el depa fue como un balde de agua fría. Me quedé ahí, en la cama, con el corazón todavía acelerado, el cuerpo pegajoso, y la mente dando vueltas. Sabía que esto no iba a ser fácil, que él no iba a ceder tan fácil, pero también sabía que algo en él, aunque lo negara, había disfrutado esto tanto como yo. Y eso, joder, me mantenía encendido.
****
Era de madrugada, y el depa estaba en penumbras, solo se colaba un poco de luz de la calle por las cortinas mal cerradas. Me había quedado despierto, dando vueltas en la cama, todavía con el olor de los calcetines de Emiliano en mi cabeza, su zape quemándome la nuca, sus palabras resonando como clavo: “Esto no se va a repetir”. Pero mi cuerpo no entendía de razones, seguía encendido, atrapado en el recuerdo de su calor, de su verga, de ese momento que, aunque él lo negara, había sido real.
De pronto, escuché la puerta principal abrirse con un chirrido. Voces, risas torpes, pasos pesados. Emiliano estaba de vuelta, pero no venía solo. El olor a alcohol se coló hasta mi habitación, mezclado con el perfume dulzón de una mujer. Era su novia, seguro. Mi estómago se apretó, no sé si de nervios o de algo más oscuro. Me quedé quieto, con la respiración contenida, escuchando cómo se tropezaban con los muebles, riendo entre murmullos. Luego, el ruido del sillón crujiendo bajo su peso, y de repente, gemidos.
Primero fue ella, un sonido agudo, casi un chillido, que cortó el silencio. “Emiliano, ay, sí…” decía, y su voz era puro deseo. Luego él, con esos gruñidos graves, profundos, que me pegaron directo en el pecho. Eran los mismos sonidos que había sacado conmigo horas antes, pero ahora eran para ella. Cada gemido suyo era como un cuchillo, porque aunque sabía que él no me iba a amar, no podía evitar los celos que me quemaban por dentro. Los escuchaba amarse, entregarse, y yo, tirado en mi cama, sentía que me ahogaba en mi propia cabeza.
No sé qué carajos me pasó, pero no pude quedarme quieto. Me levanté, con el corazón latiéndome como loco, y caminé en silencio hacia la sala. La puerta de mi cuarto estaba entreabierta, y desde ahí podía ver el sillón. La abrí un poco más, lo justo para espiar sin que me vieran. Y ahí estaba ella, montada encima de él, con las tetas saltando mientras se movía. La playera del Tri de Emiliano estaba en el suelo, junto con su chamarra verde, y sus jeans estaban a medio bajar, dejando a la vista esos muslos peludos que me volvían loco. Él la agarraba de las caderas, guiándola, con la cabeza echada hacia atrás, gimiendo con esa voz grave que me había roto horas antes.
Ella gritaba su nombre, “Emiliano, ay, mi amor”, y él respondía con gruñidos, con embestidas que hacían que el sillón chirriara. El olor a sexo, a sudor, a alcohol, llenaba el aire, y aunque me dolía verlo con ella, no podía apartar la mirada. Su cuerpo, ese cuerpo que había tocado, lamido, sentido contra el mío, ahora era de ella. Sus manos venosas apretaban su piel, su boca mordía su cuello, y cada movimiento suyo era un recordatorio de lo que nunca iba a ser mío.
Me quedé ahí, escondido en la penumbra, con la respiración entrecortada, sintiendo una mezcla de celos, deseo y algo que no podía nombrar. Mi cuerpo reaccionó, traicionándome, y aunque sabía que estaba mal, que era un pinche enfermo por espiarlos, no podía parar. Era como si el dolor de saber que él la amaba a ella, que nunca me iba a mirar como la miraba a ella, me encendiera aún más.
De repente, Emiliano giró la cabeza, y por un segundo, juro que sus ojos se cruzaron con los míos. No estoy seguro si me vio, pero mi corazón se detuvo. Me metí rápido a mi cuarto, cerrando la puerta sin hacer ruido, y me tiré en la cama, con el pecho apretado y la cabeza dando vueltas. Los gemidos seguían, más fuertes, más desesperados, hasta que escuché el grito final de ella y el rugido de él, y luego, silencio.
Me quedé ahí, mirando el techo, con el cuerpo temblando y los celos carcomiéndome. Sabía que él nunca iba a ser mío, que lo de esa tarde había sido un desliz, un error para él. Pero no podía sacármelo de la cabeza, no podía dejar de quererlo, de desear su olor, su calor, su todo. Y mientras el depa volvía a quedar en silencio, supe que, aunque él lo negara, algo entre nosotros había cambiado para siempre.
