Ayer Regrese a Mi Pueblo
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por wastedLalo.
Nazz Lee estaba algo nerviosa.
Finalmente había terminado el papeleo, los trámites burocráticos.
No eran excesivos pero siempre podía surgir un contratiempo si faltaba un papel o una firma adecuada.
Aparcó su coche en la zona de visitas.
El edificio era antiguo y de aspecto tenebroso.
Miró hacia sus altas torres y sintió un escalofrío.
Parecía una cárcel.
De hecho eso es lo que era.
Una monja joven la recibió con una amable sonrisa en su bello rostro.
Nazz sonrió también tímidamente al tiempo que le mostraba el documento.
La novicia lo tomó en sus bien cuidadas manos y tras una rápida ojeada le hizo seña con la cabeza de que la siguiera.
Caminaron por largos corredores hasta una sala donde la hizo pasar y le dijo que esperase.
Otras dos mujeres estaban ya en la sala.
Inquietas y nerviosas como Sarah.
—Buenos días — musitó y ambas le respondieron con un murmullo.
El tic—tac del carillón de la pared frontal era el único sonido que podía escucharse en la sala.
Nazz escuchó el gemido de un niño y se volvió rápidamente.
De las dos mujeres, una de ellas, la más mayor, una mujer más cerca de los cincuenta que de los cuarenta bajó el brazo y Nazz escuchó el típico sonido de una bofetada.
—¡Cállate, no te quiero oír! — dijo la mujer más madura que miró a Nazz y a la otra mujer — vengo a cambiarla — comentó a modo de excusa la señora.
Nazz se puso colorada y la otra, la más joven de las tres se interesó.
—¿No ha funcionado? ¿Demasiado rebelde?
—No se trata de eso… es que me gusta cambiar.
Tengo tres.
Ésta es la segunda que cambio — contestó con seguridad y cierto desdén — no quiero encariñarme demasiado.
Nazz y la muchacha más joven se removieron en sus sillas, inquietas.
—¿Son primerizas ustedes? — preguntó la más mayor que ahora acariciaba el cabello de la niña que Nazz seguía sin ver pues quedaba oculta por la silla y las piernas de la propietaria.
Las dos asintieron con la cabeza.
—Se nota.
Yo estaba igual con el primero.
—¿Qué edad tiene? — preguntó nazz
—Siete años.
Hace tres que la adopté.
Nazz y la otra asintieron, un poco incómodas.
La monja joven entró y llamó a la mujer más mayor que se levantó.
Nazz pudo ver a la niña que había gemido.
La pequeña siguió a la señora y salieron de la sala.
De nuevo quedó en silencio, sólo el tic—tac del carillón.
Finalmente fue la joven la que se atrevió a preguntar a nazz .
—¿Viene a recogerlo?
—Así es… estoy un poco… nerviosa — confesó Nazz .
—A mí me pasa lo mismo.
No sé cómo resultará.
—Bien, imagino.
Tengo algunas amigas que tienen uno y todas están contentas.
—Claro, seguro que será así.
Y si no… siempre se pueden cambiar — dijo con una risita nerviosa la mujer que debía tener unos pocos años menos que Nazz Lee.
Al cabo de un rato vieron, a través de la puerta abierta del salón, salir a la primera mujer seguida de un niño que evidentemente era otro que aquel con el que había venido.
Nazz quedó sola cuando la mujer joven fue llamada por la novicia.
Pasó casi media hora pensando en el futuro más inmediato.
Estaba segura de lo que quería pero le asustaba un poco cómo iba a ser la relación.
Cuando vio a la joven salir con un niño de unos cuatro años se puso en pie.
Las dos mujeres se cruzaron sonrientes y nerviosas miradas de mutuo ánimo.
Luego la novicia acompañó a Nazz al despacho de la directora.
Era una mujer de unos cincuenta años.
No llevaba hábitos como la novicia.
Vestía un traje chaqueta gris marengo con falda hasta las rodillas, blusa blanca, medias y zapatos de tacón negros.
Parecía una ejecutiva salvo por el rosario que colgaba de su cuello junto con un crucifijo de plata.
La directora se levantó y la besó.
