De Abogada a zorra drogada
Cómo pase de estudiar leyes a ser una zorra adicta a la coca y las vergas grandes..
Capítulo 1 – El precio del viaje
La ciudad se desdibujaba tras la ventanilla del Uber, luces neón reflejándose en el charco de lluvia que se acumulaba en el asiento trasero. El aire acondicionado del vehículo exhalaba un olor a plástico quemado y ambientador barato, mientras mis dedos temblorosos rebuscaban en el bolso vacío. Nada. Ni un billete, ni una moneda. Solo el teléfono apagado, sin batería, y la certeza de que llegar tarde a casa significaría otra discusión con mi madre. Miré el reloj del tablero: 23:47. El conductor, un hombre de mediana edad con barba descuidada y camiseta ajustada, me observaba por el retrovisor con una sonrisa que no llegaba a sus ojos.
—¿Todo bien, señorita? —preguntó, su voz grave cortando el silencio.
Bajé la mirada, sintiendo el calor subir por mi cuello. Mis pechos, pequeños pero firmes bajo la blusa blanca, delgada, parecían palpitar al ritmo de mi ansiedad. La falda rosa, demasiado corta para una estudiante de derecho, se había subido hasta mitad de los muslos durante el trayecto. No tengo dinero, quise decir. Pero las palabras se atascaron en mi garganta. En su lugar, extendí una mano temblorosa hacia su muslo, rozando la tela del pantalón.
—Podemos… negociar —susurré, forzando una sonrisa que sabía era demasiado joven para ser convincente.
Él no dudó. Apenas un segundo de vacilación antes de estacionar en un callejón oscuro, lejos de las cámaras de seguridad. Sus manos, callosas y urgentes, se abalanzaron sobre mis pechos antes de que pudiera arrepentirme. Los masajeó con brusquedad, pellizcando los pezones hasta que el dolor se mezcló con una electricidad prohibida. Esto no está bien, pensé, pero mis caderas se arquearon solas, buscando contacto.
Cuando sacó su pene —16 centímetros de carne gruesa y venosa, más grande que la misería de 11 cm de mi novio—, mi mente se apagó. Me arrodillé en el asiento, ignorando el frío del plástico contra mis rodillas, y lo envolví con mis labios. Sabía a sudor y a sal, pero no me detuve. Él gruñó, enterrando sus dedos en mi cabello, empujando hasta que la garganta se cerró y las lágrimas nublaron mi visión. Cuando se corrió, fue un chorro tibio que resbaló por mi barbilla. Tragué sin pensar, el instinto más fuerte que la razón.
—¿Quieres más? —murmuró, limpiando mi rostro con el dorso de la mano.
Asentí, avergonzada por mi propia debilidad. Me ayudó a subir al asiento trasero, donde sus dedos se colaron bajo mi falda, acariciando mis nalgas sobre la tela de la tanga roja de hilo. La presión en mi vagina era insoportable, una pulsación húmeda que exigía alivio. Sin decir palabra, él apartó la tanga a un lado y me penetró de un solo movimiento. El dolor fue agudo, pero duró menos que el placer que lo siguió. Embestida tras embestida, su pelvis chocaba contra mis caderas, y yo gemía en silencio, mordiéndome el labio para no llamar la atención.
Cuando terminó, dejó dentro de mí cada gota de su semen. Me abrazó unos minutos, su aliento caliente en mi cuello, antes de arrancar el auto y dejarme en la puerta de mi casa. Caminé tambaleante hasta mi habitación, las piernas temblorosas, y me derrumbé sobre la cama. Al día siguiente, en clase de Derecho Penal, las palabras del profesor se convirtieron en un murmullo ininteligible. Los números en mi cuaderno se mezclaban, las leyes que había memorizado la noche anterior se esfumaron como humo.
Fue entonces cuando lo noté: algo en mi mente se había quebrado. Como si 20 puntos de mi coeficiente intelectual hubieran sido drenados junto con el semen del conductor. Las calificaciones cayeron en picada. Las palabras se atascaban en mi lengua. Y, por primera vez en mi vida, deseé no recordar nada.
Continúara…
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