Antonio, me domina 2
—No sé por qué te resistes, putito —masculló Antonio con voz sádica, su aliento caliente en mi oído—. Prácticamente naciste para ser usado. Naciste para ser mi depósito de esperma..
Continuación del relato Antonio me domina.
***
Había pasado una semana desde que mi vida se fue al carajo. Estaba sentado en la silla de la peluquería, viendo cómo ese viejo cortaba mi cabello con una lentitud desesperante. Las tijeras chasqueaban suave, metódicas, y cada mechón que caía al suelo me parecía un pedazo de mí mismo. Uno tras otro, como si me estuviera deshaciendo en silencio. Poco a poco, mis ojos volvían a quedar al descubierto, sin el refugio de ese flequillo que me había servido de escudo durante días.
—Tiene el cabello muy largo, joven —dijo el peluquero con voz neutral.
—Lo sé —respondí, seco.
Claro que lo sabía, ¡maldita sea! Todo esto fue por esa mierda de cabello. Si no lo hubiera tenido tan largo, no me hubieran jodido por eso… Antonio, el puto callejón, todo… no habría pasado. Sentí el corazón golpearme el pecho de nuevo, una punzada helada en el estómago. El recuerdo me mordía. Estaba hecho mierda. No había vuelto al colegio desde entonces. Creo que bajé de peso. No le conté a nadie. ¿Y cómo carajos lo iba a hacer? No tenía el valor. Me sentía vacío, roto. Completamente jodido.
Después de cuarenta malditos minutos salí del establecimiento. El aire olía a calle sucia y contaminación. Llegué a casa. Mi padre estaba en el patio, con la botella medio vacía en la mano, desparramado en la silla como un saco de mierda. Probablemente ya iba por el tercer trago. Lo ignoré, como siempre.
Al cruzar hacia mi habitación vi el uniforme escolar tirado en la silla, la mochila abierta, y ahí estaba el dinero. Los billetes arrugados que me había dado Antonio. Me detuve. Sentí un pinchazo en el estómago, como si me hubieran metido una navaja. Rabia. Miedo. Todo mezclado. Quería patear algo, romper una ventana. Pero me limité a cerrar la puerta, tragar saliva y acostarme. Dormí como un muerto.
Al día siguiente, caminando rumbo al colegio, con el corazón en la garganta, me topé con Missael. Un imbécil, amigo de Antonio. No era tan alto como él, pero me sacaba un par de centímetros. Tenía ese cabello lacio y grasoso que le caía por la frente, y una sonrisa torcida que siempre me dio mala espina.
—Mira quién decidió volver a la escuela —dijo, divertido, con ese tono de burla que se te mete bajo la piel.
No dije una palabra. Seguí caminando, mirando al frente. Pero el cabrón me tomó del cuello de la camisa por detrás.
—¡Hey, responde! —soltó con voz fuerte, burlona— ¿O es que Antonio te lo prohibió?
—¿Qué…? —alcancé a decir, sintiendo cómo el sudor me bajaba por la espalda.
¿Este idiota sabía? ¿Sabía algo?
—Antonio me dijo que tú eras su puta —continuó, con una risa asquerosa—. ¿Es verdad?
Me quedé helado. Todo se me vino encima. El callejón. Las manos. Su cuerpo desnudo. El dolor. Su voz en el oído. La vergüenza. La puta impotencia. Y ahora este imbécil, escupiéndome en la cara sin saber que estaba rompiendo algo dentro de mí.
—No soy su puta —dije con un hilo de voz.
—¿Ah no? —Escuché una voz burlona a mis espaldas. Mi sangre se heló al reconocerla. Era Antonio.
—No lo soy —susurré, intentando ocultar mi inseguridad. Mi cuerpo comenzó a temblar incontrolablemente. Malditos nervios, me estaban traicionando en el peor momento.
—Pues yo recuerdo muy bien cómo prácticamente me suplicabas que te follara el culo de marica —rió él, disfrutando de mi sufrimiento a mis espaldas—. Mírate, temblando como una gelatina. Patético.
Antonio caminó lentamente, frente a mí, su aliento cálido y nauseabundo a nicotina en mi rostro. Me miró fijamente a los ojos, y yo me sentí paralizado, incapaz de moverme o articular palabra. El miedo me tenía completamente dominado.