A las cinco de la mañana, el pitido de mi alarma me sacó de un sueño inquieto, lleno de imágenes de Emiliano, su cuerpo, su olor, sus gemidos. Me levanté de la cama con el cuerpo pesado, como si no hubiera dormido nada, y la cabeza todavía revuelta por lo que había visto y sentido en la madrugada. El depa estaba en silencio, solo se oía el zumbido leve del ventilador de techo y el murmullo lejano de la ciudad despertando.
Me puse las chanclas y caminé hacia el baño, pero al pasar por la sala, los vi. Ahí estaban Emiliano y su novia, dormidos en el sillón, cubiertos por una sábana terracota que apenas les tapaba. Él la abrazaba por detrás, con un brazo alrededor de su cintura, la cara enterrada en su cuello. Ella parecía cómoda, acurrucada contra su pecho, con una pierna enredada en las de él. Los muslos peludos de Emiliano asomaban bajo la sábana, y el olor a sudor y sexo todavía flotaba en el aire, como un eco de lo que había pasado horas antes. Verlos así, tan juntos, tan… enamorados, me dio un pinchazo en el pecho. Celos, supongo, aunque sabía que no tenía derecho a sentirlos.
Me quedé parado un segundo, mirándolos, incapaz de moverme. Su respiración era lenta, tranquila, y por un momento me imaginé en su lugar, con el cuerpo de Emiliano pegado al mío, sus brazos rodeándome. Pero sacudí la cabeza, tratando de sacarme esa pendejada de la mente. Él había sido claro: esto no se iba a repetir, y lo suyo con ella era real, no como lo nuestro, que para él no era más que un error.
Entré al baño, me metí a la regadera y dejé que el agua fría me golpeara la cara, intentando borrar el calor que todavía sentía en la piel, el recuerdo de su cuerpo, de su olor. Me tallé con jabón, como si pudiera lavar también los pensamientos que me daban vueltas. Pero no funcionó. Mientras me enjuagaba, seguía viendo sus pies venosos, sus axilas peludas, su verga colgando cuando se cambió frente a mí. Todo estaba grabado a fuego en mi cabeza.
Salí del baño, me vestí rápido, agarré mi mochila y pasé de nuevo por la sala. Ellos seguían dormidos, sin moverse, como si el mundo fuera perfecto para ellos. Me detuve un segundo, mirando los calcetines sucios de Emiliano todavía tirados en el suelo, junto a sus tenis. Sentí el impulso de tomarlos otra vez, de llevármelos, pero el zape que me dio anoche resonó en mi nuca como advertencia. No, Alfonso, no seas pendejo, me dije.
Abrí la puerta del depa con cuidado para no hacer ruido y salí. El aire fresco de la madrugada me pegó en la cara, pero no hizo nada para calmar el nudo en mi pecho. Mientras caminaba hacia la parada del camión para irme a la uni, sabía que iba a pasar el día entero con la mente en otro lado, atrapado en el recuerdo de Emiliano, en lo que pasó, en lo que nunca iba a pasar. Y aunque una parte de mí quería odiarlo por hacerme sentir así, otra parte, la más enferma, solo quería volver a casa y encontrarlo ahí, aunque fuera para que me gritara de nuevo.
****
Llegué al depa como a las seis de la tarde, con el cuerpo cansado de la uni y la cabeza todavía hecha un desmadre. El sol ya se estaba poniendo, y la luz anaranjada se colaba por las cortinas, dándole al lugar un aire cálido pero pesado. Abrí la puerta y ahí estaba Emiliano, tirado en el sillón, jugando a la Play como si nada. La tele echaba los sonidos del FIFA, con el control en sus manos venosas y los pies, otra vez, subidos en la mesa de centro. Llevaba unos calcetines diferentes, grises, pero igual de gastados, y el olor a macho, a sudor, ya estaba impregnado en el aire. No había rastro de su novia, ni de la sábana terracota, ni de nada que recordara lo de anoche, pero el ambiente entre nosotros estaba cargado, como si una corriente eléctrica flotara en el cuarto.
