ALFREDO Y LA SESIÓN DE TARDE EN UN CINE DE BARRIO
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por DS{eli}.
ALFREDO Y LA SESIÓN DE TARDE EN UN CINE DE BARRIO Los cines de barrio solían ser los locales idóneos para el encuentro de todas aquellas personas que necesitaban de la oscuridad y la presencia de público para satisfacer sus necesidades más íntimas. Eran baratos, ofrecían cierto confort y sobretodo, la oscuridad necesaria para pasar desapercibido a ojos no iniciados, sin impedir por ello la visión a todos los interesados. Las películas solían ser abominables, pero por mala que fuera no dejaba de ser una buena justificación y excelente excusa, puesto que una actitud sospechosa dejaba de serlo cuando se mostraba aparente atención a la pantalla. La oscuridad de la sala hacía que todo aquel que irrumpiera en ella, quedara momentáneamente cegado por el contraste entre la luz del exterior y la penumbra del interior, pero a la vez, la escasa luz procedente del proyector era la suficiente como para que, una vez acostumbradas las pupilas, unos y otros pudieran verse muy bien y actuar a sus anchas. Los lavabos, tanto de caballeros como de señoras, solían tener rápido y fácil acceso, normalmente desde la propia sala de proyección. La visita a un cine desconocido y la inmediata búsqueda de sus lavabos permitía descubrir lo que en él estaba pasando. Tanto si el frecuentado por viejos con la ropa desaliñada y a medio a brochar o por jóvenes apurados, con la cabeza gacha ostensiblemente nerviosos y acelerados, era el lavabo de hombres, como si el frecuentado era el de señoras, repasándose el maquillaje, poniéndose recta la costura de las medias o simplemente contando billetes, quería decir en algún sitio de la platea las reinas del local estaban imponiendo su ley, despachándose a gusto con todo aquel que cayera en sus manos, incluso con chavales que en los lavabos aparecían con cara de apuro, dificultad al orinar y apariencia de desconcierto, señal inequívoca de que habían sido desvirgados a lo salvaje y que tras soportar una larga seducción eran exigidos hasta ofrecer el tributo de una perla de semen, quién sabe si su primera leche. Los cines de barrio reunían, sobre todo en sesión de mañana, a un público heterogéneo, gente mayor, alguna madre joven, chavales haciendo novillos, algún que otro parado, las putillas de la calle haciendo tiempo hasta la noche, los estudiantes de clases media y alta en busca de algún plan por poco dinero y algunos trabajadores de horario cambiado o turnos alternos. Una amalgama de público, normalmente carente de objetivos y predispuesta, por las circunstancias, a venderse ellos mismos antes que a comprar nada. Los servicios de las prostitutas y de las amas de casa adictas a las tragaperras eran tan económicos que solo podían rendir basándose en la cantidad, así que más de medio cine pasaba por sus manos todos los días. Los empresarios y acomodadores no tardaron en ver aquel negocio como una oportunidad de ingresos alternativos, cobrando un porcentaje sobre las tarifas de las putas y buenas propinas a los clientes que eran discretamente guiados dónde estas se encontraban. Así pues, decidiendo algunos de ellos que el verdadero negocio ya no estaba en las películas de reestreno, comenzaron a ordenar un poco las cosas, y destinaron la mayoría del patio de butacas de platea al espectador de cine y la parte posterior de la misma y todo el anfiteatro al sexo. Algunos cines de barrio comenzaron a dividir su sala de proyección por un amplio pasillo de acceso que la partía en dos, con pasillo central de acceso en la parte delantera y solo los laterales junto a la pared en la parte de atrás. Era en estas filas de butacas de la parte de trasera, ininterrumpidas de lado a lado del cine, en donde se situaban las mujeres del negocio y sus clientes. En la misma fila, iban avanzando, haciendo cola, de butaca en butaca, hasta que les tocaba el turno. Por otra parte, los anfiteatros eran los que tenían más éxito, ya que permitían a los acomodadores un mayor control de los que a ellos accedían, y consecuentemente, mayor libertad de acción a sus usuarios. Cuanta mayor pendiente tenía el anfiteatro más éxito tenía, ya que en ellos las mujeres, normalmente, se situaban separadas solamente por unas pocas butacas e incluso en ciertas ocasiones, todas juntas, de manera que los clientes mientras iban saltando de butaca en butaca, vuelta la cabeza hacia atrás y hacia arriba, contemplaban un espectacular panorama de coños con y sin bragas y de pollas ordeñadas vomitando leches. Años después, se llegó a decir que en los barrios en donde había un cine de estos, no quedaba ya nadie que no fuera al cine a cascar o a ser cascado, con lo que las clases más pudientes y también las queridas y prostitutas de más altos vuelos comenzaron a frecuentarlos en busca de nuevas experiencias los primeros y de una clientela fácil y adicta las segundas. Con ello, las tarifas subieron espectacularmente y las humildes gentes del barrio acabaron por aceptar papeles humillantes para ser servidos por poco dinero. Existe un gran consenso cuando se define el invento de la barra club, donde a un lado están las mujeres en constante actitud provocativa haciendo beber a los hombres obligados a permanecer al otro lado sin poder alcanzarlas, como las grandes escuelas del masoquismo masculino, pero se olvida que mucho antes de aparecer los "whisky clubes", se habían inventado los cines de barrio que alentaban el sadomasoquismo popular y contaban con clientes de todas las edades, sexos y condición. En principio, estos cines de barrio representaban el reino de la mujer. La manera en que funcionaban, dejaba muy claro que una sola hembra era capaz de despachar una cola interminable de machos, que se sometían a aquella humillación por la que pagaban mientras eran materialmente poseídos de la manera que ella deseaba. Entre los hombres había un buen número de clientes fijos, verdaderamente adictos a una mujer, que ya formaban la cola respetando el lugar que ella solía elegir cuando llegaba. Ese lugar era por lo menos de tres o cuatro butacas para que nadie cayera a su lado por fuerza y ellas pudieran maniobrar libremente. A pesar de todo, si cuando llegaba, se le ocurría buscar un nuevo emplazamiento, toda la cola, en absoluta discreción y silencio se trasladaba. La mujer sabía que allí estaban sus adictos y entonces comenzaba una serie de alteraciones del orden previsto en favor de nuevos clientes o de unos sobre otros de los adictos, mientras todos lo aceptaban sin rechistar, sometidos y sumisos como corderillos. Cuando Alfredo, recién llegado del pueblo para trabajar con su tío en el taller, acudió un día al cine más próximo, se encontró con un espectáculo alucinante, un espectáculo que nunca habría podido imaginar, ni siquiera en su sueño más erótico. Parecía que todo el cine, tanto los jóvenes