Le ofreció asiento y ella lo tomó.
La superiora se sentó tras el escritorio y la sonrió afablemente.
—Bueno, veamos… aquí dice que es usted primeriza.
¿Puede tener hijos propios?
—Tengo una niña… de doce años… pero soy viuda y ya sabe.
—Eso está bien.
Es cristiano adoptar a estos infelices pero hemos de agradar a Dios dando nuevas vidas.
Ha pedido usted un niño, ¿verdad?
—Así es… por aquello de la parejita.
—Claro, claro, es comprensible, aunque las niñas son más rentables… ya sabe, tienen descendencia… aunque son mucho más caras por este motivo y además, dentro de unos pocos años podrá alquilar su simiente… ya ve, todo son ventajas para quien quiera verlas — le dijo la madre superiora con una amplia sonrisa que dejaba ver una bien formada hilera de blancos dientes.
Nazz se removió en su asiento.
Quería acabar de una vez por todas e irse a casa con su adopción.
—Bueno, informarle que su cheque ha resultado conforme y ahora es cuestión ya de hacerle entrega de Eddie.
Es un buen chico… como todos los que salen de nuestro Centro.
Su madre, aunque eso ya lo sabe usted, era una prostituta que no quiso separarse de su hijo al nacer.
Es probable que el trauma le haya dejado al pequeño algunas secuelas.
Lo tuvo escondido durante un año y aunque a esa edad los niños no son conscientes en su fuero interno es probable que hayan quedado secuelas.
Bueno, todo eso ya lo conoce, me limito a informarla ampliamente para que no haya dudas.
—No tengo dudas.
El corazón me dijo que era él el que debía adoptar desde el primer día que lo vi.
—Desde luego, además, con nuestros métodos le puedo garantizar que Eddie es un tesoro.
Yo misma lo encontraré a faltar.
Ya sabe que lo normal es que las mujeres adopten niños más pequeños.
Es posible que durante los primeros tiempos el chico añore a sus educadoras.
No debe apenarla verlo llorar.
Lo hacen todos.
La directora pulsó un botón sobre la negra mesa y una puerta lateral se abrió con un chasquido que sobresaltó a Nazz .
Una monja con un extraño hábito — sin toca, con la sotana de color malva hasta media pierna que dejaba ver unas lustrosas botas del mismo color y el cabello recogido en un severo moño — llevaba de la mano a un muchacho con expresión asustada y en la otra blandía con desdén una larga fusta.
—Adelante sor Pía, Eddie debe estar ansioso por conocer a su nueva madre… y dueña, claro.
La monja tiró del muchacho y lo hizo entrar en el amplio despacho.
Nazz se había puesto de pie.
En sus manos sujetaba con fuerza el pequeño bolso Vuitton dando signos de nerviosismo.
—Tiéndale la mano para que Eddie se la bese respetuosamente, señora Lee.
Nazz soltó una de las manos del bolso y la tendió como le decía la directora, dejándola laxa.
El muchacho levantó la mirada y por primera vez se cruzó con la de su nueva madre.
Con respeto posó sus labios sobre los largos dedos de Nazz .
—En fin, ya tendrán tiempo de conocerse.
En cualquier caso, si no resulta, si no le gusta, si piensa que se ha equivocado, ya sabe, puede cambiarlo por otro.
Si es de menor edad tendrá que abonar la diferencia pero ya no deberá hacer más trámites.
—Gracias — musitó nazz — ¿tiene equipaje el niño?
—Evidentemente no, señora Lee.
Lo que lleva puesto.
Pero no se preocupe, nuestros niños vienen con manual de instrucciones.
A la salida le entregarán un dossier sobre lo que es recomendable que haga o deje de hacer… y si tiene problemas puede llamarnos.
Mi móvil y el de su tutora está anotado en el dossier.
Lo que llevaba puesto Eddie era el uniforme del Centro.
Ropa sencilla.
—Aquí tiene la llave del collar, señora Lee.
Ya sabe que en su casa puede dejar que no lo lleve pero es obligatorio que vaya identificado con él cuando salga a la calle.
Y sus documentos de identidad.
Custódielos usted misma —.
