De chico virgen pajero a hembrita sumisa (partes I y II)
De cómo perdí la inocencia y la candidez en las manos —y la verga— de dos vecinos machos alfa..
De chico virgen pajero a hembrita sumisa. Parte I
Nací y crecí en un barrio complicado. Departamentos pequeños, edificios todos muy juntos y vecinos bullangueros y malandros. No abundaré en detalles, porque esto es un relato porno y no un artículo de investigación sociológica. Solo mencionaré un detalle que sí viene al caso: entre mis vecinos había un joven microcomerciante de drogas llamado Antonio, y luego llegó otro, un ex convicto que apareció de la nada, de nombre Jaime.
A mí, las ardientes hormonas de mi adolescencia me hacían cometer huevadas: desde ejercitarme en la sala de mi departamento en calzoncillos, con las ventanas y cortinas abiertas, sabiendo que las vecinas me miraban, hasta espiar todas las madrugadas a Antonio mientras se preparaba comida, con solo su ropa interior descosida que dejaba poco a la imaginación. A esa hora él regresaba a su casa luego de vender y consumir, para embutirse medio refrigerador y contrarrestar el bajadón.
Yo vivía en el tercer piso del edificio que quedaba al frente del edificio donde vivía Antonio; él vivía en el segundo piso. La ventana de mi habitación daba justo para la de su cocina; yo pasaba las madrugadas despierto, esperando para ver a Antonio y el espectáculo de su cuasi desnudez mientras me pajeaba hasta cansarme. Alguna vez vi de reojo a alguna vecina viéndome espiar y pajearme en la ventana, solo que ella no podría saber a quién espiaba yo.
Yo no le hablaba a nadie en el barrio, más allá de saludos inevitables y algún que otro asunto necesario. Yo era un joven antisocial. Ni siquiera con el tal Antonio.
De la noche a la mañana apareció Jaime, un cuarentón del que todos sabían era ex convicto, a vivir en el depa del cuarto piso del edificio de Antonio, junto con una señora y una niña. Primero conocí su voz, ronca y áspera, bulliciosa y grave, transmitiendo masculinidad, autoridad y violencia; recuerdo haberme pajeado solo escuchando su voz, pues casi nunca se callaba y jamás hablaba bajito, y esa masculinidad dominante atravesaba las paredes. Supuse que era el esposo de la señora y el padre de la niña, y que ya se había cumplido su condena.
Él tampoco dormía de madrugada; menos su mujer y los vecinos. Desde que llegó, todas las noches escuchábamos moverse su cama y a su esposa gritar y gemir de placer como si estuviera en medio del orgasmo más maravilloso jamás experimentado en la historia de la humanidad. Luego de una hora de gritos, se podía oler fumar a alguien. Yo seguía en lo mío, a veces pajeándome con esa bulla y otras mirando a Antonio.
Hasta que una madrugada, el señor Jaime me descubrió in fraganti una madrugada, pajeándome en la ventana y espiando a Antonio. Desde mi tercer piso, yo tenía la perspectiva perfecta para ver a Antonio cocinando casi en bolas en el segundo piso de al frente, y justo dos pisos arriba de Antonio quedaba la ventana de la cocina de Jaime, quién después de satisfacer brutalmente a su esposa, al parecer salía a fumar a la ventana con medio cuerpo desnudo.
«¡Vaya, vaya! ¡Cómo están los maricones a esta ahora!», gritó Jaime y yo levanté la vista y me encontré cara a cara con un señor de unos 45 años, impresionantemente macho, con la piel muy quemada por el sol, de un tipo entre italiano de Nápoles y cholón power cusqueño, cuyo torso y brazos se veían perfectamente trabajados y llenos de tatuajes. Entre la sorpresa y lo delicioso que me pareció Jaime, demoré en reaccionar y el me mandó un beso sonoro y una guiñada de ojo que me hicieron reaccionar. Rápidamente, me escondí tras la cortina. Jaime no se quedó callado. «Toñito, ¿estás en tu cocina?», preguntó. «Sí, tío Jaime. ¿Por?», dijo Antonio. «Seguro estas calato y enseñando la verga y los huevazos. Anda, vístete y espérame en la puerta de tu casa que ya bajo a conversar, ya».
Mierda. El tal Jaime resultó ser pariente de Antonio y estaba por ir a su casa para contarle lo que me pilló haciendo. Mi mente adolescente imaginó el peor de los escenarios: Jaime y Antonio le dirían todo a mis padres, y ellos me odiarían por el resto de sus vidas, el vecindario entero se enteraría y yo me quedaría solo y abandonado ☹
Esa madrugada escuché por primera vez a Jaime hablando en un volumen normal, por lo que solo escuchaba su voz grave y rasposa mas no entendía qué decía. Yo, asustado y avergonzado pero adolescente al fin, me corrí la paja imaginando que susurraba en mi oído.