Cerré la puerta detrás de mí y dejé mi mochila en la mesa del comedor, tratando de actuar normal. Pero el silencio entre nosotros era incómodo, de esos que pesan como una losa. Nadie decía nada. Él no levantó la vista de la pantalla, sus dedos moviéndose rápido en el control, pero su mandíbula estaba tensa, como si estuviera apretando los dientes. Yo tampoco sabía qué decir. ¿Cómo carajos sigues una conversación después de lo que pasó? ¿Después de que te dio un zape y te gritó “pinche joto” mientras te miraba con desprecio?
Me quedé parado un momento, mirándolo de reojo. Su cabello rizado estaba un poco desordenado, y la barba de tres días le daba esa vibra ruda que me tenía idiotizado. La playera que traía, una negra ajustada, marcaba sus pectorales y dejaba entrever el vello recortado de su pecho. Sus brazos, fuertes, con las venas marcadas, se movían con cada jugada, y joder, no podía evitar fijarme en sus axilas cuando levantaba un brazo para rascarse la nuca. El olor a sudor fresco me llegó, y aunque intenté ignorarlo, mi cuerpo reaccionó como el pinche enfermo que soy.
—Qué onda —dije al fin, rompiendo el silencio, pero mi voz salió más baja de lo que quería, casi como si tuviera miedo de que me fuera a madrear otra vez.
—Qué onda —respondió él, sin quitar los ojos de la pantalla. Su tono era seco, cortante, como si quisiera dejar claro que no iba a hablar de nada más allá de lo necesario.
Me senté en una silla del comedor, fingiendo que sacaba algo de mi mochila, pero en realidad solo quería estar cerca, aunque fuera para sentir esa tensión que me quemaba por dentro. Él seguía jugando, pero noté que sus movimientos eran más bruscos, como si estuviera molesto o nervioso. Cada tanto, sus dedos se flexionaban en los calcetines, y el movimiento me distraía, llevándome de vuelta a ese momento en que los tuve en mis manos, en mi cara.
—¿Cómo te fue en la uni? —preguntó de repente, sin mirarme, como si quisiera llenar el silencio con cualquier mierda.
—Bien, wey, lo de siempre —respondí, tratando de sonar casual, aunque mi corazón latía como si estuviera a punto de confesar algo. Quería preguntarle por lo de anoche, por su novia, por qué carajos me dejó seguirle el juego si ahora actuaba como si nada hubiera pasado. Pero no dije nada. El zape y sus palabras todavía me ardían.
Él gruñó algo, no sé si un “qué bueno” o solo un ruido, y siguió con su juego. El silencio volvió, más pesado que antes. Me levanté, fui a la cocina a sacar una chela del refri, y me quedé ahí, apoyado en el mostrador, mirándolo desde lejos. Sus piernas peludas, sus manos, su forma de sentarse, todo me jalaba como imán, pero también me recordaba que él no quería esto, que para él yo era solo un error, un momento de borrachera o curiosidad que ahora lo tenía incómodo.
—Oye, wey —dije, sin pensar, con la chela en la mano—. Lo de ayer…
—No, Alfonso —me cortó, sin siquiera mirarme. Su voz era dura, como una pared—. Ya te dije, eso no se repite. Ni lo menciones, cabrón.
Tragué saliva, sintiendo el nudo en el estómago apretarse más. Asentí, aunque él no me estaba viendo, y me quedé callado, bebiendo un trago largo de la cerveza para calmar el calor que subía por mi pecho. Él siguió jugando, pero ahora sus movimientos eran más rápidos, casi agresivos, como si quisiera descargar algo en el control.
Me senté de nuevo, fingiendo que revisaba mi libro, pero mis ojos seguían yendo a sus pies, a sus brazos, a su cara. El silencio entre nosotros era un pinche abismo, pero una parte de mí, la más enferma, no podía evitar esperar que algo, cualquier cosa, rompiera esa barrera otra vez. Aunque sabía que él no iba a ceder, que su novia era su mundo, y que yo, para él, no era más que un momento que quería olvidar.
El silencio en el depa era como un cuchillo, cortando el aire entre nosotros. Yo seguía con la chela en la mano, sentado en la silla del comedor, tratando de encontrar las palabras para sacar el tema, para entender qué carajos había pasado entre nosotros. Pero cada vez que abría la boca, sentía su mirada pesada, como si me estuviera advirtiendo sin decir nada. Aun así, no pude quedarme callado.
—Wey, neta, solo quiero hablar de… —empecé, pero no terminé la frase.