como los maduros y viejos, estaban allí por lo mismo. No dejaba de oír suspiros y lamentos entrecortados. Parecía que las mujeres despacharan aceleradamente, incluso a dos manos, para luego cobrar y ya sea por estar necesitadas de descanso, o bien por haber recaudado lo suficiente, marcharse. Sin embargo, su puesto nunca quedaba vacío ya que, a los pocos minutos, eran reemplazadas por otras ordeñadoras, que en alguna parte, quizás en un bar al otro lado de la calle, esperan su turno. Al cabo de dos horas de cine, completamente empalmado y con los calzoncillos mojados, más pendiente de lo que sucedía en la sala que de la propia película, sumido en una excitación casi animal producida por las calenturientas imágenes, que en su imaginación, provocaban los sonidos provenientes de la sala y que sus inexpertos ojos no eran aún capaces de ubicar, tras la escucha del incesante ruido de gente cambiándose de butaca o acudiendo presta a los servicios, de los gemidos entrecortados, inútilmente ahogados en un vano intento de discreción y disimulo, de las sonoras palmetadas contra piel desnuda que cortaban la oscuridad como relámpagos, de las inconfundibles exhalaciones de placer producidas en el momento álgido de la eyaculación, justo cuando sus huevos empezaron a hacerse notar mediante esa característica sensación, entre picor y molestia continuada y casi imperceptible, que como un cosquilleo asciende desde lo más profundo de los testículos hasta la punta del capullo y convencido de que allí había que pagar, sin saber cuánto, pero seguro de que su bolsillo no alcanzaría, decidió levantarse y salir de la sala. Camino de su casa, Alfredo se sentía humillado, no comprendía porqué los hombres tenían que ser manejados de aquella manera, y lo que era peor, no comprendía como él había estado tentado de dejarse tratar por una de aquellas horribles mujeres. ¡No había visto a ninguno hombre, joven, maduro o viejo que montara a la mujer! Al contrario, siempre eran ellas las que daban las órdenes y obligaban a los hombres a correrse con exigencia. Pero lo per, lo que más le turbaba, era que en ocasiones, los muy cabrones eran capaces de correrse después de que les golpearan los huevos y encima pagaban dando las gracias. ¡No! aquello no era para él, no volvería a aquel cine donde los hombres eran trapos y las mujeres sus dueñas. Sin embargo, ya era demasiado tarde. La lotería de la genética le había proporcionado el carácter idóneo para la sumisión y sin darse cuenta, aquella vivencia había servido de detonante, activando atávicos resortes que harían aflorar inevitablemente, ocultas bajo capas de autoestima, ego y remordimiento, su verdadera condición. Lo vivido en aquel cine había penetrado en lo más profundo de su mente, dejando en su predestinado cerebro un cuño indeleble, como una marca de agua sobre el blanco papel, marcándole para el resto de su vida. Alfredo, como tantos otros, apenas sí había estado un par de ocasiones en su capital de comarca antes de aterrizar en la gran metrópoli. Era el típico macho campero, acostumbrado al duro trabajo de labrador, siempre de sol a sol, tanto durante el frío invierno como durante el abrasador verano del interior. De baja estatura, cuerpo robusto y gran capacidad sexual, su mente sin embargo, carente de los recursos que proporcionan la educación y la vida cosmopolita, era blanda y maleable. Huérfano de padres a muy temprana edad fue educado por uno de sus tíos, quién, desprovisto del más mínimo aprecio hacia el chaval, lo trataba como al último mozo de campo, convencido de que con ello educaba su carácter al tiempo de que le hacía el favor de ganarse el sustento. El chaval creció, pues, entre gritos, desaires y maltratos. Su tío le ridiculizaba en público a la menor oportunidad, no tanto como demostración de que era considerado igual que el resto de trabajadores, como para evidenciar que no se le consideraba de la casa, llegando a probar su correa en no pocas ocasiones. Sin embargo nunca se quejó. Encajaba las burlas, los castigos y los peores trabajos con naturalidad, asumiendo siempre que ese era el papel que la vida le había otorgado. Sin embargo, lo más sorprendente es que lo hacía desde la gratitud, convencido de que con ello retornaba a su tío el favor que le hacía cuidando de él. A pesar de las justificaciones que Alfredo se daba para no pensar en lo que le acababa de suceder, no pudo evitar pasar aquella noche con la polla tiesa, trempada y dura como pocas veces antes, soñando con lo vivido cada vez que cerraba los ojos dispuesto a dormir. A ello también contribuía, aquel dolor de testículos, cada vez más insoportable, que iniciado en el cine como un leve cosquilleo, ahora se había convertido en todo un recordatorio de que tenía los cojones a punto de estallar, así como las imágenes que le venían a la cabeza apenas cerrados los ojos, más parecidas a alucinaciones, en las que esa mujer no dejaba de golpear los cojones del viejo mientras este dejaba escapar un ahogado lamento de dolor, como un susurro casi inaudible, cada vez que sentía el contacto de la mano en sus ya enrojecidos huevos. Mientras tanto su conciencia le decía, una y otra vez, que aquello no podía ser bueno, que tenía que olvidarlo, pero más abajo, su subconsciente se encargaba de que la polla llorara tanto como para tener los pantalones del pijama absolutamente empapados. Era imposible, tenía la imagen de aquella hembra incrustada demasiado profundamente, sorbiéndole cada vez más el cerebro. A cada pensamiento de rechazo se le hacía más presente el dolor de huevos sin vaciar lo que, ineludiblemente, le recordaba una nueva imagen de la reina del cine en acción. Esto provocaba que su polla comenzara a bombear desenfrenadamente, hasta que el contacto del pijama mojado en la sensible piel de la entrepierna le recordaba, una vez más, que aquello no podía estar bien. Estaba atrapado en un en círculo vicioso que le acabaría conduciendo hacía su destino. Por el momento hallo un respiro haciéndose una paja. Sin embargo, cuando después del orgasmo, los sentidos volvieron a funcionar con normalidad, cayó en la cuenta de que sus propias manos habían sido más severas y exigentes que otras veces. Pasaron dos semanas entre constantes estados de salvaje excitación, rechazos del orgullo y masturbaciones feroces que empezaban a poner en práctica todo lo observado en aquella sesión de cine. Sin embargo, de una manera lenta y casi imperceptible, los pensamientos de rechazo fueron desapareciendo, mientras los momentos de calma indescriptible sobrevenidos a la corrida, se hacían cada vez más intensos y dilatados. Al revés de los atletas, una semana de inactividad le devolvió la forma necesaria para otros quince dais de frenéticas masturbaciones. Inconscientemente, descubrió que cuanto mayor era el dolor que se infligía, mayor era también el goce obtenido, hasta que por fin llegó el