Cristian y el culo de Albertito
retomo un relato de otro usuario, pero creando nuevas escenas con un personaje que me llamó mucho la atención… el mayor de los Medina. .
(Narrado desde la perspectiva de Albertito)
Era un domingo por la tarde, de esas tardes calurosas que te pegan la remera al cuerpo y te hacen sudar con solo respirar. Estaba en la esquina con los pibes del barrio —Marcos, Carlos, Daniel, Lucas y Manuel—, charlando boludeces y mirando pasar a las minas, cuando alguien mencionó que Cristian, el mayor de los Medina, estaba en casa y aburrido. Cristian no era como los otros hermanos. A sus 25 años, era el más grande, el más serio y, según todos, el más pijudo de la familia. Medía fácil 1.85, con un cuerpo duro como cemento: hombros anchos, brazos gruesos de tanto levantar pesas y piernas que parecían troncos. Su piel era morena, curtida por el sol de trabajar en la obra con su viejo, y tenía el pelo negro cortito, siempre bien peinado con gel, que le daba un aire de tipo duro. Los ojos oscuros, casi negros, te atravesaban cuando te miraba, y su boca, siempre en una mueca seria, solo se abría para soltar órdenes o reírse con esa risa grave que te ponía los pelos de punta. Vestía una remera ajustada que marcaba cada músculo y un jean gastado que no escondía el bulto que llevaba abajo. Todos sabían que Cristian era un macho dominante, un tipo que no pedía permiso y tomaba lo que quería. Y yo, Albertito, con mis 14 años, 1.75 de altura, flaco y medio torpe, iba a aprenderlo de la peor manera.
Marcos, el menor de los Medina, fue el que tiró la idea:
—Che, ¿y si vamos a casa? Cristian está solo y dijo que quería ‘jugar’ con alguien. —Me miró con una sonrisa torcida, y los otros se rieron bajito. Sabían lo que significaba “jugar” con Cristian.
—No sé, loco… —dije, rascándome la nuca, nervioso. Mi voz salió más aguda de lo que quería, y Daniel me dio un codazo.
—Dale, Alber, no te hagas el boludo. Todos sabemos que te gusta que te la metan. Cristian te va a dejar el culo en carne viva, pero vas a gozar como loco —se burló, y los demás asintieron, riéndose.
No dije nada más. En el fondo, tenían razón. Me gustaba ser el pasivo del grupo, dejar que me usaran, aunque siempre me quejara con mis “uy, uy, uy”. Pero Cristian era otra cosa. Había oído a Marcos decir que su hermano tenía una verga descomunal, más grande que la de Carlos, que ya medía más de 20 centímetros. Y yo, con mi culo grande pero apretado, no estaba seguro de poder manejarlo. Aun así, algo dentro de mí —miedo, curiosidad, calentura— me hizo asentir.
—Ta bien, vamos —dije, y los pibes se miraron con una mezcla de risa y morbo. Caminamos las pocas cuadras hasta la casa de los Medina, un lugar sencillo de paredes descascaradas y un patio lleno de herramientas y chatarra. Entramos por la puerta trasera, y ahí estaba Cristian, sentado en una silla de plástico en el fondo, con una birra en la mano y el torso desnudo, sudado por el calor. Su pecho era ancho, con pelo negro rizado que bajaba hasta el ombligo, y sus brazos descansaban relajados, pero se notaba la fuerza en cada músculo. Cuando nos vio, levantó una ceja y dio un sorbo largo a la cerveza, sin decir nada.
—Cristian, te trajimos a Albertito para que te diviertas —dijo Marcos, dándome un empujón suave hacia adelante. Me quedé parado, temblando un poco, mientras los ojos de Cristian me recorrían de arriba abajo como si fuera un pedazo de carne.
—Así que vos sos el putito del barrio, ¿eh? —dijo al fin, su voz grave y seca. Se levantó de la silla, y el tamaño de su cuerpo me hizo sentir aún más chico. Tiró la lata vacía al piso y se acercó, parándose a medio metro de mí. Olía a sudor y cerveza, un olor fuerte, de hombre, que me mareó un poco—. Vamos adentro. Los demás, quédense acá y no jodan.
Los pibes se rieron y se sentaron en el patio, mientras Cristian me agarraba del brazo con una mano firme y me llevaba al galpón del fondo. Era un cuartito lleno de herramientas, con un banco de madera viejo y un colchón mugriento tirado en una esquina. El aire estaba pesado, cargado de olor a grasa y polvo, y la luz entraba apenas por una ventana chica con el vidrio roto. Cerró la puerta de una patada y me miró, cruzándose de brazos.
—Desnudate, pendejo. Todo —ordenó, sin moverse. Su tono no dejaba lugar a dudas: no era una sugerencia, era una orden. Tragué saliva, con el corazón en la garganta, y empecé a sacarme la remera con manos temblorosas. El calor me pegaba la ropa a la piel, y cuando me bajé el jean y el slip, sentí el aire caliente rozándome las piernas. Quedé desnudo frente a él, con mi culo grande y redondo expuesto, apenas cubierto por un poco de vello suave. Mi pija, corta y gorda, colgaba floja entre mis piernas, y me sentí ridículo comparado con él.
Cristian se bajó el cierre del jean sin decir nada y sacó su verga. Joder, era un monstruo. Debía medir fácil 24 centímetros, gruesa como una lata de birra, con venas marcadas que parecían latir y un glande rojo y brillante que sobresalía como una amenaza. Los huevos le colgaban pesados, cubiertos de pelo negro, y el olor fuerte de su entrepierna me golpeó la cara cuando se acercó. Me quedé helado, con la boca seca y el culo apretándose por instinto.