Emiliano dejó el mando de la Play en la mesa con un golpe seco, haciendo que la madera vibrara. Se levantó del sillón de un brinco, con los hombros tensos y los puños apretados, como si estuviera a punto de madrearme. Se puso en pose de cholo, con el pecho inflado y las cejas fruncidas, mirándome como si yo fuera el enemigo. Sus ojos café oscuro echaban chispas, y su mandíbula estaba tan apretada que podía ver la sombra de su barba moverse.
—¡Ya te dije que no, wey! —gritó, acercándose un paso, apuntándome con el dedo como si fuera a cantar un tiro—. ¿Qué quieres, que te dé una pinche violada o qué, cabrón? ¡Dime, wey! ¡Pinche joto!
Sus palabras me pegaron como un madrazo. Me quedé helado, con la chela a medio camino de mi boca, sintiendo cómo el corazón se me subía a la garganta. Pero él no paró ahí. Dio otro paso, invadiendo mi espacio, y bajó la voz, pero sonó aún más venenosa.
—¿Qué, te gustan mis patas o qué, cabrón? —dijo, señalando sus pies, todavía enfundados en esos calcetines grises que me tenían idiotizado—. Me dan asco, wey. Tú y tus pendejadas.
Se puso justo frente a mí, tan cerca que podía oler su sudor mezclado con el desodorante barato que usaba. Por un segundo, pensé que me iba a golpear. Sus manos estaban cerradas en puños, y su cuerpo estaba tenso, como un resorte a punto de saltar. Me preparé para lo peor, pero en lugar de un madrazo, Emiliano chasqueó los labios, con una mueca de desprecio, y me dio una bofetada suave en la mejilla. No fue fuerte, pero el gesto me dolió más que cualquier golpe. Era como si quisiera ponerme en mi lugar, humillarme, dejar claro que él mandaba.
Me quedé quieto, con la cara ardiendo, no solo por la bofetada, sino por la vergüenza y el deseo que, aunque no quisiera admitirlo, seguían ahí. Lo miré, tratando de encontrar algo en sus ojos, alguna señal de que esto era solo un arranque, pero solo vi furia y confusión. Sus cejas pobladas estaban fruncidas, y su pecho subía y bajaba rápido, como si él también estuviera luchando contra algo.
—Déjalo, Alfonso —dijo, más calmado, pero con un tono que no dejaba espacio para réplicas—. No quiero más de tus pinches cosas raras. ¿Entendiste?
Asentí, sin decir nada, porque ¿qué carajos iba a decir? Él dio un paso atrás, todavía mirándome como si quisiera asegurarse de que no iba a abrir la boca. Luego, sin más, volvió al sillón, agarró el mando y siguió jugando, como si nada hubiera pasado. Pero el aire entre nosotros estaba más pesado que nunca, cargado de palabras no dichas, de deseos que yo no podía apagar y de una barrera que él había levantado con todo y cemento.
Me terminé la chela en dos tragos largos, tratando de calmar el nudo en mi pecho. Pero no había forma. Su olor, su presencia, seguían ahí, quemándome. Y aunque sabía que él nunca iba a ceder, que lo de ayer había sido un error para él, una parte de mí, la más pendeja, seguía esperando algo, cualquier cosa, que rompiera ese muro.
****
Tres días después, en plena madrugada, la puerta del depa se abrió con un chirrido. Eran como las tres de la mañana, y yo estaba tirado en el sillón de la sala, viendo una película de mierda en la tele, con la cabeza en cualquier lado menos en la pantalla. Emiliano entró, tambaleándose un poco, claramente tomado. El olor a alcohol y perfume caro me pegó antes de que lo viera. Traía unos jeans gris oscuro, una chamarra de cuero negra que le quedaba como pintada, y unos zapatos negros brillantes, aunque algo gastados. No me saludó, ni siquiera me miró. Pasó de largo, con pasos pesados, y se metió a su cuarto. Escuché el crujido de la cama cuando se tumbó, y luego, silencio.
Me quedé sentado, con el control remoto en la mano, pero mi mente ya no estaba en la tele. Un pensamiento enfermo, pervertido, empezó a colarse, como un bicho que no puedes sacarte de la cabeza. Sus zapatos. Esos pinches zapatos negros que traía puestos, que seguro olían a él, a su sudor, a su noche de antro. La idea me dio un vuelco en el estómago, pero también me encendió. Quería entrar a su cuarto, recoger esos zapatos del suelo, olerlos, sentirlos, masturbarme con ellos como el pinche enfermo que soy.