día en que, casi sin proponérselo, decidió volver a aquel cine, Fue un jueves por la mañana. El dueño del taller tenía que acudir al médico y ante la imposibilidad de abrirlo le dio la mañana libre. Alfredo salió a la calle sin rumbo fijo, o al menos eso creía él, pero la verdad es que su subconsciente le fue guiando hasta que, no se sabe cómo, se encontró frente a las puertas del cine. No quería entrar y se daba mil y una excusas para no hacerlo, pero tras la bragueta, una polla completamente hiniesta y el característico cosquilleo de cojones, decían lo contrario. Tras un buen rato de reproches, excusas y justificaciones se dirigió a la ventanilla, convencido de que a él solo le interesaba la película, que lo de la otra vez solo fue pura coincidencia y que de no ser así, a él que más le daba, simplemente bastaba con atender a la pantalla y ya está. El taquillero le recibió con la sonrisa socarrona del que sabía por experiencia lo que estaba pasando y una vez comprada la entrada Alfredo se dirigió hacia la sala. No solía salir a la calle con demasiado dinero pero, “casualmente”, aquel día llevaba lo suficiente como para estar seguro de poder pagar los servicios prestados. Fue separar las pesadas cortinas que daban acceso a la platea y verse sumido en la oscuridad de la sala que todo cambió. Algo hizo “clic” en su cerebro y los remordimientos desaparecieron. Sintió como si hubiera cruzado la frontera entre dos mundos y lo que en uno le parecía abominable, en el otro se le mostraba como natural y evidente. Al cabo de unos meses ya estaba en la ruta del descubrimiento de nuevos cines. Tomó asiento al lado de un maduro bien trajeado y aspecto acomodado, sentado junto a una preciosa mujer, muy sofisticada en el vestir y por lo que la penumbra dejaba entrever, con un pecho fuera del escote. Alfredo creyó que se trataba de una cabeza de cola como las que ya había visto y se sentó el último esperando su turno. Al poco tiempo, llegó un adolescente que en vez de detenerse junto a él, haciendo el número tres de la cola, pasó por delante de ellos sin demasiados miramientos y fue a sentarse al otro lado de la mujer. Inmediatamente, la respiración del hombre maduro se aceleró, mientras todo su cuerpo entraba en ese característico estado de excitación sexual en el que todo tu cuerpo empieza a tiritar de la cabeza a los pies. Sus piernas, descontroladas, rozaban en su temblor con el asiento, transmitiendo la vibración a lo largo de toda la fila de butacas. De esta manera, el resto de los allí sentados se hacían conscientes de lo que iba a suceder, recordándoles que pronto serían ellos los que ocuparían el lugar del viejo, aumentando su excitación al tiempo que su agonía. Ella se subió la falda para acabar de encelar al muchacho, mientras con su mano le sacaba de la bragueta una polla descomunal, tiesa y firme como solo la adolescencia es capaz de conseguir y tras acariciarla con delicadeza se agachó para metérsela en la boca. A los pocos segundos al chaval le sobrevino un espasmo tan intenso que medio cine no pudo evitar oírlo. Fue justo en uno de esos momentos en los que la película ilumina la sala hasta dejarla en leve penumbra, así que Alfredo pudo ver perfectamente como la mujer apretaba fuertemente con sus dientes el capullo del chaval, como si quisiera seccionarlo de un mordisco, mientras con la mano le oprimía los cojones al igual que se exprime una naranja. El muchacho, que no podía correrse por la presión de los huevos y la opresión del capullo, estaba allí, totalmente paralizado e indefenso, con el rostro desencajado por el dolor y su cuerpo sumido en tremendas convulsiones. Cuando lo consideró oportuno, la mujer liberó la polla del chaval del brutal mordisco y a su señal, el viejo pasó al otro lado del chico dejándolo entre medio de ambos, se agachó, le agarró la polla y continuó con el especial francés con presión de dientes que había iniciado la mujer. Mientras tanto, ella abrazaba al muchacho, presionando con fuerza su boca entre sus tetas para apagar así los quejidos de dolor. No tardaron en aparecer las características estertores que acompañan a la eyaculación, momento en el que el maduro comenzó a tragarse hasta la última gota de aquella leche torturada, casi como si la vida le fuera en ello. Alfredo salió corriendo de allí, ¡Él no era un marica! Más tarde se enteraría que el viejo tampoco lo era. Solamente se trataba de un crédulo que con tal de recuperar la potencia perdida, era capaz de creerse el cuento de que la leche caliente del macho joven, devuelve al viejo la virilidad perdida con la edad. La mujer nunca había podido comprobar la veracidad de tal creencia, pero consciente de que para un viejo cabrón, lo único que hace que no se sienta acabado es poder ofrecer su leche a la Diosa que lo posee, se prestaba al jueguecito, porque además de buenas ganancias, le producía una especial morbosidad: ella utilizaba su poder de seducción para rendir al joven machito al extremo de que se dejara mamar por el viejo cabrón en lugar de por la hembra, demostrando así su dominio y grado de posesión. A medida que el tiempo pasaba, los cines de barrio fueron especializándose. A unos se iba en busca de sexo fácil y rápido, otros eran frecuentados por maricas y chaperos y en los que nos ocupan, la especialidad era el sexo duro y la exhibición. Las sesiones de mañana fueron creciendo en intensidad y con ello el negocio que generaban. Llegó un momento en el que hasta los acomodadores eran tratados convenientemente por aquellas mujeres, expresamente elegidos por los propietarios entre los más adictos. De esta manera, podían permanecer constantemente cerca de su Dueña a cambio de un sueldo mísero y una vida completamente dedicada al servicio de la sala. Puestas de acuerdo con los propietarios, las mujeres fueron adquiriendo mayor seguridad y confianza. Cada día se mostraban más sofisticadas, más seguras de su poder y todo ello producía un aumento en sus exigencias y en la introducción de prácticas cada vez más despiadadas. En casos excepcionales, se llegaron a organizar sesiones especiales al cierre del local en lo que ya era un extraordinario negocio muy superior a la taquilla, donde la mayor parte de espectadores de cada sesión serían ordeñados y el promedio de lo que dejaban por ello era hasta cuatro veces superior a lo que habían pagado por la entrada. Los clientes estaban tan esclavizados que a los más adictos se les obligaba a llevar a sus amigos y parientes si querían continuar siendo tratados. A su vez, Alfredo como todos, había asumido su papel de víctima y cada vez encontraba en aquellas mujeres, un sadismo más refinado, que trascendía del dominio físico al psíquico. Como era de esperar, cayó al fin en las garras de una de esas mujeres extrañamente irresistibles, una de las más famosas, con una clientela enorme y toda clase de sumisos con los que montaba el espectáculo