Missael comenzó a reír a carcajadas, una risa odiosa y cruel que me taladró los oídos. —En serio te follaste a este maricón —masculló con desprecio—. Debió ser la cosa más asquerosa del mundo. Seguro que tiene alguna enfermedad, como SIDA o alguna mierda así.
Antonio se acercó más, a pocos centímetros de mi rostro. Intenté evitar su mirada, pero no pude. Me tomó con fuerza por la barbilla y me obligó a mirarlo fijamente, mientras Missael, detrás de mí, sostenía con firmeza el cuello de mi camisa, impidiéndome cualquier movimiento.
—Si fue tan asqueroso —admitió Antonio con una sonrisa burlona—, pero necesitaba un agujero donde depositar mi esperma.
Mis ojos comenzaron a cristalizarse. Maldita sea, estaba conteniendo las lágrimas, pero no podía aguantar más. El dolor y la humillación eran insoportables. Sentí cómo las lágrimas se deslizaban por mis mejillas, traicionando mi intento de mantener la compostura. Antonio y Missael rieron aún más fuerte, disfrutando de mi sufrimiento como si fuera un espectáculo.
—Míralo, llorando como una niña —se burló Missael, apretando aún más su agarre.
Antonio, con una sonrisa burlona, levantó su mano y limpió mis lágrimas, examinando mi rostro con una mezcla de curiosidad y desprecio. —Me gustabas más con el cabello largo —dijo con voz grave—. Te veías más femenino, como una chica.
De pronto, Missael y Antonio me arrastraron con ellos, alejándome del lugar donde habíamos estado. Me llevaron a una pequeña casa abandonada, cuya puerta crujió al abrirse, revelando un interior sucio y descuidado. El suelo estaba cubierto de basura y olía a orina y excremento.
—Hey, tengo una idea —dijo Missael emocionado, su voz ronca y áspera—. Sostenlo.
Antonio me tomó con fuerza por los brazos, inmovilizándome desde atrás. Missael, con una sonrisa maliciosa, se desabrochó el pantalón, que cayó hasta sus tobillos, dejando al descubierto unos boxers rojos. Se los bajó lentamente, revelando su miembro: moreno, un poco pequeño, y rodeado de mucho vello oscuro.
—Ves, si que eres maricón, no deja verme la verga, el putito —rió Missael, acercándose a mí. Comenzó a orinar, y sentí el calor de su orina en mis pies, subiendo por mis piernas, empapando mi ropa.
El líquido amarillo y caliente me cubrió, y pude oler el fuerte hedor de su orina, mezclándose con el de la casa abandonada. Mis lágrimas seguían cayendo, pero ahora se mezclaban con la orina, creando una combinación de dolor y humillación que me dejó sin aliento. Antonio seguía sosteniéndome con fuerza, impidiéndome cualquier movimiento mientras Missael disfrutaba de su sádico juego.
—Puto —murmuró Antonio en mi oído, su aliento cálido y repugnante—. Justo donde te mereces estar, maricón.
Missael terminó de orinar y dio un paso atrás, aún sonriendo con sadismo. —Ahora sí te ves como una verdadera puta.
Antonio me soltó y caí al suelo sucio y frío. El impacto me dejó sin aliento, y me quedé allí, temblando, empapado en la orina de Missael, con el olor putrefacto de la casa abandonada invadiendo mis fosas nasales.
Missael, con su pene medio erecto y al aire, se acercó tanto que sentí su miembro y sus testículos rozando mi cara. El contacto me repugnó, pero no podía moverme.
—Chúpame los huevos, marica —susurró con voz ronca y dominante.
Abrí la boca por inercia, sintiéndome como una marioneta, y comencé a cumplir su orden. Sus testículos, oscuros y sudorosos, llenaron mi boca, y pude saborear el salado y amargo sabor de su piel. Mi estómago se revolvió, pero continué, consciente de que cualquier resistencia solo aumentaría su sadismo.
—Par de jotos —dijo Antonio con desdén, pero pude notar la tensión en su voz y la evidente erección que luchaba por liberarse de sus pantalones.