No sé cómo carajos me atreví, pero me levanté, deje la tele prendida. Caminé de puntitas hasta su habitación, con el corazón latiéndome en la garganta. La puerta estaba entreabierta, y la luz de la luna se colaba por la ventana, iluminando apenas su figura. Mi sorpresa fue que Emiliano no se había cambiado. Estaba tirado en la cama, boca arriba, con los jeans, la chamarra y los zapatos todavía puestos. Dormía profundo, con la respiración pesada, el pecho subiendo y bajando, y un leve ronquido que delataba lo borracho que estaba.
Me acerqué, con las piernas temblándome, y me agaché junto a la cama, a la altura de sus pies. Los zapatos negros brillaban bajo la luz tenue, y el olor a cuero, sudor y alcohol me pegó de inmediato. Mi cuerpo reaccionó antes que mi cabeza. Me incliné, mis labios rozando la superficie lisa de uno de los zapatos, y el sabor del cuero, mezclado con el polvo de la noche, me hizo cerrar los ojos. Con manos temblorosas, desabroché los cordones lentamente, con cuidado de no hacer ruido. Saqué el primer zapato, y el calor que desprendía su interior me golpeó como una ola. Lo acerqué a mi cara, inhalando profundo. El olor era intenso, a cuero gastado, a sudor de sus pies después de horas de antro, a puro Emiliano. Era delicioso y perfecto.
Saqué el otro zapato, y ahora sus pies estaban a la vista, cubiertos por unos calcetines grises, húmedos de sudor. Me agaché más, mi cara a centímetros de sus plantas. El olor era más fuerte, más crudo, y sin pensarlo, aplasté mi cara contra ellos, sintiendo la tela mojada contra mi piel. Lamí, suave, saboreando la sal de su sudor, el vello áspero de sus empeines apenas visible bajo los calcetines. Mi mano bajó a mi pantalón, y empecé a tocarme, lento, con la cara enterrada en sus pies, inhalando como si mi vida dependiera de ello.
Emiliano no se movía, seguía dormido, su respiración pesada llenando el cuarto. Cada roce de mi lengua contra sus calcetines, cada inhalación de ese olor, me llevaba más al borde. Me sentía sucio, enfermo, pero no podía parar. Era como si su cuerpo, aunque estuviera inconsciente, me tuviera atrapado. Seguí, chupando la tela, dejando que el sabor y el olor me consumieran, hasta que el calor en mi entrepierna se volvió insoportable. Me vine en silencio, mordiéndome el labio para no hacer ruido, con su zapato todavía en una mano y mi cara pegada a sus pies.
Me quedé ahí, jadeando, con el corazón a mil, mirando su figura dormida. Sabía que esto era una línea que no debía haber cruzado, que si él se despertaba y me veía, me iba a madrear como nunca. Pero en ese momento, con el olor de sus pies y sus zapatos todavía en mi cabeza, no me importaba. Solo quería más de él, aunque fuera así, en secreto, en la oscuridad.
El cuarto estaba en penumbra, con la luz de la luna apenas iluminando la silueta de Emiliano, tirado en la cama, profundamente dormido. El olor a sudor, cuero y alcohol llenaba el aire, y yo, todavía temblando por lo que acababa de hacer, seguía arrodillado junto a sus pies, con uno de sus zapatos negros en la mano y el sabor de sus calcetines grises en la boca. Mi corazón latía desbocado, pero el deseo, esa mierda enferma que no me dejaba pensar, me empujó a ir más allá.
Dejé el zapato en el suelo, con cuidado de no hacer ruido, y mis manos, temblorosas, empezaron a masajear sus pies. Presioné las plantas, sintiendo la humedad de los calcetines, el calor de su piel, el vello áspero del empeine. Emiliano no se movió, solo soltó un leve ronquido, su pecho subiendo y bajando bajo la chamarra de cuero. Me atreví a subir, mis manos deslizándose por sus piernas, sobre la tela áspera de los jeans gris oscuro. Los músculos de sus muslos, duros y peludos, se sentían firmes bajo mis dedos, y cada roce me hacía sentir más sucio, más perdido.
