Ahora me ven como hombre (Reescrito) Parte 3: El castigo no termina
Continúa el machote de Carlos haciendo saber quien es el amo.
Beto estaba tirado sobre el sillón, hecho un desastre. Su culo, rojo e hinchado, todavía temblaba por las embestidas que le había dado, y un hilillo de sangre mezclado con mi semen le chorreaba por las piernas. Sus sollozos eran débiles, patéticos, como los de un animal herido, y eso solo me encendía más. Mi verga, esa mole de 22 cm, gruesa y venosa, seguía medio dura, brillante por la humedad del destrozo que acabábamos de hacer. Me limpié con la mano, respirando pesado, mientras el tipo de la nariz rota se acercaba, todavía tocándose la cara ensangrentada con una mezcla de furia y satisfacción.
—Mirá cómo lo dejaste al putito —dijo, dándole una patada suave en el culo que hizo que Beto gimiera y se encogiera más—. Pero vos fuiste demasiado bueno al final, pendejo. Te dije que lo hicieras sufrir de verdad, y esa mierda de delicadeza no me convence.
El otro ladrón, que había estado más callado, asintió desde su rincón, apoyando a su compañero con un gesto seco.
—No lo puedo negar —dijo—. Con ese pijón deberías haberlo partido al medio. Dale un castigo más, pero nada grave. No quiero líos después.
Me quedé quieto, con el corazón latiéndome fuerte en el pecho. Miré a mi familia: mi madre y mi abuela estaban al borde del llanto, sus cuerpos desnudos temblando de miedo e impotencia. Mis hermanas, Lali y Mica, seguían atadas, con los ojos fijos en mí, aunque Mica parecía más perdida que otra cosa. Y luego estaba Beto, el puto culpable de todo esto, desplomado como una muñeca rota. La bronca me subió por la garganta, y con ella vino otra ola de esa calentura enferma que no podía explicar.
—¿Qué querés que haga? —pregunté, mi voz más firme de lo que esperaba.
El tipo de la nariz rota se rió, una risa corta y podrida.
—Elegí a una de ellas —dijo, señalando a mi madre, mi abuela y mis hermanas—. Que te chupe la pija hasta que se te pare otra vez. Si no, el putito acá va a tener que hacer más trabajo, y no creo que le quede mucho culo para dar.
Mi cabeza dio un vuelco. Miré a mi familia, y vi cómo mi madre y mi abuela empezaron a hacer señas con los ojos, casi rogándome que las eligiera a ellas para salvar a mis hermanas. Lali también movió la cabeza, pero la descarté de una; no iba a meter a mis hermanas en esto. Era entre mi madre y mi abuela. Pensé rápido: mi madre era más joven, más fuerte, pero mi abuela ya había pasado por demasiado en su vida. Quizás ella lo manejaría mejor. Antes de que el tipo eligiera por mí, señalé a mi abuela con un movimiento seco.
—Bien, la vieja entonces —dijo el ladrón, y se acercó a desatarla—. Y más te vale que se te pare, pendejo, o una de las pendejas sigue con el putito.
Mi abuela, Marta, se levantó despacio, con las manos temblorosas pero la cabeza en alto. Sus tetas, caídas pero todavía llenas, se movían con cada paso, y su cuerpo flaco parecía más frágil que nunca. Se arrodilló frente a mí sin decir nada, y yo me senté en el sillón, abriendo las piernas para dejar mi verga a su alcance. Beto, todavía tirado a un costado, levantó la cabeza apenas, con esa cara de mierda que me daban ganas de patear. Mi madre soltó un gemido ahogado, y mis hermanas lloriqueaban bajito, pero no había vuelta atrás.
