Almas podridas
a la orden del rey.
Cada día escuchaba como en una pesadilla el sonido de la campanilla. Nunca me había parado a contar las veces que aquel sonido me hacía reaccionar como un perro, tal vez fuesen mil veces, tal vez más. Odiaba aquel tintineo que tan bien conocía. Había diferentes tonos que indicaban el lugar de procedencia. Había instalados tiradores y campanillas por toda la casa. Tenías que conocer bien los tonos para saber a donde dirigirte, porque tardar en responder a la llamada era motivo de castigo. Con los años incluso había llegado a adivinar quien era el que llamaba por la manera de efectuar la llamada.
Mi Padre y mi madre eran quien peor llevaban lo de identificar el lugar de procedencia de la llamada por lo que siempre que podíamos, mi hermana y yo nos encargábamos de acudir a las constantes llamadas con el fin de evitarles un castigo tras otro.
El sonido tintineante venía del salón. Me encaminé hacia allí. A través del ventanal se veía el jardín con la piscina. Mi hermana estaba allí, momentos antes la había llamado la señorita Nicole. Pude escuchar, mientras caminaba velozmente, los insultos que le estaba profiriendo. Mi hermana estaba plantada de pie, con la mirada humillada mientras la señorita Nicole la insultaba. Aún tuve tiempo de ver como mi hermana se arrodillaba ante la tumbona en la que se hallaba recostada la señorita Valeria y cómo la mano de ésta la abofeteaba.
Sentí la bofetada que le acababan de pegar a mi hermana como si la hubiera recibido yo mismo. Me mordí los labios y apreté el paso. Al llegar al salón busqué con la mirada quien había llamado. Se encontraban allí el amo, el ama y la otra hija de estos, la menor, la señorita latoya . Ella era la más accesible de los cuatro aunque a veces tenía la impresión de que era la más peligrosa porque era la más voluble. A veces me parecía que la señorita Latoyallegaba a apiadarse de nuestra miserable condición y eso hacía que desarrollara hacia ella cierta simpatía, pero en otras ocasiones se mostraba como el resto de su familia, desdeñosa y cruel.
Rápidamente me hice una composición. El amo estaba repantingado en su sillón, leía la prensa y mi padre estaba arrodillado a sus pies y le cepillaba las botas. La señora bordaba. También estaba arrellanada en su sillón y descansaba sus pies sobre la espalda de mamá que estaba a cuatro patas frente a ella. La llamada había tenido que ser de la señorita Mónica.
La señorita latoya estaba medio recostada en otro sofá del amplísimo salón y hacía crucigramas. Tenía las piernas estiradas y los pies apoyados sobre la mesita de centro. Una de sus sandalias estaba en el suelo, caída, ladeada. La otra sandalia bailaba en el extremo de su pie. Jugueteaba con ella.
Me acerqué sigiloso a la señorita latoya . Ésta levantó la mirada de la libreta y me sonrió al verme allí parado de pie, con las manos a la espalda y la mirada clavada en el suelo.
—Llamó la señorita? – me atreví a preguntar en un tono de voz que era casi un susurro.
—No, pero ya que estás aquí… recoge mi sandalia del suelo y pónmela – me ordenó volviendo de inmediato a sus crucigramas.
Me arrodillé, cogí la bonita sandalia y la coloqué como puede en su pie descalzo. Ella hizo un movimiento ligero con el pie y la sandalia se recolocó.
—¡ Keith! – era la voz del amo – ¡Ven aquí, perro!
Me acerqué al amo. Mi padre seguía cepillándole los zapatos sin levantar la mirada del suelo. Imagino que le avergonzaba que lo viera en aquella situación.
—Ocupa el lugar de tu padre y límpiame las botas… y tú, Widner , ya sabes qué quiero que hagas…
—Sí amo – respondió mi padre dejando el cepillo en el suelo y reptando sobre sus rodillas para desplazarse junto al amo.
Me arrodillé y me puse a cepillar los zapatos del amo. No miraba, no nos estaba permitido pero imaginé qué era aquello que tenía que hacer papá. Pude escuchar los chupeteos de los labios de papá al desplazarse sobre el grueso miembro del amo y los gemidos de placer de éste.