Llegué a su cintura, y mis manos se detuvieron en el cinturón. El sonido del metal al desabrocharlo fue como un disparo en el silencio del cuarto, pero él no se despertó. Mi respiración estaba entrecortada, el corazón me latía en los oídos. Bajé la bragueta de sus jeans, lento, con miedo de que cualquier movimiento lo sacara de su sueño de borracho. Debajo, unos bóxers beige, algo gastados, marcaban su paquete. El bulto era evidente, incluso en reposo, y el olor me pegó de inmediato: sudor de tanates; a huevo, puro macho, mezclado con esa testosterona que me volvía loco.
Acerqué mi mano, temblando, y acaricié sobre la tela, sintiendo el calor y el peso de su verga y sus tanates. Era pesado, cálido, y la tela estaba húmeda, probablemente de sudor después de una noche en el antro. Me incliné, mi nariz rozando los bóxers, e inhalé profundo. El olor era crudo, intenso, una mezcla de sudor, piel y algo más animal que me nubló la cabeza. Mi lengua salió, casi por instinto, y lamí la tela, saboreando la sal, el rastro de su cuerpo. Mi mano seguía moviéndose, suave, acariciando, mientras mi cara se enterraba más, perdido en ese aroma que me consumía.
Emiliano soltó un gemido bajo, apenas audible, y por un segundo pensé que se había despertado. Me quedé helado, con la nariz pegada a sus bóxers, pero sus ojos seguían cerrados, su respiración pesada. Era solo un reflejo, un movimiento inconsciente, pero eso no me detuvo. Seguí, mi mano apretando un poco más, mi lengua explorando la tela, buscando cada rincón de ese olor que me tenía idiotizado. No podía pensar, no quería pensar. Solo quería más de él, aunque fuera así, en la oscuridad, sin que él lo supiera.
Sabía que estaba cruzando una línea que no tenía vuelta atrás, que si se despertaba, el zape de la otra vez iba a ser el menor de mis problemas. Pero en ese momento, con el sabor de su sudor en mi boca y el olor de sus tanates llenándome la cabeza, no me importaba. Era sucio, era enfermo, y era exactamente lo que quería.
El cuarto estaba oscuro, solo iluminado por la luz tenue de la luna que se colaba por la ventana. El olor a sudor, cuero y testosterona de Emiliano me tenía atrapado, como si fuera una droga que no podía dejar. Mis manos seguían en sus bóxers beige, acariciando su paquete, y mi lengua, ya sin control, lamía la tela húmeda, saboreando el sudor de sus tanates. Pero no era suficiente. El deseo me consumía, y sin pensarlo, bajé los bóxers con cuidado, dejando su verga libre. Era gruesa, pesada, todavía flácida por el sueño y el alcohol, pero el olor era puro, crudo, a huevo y macho. Mis labios encontraron sus tanates, lamiendo la piel áspera, cálida, mientras mi mano subía por su verga, jugueteando desde la base hasta la cabeza.
Empecé a mamarle, lento, saboreando cada centímetro. Mis labios se deslizaban por sus huevos, chupando, lamiendo, mientras mi lengua subía por su verga, explorando las venas, el calor, el sabor salado del precum que apenas empezaba a gotear. Jugueteaba libre, perdido en el momento, con una mano en sus tanates, apretando suave, y la otra en su verga, moviéndola mientras mi boca trabajaba. Emiliano seguía dormido, su respiración pesada, con un leve ronquido, y eso me daba una falsa sensación de seguridad. Era como si el mundo fuera solo él y yo, su cuerpo entregado sin saberlo, y yo aprovechándome de cada segundo.
Pero entonces, de repente, algo cambió. Sentí un movimiento, un leve cambio en su respiración. Abrí los ojos y vi, en la penumbra, que sus párpados se entreabrieron, apenas un instante. Antes de que pudiera reaccionar, dio un salto en la cama, como si le hubieran pinchado. Con un movimiento rápido, su pie me pateó la cara, con fuerza suficiente para empujarme hacia atrás. Caí sentado en el suelo, con el corazón en la garganta, mientras él se incorporaba, todavía tambaleándose por el alcohol, pero con los ojos bien abiertos, llenos de furia y confusión.
—¡Hijo de tu puta madre! —gritó, su voz resonando en el cuarto. El borracho parecía haberse esfumado en un segundo—. ¡Qué me estabas haciendo, puto maricon! ¡No mames!
Sus manos se cerraron en puños, y se levantó de la cama, con los jeans a medio bajar y los bóxers todavía enrollados en sus muslos. Su verga colgaba, todavía húmeda por mi saliva, y el olor de su cuerpo llenaba el aire, pero ahora solo sentía miedo. Me miraba como si quisiera matarme, con la mandíbula apretada y las cejas fruncidas, su pecho subiendo y bajando rápido bajo la chamarra de cuero.
