Ahora me ven como hombre (Reescrito). Parte 1: El inicio del dominio
les traigo un relato tomado de esta página, reescrito y terminado.
Mi nombre es Carlos, y lo que les voy a contar pasó hace dos años, cuando tenía 18. Fue un giro brutal en mi vida y en la de mi familia, pero sobre todo en lo que pasó entre mi primo Beto y yo. En aquel entonces, vivía con mi madre Mariela, de 42 años, mi abuela Marta, de 64, y mis hermanas Lali, de 16, y Mica, de 12. Mi viejo había muerto cuatro años antes en un accidente, y desde entonces mi madre no había traído a ningún hombre a casa. Vivíamos en una casa grande en un barrio cerrado, en una ciudad de más de 15 millones de habitantes, un lugar donde el caos y el orden se mezclaban como si nada.
Todo empezó por culpa de mi tía paterna, que se casó de nuevo y se fue de luna de miel por tres semanas. Nos dejó a su hijo, Alberto —Beto para nosotros—, un pendejo de 15 años al que no veía desde hacía una década. Mi madre, siempre buena onda, dijo que sí, que se quedara con nosotros, que podía ser una chance para «reconectar». Yo no le di mucha bola al principio. Beto llegó con su carita bonita, su piel blanca como leche, flaco, lampiño, con caderas marcadas y un aire medio afeminado que me llamó la atención desde el primer día. No era mi onda, nunca me habían ido los tipos, pero había algo en cómo levantaba el culito cuando me miraba que me hacía hervir la sangre. Mi verga, que ya en ese entonces medía 22 cm y era gruesa como un maldito tronco, se empalmaba sin que yo quisiera. No le di importancia, o al menos eso me dije.
Mis experiencias hasta ese momento eran puro estándar: algunas minas del colegio o del club, con las que había cogido o solo había jugado un rato. Nada fuera de lo común para un pibe de mi edad, pero suficiente para darme cuenta de que Beto no era como los demás. Y todo explotó un viernes de invierno, cuando el frío cortaba como vidrio y yo estaba por salir a buscar a mis amigos para ir a bailar.
Esa noche, mientras me alistaba, sonó el timbre. Mi abuela fue a abrir, y de repente todo se fue a la mierda. Dos tipos enmascarados, armados hasta los dientes, la empujaron al suelo y se metieron en la casa como si fueran los dueños. En minutos nos tenían a todos en el living: mi madre, mi abuela, mis hermanas, Beto y yo, sentados en el piso como perros, con ellos apuntándonos con revólveres. Amordazaron a mi abuela y a mis hermanas para que no gritaran, y uno de los tipos puso el caño en la cabeza de Mica, la menor, mientras decía:
—Silencio, o alguien la pasa mal.
Mi madre, temblando, suplicó:
—No, por favor, llévense lo que quieran, pero no nos hagan nada.
Nos ataron a Beto y a mí las manos y los pies, y empezaron a pedir plata de una venta de una casa en la playa. Mi madre juró que no sabía de qué hablaban, y yo les dije que se habían equivocado, que los que vendieron esa casa eran los vecinos de enfrente. Mostramos documentos, y los tipos se miraron, confundidos pero resignados.
—Entonces esperamos hasta mañana aquí —dijo uno, y el otro asintió—. Igual, el plan sigue.
Desataron a Beto y le ordenaron cerrar todo: ventanas, persianas, puertas. Le dieron dos minutos, amenazando con cortar a una de mis hermanas si no obedecía. El pendejo, con esa cara de asustado que ponía siempre, corrió a cumplir, trayendo las llaves como un perrito obediente. Yo sabía que no podíamos hacer nada; eran dos, estaban armados y bien separados. Además, con el frío y la tormenta que empezaba a rugir afuera, nadie iba a notar nada raro desde la calle. Estábamos cagados.
Nos desataron un poco después, pero a mi madre, a Beto y a mí nos dejaron los pies atados con una soga corta que apenas nos dejaba dar pasitos de mierda. Uno de los tipos mandó a mi madre y a mi abuela a preparar comida, mientras el otro se quedó vigilándonos con un cuchillo que sacó de su ropa. Comimos en silencio, con ellos siempre en puntos distintos del living, controlando todo. Hasta ese momento no nos habían tocado más allá del empujón a mi abuela, pero la tensión era un nudo en el pecho.
Y entonces, el puto de Beto la cagó. No sé qué se le cruzó por la cabeza, pero el idiota, que había logrado desatarse una pierna, se levantó de golpe y corrió hacia la escalera. Uno de los tipos se le cruzó, y en el quilombo, Beto tropezó con la soga que arrastraba y le metió un cabezazo sin querer al tipo en la cara. El golpe fue seco, brutal, y el tipo cayó con la nariz rota, sangrando como chancho. Mis hermanas gritaron, el otro ladrón empujó a Lali con un palo de golf que había agarrado de la casa, y todo se descontroló por un segundo.