Nada pasó por un par de semanas. Por mi parte, no volví a entrenar en la sala ni a asomarme por las ventanas durante las madrugadas. La pornografía de internet era mi único sustento.
En casa vivíamos mi mamá y yo; mi papá no vivía con nosotros, pues mi mamá era su amante y él dormía con su esposa oficial la mayor parte del tiempo. Ganaba mucho dinero, por lo que no nos faltaba nada y hasta sobraba, pero el departamento en que vivíamos nos lo había comprado adrede en esa zona, para ocultarnos de su familia oficial.
Mamá y papá se iban algunos fines de semana. Nunca pregunté a dónde. Se marchaban y me dejaban la casa sola, y yo aprovechaba para pajearme todo el tiempo, eyaculando una y otra vez, mirando porno gay, bi y hétero, leyendo relatos, etc. Y quizás por ser tan pajero es que me mantenía virgen y sin necesidad de tirar con nadie. No me llamaba la atención.
Pasaron tres semanas y yo casi me había olvidado del ampay y el roche; eso era lo bueno de ser tan pajero. Igual, había cambiado la rutina y ya no veía a Toñito por la ventana, sino que miraba las fotos que le había tomado con un teleobjetivo: casi un giga de fotos suyas.
Ese fin de semana mis viejos viajaron y yo me puse a lo mío: porno y paja. Pero a la medianoche me tocaron el timbre y la puerta con insistencia. Demoré en abrir porque tuve que ordenar como podía el desastre de papeles pegajosos y videos. La puerta seguía siendo golpeada con intensidad hasta que grité «¡ya voy, ya!». Me tomo medio minuto más estar listo para abrir la puerta sin preguntar quién tocaba, pues estaba seguro de que eran mis padres.
Pero no. Era el señor Jaime, acompañado de Antonio. Ambos con el torso desnudo y oliendo a alcohol y cigarrillo. Jaime empujó la puerta; ambos entraron y le echaron llaves y cerrojos.
«Sabemos que tus viejos no están y que no vuelven hasta dentro de dos días», dijo Jaime casi susurrando, imponiendo autoridad de macho alfa solo con la gravedad y la ronquera de su voz. «Así que espías a Toñito por las madrugadas». Antonio lo miró, algo desconcertado, y Jaime continuó. «Sí; el muy huevón, por arrecho, se olvida que del quinto al octavo piso lo ven de todas partes, y que también se ve a quién mira. ¿No lo sabías, Toñito? Es que eres el drogo del rioba, te tienen miedo y asco y nunca te dicen nada».
Yo sentí un miedo irracional y me puse a llorar. «¡La niñita llora! ¡Está asustada!», dijo Jaime y se me acercó, me cogió muy fuerte del brazo y, mientras me hablaba al oído, recorrimos el departamento en busca del cuarto de mi mamá. «¿Sabes cuántos cabros como destruí en Lurigancho, haciendo que se desangren por el culo cuando los empalaba con mi pinga?» Yo imaginé chicos parecidos a mí, con el cuerpo muy malherido y sangrando no solo por el culo.
Jaime dio con el cuarto de mi mamá. «Así que aquí duerme la puta de tu vieja, la amante del ex ministro», y de un empujón me lanzó sobre la cama de ella. Traté de incorporarme, pero Jaime me dio una soberbia cachetada que me volvió a tirar a la cama, donde quedé de espaldas a él, llorando. Algo dijo, que no entendí, y luego alzó la voz un poco. «Ya, pe, Toñito; ven de una vez que el hijito de puta está esperando que se lo cachen rico».
Sorprendido, levanté la vista y me encontré con que Jaime ya estaba sin ropa, dejando ver su cuerpo desnudo lleno de músculos y tatuajes, y con una pinga que me pareció gigante, muy gorda, sin circundar y goteando preseminal. «No, por favor; no me haga daño, señor» dije entre sollozos mientras Antonio entraba a la habitación ya sin calzoncillos, mostrando la verga erecta, muy larga pero no tan gorda, curva hacia arriba, también sin circuncidar, y con un par de huevazos rosados peludos colgando entre sus piernas.
Jaime me miró confundido y me habló, como tratando de dilucidar algo. «Qué, ¿acaso no querías pinga?» Yo lloraba mucho y ahogaba mis sollozos sin poder hablar. «¡Puta madre!», gritó Jaime. «¿Qué fue, tío?», preguntó Antonio mientras me miraba con lascivia y se pajeaba. «Que este maricón no tiene experiencia, solo es un pajero de mierda y estoy totalmente seguro de que es virgen». Antonio alzó la voz: «¡Asu, tío; mejor, pe, cerradito pa’ romperle el culo».
