ADIESTRANDO AL MORITO
parte 2 de El pequeño Mohamed y sus hermanos.
Tras esa experiencia volví al día siguiente a ver a Abdul que seguía recluido en aquella habitación blanca. Le había dejado desnudito tras arrancarle su camiseta y quitarle su viejo pantalón caqui manchado de semen. Le di un calzón suave tipo bóxer que marcaba su paquete por si se lo quería poner la noche anterior tras dejarle exhausto y confundido… Y al día siguiente cuando regresé para continuar mi terapia psicológica de conversión, ví que lo llevaba puesto.
Entré en su estancia, amplia, clara, sin apenas muebles pero cómoda y elegante (no parecía una prisión, que es lo que era, sino más bien un cómodo apartamento), con una bandeja de comida con el desayuno preparado. Yo era el carcelero de este chaval de 17 años que quería transformar, por su belleza, en uno más de mis niños de la isla, a pesar de su edad (normalmente los adiestraba desde la infancia o niñez, no ya adolescentes, aunque también lo había hecho en más de un caso).
Abdul tenía hambre así que se bebió la leche rápidamente, ignorando que había disuelto en ella una sustancia excitante que provocaría que se empalmase nuevamente.
Me senté en al lado de él, en un sofá blanco, mientras Abdul desayunaba. El bóxer blanco le quedaba muy bien. Definía muy bien su pene… marcaba su culete… Era cómodo para él y sexy, y excitante para mí verlo así, con su nueva indumentaria. Estaba limpito y parecía mucho más guapo que cuando llegó todo cochambroso de su Arrabal 48 horas antes.
Abdul estaba comiendo el pan crujiente untado de mantequilla y mermelada cuando noté que se empezaba a empalmar por efecto de lo que había echado en su leche,
–Veo que te alegras de verme –le dije al chaval, que volvía a estar confuso.
Yo, era muy guapo, había mantenido mi belleza a pesar de mi edad, gracias a beber semen, que hacía que no hubiera envejecido tanto como correspondía a un macho de mi edad. El calzón negro (que hoy llevaba bajo una bata blanca para ir disimulado por la isla para que nadie me venerase si me cruzaba con cualquier otro chaval), me confería un status superior de privilegio y podía acceder a cualquier recurso y lugar y persona del complejo.
Abdul se puso de pie tapándose el paquete abultado, y sonrojándose. Me acerqué a él y le abracé como un padre abraza a un hijo.
–Tranquilo, no pasa nada, es normal que te alegres de verme. Soy tu padre protector. Te he rescatado de tu miseria, de aquel cochambroso arrabal, y te voy a dar una nueva vida, llena de riqueza y privilegios si tú quieres.
Le abracé y le besé la cabeza. Frente a frente yo le sacaba una cabeza de altura. Le besé su duro pelo ensortijado que muchos moros tenían mientras le abracé su espalda sin vello apretándolo contra mi pecho tonificado. Y pude sentir su paquete, empalmado por lo que eché en la leche, prieto contra mis piernas, por lo que me empalmé.
El pelo de Abdul olía a limpio. Tras dejarle la noche anterior había explorado el minúsculo pero para él gigante apartamento, sin apenas muebles más que una amplia y cómoda cama y un gran sofá y una pantalla de plasma, todo pintado de blanco y muy moderno, y un baño incorporado con una gran ducha donde cabían dos personas de pie, donde Abdul se había quitado la mugre disfrutando del agua corriente que nunca había visto. Su olor a limpio me excitó más y lo besé la cabeza, el pelo, como un padre besa a un hijo que quiere, y el levantó la cara para verme y me besó agradecido por lo que le habla dado: un nuevo hogar, una nueva vida, una oportunidad, arrepentido de cómo me había tratado e insultado el primer día.
Yo bajé el tono con él. Podía haberlo violado, subyugado, doblegado a la fuerza: tenía medios para ello, pero una técnica/táctica que nunca fallaba en la conversión de un chaval era el amor. Y Abdul se estaba comportando manera que no iba a necesitar la fuerza bruta para dominarlo: se iba a dejar hacer.
–Hijo, le llamé
Puedes llamarme papi, si quieres. Si quieres puedo ser tu padre adoptivo, el padre que nunca tuviste. Te he traído conmigo, a mi mundo, porque tu ciudad sufrió un terremoto. Mucha gente murió. Yo te vi, me gustaste, sentí un flechazo por tí, y te amo, me gustas, y quise darte una nueva oportunidad. Ayer no te portaste del todo bien conmigo, me insultaste, me llamaste maricón… pero comprendo que estabas asustado ante el cambio y las nuevas circunstancias. No sabías cómo habías llegado aquí. Pero esta, si quieres, será tu nueva casa. Sino –le mentí, no pensaba cumplir mi promesa– te puedo llevar de nuevo a tu arrabal que hoy estará demolido por el terremoto y lleno de escombros.
Abdul me miró y me dio un beso fundidos en aquel abrazo en el que yo seguía abrazando su espalda y apretando su torso desnudo contra mí. Ahora él hacía lo mismo conmigo, me apretaba fuerte contra él, con sus brazos detrás de mi espalda en un abrazo recíproco que terminó en un beso de amor, de cariño, como el que tiene un padre a su hijo de verdad… aunque yo a Abdul le había secuestrado.
Su pene tieso, presionó con más intensidad al estrechar nuestro mutuo abrazo contra mi pierna, y mi pene, dentro de mi slip negro, que era la única ropa que llevaba bajo mi bata, se empalmó apretado contra su pecho. Él lo notó pero no dijo nada. No sintió asco ni repulsión por mi duro pene, como el día anterior. Mantuvo su fuerte abrazo, y me besó,
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