—¡Silencio, carajo, o le rompo la cabeza a la pendeja! —gritó el que estaba de pie, y todos nos callamos.
El tipo de la nariz rota se levantó furioso, limpiándose la sangre con la mano.
—¡Pendejo de mierda, mirá cómo me dejaste! —le rugió a Beto, que se había acurrucado contra mi madre como un cobarde—. Esto cambia todo, ahora te la doy yo.
Trajeron toallas para la sangre, y después nos ataron a todos más fuerte, metiéndonos medias en la boca para que no pidiéramos ayuda. El tipo lastimado se acercó a Beto, lo pateó en el estómago y lo dejó gimiendo como un débil de mierda. Mi madre y yo tratamos de movernos para protegerlo, pero eso solo lo enojó más.
—Ahora van a ver —dijo, con una sonrisa enferma—. Los voy a desatar uno por uno, empezando por este puto, y se van a desnudar. Todos.
No podíamos hablar, pero los gemidos de mi madre y mi abuela se ahogaron en la tormenta. Desataron a Beto primero, y el pendejo, con las manos temblando, se sacó la ropa hasta quedar en pelotas. Lo volvieron a atar y siguieron con los demás: mi abuela, Mica, Lali, yo, y finalmente mi madre. En minutos estábamos todos desnudos, sentados en el living, vulnerables como nunca.
El tipo de la nariz rota se acercó a Beto, le pasó la mano por el culo blanco y lampiño, y dijo:
—Mirá qué colita tiene este putito. Vamos a ver cómo la usa. —Se bajó los pantalones y el calzón, sacando una pija medio parada, y agarró a Beto de la cabeza—. Ahora me la vas a chupar, y si me mordés, te corto el cuello, ¿entendiste, pelotudo?
Beto asintió, con los ojos llenos de miedo, y yo sentí una mezcla de bronca y algo más oscuro creciendo en mí. Mientras el tipo metía su pija en la boca de mi primo, yo miré a mi familia desnuda por primera vez. Mi madre, con ese cuerpo todavía firme, tetas grandes y paradas, y una cola que mataba. Mi abuela, más flaca pero aún con algo que ofrecer. Lali, con su culito redondo y tetas perfectas, y Mica, apenas una nena con el cuerpo empezando a formarse. Y después miré a Beto, con esa pija entrando y saliendo de su boca, y mi verga, esa bestia de 22 cm y más gruesa que un maldito brazo, se empezó a parar sola.
El tipo lo obligó a chupar más fuerte, y yo sentí cómo mi erección se hacía imposible de esconder. Mi madre me miró, sorprendida, y mis hermanas también clavaron los ojos en mí. El tipo levantó a Beto, lo sentó a su lado en el sillón y empezó a meterle un dedo en el culo mientras le forzaba la cabeza contra su pija. Beto gimoteaba, pero no de placer, sino de pura sumisión, y yo me di cuenta de que eso me estaba calentando más de lo que quería admitir.
El otro ladrón lo frenó:
—Habíamos dicho que no tocábamos a la familia. Está bien que lo castigues con la chupada, pero nada más.
—Tranquilo, no lo voy a romper —respondió el de la nariz rota—. Pero mirá cómo se le para al otro pendejo. —Me señaló—. ¡Ponete de pie!
Me paré, y mi verga, dura como piedra, quedó a la vista de todos. 22 cm de carne gruesa, venosa, imposible de ignorar. Mi madre y mi abuela abrieron los ojos como platos, y mis hermanas no podían despegar la mirada.
—Mirá el pijón que tiene este —se rió el tipo—. Seguro que las minas se pelean por vos.
Se acercó a su compañero, le susurró algo, y los dos se rieron mirándome. Después me hablaron:
—¿Son tus hermanas esas? —Señalaron a Lali y Mica. Asentí—. Te vamos a desatar. Si hacés algo, ellas pagan. ¿Entendiste?
Asentí otra vez, y me soltaron. Entonces vino la orden que me heló la sangre:
—Te vas a coger al puto este vos, ya que nosotros no podemos. Y quiero que le duela, que grite, o si no sigue una de tus hermanas.
Beto me miró, casi llorando, pero yo ya no sentía lástima. Algo se había despertado en mí, algo dominante, oscuro. Me acerqué a él, lo agarré del pelo con fuerza y le dije al oído, en un tono que no admitía réplica:
—Vas a hacer lo que te diga, putito, o te rompo de verdad.
Dejar un comentario
¿Quieres unirte a la conversación?Siéntete libre de contribuir!