para atraer a nuevas víctimas. Para aquellas mujeres, que rivalizaban entre ellas en determinar quién era la más poderosa, doblegar a su merced el cuerpo musculoso y bien formado de todo un chaval en plena efervescencia sexual, rebosante de virilidad y potencia física, era el súmmum de la dominación. Era alterar el orden natural de las cosas, conseguir que el débil se impusiera al fuerte, que el activo se convirtiera en pasivo y el dominante en sumiso. Esclavizar a alguien como Alfredo suponía demostrar al resto de compañeras que se estaba por encima de las demás y a la clientela que su poder era casi sobrenatural. Puestas así las cosas y dada la especial predisposición psicológica de Alfredo, este no tardó mucho en convertirse en el más adicto, el más faldero de los perritos de compañía, en convertirse en uno de los cabrones más adictos y sumisos del corral de aquella mujer, de aquella Diosa. Pasados nueve meses de su primera experiencia en uno de estos cines, Alfredo ya ocupaba el lugar reservado al esclavo más obediente y resistente del aren. Tumbado bajo el asiento de la mujer, de su Reina y esposado a las patas de su butaca, estaba condenado a ver sin participar y en las contadas ocasiones en las que era liberado, su participación en la sesión era siempre y por sistema como un verdadero rito, para demostrar a otro cliente el poder de la reina, humillando su mente, masacrando su carne y agotando sus fuerzas al extremo del desmayo. Alfredo, convertido ahora en el cabrón particular de la reina más famosa de todos los cines de barriada, llegó a amar tanto a aquella diosa todopoderosa, tan cruel como hermosa, que acabó por estar dispuesto a ofrecer su vida por ella. Desde el suelo, bajo los asientos, alcanzó a ver y oír todo lo que se ha inventado en el mundo del sadomasoquismo y cuando salía del "agujero", su Dueña, sus amigas o sus esclavos parecían haberle reservado la parte más cruel de la sesión. Era como si él fuera el último mono, el más despreciable, el que lleva siempre la peor parte, aquel que es ofrecido a la Diosa para el sacrificio final. Cada tarde veía a pocos centímetros de sus ojos como su Dueña, tras dejar completamente al descubierto la polla y el paquete del viejo, cogía uno de los cordones de su zapato, atándoselo alrededor de los cojones con tal fuerza que la sangre apenas si podía circular hacia aquellos huevos grandes y colgantes como cencerros. Al cabo de pocos minutos, cuando los cojones estaban ya suficientemente enrojecidos por la falta de riego, le obligaba a correrse con dificultad a base de bruscos tirones de cordón, sin mediar en ningún momento el tan anhelado contacto, reconfortante y caliente, de las manos femeninas. Si el viejo tardaba demasiado en correrse, le dejaba clavado un alfiler en los testículos a cambio de aflojar el cordón, dejando así que el flujo sanguíneo se recuperara durante unos minutos. Cuanto más se demoraba la corrida, más alfileres se tenían clavados y mayor era el tiempo de descanso con el cordón aflojado. No era extraño ver a maduros con dos o tres alfileres clavados, esperando a que la mujer acabara con otro cliente mientras ellos permanecían en su peculiar fase de alivio. De esta manera conseguía aumentar la presión y la necesidad psicológica de correrse. Sin embargo, lo verdaderamente impresionante para el chico, lo que con mayor profundidad se quedaba clavado en su mente, era contemplar el derrumbamiento general del macho acabado, cuando por fin conseguía expulsar la leche. Nadie obligaba al viejo cabrón a permanecer ahí, lo hacía de una forma voluntaria. Le bastaba con saber que su Dueña esperaba de él su entrega y su sufrimiento y él se lo ofrecía puntual y obediente sabedor de que con ello la hacía feliz. Hacía tiempo ya que ni siquiera buscaba la eyaculación como medio de obtención de placer. Era, simplemente, el tributo que debía pagar a aquella Diosa que se dignaba a tenerle entre su rebaño. Tal era el poder de aquella hembra sobre los hombres que estos eran capaces de ofrecerle su vida. Alfredo ya lo había vivido antes y sabía que ella actuaría a dos manos, cascando con la otra a un joven más fácil, o a los que hiciera falta. Mientras el viejo se esforzaba en correrse a la vez que su jadeo aumentaba y los alfileres le provocaban brutales descargas que llegaban a su cerebro como auténticos mazazos. Desde su lugar reservado bajo la butaca de la Dueña, el chaval también acostumbraba a contemplar el espectáculo del maduro esclavizado que había aprendido a sentir placer mientras era jodido de todas las maneras posibles. Para ellos tenía el braguero "todo atrás", una especie de calzón de cuero, con un agujero por donde se sacaban juntos la polla y los huevos, obligándolos a colgar hacía atrás en lugar de hacia abajo, mientras que por otro orificio se introducía el vibrador con el que se daba por el culo al cabrón, evitando que este lo expulsara atándolo al paquete. La posición de la polla era tan antinatural y la presión del vibrador sobra la próstata tan permanente, que les hacía casi imposible alcanzar la corrida. Los así tratados, tenían que mantenerse de rodillas en el suelo, apoyando los codos en el asiento, mostrando a los demás el espectáculo de sus cojones castigados, la polla babeante, las nalgas enrojecidas y el culo jodido por el insistente vibrador que el braguero les impedía expulsar. Para la Dueña, este tipo de cabrones habían dejado de tener ano para pasar a tener “coño” y no dejaba de recordárselo aludiendo constantemente a él, humillándoles con ello delante de los demás. Tanto tiempo los tenía así que acostumbraban a despertaban la piedad de algún novato que intercedían por ellos. Ella se mostraba dura, siempre firme y orgullosa y contestaba cosas como estas: -Es para que aprendas tú también- o como -Tengo muchos esclavos y ninguno podría dejarme, le pida lo que le pida- y la que más temían -Tú me pides ahora por este cabrón, pero no tardarás en pedirme que te trate como a él. Un día uno de los viejos más sumisos acudió a la cola con un niño. A Alfredo le dio la impresión de que no tendría más de trece años. Cuando la cola ya habían avanzado lo suficiente como para que la hembra pudiera ver lo que estaba pasando a su alrededor, ella se dio cuenta y preguntó de modo que todos pudieran oírla -¿Es él?- El viejo asintió y ella inmediatamente, ordenó que se cambiaran dejando dos butacas libres a su lado, una para el niño y otra para el abuelo. -¡Vosotros, no os mováis de aquí!