La directora juntó las manos y apoyó su culo sobre el escritorio.
Se dirigió al muchacho —: Bueno Eddie confío que tu nueva señora no tenga queja alguna de ti.
Recuerda todo lo que te hemos enseñado.
Venga, despídete de sor Pía y de mí, cielito.
El muchacho se arrodilló ante la monja del extraño hábito y le besó la mano.
Luego se giró y besó la mano de la madre superiora.
Nazz se despidió con rapidez y antes de darse cuenta caminaba junto a Eddie que mantenía la cabeza gacha, mostrando a quien quisiera verlo el cromado collar que rodeaba su cuello y delataba su condición.
Nazz accionó el mando a distancia y al llegar al coche le abrió la puerta lateral.
El muchacho miró el auto con aprensión.
Nazz se sonrió.
Realmente no sabía nada de la vida.
Sólo lo que le habían querido enseñar aquellas extrañas monjas de la orden de las Orfanarias.
Eddie entró en el coche con cierto recelo.
En sus 9 años de vida, salvo el primero que vivió escondido por su madre para evitar el ingreso en el orfanato, no había salido nunca de los muros de aquella prisión.
Por mucho que lo maquillaran de acto de caridad cristiana aquella Institución era como un correccional destinado a reeducar o a educar a los hijos de las prostitutas pobres y no salían de allí hasta que eran adoptados, sin tener previamente ningún contacto con el mundo exterior.
Los niños eran sometidos a una brutal disciplina y un férreo aislamiento, encaminados a convertirlos en seres sin más voluntad que la de sus tutoras.
Su destino era ser adoptados por mujeres por lo general de más de cuarenta años que o no habían tenido hijos o bien la providencia no había querido proveerlas de más de uno o dos.
También había mujeres más jóvenes que no podían tener hijos que recurrían a la Institución.
Esos niños adoptados tenían varias misiones que cumplir en su vida: ocupar el lugar de un hijo deseado, amar profundamente a la madre que decidía adoptarlos, obedecerlas ciegamente y cuidarlas hasta el día de su muerte.
Nazz Lee era viuda.
Las viudas no podían volver a quedar embarazadas porque no podían volver a casarse.
La ley era taxativa en este punto y tenían que recurrir a las adopciones especiales de niños fruto del pecado.
Eddie miraba de reojo a la señora que acababa de adoptarlo.
Él sabía que los hijos del pecado, como daban en llamarles las monjas, no eran adoptados del mismo modo que sucedía con otros huérfanos.
Su destino era diferente, parecido en ciertos aspectos pero diferente tanto en la teoría como en la práctica.
Él era de los más mayorcitos de los que poblaban el Centro, el Orfanato de la Piedad de la Virgen más conocido popularmente como el Centro, y sabía cosas que los más pequeños desconocían a pesar de que las monjas procuraban adiestrarlos y enfocarlos hacia su verdadero destino.
Eddie a sus 9 años había visto abandonar el Centro a todos los amigos que había tenido y había visto llegar a otros que también habían marchado.
Sus años de permanencia bajo la férrea disciplina ejercida por las monjas garantizaba un espíritu sometido como el de ningún otro niño.
Por el mismo motivo de años de reclusión en el Centro, Eddie se había convertido en una especie de institución, como una mascota, un animalito querido por todas las monjas.
Además Eddie se hacía querer.
Era callado y obediente, dos virtudes muy apreciadas según el ideario del Centro.
También era un muchacho enamoradizo.
Había pasado por media docena de tutoras en función de la edad que iba alcanzando y de todas se había enamorado.
De unas más intensamente que de otras, pero a todas había amado, querido y adorado.
Las monjas habían dado de él siempre un buen informe.
«Es perfecto, reacciona con sumisión ante los castigos» leería más adelante Nazz en el dossier que ya conocía bastante, algunas de cuyas partes le había dejado ver la madre superiora en el proceso que Nazz había seguido para decidirse por Fabián.
Lo que llamaban un acercamiento a distancia y que consistía en que la futura madre conociera a fondo al niño sin estar con él.
Nazz detiene el coche en un semáforo y se gira hacia el muchacho que va sentado a su lado con la vista al frente.