«Sí… no… o sea, sí y no. Si no se excita, no solo le va a doler como mierda a él sino también a nosotros. Como es flaquito y marcado, debe ser bien estrecho. Cuando caían en Luri, solo se los cachaban los más desesperados, porque quienes teníamos experiencia dejábamos que se los cachen otros uno o dos meses, que les abran bien el culo, y luego los poníamos bajo nuestra protección por varias semanas. Nadie se los cachaba hasta que los violábamos y preñábamos bien preñados, y de ahí los volvíamos a soltar para que otros les batieran nuestra leche».
Antonio estaba fascinado con la historia. Seguía pajeándose, mirando a su tío con admiración y a mí con morbo.
«Ahora… este maricón es diferente», continuó Jaime, mientras se acercaba muy despacio hacia mí. «Este es un cabro de su casa. Jamás se lo han cachado, jamás le ha puesto un dedo a nadie y…». Se sentó a mi lado, mientras yo temblaba de miedo. Puso una mano en mi cabeza y con otra me acarició la cara. «Y esa boquita jamás ha chupado una pinga». Mientras hablaba, acariciaba mis labios, mis mejillas y mis orejas con unas manos inusitadamente ásperas. Yo seguía temblando y llorando. «Ya, bebé, cálmate», dijo, y me abrazó.
Yo mido 1.70 m y recién en ese momento tomé conciencia de que Antonio tendría 1.80 m —o más—; de Jaime, solo sabía que era más alto que Antonio y muchísimo más corpulento, pero el miedo no me permitía sacar cuentas.
«Siéntate junto a él, Toñito». Antonio obedeció. «No te pajees tanto, que la vas a dar y después no vas poder clavarlo, porque para abrir culos vírgenes hay que tenerla bien dura, o se te dobla adentro y te sacan conejos que duelen como mierda».
Jaime me tomó en sus brazos musculosos y llenos de tatuajes. Olía, además de alcohol y cigarrillo, a sudor altamente concentrado. Me cogió de la barbilla y me ordenó a entreabrir los labios y cerrar los ojos. «Como me rechaces, te corto esa carita bonita», dijo antes de poner sus labios sobre los míos. Antonio gritó de sorpresa y su tío lo hizo callar. «No hagas bulla o todo el barrio se va a enterar que estamos aquí».
Volvió a poner sus labios sobre los míos y sentí cómo metía su lengua en mi boca, acariciando la mía. Me gustaba sentir su aliento en mi rostro. Nuestros dientes chocaron de pronto, y me dijo paternalmente: «relájate y esconde los dientes». Luego le dijo a Antonio: «¿ves que ni sabe besar?» Y volvió a comerme la boca; sus fauces abiertas de par en par me mordían más de media cara, mientras su lengua me la llenaba de saliva. Debió hacerle una señal a Antonio o algo, pues este se sentó más cerca de mí. Jaime dirigió una de mis manos a su pinga y la otra, a la de Antonio.
«Ahora pajéanos bien despacio; no como te la corres tú, sino con respeto y cariño. Si nos haces daño, ya sabes qué te pasará. Sí sabes que yo acabo de salir de la cárcel, ¿no?» No respondí y Jaime me dio una nueva, dolorosa y estruendosa bofetada. «¡Responde, pues carajo! ¿Sabes o no sabes que he estado diez años en cana?» Apenas afirmé moviendo la cabeza, sollozando.
«Y en todos estos años… es más, nunca en mi vida me he cachado un chibolo tan rico como tú y, pa’ colmo, virgen», dijo y volvió a besarme mientras yo ponía toda mi concentración en masturbar a ambos muy, pero muy despacio. «Así, gringuito, de ojos azules, labios gruesos, cabello bien cuidado, piel blanquita y suavecita, delgadito, marcadito, con las tetitas rosaditas como las putitas de la tele», me susurró y levantó mi polo hasta dejar mis tetillas al descubierto. «A que nunca te han chupado las tetas», dijo y acercó su rostro a mi pecho. Me olió, me besó los pectorales con cuidado y puso su lengua sobre mi tetilla, una lengua que yo sentí muy húmeda y muy pero muy caliente. «¡Sssshhh!», dijo y me tapó la boca con la suya. «No hagas tanta bulla, bebé. Y tampoco nos aprietes la pinga; pajea suave», me susurró con su rostro pegado al mío. «Ya tendrás tu momento para descontrolarte, ya». Yo no recordaba haber hecho ningún ruido ni tampoco haberles apretado las vergas.
Antonio dijo: «tío, la voy a dar si sigue pajeándome». Jaime retiró mi mano de la verga de Antonio con delicadeza y la dirigió hacia sus propios huevos, que no eran tan grandes como los de Antonio, sino que más bien eran compactos, aunque no eran pequeños.