- ordenó a los dos y la cola siguió avanzando de manera que saltaban los asientos de los tres para ocupar el que estaba libre al otro lado de ella. El niño estaba temeroso y desconcertado. Le cogía de la mano al abuelo, como pidiendo protección, pero al mismo tiempo se quedaba callado y embebido con todo lo que pasaba allí mismo, junto a él. Era sin duda un niño crecido en un ambiente amoral y libertino, que ya había vivido mucho en su propia casa, pero no con aquel tratamiento de prostitución abierta a todo el mundo y mediante fórmulas y rituales establecidos que sometían a cualquier hombre, como él al fin y al cabo, a una mujer que era como su madre o sus hermanas. Empezó a ver que todos los hombres, jóvenes o viejos, acababan corriéndose en manos de la hembra y de pronto pensó, con sobresalto, que él aún no se corría. En charlas de pandilla ya habían hablado del tema y su propia madre le había comentado que pronto se correría y se haría hombre. Pero lo que verdaderamente le preocupaba es que aquella mujer le pidiera correrse como hacía con todos los que pasaban por sus manos. ¿Qué pasaría si llegado el momento él no pudiera? Le dijo muy por lo bajito al abuelo, casi dentro del oído, para que nadie más les oyera: -Abuelo, ¿Nosotros también tendremos que corremos? -Si Juanito- contestó este -yo sí, pero si tú no puedes no pasa nada, ella lo comprenderá. Esto le tranquilizó bastante y también le alegró, porque a pesar del apuro y de todos los pesares él no hubiera querido perderse el espectáculo de aquella bellísima mujer sacando leches a todo el mundo. Pasados los primeros minutos, la hembra decidió iniciar una seducción muy especial para el niño. Subió su falda destapando el culo y se inclinó hacia el hombre que estaba manipulando, de manera que la belleza irresistible de sus nalgas, de redondeado volumen, carnes prietas y piel tersa, quedaron completamente a la vista de sus ojos, tan tiernos como observadores. Había pasado por lo menos media hora y siete u ocho hombres y ella no había dejado de enseñar el culo al pobre niño que estaba con unas ganas locas de tocarlo y besarlo como le permitía su madre cuando se portaba bien, pero nunca se hubiera atrevido con una mujer de tanto poder, que hacía con los hombres lo que quería. Ella sabía muy bien que era demasiado para la lívido de un niño, pero contaba con su timidez y su miedo para que resistiera. Tenía que conseguir que la fiebre sexual que el niño estaba viviendo pusiera por fin en marcha sus inexpertos testículos y se atrevieran a dar una pequeña perla de semen primerizo. Para ella era un nuevo reto y estaba dispuesta a conseguirlo. Finalmente, cuando creyó que el chaval estaba a punto, se volvió hacia el chiquillo levantando la falda, ahora por delante, mostrándole su sexo en todo su esplendor, al tiempo que sacaba sus pechos por encima del escote. En casa aquello quería decir que su madre le daba permiso para que mamara de sus tetas. Cuando el chico se acercó poniendo sus labios en ademán de mamar el pecho, ella le desabrochó la bragueta y comenzó a masturbar su inexperto pito. Casi al momento el niño comenzó a trempar y entonces, besándole en la boca para sentir mejor su excitación, comenzó a ordeñarlo con insistencia. Para el niño fueron cinco minutos eternos antes no le bajó la tensión en la polla y dejo de trempar. Entonces ella ordenó al abuelo que pasara al otro lado y estuvo batallando con él durante media hora, hasta que entre sollozos, ahogos, o no se sabe bien qué clase de sonidos, el viejo comenzó a temblar como electrizado iniciando una eyaculación gota a gota, interminable y espectacular que dejaron al nieto impactado y temeroso de lo que ocurriría si volviera a él y no pudiera correrse como el abuelo. Entones ella le dijo: -Ya ves como el abuelo obedece, pero a ti, de momento, no te voy a pedir la leche, solo quiero tocarte. Esta vez con una mano comenzó a masturbarle los tiernos testículos mientras con la otra presionaba sobre la vejiga para incitarle a orinar. El chico comenzó a gimotear y entonces ella le dijo: -Si te oyen y molestas a los demás se os van a llevar y tu abuelo se verá en apuros. ¡Aguanta y calla!, aunque te moleste, aunque no puedas más, aunque te duelan los cojones y no puedas orinar. Cuanto antes aprendas a disfrutar del sufrimiento, antes llegarás a ser como tu abuelo. En ese momento ella le dejó ir al lavabo con el abuelo al que ordenó ponerlo a hacer pipí y al comenzar, apretar por tres veces el pene para interrumpirle la meada, luego le invitas a merendar en el Bar y cuando esté calmado lo traes otra vez. El abuelo aprovechó para convencer al niño del deber de complacer a la hembra. -Mira- le decía, -En esta vida el hombre ha nacido para servir a la mujer. Algunas se conforman simplemente con que complazcas sus deseos, pero las mejores, además, exigen de ti ser tu Dueña. Antes fue tu madre, ahora lo es también tu hermana mayor, que buenas zurras te dan en el culo y después será la mujer que te conquiste y te de el sexo. Ya has visto cómo van los hombres. Nosotros a una mujer como esta le debemos respeto y obediencia. Puede que nos haga sufrir, pero dime, antes de que perdieras las ganas… ¿A qué disfrutabas mucho? El niño asintió con la cabeza algo avergonzado. -Ahora volveremos- dijo el abuelo, -y si consigues darle lo que quiere te acogerá entre sus hombres y aunque aún seas muy niño disfrutarás como un verdadero hombre. Sin embargo, esta vez la mujer pareció no hacerle caso. Se dirigió a Alfredo y le ordenó salir de allí debajo, donde siempre estaba atado a las patas de la butaca. Sin duda quería encelar al niño mostrando su dedicación al chaval que no era mucho mayor que él. Pero al mismo tiempo quería que el niño comprendiera que clase de pasión incontrolada le ligaría a ella. Quería que aprendiera cuanto antes, desde el principio, que era una relación de placer y de dolor, de goce y de sufrimiento, que obligaba al sometimiento y la humillación, a obedecer y trabajar para ella. Deseaba, en fin, que aprendiera que junto a ella, su hembra, su dueña, su reina, no podría nunca poseer, sino que siempre seria poseído, no podría tomar la iniciativa, solo seguir las órdenes de la dueña. Mientras ella quisiera más, él nunca tendría bastante. Si ella tenía bastante, él no pediría más. Una vez Alfredo se situó frente a ella, la mujer le ordenó quitarse los pantalones. A un esclavo como él no le estaba permitido usar calzoncillos, así que al hacerlo, dejó directamente a la vista su gran paquete y un culo enrojecido en el que aún se podían contar los azotes del último castigo. Entonces ella abrió las piernas y se subió la falda ofreciéndole su sexo. Alfredo cayó de rodillas, completamente encelado por el espectáculo que se lo ofrecía y fue acercando la boca respetuosamente, poco a poco, mirándola a los ojos en demanda de permiso, sacando la lengua babeante y respirando agitadamente. Ella juntó los muslos aprisionándole la cabeza antes de que le alcanzara su coño y le cubrió con la falda escondiéndole entre sus piernas. Solo el culo desnudo de Alfredo quedó al descubierto y completamente al alcance de las manos de la mujer que comenzó a clavarle las uñas, a darle largos y retorcidos pellizcos, a pincharle con el alfiler negro que siempre llevaba prendido de su traje como