Marta puso las manos en mis muslos y empezó a acariciarme la pija, que todavía estaba pegajosa por lo que le había hecho a Beto. La frotó despacio, subiendo y bajando, como si quisiera despertarla de nuevo. Después se inclinó, acercó la boca y le dio un beso corto en el glande, sacando la lengua para lamer desde la base hasta la punta. Fue lento, casi demasiado suave, pero mi verga respondió de a poco, creciendo otra vez bajo su toque. Abrió la boca y la metió adentro, chupando con fuerza, raspando con la lengua como si supiera exactamente lo que hacía.
Yo cerré los ojos un segundo, sintiendo cómo el calor de su boca me envolvía. Era raro, incómodo, pero también jodidamente caliente. Mi abuela sabía cómo moverse, y mientras chupaba, empezó a apretar sus tetas contra mis piernas, frotándose como si ella también estuviera metida en el juego. La miré y vi un brillo en sus ojos, algo que no esperaba: gozaba con esto. Siguió así, metiéndosela más profundo, hasta que sentí el fondo de su garganta. Cuando estuve a punto de acabar, le toqué la cabeza para avisarle, pero ella no se movió. Dejé que los chorros le llenaran la boca, y ella se los tragó todos sin dejar caer una gota.
Cuando terminó, me acarició la pierna y me susurró, tan bajo que solo yo escuché:
—No te preocupes, nene. Esto no es nada.
Me quedé ahí, respirando pesado, con la verga todavía medio dura y el cuerpo agotado después de descargarme tres veces. El tipo de la nariz rota se acercó a Beto y le dio un empujón con el pie.
—A ver, putito de mierda, todo esto es por vos. Si te hubieras quedado quieto, nada de esto pasaba. —Se agachó y le gritó en la cara—: ¡Entendiste ahora, pelotudo!
Beto, con la voz rota, murmuró:
—Sí, entendí.
No dije nada sobre que no era mi hermano, sino mi primo. No valía la pena. El tipo se dio vuelta y me miró.
—Vos, pendejo, te portaste bien al final. Pero no te confíes. Todavía estamos acá hasta mañana.
Nos hicieron vestirnos uno por uno, aunque a Beto lo dejaron desnudo un rato más, como para humillarlo extra. Después nos separaron en distintos cuartos, atados otra vez. A mis hermanas las encerraron juntas en un dormitorio, a mi madre y a Beto en otro, y a mi abuela y a mí nos metieron en un tercero. Cuando quedamos solos, Marta me miró y dijo:
—Si esto termina así, la sacamos barata, Carlos. Todo por ese idiota de Beto.
Asentí, todavía con la cabeza en otro lado, avergonzado por lo que había pasado. Ella se dio cuenta y se acercó un poco, bajando la voz:
—Carlos, qué pedazo tenés, nene. —Me miró con una sonrisa torcida—. Te habrás dado cuenta de cómo lo disfruté, ¿no?
—S-sí, me pareció —balbuceé, sorprendido.
—Y vos también gozaste con tu abuelita, ¿o me equivoco? —preguntó, con un tono que me dejó helado.
—La verdad que sí —admití, sintiendo cómo mi verga reaccionaba otra vez solo de pensarlo.
—Cuando todo esto pase, vas a dejarme gozar de esa poronga como se debe —dijo, y su voz tenía una mezcla de deseo y autoridad que no me esperaba—. No solo con la boca, eh. Quiero que me hagas gozar a mí también.
No supe qué responder. Mi abuela, esa vieja de 64 años, me estaba diciendo que quería cogerme. Antes de que pudiera procesarlo, agregó:
—Esto cambió todo, nene. Tu madre, tus hermanas, yo… todas te vemos distinto ahora. Como hombre. Y ese puto de Beto también va a querer más, ya vas a ver.
No dije nada, pero sus palabras se me clavaron en la cabeza. Esa noche, mientras intentaba dormir con las manos atadas, no podía sacarme de la mente lo que había pasado: el control que tuve sobre Beto, el dolor que le hice sentir, y ahora esto con mi abuela. Algo en mí había cambiado para siempre.
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