No sabe abrocharse el cinturón y Nazz se lo arregla.
Eddie la mira de reojo y ve que su nueva madre se sonríe.
Es hermosa.
Sabe que se enamorará de ella como antes lo ha hecho de las monjas.
—Ya estamos llegando.
Falta poco.
¿Sabes que tienes una hermana? Se llama Lena, es hija mía, vamos, legítima, quiero decir que no es adoptada.
Espero que se lleven bien.
Son de la misma edad.
Nazz arranca cuando el semáforo se pone en verde.
Faltan un par de calles.
De repente tiene miedo.
No confía en cómo va a resultar aquello.
Su hija se mostró entusiasmada por su nuevo hermano cuando supo que además de ser su hermano sería también su criado.
La misma Nazz tenía sus dudas.
Deseaba amar al muchacho.
Tenía un lado maternal que le impelía a amarlo.
Lo había seguido durante el último año y se sentía ya como su madre.
Era un muchacho encantador.
Lo había visto soportar humillaciones de las monjas y nunca se había rebelado, al contrario, se mostraba más sumiso todavía.
¿Podría el lado maternal con el lado tribal que impulsaba a la gente a dominar a aquellos sobre los que tenían poder?
Aparcó en su plaza y cogieron el ascensor interior.
Era un piso alto.
El ascenso se hizo largo.
En silencio incómodo.
Eddie se adelantó para abrirle las puertas a su nueva madre.
Nazz acogió el gesto con una sonrisa.
***
—¡Lena… Lena … ya estamos aquí! — gritó Nazz tras abrir la puerta principal y dejar paso a Eddie .
Nada.
No hubo respuesta.
Nazz dejó las llaves en un cuenco del recibidor y se sacó la gabardina que colgó en la percha.
Hizo un ademán para que Eddie entrara en la casa.
Era un enorme apartamento en la Quinta Avenida, con portero y criada.
Mae, la criada negra llegó corriendo.
—Buenos días señora — dijo la negra haciendo una especie de cómica reverencia.
—¿Está la señorita Lena en casa, Mae?
—Sí señora.
—Enséñale su cuarto a Eddie y luego me traes las zapatillas.
—Sí señora.
La negra Mae se llevó al muchacho hasta un cuartucho, una especie de trastero donde habían instalado un camastro y poco más.
La criada fue en busca de las zapatillas de la señora y regresó al salón donde nazz se había sentado en el sofá.
—Date prisa Mae, estos zapatos me están matando — bufó Nazz.
Mae hincó una rodilla en tierra descalzó a su señora de sus elegantes zapatos de salón y antes de ponerle las zapatillas le frotó los pies.
—¡Mmmmmmm…! ¡Oh, Mae, Mae… qué manos tienes…! — gimió Nazz.
entrecerrando los ojos y dejando que la criada le aliviara el ardor de pies.
Lena entró en el salón.
Se acercó a su madre y pasando por encima de la criada negra que seguía arrodillada masajeándole los pies, se sentó a su lado y la besó en la mejilla.
—Lo he visto, mami… es apuesto.
—Sí, sí lo es… es muy guapo… y muy reservado.
¿Te ha dicho algo?
—He asomado la cabeza en el trastero.
Cuando me ha visto ha inclinado la cabeza respetuosamente — dijo Lena dejando escapar una risita infantil.
Nazz coge la campanilla que hay encima de la mesita de centro y la hace sonar dos veces.
—Mae, ve a buscar a Eddie.
Dile que dos toques de campanilla son para él.
—Sí señora.
Momentos después regresa Mae acompañada de Eddie .
—¿Te ha comentado Mae que te corresponden dos avisos de la campanilla?
—Sí señora.
—Cuando estemos los que ahora estamos aquí puedes llamarme madre, si lo prefieres.
No así cuando haya gente de fuera.
Entonces me llamarás señora.
—Sí señora… quiero decir, madre.
—¡Mmmm…! ¡Madre! ¡Qué bien suena! — dice Nazz — ayudarás a Mae en las tareas de la casa.
Le irá muy bien, hasta ahora iba un poco estresada.