el emblema de su rango. El chico se tragaba literalmente los gritos y los sollozos en un admirable ejercicio de total sometimiento. La mujer sacó del bolso un vibrador especial, descomunalmente ancho y lleno de protuberancias ligeramente puntiagudas. Tras lamerlo sensualmente de manera que todos pudieran ver su calibre, se lo introdujo al cabrón por el culo, sin lubricante alguno y de un solo golpe. Inmediatamente Alfredo tensó todos los músculos de su cuerpo como respuesta a tan brutal violación. Se hubiera derrumbado en el acto de no ser por la fuerte presión que las rodillas de su Dueña ejercían sobre su cabeza. Tenía la sensación de que su esfínter estaba a punto de partirse en su interior, el dolor le cortaba la respiración y sin embargo permanecía allí, inmóvil y callado. En cuanto los estertores de Alfredo cesaron, señal inequívoca de que su ano había aceptado ya el vibrador que lo enculaba, la mujer le sujetó los huevos con una mano mientras con la otra comenzó a ordeñarlo con furia. Cada vez que bajaba la mano para descapullar, subía la que mantenía aprisionados los cojones de tal manera que la mano que descapullaba, al descender por la enhiesta polla, chocaba violentamente con los testículos. Esto producía una sensación de parálisis general que retardaba el orgasmo. La leche de Alfredo llegó como siempre, puntual y obediente, en el momento que quiso la mujer, justo cuando paro de oprimirle los cojones. Habían transcurrido diez largos minutos, durante los cuales los cojones de Alfredo habían recibido tal cantidad de golpes que la inflamación sufrida los hacía parecer más a los cojones de un toro que a los de un ser humano. Alfredo se corrió, como solo un auténtico esclavo puede hacerlo, venciendo todas las dificultades de un tratamiento siempre despiadado, que estaba dejando en su rostro y en su cuerpo la huella del quebranto y la debilidad. Todos los presentes sabían que Alfredo había llegado a un grado de dependencia tal hacia aquella mujer que ya no servía para nada más. Era, simplemente, una de las víctimas colaterales que se cobraba la diosa a lo largo de una vida de seducción y dominación de todos aquellos hombres que caían a su lado por una u otra razón. Cuando la mujer acabó con Alfredo, el chico apenas si consiguió volver a su lugar bajo el asiento. Extenuado y con un dolor de huevos que no le dejaba ni respirar, no pudo más que llegar y medio desmayarse. Entre tanto, la sesión de cine estaba a punto de terminar y ella ordenó al abuelo que se quedara con el niño hasta que cerraran el local. De momento, dijo, quedaros aquí tú y tú también, señalando a algunos de sus más adictos. Después se fue al lavabo y de allí en busca del acomodador. Todo quedó preparado. Al cierre del local, y solo para algunos espectadores muy especiales que previamente había citado el acomodador cobrándoles fuertes sumas de dinero, de ocho y media a nueve y media, y en exclusiva sesión privada, sería ofrecido el espectáculo del desvirgamiento del primerizo. El local, una vez cerradas las puertas y las cortinas, y distante la sala de la calle por el vestíbulo, era un lugar insonorizado donde los gritos y los llantos no serían oídos por nadie, al igual que el chasquido del látigo impactando sobre las carnes desnudas de algún sumiso, llenando el local de sudor, sangre y excitación. Ahora las luces de la sala estarían encendidas y todo el mundo podría contemplar la escena al detalle, sin perderse nada. Los acomodadores, vestidos de camareros servían la bebida y los estimulantes a los invitados especiales, se podría fumar no por el gusto de fumar, sino por el placer de apagar las colillas en las nalgas de algún pobre cabrón, o en sus pezones, o incluso si el esclavo era lo suficientemente veterano, en el forro de sus cojones. La mujer comenzó por el niño al que desnudó completamente como presentación a los asistentes. Una vez desnudo, fue evidente que el chaval no había tenido una buena alimentación, sin embargo sus genitales, seguramente tratados desde la más tierna infancia por alguna hembra de su familia, eran grandes, bien formados y bamboleantes como campanas. A fin de cuentas eso era lo que allí importaba. El abuelo también tuvo que quedarse en cueros para acompañar al niño, al igual que dos esclavos más y el pobre Alfredo, recuperado a base de estimulantes. Toda la carne desnuda sería literalmente masacrada por la dueña y los invitados, los cuales permanecían vestidos para diferenciarse más, si cabe, de aquellos seres que habían dejado de ser humanos para convertirse en pobres cabrones al servicio de su Ama. El chaval fue masturbado sistemáticamente entre cabrón y cabrón. La leche corrió abundantemente en primeras exigencias, acompañada claro está, por el inevitable castigo, pero como el niño continuaba sin ofrecer el tesoro que todo el mundo estaba esperando, su primera gota de semen, se comenzó la rueda de segundas leches, mucho más atormentadas y difíciles, que fueron introduciendo en su cabecita el terror y la angustia. Al niño se le hizo evidente que ahora era cuestión de correrse o sufrir la furia de la Reina del local y comenzó a concentrarse en la ida. Todo su cuerpo tembloroso y recalentado estaba esforzándose con desespero y furia en medio de lágrimas, gritos y sollozos. Por fin, unos expertos azotes en el culo de quien había arrancado ya con antelación un buen número de leches virginales, le encendieron una especie de fuego interno que arrancando del rincón más recóndito de sus cojones, fue avanzando hasta la punta del capullo en un trayecto lleno de sensaciones casi delirantes y del todo inexplicables. Dicen que la esclavitud sexual a la hembra dominante es una forma de morir como otras muchas, pero existe una diferencia importante, porque el profundo sentimiento de inferioridad del macho humillado, unido al intenso goce producido cuando se obtiene después del sufrimiento, conducen poco a poco, pero inevitablemente, al camino de la autodestrucción puesto que se busca el mayor castigo posible para obtener, de esta manera, el mayor goce posible. Así pues, la diferencia radica en que, en este caso, se trata de un sacrificio deseado. Alfredo no se decidió a vivir en el “agujero” hasta que oyó decir a otro esclavo que la mujer mata, pero no como el verdugo, mero brazo ejecutor de los designios de otro, sino como los dioses, que aceptan la inmolación de los mortales como ofrenda agradecida a su superioridad. El chico tenía a aquella hembra poderosa instalada en medio de su cerebro. La había convertido en el estímulo de todas las sensaciones más dependientes de su ser y la había entronizado como Diosa por la que sabía que tenía que morir. Alfredo era ya, en plena juventud, el más perfecto de los esclavos. Por supuesto, el trabajo que con su tío había comenzado a los 17 años, poco antes de conocer a la diosa, fue abandonado, y ahora ya con 19, sabía que nunca