—A ver ese culo, puto. Contra la pared —gruñó, señalando el fondo del galpón. Caminé temblando hasta la pared, apoyé las manos en el cemento áspero y abrí las piernas sin que me lo pidiera. Sentí sus pasos pesados detrás de mí, y luego sus manos grandes y callosas me agarraron las nalgas, separándolas con fuerza. Escupió directo en mi agujero, un salivazo caliente que me hizo estremecer, y empezó a frotarme el culo con un dedo grueso, metiéndolo un poco para abrirme. Gemí bajito, un “uy” que se me escapó sin querer, y él se rió, grave y burlón.
—Esto te va a doler, pendejo. Pero te lo vas a bancar como hembra, ¿entendiste? —dijo, y antes de que pudiera responder, sentí la punta de su verga contra mi culo. Era enorme, caliente, y cuando empujó, un dolor agudo me recorrió entero. Grité, un “¡Uy, uy, uy!” fuerte y desesperado, mientras mi cuerpo se tensaba y mis manos arañaban la pared.
—¡Joder, sacala! ¡Me estás rompiendo! —lloré, con las piernas temblando y las lágrimas picándome los ojos. Apenas había metido la punta, y mi culo ya estaba al límite, estirado como nunca antes. Los pibes me habían cogido muchas veces, pero ninguno tenía una verga como esa. Cristian no hizo caso. Me agarró de las caderas con las dos manos, clavándome los dedos en la piel, y empujó más, lento pero sin parar.
—Cállate, puto. Esto es lo que querías —gruñó, y su voz era puro dominio. Sentí cómo mi culo se abría más, cómo el dolor se volvía insoportable, un ardor que me quemaba desde adentro. Las lágrimas me corrieron por la cara, y mis gritos se convirtieron en sollozos mientras él seguía metiéndola, centímetro a centímetro. Cuando estaba a la mitad, mi culo estaba rojo, hinchado, y un hilo de sudor me corría por la espalda. El olor de su sudor y mi miedo llenaba el galpón, y el sonido de mi respiración entrecortada se mezclaba con sus gruñidos bajos.
—¡Por favor, Cristian! ¡No puedo! —supliqué, con la voz rota, pero él me dio una palmada fuerte en la nalga que me hizo gritar otra vez.
—Aguantá, zorra. Esto es lo que pasa cuando te juntas con hombres de verdad —dijo, y empujó hasta el fondo. Mi culo se abrió del todo, y el dolor fue tan intenso que se me cortó el aire. Sentí sus huevos pegados a mis nalgas, y mi cuerpo tembló como si me fuera a desmayar. Me quedé quieto, llorando en silencio, mientras él empezaba a moverse, sacándola un poco y volviéndola a meter con embestidas cortas pero brutales.
El banco al lado crujía con cada golpe, y el calor del galpón me mareaba. Mi culo ardía, y cada movimiento era una puñalada, pero no podía hacer nada. Estaba atrapado contra la pared, con sus manos clavándome en el lugar y su verga destrozándome.
—Toma, puto, toma —rugía, acelerando el ritmo. Mis nalgas chocaban contra su pubis con un “plap, plap, plap” húmedo, y el dolor se mezclaba con algo raro, una sensación profunda que me hacía gemir entre sollozos. No era placer, era sumisión pura, dejarme usar por un macho que no aceptaba un no.
Después de lo que pareció una eternidad, me giró con brusquedad y me tiró al colchón mugriento. Caí de espaldas, con las piernas abiertas, y él se subió encima, aplastándome con su peso. Su pecho sudoroso se pegó al mío, y su cara estaba tan cerca que sentí su aliento caliente en mi piel. Me levantó las piernas, poniéndolas sobre sus hombros, y me la metió otra vez en el culo. Grité más fuerte, arañándole los brazos, pero él me agarró las muñecas y las clavó contra el colchón.
—¡Me duele, Cristian! ¡Para, por favor! —lloré, con la voz temblando y las lágrimas cayéndome por las sienes. Mi culo estaba en carne viva, y cada embestida era como si me arrancaran algo por dentro. Él no paró. Me folló duro, profundo, con su cuerpo musculoso moviéndose como una máquina. El colchón se hundía bajo mi espalda, y el olor rancio de la tela se mezclaba con el de su sudor y mi desesperación.
—Sos mi puta ahora, pendejo. Bancátela —gruñó, mirándome a los ojos con esa mirada negra que me helaba la sangre. Sus embestidas eran tan fuertes que mi cuerpo se deslizaba por el colchón, y mis gemidos se volvieron roncos, entrecortados por el dolor. Finalmente, sentí que se tensaba, y con un rugido grave, sacó la verga y se corrió sobre mi pecho. Chorros calientes me cayeron en la piel, goteando hasta mi ombligo, mientras él jadeaba encima de mí, satisfecho.
Se levantó, se subió el jean y me miró desde arriba, con una sonrisa torcida.
—Buen culo, puto. Volvé cuando quieras más —dijo, dándome una palmada en la cara antes de salir del galpón. Me quedé tirado en el colchón, temblando, con el culo ardiendo y el cuerpo empapado en sudor y semen. Lloré en silencio, pero en el fondo sabía que iba a volver. Cristian me había dominado por completo, y yo, Albertito, era demasiado sumiso para resistirlo.
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