Antonio se desabrochó el cinturón, bajó sus pantalones junto sus boxers negros, revelando su verga morena y gorda, tal como la recordaba. La vista de su miembro erecto me llenó de una mezcla de miedo y repulsión.
—Apártate, que esta puta es mía —ordenó Antonio a Missael, empujándolo a un lado.
Antonio se posicionó frente a mí y, tomando mi cabello con fuerza, guió mi cabeza hacia su entrepierna. —Chupa —exigió, su voz dura y dominante.
Comencé a succionar su pene, sintiendo su glande hinchado y palpitante en mi boca. Sabía extraño, con un ligero pero inconfundible sabor a orina, lo que me hizo estremecer de asco. Pero continué, moviendo mi cabeza arriba y abajo, obedeciendo sus órdenes mientras él gemía de placer.
—Así, buena puta —murmuró.
Missael, mientras tanto, observaba la escena con una sonrisa perversa, disfrutando de ver cómo su amigo me dominaba completamente. —Sí, así, marica —se burló, su voz ronca y áspera.
Seguía succionando la verga de Antonio, mi boca llena de su sabor salado y amargo, cuando de repente Missael me jaló del cabello con brutalidad, sacándome de la verga de Antonio. Un hilo de saliva reluciente quedó colgando de su miembro, conectando mi boca con su pene durante un breve y humillante instante.
—Es mi turno —dijo Missael, su voz ronca y exigente, mientras dirigía mi boca hacia su miembro. El pene de Missael era más pequeño, pero estaba cubierto de un exceso de vello que rozaba mis labios.
—Levanta el culo, puto —ordenó Antonio, su voz dura y dominante.
Obedecí sin rechistar, levantando mi culo mientras seguía chupando la polla de Missael. Sentí una nalgada fuerte y contundente antes de que Antonio comenzara a bajar mis pantalones, luego mi ropa interior, hasta dejar mi piel completamente desnuda y expuesta a sus miradas y toques.
Antonio apretó mis nalgas con fuerza, como si fueran de su propiedad, sus dedos clavándose en mi carne, marcándome.
—Es muy obediente tu perra —añadió Missael con su risa molesta y burlona.
De pronto, Antonio sumergió su rostro en mi culo, su lengua buscando mi entrada con una precisión sádica. Cuando la encontró, un escalofrío de placer y humillación me recorrió el cuerpo. La sensación era increíble, algo que nunca había sentido, jodidamente intenso y placentero, a pesar de la situación degradante.
—Que puta —dijo Missael con desprecio, observando cómo Antonio me devoraba, disfrutando de mi sumisión y de la vista de mi culo expuesto y vulnerable.
Antonio dejó de chupar mi ano y se incorporó, su respiración pesada y sus ojos brillando con sadismo. Con uno de sus dedos, comenzó a masajear mi entrada, lubricándola con su propia saliva antes de introducirlo lentamente. No pude evitar soltar un gemido de placer mientras su dedo invadía mi interior, explorando, conquistando.
—No sé por qué te resistes, putito —masculló Antonio con voz sádica, su aliento caliente en mi oído—. Prácticamente naciste para ser usado. Naciste para ser mi depósito de esperma.
Sacó sus dedos y, sin previo aviso, posicionó su miembro en mi entrada. Sentí algo más duro, más grueso y más grande invadiendo mi interior, estirándome, llenándome por completo. Un gemido escapó de mis labios, mezcla de dolor y placer.
—Con ese cuerpo, con esa piel suave y ese culo redondo, eres una puta —gruñó Antonio, su voz teñida de lujuria y desprecio.
Me jaló del cabello con fuerza, sacándome de la polla de Missael. Pude ver la frustración en el rostro de Missael cuando su miembro quedó sin satisfacer, pero su expresión pronto se convirtió en una sonrisa perversa al ver que Antonio me llevaba hasta su rostro. Sentí su aliento fuerte y cálido, mezcla de nicotina y alcohol.
Antonio me miró fijamente con sus ojos marrones, llenos de dominio y deseo, y me besó con fuerza. Abrí la boca, dejando que su lengua invadiera la mía, saboreando su aliento, su saliva, su esencia. Sonrió contra mis labios, disfrutando de mi sumisión total.