La liberarás de alguna de sus obligaciones, como por ejemplo servir la mesa.
—Sí señora… perdón, sí madre.
—Eso está bien, Eddie , me gusta que me llames madre.
Acércate, te besaré maternalmente.
Eddie se acerca con cautela.
Sor Pía siempre le engañaba.
Le decía que se acercara, sin miedo, sin temor y cuando lo tenía a mano le soltaba un latigazo en las piernas o una bofetada en la cara.
O ambas cosas a la vez y consecutivamente.
Su madre no le pegó.
Al contrario, le cogió por la nuca suavemente, lo atrajo hacia sí y le dio un beso en la mejilla.
Eddie se ruborizó.
—De modo que es mi hermano pero también es nuestro criado — murmuró Lena — y a mí, ¿cómo debe llamarme?
—Pues señorita Lena, por supuesto.
Y cuando estemos en familia si quieres puede llamarte Lena, o hermanita.
Eso debes decidirlo tú.
—De momento prefiero que me llame siempre señorita Lena.
Aún no nos conocemos lo suficiente.
—Bien, perfecto, ya has oído Eddie, tu hermana quiere que te dirijas a ella siempre de manera respetuosa y formal.
La llamarás siempre señorita Lena.
—Sí madre, sí señorita Lena — respondió humildemente Eddie.
—Estupendo.
Una vez hechas las presentaciones… ¿que tal si comemos? Mae, ¿está lista la comida?
—Sí señora.
—Pues no se hable más.
Vamos a comer.
Mae, la criada negra que había estado todo este tiempo frotando los pies de Nazz , le calzó las zapatillas y se levantó del suelo.
—Ven conmigo Eddie , te enseñaré dónde están las cosas.
Lena de nuevo dejó escapar una risita histérica y se cogió al brazo de su madre.
—La verdad es que es apuesto.
¿Me tiene que obedecer en todo lo que le ordene?
—Por supuesto, querida, en todo — Nazz compuso una sonrisa cómplice.
Casi media hora más tarde Nazz y su hija Lena estaban sentadas a la mesa.
Eddie seguía vistiendo las ropas que había traído puestas.
Tan sólo unos guantes blancos que le había dado Mae modificaban ligeramente su atuendo.
Eddie se desempeñó con elegancia a la hora de servir a sus señoras.
Sirvió la sopa con corrección, estuvo atento para llenar con agua o vino sus copas, y como un perfecto lacayo inglés sostuvo la bandeja cerca de las comensales para que se sirvieran lo que quisieran del segundo plato.
—Tiene mejores modales que Mae — comentó divertida Lena.
Nazz se sonrió.
Mae era una chica voluntariosa pero algo torpe.
—Y más cosas que hace estupendamente bien.
Luego le echas un vistazo al dossier que he traído.
Eddie se apartó hacia la pared para no interferir en la conversación de las señoras.
El muchacho entendió que durante el servicio de comedor era mejor mantener una actitud servicial y poco familiar.
—Está muy delgado, mamá.
—Sí, las monjas lo han alimentado siempre con sus sobras.
Según indica el dossier la comida es un medio más para controlar a estos chicos.
Cuando no hacía algo bien o al gusto de su tutora, le privaban de comer.
En el dossier dice que deberíamos seguir con ese método.
—Vaya, parece que hayamos comprado un minipimer, con su libro de instrucciones y todo — de nuevo una risita irritante de Lena.
—Es importante leer el dossier, hija, piensa que Eddie es el producto de años de adiestramiento.
Hemos de seguir unas pautas similares a las empleadas en su educación para obtener del muchacho los mejores resultados.
—¿Tienes hambre, Eddie? — le preguntó Lena girándose para verlo ya que estaba en la pared, a su espalda.
—Sí señorita Lena.
Comeré cuando me lo permitan, lo que me permitan y si me lo permiten.
—¡Jijiji jijiji! — se rió Lena de la elaborada respuesta — parece una respuesta de manual.
—No te rías Lena, es la respuesta que debe dar.
Eddie comerá nuestras sobras siempre que consideremos que las merece.
—¿Puedo darle las mías?
—Claro hija.