volvería a un trabajo “normal”. Pero, entre tanto, el escándalo de los cines de barrio como auténticos prostíbulos de toda la sociedad, había llegado a preocupar al propio poder, que los había tolerado de principio como un desahogo de penalidades y una verdadera escuela de sumisos. Ahora estaban influenciando a sus propios esquemas y cuadros de mando. En poco tiempo, hubo varios casos sonados de personalidades del régimen y de la política o de las fuerzas represoras que habían sido vistos en situaciones difíciles en manos de las que se denominaban las “pelantruscas”. Ya decíamos que a estos cines acabaron acudiendo los poderosos en busca de carnaza y claro, el que va a la fuente, un día u otro se moja. Empezó entonces la represión de las personas e incluso la clausura de locales y se cometió el error de especializar a unos cuantos cines que parecían disfrutar de patente de corso. El resultado fue que las gentes viciadas de los barrios humildes siguieron reuniéndose donde podían y, evidentemente, también en sus propias casas. Así que ahora, hasta los niños de pecho tuvieron donde elegir. Por otra parte, se prostituyó la calle mucho más que en otras épocas y en cualquier rincón de cualquier parque público, las mujeres seguían seduciendo sin discriminar, seguían organizando colas y seguían ordeñando a sus rebaños. Mientras tanto, en los cines tolerados se habían concentrado las especialistas y la competencia acabó con el encanto inicial que suponía ir a la aventura del encuentro con cualquier tipo de mujer. Ahora solo imperaban las más profesionales, las que tenían más esclavos de todo tipo y había tantas y trabajaban tan juntas que era imposible que nadie entrara en el cine y viera la película. Empezó entonces una auténtica guerra entre las propias mujeres por ver quién era la mejor, la que tenía el mayor rebaño y los sumisos más entregados que, consecuentemente, acabó en realidad en una lucha por dominarse unas a otras. Pronto las reinas contaron con otras hembras como sus sirvientas e incluso se podía ver algunas corriendo cola entre los machos hasta llegar a la dueña. Siempre bajo las faldas o bajo los asientos, Alfredo, al que habían puesto el mote de el “topo” seguía al corriente de todo cuanto acontecía. La relación entre las profesionales había conducido a la guerra o a la amistad y por tanto a las alianzas. Todo lo tenían programado. Incluso las visitas que se hacían interrumpiendo el trabajo. Una aliada le decía a la dueña del “topo”: – Hola bonita, ¿Cómo estás? – Hola preciosa – le contestaba esta – Te agradezco la visita. Hoy tengo tanto éxito que no doy abasto. – Por eso vengo – replicaba la primera – A descansarte de tanto macho. A demás llevo tiempo pensando que no es normal que seamos nosotras las que estemos aquí, obligadas a atender a esta pandilla de cabrones, ¿qué te parece si nos ponemos de acuerdo para que cada vez que nos visitemos, los machos se den cuenta de que nuestra amistad está por encima de ellos? – Sí, me gusta la idea, pero yo ya sabes que no hago nada por nada. Aquí tengo que gobernar y dominar a mis esclavos y si te vienes a verme, quiero que sirva para que se jodan un poco más. – Sí, ya me lo imagino. ¿Qué te parece si cuando venga a verte todo queda paralizado? La cola se detendrá y el macho en tratamiento quedará interrumpido aunque se esté corriendo. – ¡Claro!, ¡claro!, que lista eres, así verán la importancia que nos damos y la que ellos tienen que darnos. Pero ¿Y si a mí me apetece ayudarte? Ya sabes, una mujer persigue, dos acorralan. – Bueno, si se tercia el caso… pero lo que me gustaría que ocurriera siempre es eso, que la visita de la una a la otra lo dejara todo paralizado. Que todos los machos impacientes nos esperen. Entre tanto, en medio de ambas mujeres había quedado el macho de turno, recalentado en la larga espera de la cola, seducido por la dueña y maltratado, que ahora, cuando estaba a punto de eyacular, había sido cortado y burlado. Frente a él, el topo, que había recibido la orden de salir, estaba a cuatro patas, como un perro. Las diosas se inclinaron hasta alcanzarse y ordenaron de nuevo: “Topo, a este se la chupas tú, y guarda la leche en la boca hasta que yo te ordene escupirla” Por fin se despidió la visita. Bueno querida, me voy a trabajar, sino, alguna zorra pirata me comerá algún cordero. La cola siguió avanzando y después de media hora le tocó el turno al abuelo. Alfredo no lo reconoció hasta que lo tuvo encima y quedó atónito al contemplar que no venía con el nieto. ¡La que se va a armar! Pensó, con la afición que le tiene mi Ama es capaz de matarlo. El viejo tartamudeaba explicando a la dueña que el niño se fue de la lengua con su hermana cuando le preguntó por qué aquel día, cuando cerraron el cine, habían llegado tan tarde a casa. Como el chaval no quería contestarle, ella le bajó los pantalones para azotarlo con los zorros y cuando vio que tenía las nalgas encendidas se puso como una fiera. – ¿Quién te ha hecho esto? ¡Nadie más que yo puede pegarte! ¡Me cuentas todo ahora mismo o te mato! Puestos a contar, el chico no se dejó nada y al final del relato la hermana gritó: – Cabrona, le has sacado la leche a mi chico porque le has encendido el culo, no por otra cosa, pero era yo quien te lo tenía preparado, yo ¡cabrona! ¡hija de puta! Yo que le he enseñado a obedecer con el culo caliente desde que tenía tres años. El viejo quedó perplejo cuando ella le interrumpió: – ¿Sabes que te digo? que me gusta esa chica. Te perdono si prometes que me la traes. Quiero hablar con ella. Tiene fuerza, tiene intención, sabe lo que quiere y yo necesito que me ayuden a calentar muchos culos y quiero que me ofrezca el suyo. Cuando sabe tan bien que un culo caliente es un culo obediente será porque a ella, alguien, se lo calentaba cuando era niña. ¡Quizás tú viejo zorro! El abuelo bajó la cabeza. – Dime, dime – ordenó ella – No quiero que tengas secretos. Entonces le desabrochó los dos últimos botones de la bragueta para extraerle solo los testículos dejando la polla dentro. Era un efecto sorprendente. Parecía como si el macho hubiera perdido todos sus atributos y solo le quedara la capacidad de sufrimiento y la esclavitud de los huevos. La mujer empezó a masturbarle y golpearle los testículos mientras le ordenaba que confesara. Sabía que bajo aquella presión era imposible toda cautela o disimulo y el hombre explicó, entre ahogos y medios suspiros, con voz entrecortada y sumisa, todo lo que ella quería saber. Ni más ni menos que la historia de sexualidad y dependencias de toda la familia. En efecto, a la chica le habían empezado a calentar el culo cuando en su camita, en vez de dormir, lloraba. Luego quedó la costumbre, el padre necesitaba calentar el culo de la niña que cada vez era más atractivo y la chica no podía pasar sin que la calentaran. Metida en el juego, en cuanto tuvo a su alcance a su hermano pequeño, se