Missael, mientras tanto, tomó su teléfono y acercó el flash a mi rostro, cegándome temporalmente.
—Si llega a salir mi rostro en el puto video, te voy a matar —amenazó Antonio, pero Missael solo rio con desprecio.
—Tranquilo, solo saldrá tu puta —dijo Missael, su voz ronca y excitada, mientras acercaba su teléfono y comenzaba a masturbarse, grabando cómo Antonio me follaba sin piedad.
Mis gemidos llenaron la habitación abandonada, mientras Antonio me penetraba una y otra vez, usando mi cuerpo para su propio disfrute. Missael, con su teléfono en una mano y su polla en la otra, se masturbaba frenéticamente, grabando cada segundo de mi degradación.
—Eres mi puta, y lo serás siempre —gruñó Antonio en mi oído, sus embestidas cada vez más fuertes y rápidas, llevándome al límite de mi resistencia.
Missael continuó masturbándose con frenesí, su respiración entrecortada y sus ojos fijos en mi rostro, grabando cada detalle de mi humillación. Finalmente, su orgasmo llegó, y su semen salió disparado de su verga, rápido y furioso, cayendo sobre su mano y su teléfono. Con una sonrisa sádica, tomó la leche que escurría de su mano y la acercó a mi cara, embarrándome con su semen.
—Mira, qué asco —dijo Missael, su voz teñida de desprecio mientras se limpiaba la mano en mi rostro, asegurándose de que cada rastro de su semen quedara impreso en mi piel. Su teléfono, aún en su mano, continuó grabando, capturando cada momento.
Antonio, mientras tanto, seguía taladrándome con fuerza, sus embestidas cada vez más rápidas y brutales, nublando mis sentidos con una mezcla de dolor y placer. Sentí cómo su miembro hinchado y palpitante me llenaba por completo, su semen caliente inundando mi interior, marcándome de una manera primitiva y dominante.
Cuando finalmente terminó, Antonio se retiró lentamente, dejando un vacío en mi interior que me hizo sentir aún más vacío y usado. Me soltó, y mis piernas, temblorosas y débiles, flaquearon bajo mi peso, haciendo que cayera al suelo sucio y frío, mi cuerpo cubierto de sudor, orina, semen y… lágrimas.
Missael dejó de grabar y ambos chicos se subieron los pantalones, sus rostros reflejando una mezcla de satisfacción y desprecio. —Qué asco —dijo Missael, arrugando la nariz—. Realmente apestas, maricón.
Antonio no dijo nada, pero su silencio era igualmente elocuente, lleno de dominio y superioridad. Salieron del lugar, dejándome allí, tirado en el suelo, humillado y abandonado. Antes de irse, Antonio lanzó unos billetes arrugados en mi dirección, como si fuera una puta de la que se deshacen después de usar su cuerpo para el placer.
—Ahí tienes, puta —dijo Antonio—. Para que te limpies toda esa mierda que llevas encima.
Me quedé allí, en el suelo frío y sucio, mi cuerpo dolorido y mi alma destruida, mientras escuchaba cómo se alejaban. Intenté levantarme, pero mi cuerpo dolía en cada rincón, como si cada músculo y hueso hubieran sido puros instrumentos de placer para ellos. Noté cómo un hilo de semen escapaba por mi muslo. Con un esfuerzo sobrehumano, logré ponerme de pie, mis piernas temblorosas apenas podían sostenerme.
Me vestí lentamente, mi cuerpo aún sudado y pegajoso, el olor a sexo y orina impregnado en mi ropa. Abroché mi pantalón, sintiendo cómo la tela rozaba mi piel sensible, me di cuenta de que, aunque la orina se había secado, el olor seguía.
Salí de la casa abandonada, con un paso apresurado, era tarde como la mierda, pero tenía que ir al colegio, ya había faltado suficiente y no podía permitirme más ausencias. Cuando llegué, el portero me dejó pasar, pero su mirada de desdén me siguió mientras cruzaba la puerta. Pude escuchar los murmullos de otros chicos a lo lejos, sus susurros de asco y repulsión.
«—Apesta…» «–Qué asco…»
Ignoré sus comentarios, tratando de mantener la cabeza alta. Supuse que sería otro día cualquiera, un día más en mi infierno personal.
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