Lena se giró con la silla poniéndose de lado.
Cogió su plato y lo dejó en el suelo, entre sus pies.
—¡Come! — le dijo autoritaria.
El muchacho se acercó y miró a Lena, luego a su madre.
Sarah le hizo un ligero asentimiento con los párpados que Eddie interpretó como una autorización y se arrodilló a los pies de su hermana.
—Recuerda que no debes mancharte los guantes de servir la comida, Eddie — le dijo Sarah al ver que el chico dudaba.
Lena dejó escapar una de sus habituales risitas cuando su hermano metió la cara en el plato para coger directamente con los dientes las escasas sobras, algunos huesos con restos de carne, un trozo de pan mordisqueado y unas peladuras de fruta.
Aquella noche Nazz llamó a su hijo con dos toques de campanilla.
Estaba en su habitación.
Eddie llamó y entró.
Nazz se dio la vuelta.
Estaba espléndida con el salto de cama transparente que dejaba ver su compacta y bien formada humanidad.
—Debes esperar a que te dé permiso para entrar, eddie.
—Sí señora, perdóneme.
—Acércate — le dijo ella sentándose recatadamente en una esquina de la cama — y no me llames señora.
Cuando estemos solos, como ahora, si no te digo lo contrario, quiero que me llames mamá.
No madre, mamá.
¿Entendido?
—Sí mamá.
?Desnúdate — le ordenó con voz melosa.
Eddie tardó poco en quedar como Dios lo trajo al mundo.
Nazz lo observó con detenimiento.
—La verdad es que el comer sólo sobras te ha puesto un cuerpo la mar de hermoso.
Y menuda cola tiene mi caballito —nazz se mordió el labio inferior mientras acercaba una hermosa mano de largos dedos al tremendo cipote que colgaba entre las piernas de su hijo.
Nada más entrar en contacto con el glande comenzó a crecer el miembro.
Los dedos de Nazz bailotearon juguetones sobre la nervuda tranca que se iba componiendo bajo sus yemas.
—¡Dios mío! No me extraña que las putas de las monjas no tuvieran ninguna prisa en venderte.
¿Te las follabas, cielo? A la superiora y esa sor Pía, me refiero.
—Sí mamá.
Si no las hacía correrse de gusto me pegaban.
Me hacían llorar.
A veces incluso después de correrse me pegaban.
Eddie estaba de pie.
Nazz , sentada en un extremo de su cama, tenía el erecto miembro del muchacho a escasos centímetros de su rostro.
Sus manos seguían acariciándolo.
—¿Te hacían mucho daño esas monjas malas?
—Sí mamá, mucho, pero no eran malas.
Después de pegarme me dejaban que les besara los pies.
La boca de eddie acababa de engullir aquel descomunal trancazo.
Fabián se sintió estremecer.
Todo él era un temblor.
Las afiladas uñas de su madre le acariciaban los endurecidos testículos.
Eddie cerró los puños y los ojos.
Un tsunami de semen inundó la boca de Sarah que al notar los primeros estertores del miembro chupó con frenesí hasta vaciarlo por completo.
Nazz se desempaló la boca y chasqueó la lengua tras engullir el recado pegajoso de su hijo.
—¿Te ha gustado?
Eddie lloraba.
Nunca las monjas le habían dado un premio tan grande.
Lloraba de placer y de emoción y de amor.
—¿Te gustaría besar los pies de mamá?
—Sí mamá, me gustaría mucho.
Eddie se arrodilló siguiendo las hermosas curvas de las pantorrillas de Sarah con sus manos adorándolas hasta que cayó a los bonitos pies de su nueva madre.
—Cuando recuperes la potencia tendrás que complacer a mami.
Y si no lo haces bien mami te pisará el miembro.
Y después a Lena.
Tu hermana tiene unos gustos muy especiales y creo que se parecen bastante a los de la madre superiora.
Lena tiene una fusta que sabe usar.
Le gusta mucho la equitación, seguro que querrá que le tengas las botas limpias a primera hora.
—Sí señora, sí ama, sí mama.
Eddie intuyó que iba a ser muy feliz.
FIN
-WastedLalo
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