La señora y la señorita seguían con sus cosas. No se inmutaban ni escandalizaban por lo que el amo estaba haciendo. Yo me concentré en sacar brillo a sus altas botas para no pensar en la humillación de papá.
Los gruñidos y jadeos del amo indicaban que estaba corriéndose en la boca de papá. Apreté los labios y seguí cepillando con energía. No pude evitar mirar a papá. Estaba claro que se había tragado todo el semen que el amo había eyaculado. Noté el zapato del amo empujarme.
—¡Lárgate! – se limitó a decirme el amo mientras papá ocupaba de nuevo mi sitio a sus pies.
Esta vez papá se aovilló en el suelo y el amo le puso los pies sobre su cuerpo.
Estaba claro que quien había llamado había sido el amo. De repente le había entrado la apetencia de que papá se la chupara y me había llamado a mí para que siguiera cepillándole las botas. Me retiré despacio, caminando hacia atrás.
—¡Keith! – llamó la señorita Latoya.
Me acerqué y me quedé en la postura que debía mantener, pies juntos, manos a la espalda y la cabeza ligeramente inclinada.
—¡Tráeme un refresco!
—Sí señorita.
Marché del salón y fui a la cocina. Al regresar volví a mirar por el ventanal del pasillo desde el que se veía la piscina. De nuevo la señorita Nicole estaba abofeteando a mi hermana. Esta vez conté media docena de bofetadas mientras Chelsea , mi hermana, permanecía de rodillas, con las manos a la espalda sin ademán de protegerse. A la señorita Nicole le encantaba corregir nuestras supuestas torpezas a bofetadas y Chelsea solía ser su víctima habitual. Apreté de nuevo el paso y llegué al salón donde serví el refresco a la señorita Latoya.
—Dime Keith, siete letras, «hombre propiedad de otro» qué puede ser?
—Esclavo, señorita Latoya– respondí.
La señorita Latoya se rió, una risita estúpida.
—¡Es cierto, claro, «esclavo», seré tonta…! ¡Por cierto, hablando de esclavos, arrodíllate y bésame los pies!
—Sí señorita.
Me arrodillé y llevé mis labios a las suaves plantas de sus pies. Estuve un buen rato llenándome del olor suave de los pies de la joven ama mientras ella hacía su crucigrama y de vez en cuando me golpeaba suavemente con el pie que le estaba besando para reclamar mi atención, me leía una definición y me decía el número de letras de que constaba la palabra. Por lo general la sabía y se la decía, provocando en ella esa risita estúpida. Luego movía los deditos de sus pies como reclamando la atención de mis labios y se volvía a enfrascar en su crucigrama.
—¡Regina, estúpida… mira qué me has hecho hacer…! – gritó de repente enfadada el ama golpeando con los pies los riñones de mamá que se dobló de dolor – ¡Dame mi zapatilla, te vas a enterar! – gritó de nuevo la señora dejando la labor a un lado.
Mamá tomó una de las zapatillas de la señora y se la entregó.
—¡Ven aquí… acerca la cara, estúpida, te vas a enterar… y no la apartes! – la amenazó blandiendo en su mano la zapatilla de suela de cuero.
Mamá dejó escapar un grito intenso cuando la zapatilla golpeó su rostro.
—¡He dicho que no te muevas… acércate más, voy a volver a pegarte!
Un nuevo zapatillazo impactó sobre el rostro de mamá. Esta vez la sangre afluyó a sus labios. La señorita Latoya había dejado el crucigrama y contemplaba con aparente diversión cómo su madre golpeaba a la mía.
—¡Vuelve a ponerte a cuatro patas… como te muevas de nuevo te pegaré con el látigo!
Mamá lloraba. Volvió a su postura de cuatro patas y la señora extendiendo las piernas volvió a descansar los pies en su espalda.
El silencio volvió al salón. Papá se hallaba bajo los pies del amo, mamá bajo los del ama, Sarah recibía bofetadas de la señorita Valeria en la piscina y yo ayudaba a la señorita Latoya hacer sus crucigramas mientras tenía que besarle los deditos de los pies.
Fin
-WastedLalo
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