—¡Pinche joto! —escupió, dando un paso hacia mí. Sus puños temblaban, y por un segundo pensé que me iba a madrear de verdad—. ¿Qué chingados te pasa, Alfonso? ¡Estás bien enfermo, cabrón!
Me quedé en el suelo, con la cara ardiendo donde su pie me había golpeado, y el corazón latiéndome tan fuerte que pensé que se me iba a salir. No sabía qué decir, qué hacer. La vergüenza me quemaba, pero también el deseo, ese pinche deseo que no me dejaba en paz, incluso ahora, con él gritándome y mirándome como si fuera basura.
—¡Lárgate de aquí, wey! —gritó, señalando la puerta de su cuarto—. ¡Y no quiero volver a verte haciendo tus pendejadas, me oíste? ¡No mames!
Me levanté, temblando, y salí del cuarto sin mirar atrás, con el sabor de su piel todavía en mi boca y el olor de sus tanates en mi cabeza. Cerré la puerta de mi habitación y me tiré en la cama, con el pecho apretado, sabiendo que había cruzado una línea que no tenía vuelta atrás. Emiliano no iba a perdonar esto, y aunque una parte de mí seguía queriéndolo, deseándolo, otra parte sabía que lo que había entre nosotros, si es que alguna vez hubo algo, acababa de romperse para siempre.
El corazón me latía como tambor, todavía con el sabor de Emiliano en la boca y el olor de sus tanates quemándome la cabeza. Estaba tirado en mi cama, temblando, sabiendo que había cruzado una línea que no tenía vuelta atrás. La puerta de mi cuarto seguía cerrada, pero el silencio del depa duró poco. De repente, escuché pasos pesados, furiosos, y la puerta se abrió de un golpe. Emiliano estaba ahí, con los jeans a medio subir, los bóxers beige todavía desacomodados, y una mirada que era pura rabia. Sus ojos café oscuro echaban chispas, y su mandíbula estaba tan apretada que parecía a punto de romperse.
—¡Pinche enfermo! —gritó, abalanzándose sobre mí antes de que pudiera reaccionar. Me empujó contra la cama, y su puño me impacto en el hombro, duro, pero no tanto como para dejarme fuera de combate. Sentí el ardor, pero lo que más me pegó fue la furia en su cara. Me agarró de la camiseta y me jaló hacia él, dándome otro golpe en el pecho, como si quisiera sacarme el aire.
—¡Qué chingados te pasa, Alfonso! —rugió, mientras sus manos me sacudían. Entre golpe y golpe, empezó a jalarme la ropa, arrancándome la camiseta con una fuerza que era más rabia que otra cosa. La tela se rasgó, y quedé con el torso desnudo, sintiendo el aire frío contra mi piel sudada. Su respiración era pesada, casi animal, y el olor a alcohol, sudor y testosterona llenaba el cuarto.
Me dio otro empujón, y caí de nuevo en la cama. Se quitó el cinturón con un movimiento rápido, el cuero chasqueando en el aire. Y empezó a madrearme con él. Los cinturonazos venían de todas partes como si no supiera qué hacer con tanta furia. Se bajó los bóxers, dejando su verga a la vista, todavía húmeda, dura por la adrenalina o algo más que no quería nombrar. Me miró, con los puños apretados, y su voz salió baja, ronca, cargada de una mezcla de enojo y algo más oscuro.
—¡Chúpala, cabrón! —ordenó, acercándose, con una mano en mi nuca, empujándome hacia él. Su tono era puro desafío, como si quisiera humillarme, pero también había algo en su mirada, un brillo que no podía descifrar. No me resistí. Mis labios encontraron su verga, y el sabor salado, rancio, me pegó de nuevo, llevándome al borde. Chupé, desesperado, mientras él gruñía, su mano apretando mi cabello con fuerza.
Pero no se quedó ahí. Me empujó contra la cama, con una fuerza marcial, masculina, que era puro instinto. Sus manos me abrieron las piernas, y antes de que pudiera procesarlo, sentí su calor, su peso, encima de mí. Me penetró con una intensidad violadora; era como si estuviera descargando todo lo que sentía —enojo, confusión, deseo— en cada embestida. Sus gruñidos llenaban el cuarto, mezclados con mis propios gemidos, mientras el olor de su sudor, de su cuerpo, me envolvía por completo.