prometió que aquel culo sería suyo y se encontró con muchas más facilidades de las que ella había dado. El niño solo le obedecía a ella pero si pasaba demasiado tiempo sin que la hermana actuara, expresamente hacía lo que sabía que no era de su agrado para enfadarla y recibir el castigo. Por el contrario, ella había empezado a sentir la satisfacción de azotarlo porque sí, sin necesidad de ninguna razón. Entonces dijo ella: – Es por que el niño hubiera muerto antes de entregar la leche el otro día, pero pudo hacerlo cuando le encendí el culo como le hace su hermana. – Sí, creo que sí. – pudo decir el viejo antes de entrar en un temblor epiléptico que le llevó a mojarse los pantalones. El abuelo se convirtió en alcahueta y comenzó a convencer a la mayor de sus nietas. – Mira que eres bonita, – le decía – estoy orgulloso de tener una nieta como tú. Lo que me duele es que no tengas todo lo que te mereces. Tú has nacido para reina. – Hay abuelo, ¿Qué te pasa?, ¿Te has enamorado de mí, así de pronto? Ya me gustaría, ya. Estoy más que harta de ver a otras que tienen lo que yo no puedo y no valen nada y son tontas. – Además, – le decía el abuelo – tú tienes una cosa que pocas tienen. Eres dominante, te gusta que los demás sean tuyos. – ¿Por qué dices eso abuelo? No seas tonto, no pienses que yo no sé lo que pasa a mi lado. Yo sé por qué el niño tiene siempre el culito encendido y se por qué te obedece y te quiere más que a nadie. A partir de ahí, entre abuelo y nieta se estableció un diálogo de secretos y de consejos que llevó a la chica a la que ya era dueña del abuelo y del nieto. Primero se convirtió en una de sus sirvientas, aprendiendo todo lo que la dueña sabía, pero tenía demasiada fuerza, intención y poder de seducción para seguir siendo solo eso y ambas mujeres llegaron a pactar una especie de sociedad en la que cada una tendría sus adictos pero según casos y circunstancias se los irían cediendo o intercambiando. La chica llegó a desarrollar un grado de agresividad muy importante que concretaba en nuevas prácticas que pronto se ponían de moda y conducían hacia ella a los más acentuados masoquistas. Con todos ellos creó lo que denominó la perrera. Les hacía llevar debajo del cuello de la camisa un collarín de perro de los más estrechos a modo de amuleto. En el coche tenían que llevar un perrito con su cadenita sujeta al cristal mediante ventosa. A sus perros le gustaba estrangularles la polla. Primero les hacía trempar y entonces practicaba una ligadura en la base del pene para que la sangre fuera retenida y las venas dilatadas. Una polla sí tratada se amorcillaba y amorataba y al rato producía un color continuado y una total incapacidad de eyacular. Era un ejercicio de sado duro, ciertamente peligroso, por que la sangre así retenida no podía permanecer más de un tiempo determinado sin peligro de coagularse, pero ella no sobrepasaba el tiempo y lo que sí hacía era maltratar el pene de manera que cuando se veía libre de la estrangulación, quedaban a la vista los arañazos, pinchazos e incluso, quemaduras de cigarrillo. Por todo este tiempo, los perros tenían que soportar un dilatador en el ano. Alfredo fue uno de los adictos que conservó su dueña de siempre, pero a veces, según los actos que organizaba la otra, era cedido en virtud del acuerdo que las unía a ambas. De esta manera, Alfredo y el niño desvirgado tuvieron la misma calienta culos y ambos padecían en sus carnes una agresividad cada vez más cruel y retorcida. Para la hermana del chico, que los tenía a ambos en la categoría de “esclavos colaboradores”, calentarles el culo representaba un acto ejemplar de total sumisión, para impresionar a los clientes. Les obligaba a ponerse de rodillas en el asiento, sin pantalones ni calzoncillos, de manera que el culo, los huevos y la polla, quedaran en plan de exhibición múltiple. Para que pudieran soportar mejor el dolor, comenzaba por golpearles los huevos, después les introducía en el ano un gran dilatador y finalmente, mordía y arañaba las nalgas y las cubría de alfileres negros y quemaduras de cigarrillo. Algunos clientes no demasiado iniciados se retiraban al bar o a los lavabos, pero cuando volvían llevaban en su mente la predisposición a sufrir todo lo que ella deseaba y ordenaba. En una de las actuaciones a local cerrado, llegó a ofrecer toda una fila de culos masacrados que acabó produciendo una especie de orgasmo colectivo en el cine, no solo por parte de los masacrados, sino también de los espectadores invitados. Resultó un momento electrizante que se da muy pocas veces, pero que eleva la excitación del orgasmo a niveles de acto social, no solo permisivo sino legitimado como propio de la especie y por lo tanto, disfrutado sin trabas ni tabúes. Las vibraciones de todos se potencian hasta adquirir la fuerza de los huracanes o los terremotos, contra los que todos saben que no se puede luchar. Se extiende el consenso y abandono a lo inevitable por otra parte estimulado con una sensación de placer a límite de los sentidos. Un orgasmo colectivo no deja a nadie fuera y por otro lado une y fortalece las relaciones entre gentes y edades bien dispares, entre sexos y niveles de cultura. Queda la impresión en el ambiente de que las diferencias no serán tan importantes cuando todos, a un tiempo, son capaces de participar en el placer más hondo y arraigado en las propias carnes, a la par que en el cerebro, por la vía de la dominación o la sumisión, como seductor o como reducido, reinando o sirviendo. Los cines de la postguerra pusieron de manifiesto también este aspecto de la sexualidad participativa. Eran, por decirlo así, el sexo para todos a diferencia de cualquier otra cosa organizada o espontanea que siempre había estado dirigida y compartimentada que en todo caso toleraba procesos o prácticas, prohibiendo otras, dejando fuera a unas clases o a unos miembros de la sociedad o era tolerado para unas edades determinadas y no para otras. Al espectáculo delos cines acudían los hombres y las mujeres, los ancianos y los jóvenes y a veces incluso los niños. Dominaban las mujeres profesionales pero también actuaban a sus anchas las casadas y madres de familia. En los cines permisivos se podía comprobar como en un ambiente de libertad y de práctica sexual espontanea, colectiva, sin dirigismos ni mafias presionantes, la mujer, resulta siempre el factor dominante y los machos, poco a poco, cada vez menos posesivos y más sumisos. El dominio de la mujer, sin embargo, no se limita a los machos, sino que también se hace extensivo a las otras hembras de tendencia masoquista. El orgasmo colectivo requiere elevados elementos de seducción, de morbo y de tratamiento que puedan lograr ese clima especial de necesidad contenida y de excitación a límite que explota como una orden permisiva ante la señal del primero que se corre.
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