No hubo palabras, solo el sonido de la cama crujiendo, de su respiración pesada, de mi cuerpo cediendo bajo el suyo. Cuando terminó, se derramó dentro de mí con un rugido, y yo, perdido en el calor y el dolor, me vine también, con el cuerpo temblando y la cabeza nublada.
Se apartó de mí, jadeando, y salió de la habitación. El silencio volvió, pero ahora era diferente, más frio. Entonces regreso y me miró de reojo, con la cara todavía tensa, y murmuró:
—Esto no cambia nada, wey. Nadie se entera.
Se levantó, se subió los bóxers y los jeans, y salió del cuarto sin mirar atrás, dejándome ahí, desnudo, con el cuerpo adolorido y el corazón hecho un desastre. Sabía que esto no iba a ser amor, que para él era solo un arranque, pero ese momento, sucio, intenso, seguía quemándome, y no podía dejar de querer más.
El cuarto seguía oscuro, con el eco de lo que acababa de pasar todavía resonando en el aire. Yo estaba tirado en la cama, con el cuerpo adolorido, la piel pegajosa de sudor y el sabor de Emiliano todavía en mi boca. Mi respiración era un desastre, y mi cabeza daba vueltas, atrapada entre el deseo, la vergüenza y ese nudo en el pecho que no se quitaba. Escuché el sonido del cinturón de Emiliano al abrocharse, el cuero chasqueando mientras se lo ponía con movimientos rápidos, casi furiosos. Luego, el tintineo de las llaves al agarrarlas de la mesa. No dijo nada más, ni una palabra. La puerta del depa se abrió y se cerró con un golpe seco, y el silencio que dejó fue como un balazo.
Me quedé ahí, mirando el techo, con el cuerpo temblando y la mente en blanco. No sabía qué pensar, qué sentir. Lo que había pasado era sucio, intenso, y aunque una parte de mí lo quería de nuevo, otra parte sabía que había roto algo que no se iba a arreglar. Emiliano no volvió esa noche, ni al día siguiente, ni en las semanas que siguieron. El depa se sentía vacío, como si su presencia, su olor, sus cosas, se hubieran llevado toda la vida del lugar. Sus calcetines sucios, sus tenis, la playera del Tri, todo seguía ahí, pero él no. Intenté seguir con mi rutina, ir a la uni, estudiar, pero cada vez que pasaba por el sillón o veía sus cosas, el recuerdo de esa noche me pegaba como un madrazo.
Pasó un mes, un pinche mes eterno, hasta que una tarde, como a las cuatro, la puerta se abrió de nuevo. Era él. Emiliano entró sin saludar, con la misma chamarra de cuero negra y unos jeans diferentes, pero con esa misma vibra de siempre: ruda, inalcanzable. No me miró a los ojos, solo fue directo a su cuarto y empezó a meter sus cosas en una bolsa de deportes. Sus tenis, sus playeras, sus calcetines, todo lo que había dejado atrás. El olor a él llenó el aire otra vez, pero ahora era distante, como si ya no me perteneciera.
—Voy a dejar el depa —dijo, sin voltear, mientras seguía empacando—. Me voy a vivir con mi novia. Esto… ya no tiene caso. Y da gracias que no te denuncie.
No supe qué responder. Me quedé parado en la puerta de su cuarto, con las manos en los bolsillos, sintiendo que el suelo se me iba. Quería decir algo, pedirle que hablara de lo que pasó, pero su cara, fría, cerrada, me dejó claro que no había nada que decir. Terminó de meter sus cosas, se echó la bolsa al hombro y pasó junto a mí, rozándome apenas. El olor de su perfume, mezclado con ese toque de sudor que tanto me había vuelto loco, me pegó por última vez.
—Vete a la verga, wey —dijo, con un tono seco. Abrió la puerta, y sin mirar atrás, salió.
El portazo resonó en el depa, y me quedé solo, con el silencio y el vacío que dejó. Sus cosas ya no estaban, pero el recuerdo de su cuerpo, su olor, sus gruñidos, se quedó grabado en mí como un tatuaje. Sabía que no lo volvería a ver, que lo nuestro, si es que alguna vez fue algo, había terminado ahí. Y aunque el deseo seguía quemándome, también sabía que tenía que dejarlo ir. El verano del 2008 se acabó, y con él, todo lo que Emiliano significó.
Fin.
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