«Acaríciame las bolas, anda», me susurró Jaime al oído al tiempo que metía en él su lengua. «Te vas a quedar quieto, ¿ya?» y procedió a romper mi polo en dos, dejando mi torso desnudo. «¡Qué rico estás, maricón! ¡Tienes los hombros pecosos!», susurró y procedió a comerme el cuello y los hombros.
Antonio se me acercó por el otro costado y para acariciar mi espalda. Lo vi de cerca por primera vez: era guapo, piel canela, grandes ojos negros, barba rojiza poblada, un perfil medio oriental con nariz grande pero no tanto, mandíbula cuadrada y cabello ensortijado. Delgado y marcado, en forma mientras que su tío Jaime tiraba para llenito, aunque no para gordo fofo.
«¿Te gusta, maricón?», preguntó Jaime y yo no supe qué decir, pero como no quería que se enfade, dije lo primero que me vino a la mente. «Se siente bien rico», titubeé, «pero tengo mucho miedo de que me mate, señor».
Jaime me ayudó a echarme con mucha delicadeza sobre la cama, mientras él iba bajando de mi cuello a mis tetillas. Se echó sobre mí y empezó a lamer y succionar mi tetilla izquierda, mientras Antonio pasó a hacer lo mismo con mi pezón derecho. Ahora sí se me escapó un sonoro gemido, y Jaime me puso su manazo en la boca. «No te vamos a matar, solo te vamos a hacer lo que siempre has querido. Te vamos a hacer nuestra mujer. ¿No quieres ser nuestra hembrita?».
«No lo sé, señor», dije. Jaime se colocó totalmente encima de mí y me besó y manoseó meticulosamente, pero sin dejar de ser tosco. Sus manos eran muy ásperas y él parecía sentirse muy orgulloso eso —luego sabría que era carpintero—. Sin dejar de decirme «mi amor», «mi putita», «mi hembrita», me besaba y acariciaba al mismo tiempo. Yo respondí con sinceridad: «Ni siquiera sé si soy maricón».
Él reaccionó con firmeza, pero sin violencia, agarrándome el cuello y dejándome sentir todo el peso de su cuerpo en la garganta. «Cuando terminemos contigo, vas a ser nuestra mujercita».
========================================
De chico virgen pajero a hembrita sumisa. Parte II
Ahora, Jaime me lamía y mordía mis tetillas mientras me quitaba el pantalón y el calzoncillo y las medias, al mismo tiempo que Antonio me metía la lengua en la boca y con las manos me acariciaba donde podía. Yo me entregué: presentí que estos dos habían hecho lo mismo con otros chicos y confié en que no me harían daño. Jaime lo notó: «mira, ya es nuestra; ya bajó la guardia», le dijo a Antonio, y luego me dijo «ahora tienes permiso para gritar todo lo que quieras».
Jaime, siempre sobre mí, me hizo rodear sus caderas con mis piernas, las mismas que él acariciaba con sus manos de lija, pero cuidadosamente, y lamía mis tetillas; Antonio me besaba y me comía el cuello y la cara. Jaime pasó a acariciarme el huequito del ano con alguno de sus dedos, empujando un poquito con la puntita.
«¡Mierda! ¡Estás cerradazo, maricón!», dijo y siguió morreándome junto con Antonio. Yo estaba delirando de placer y sucedió lo que tenía que suceder: no aguanté más. Eyaculé tanto y tan violentamente que hasta me dolió. Grité, me retorcí, mordí a alguno de los dos sin quererlo. Perdí la noción del tiempo. Quedé aletargado.
Mientras recuperaba el aliento y la conciencia, vi la cara de estupefacción de Antonio y la de orgullo de Jaime. Me mostró su antebrazo. «Me has mordido fuerte, mamacita. Y así quiero que me muerdas esta, pero con tu conchita».
Jaime se abalanzó sobre mí y empezó a morderme los labios con violencia, tomó mis piernas y me hizo rodear su torso con ellas, con una mano abría mis nalgas y con la otra trataba de meter uno de sus dedos. Todo eso me tomó por sorpresa, porque yo todavía no terminaba de entender cómo rayos pude eyacular sin pajearme. Jamás había pasado por mi mente que eso sea posible. Además, mientras me venía, sentí cosas raras: una especie de electricidad recorrió mi cuerpo y luego sentí que se me relajó todo, desde la punta de la cabeza hasta las yemas de los dedos del pie. Fue como despertar tras un sueño placentero, solo para sentir que la realidad era mucho más placentera. Y cuando Jaime se me vino para encima, pues yo ya no tenía otra voluntad que la de él y la de Toñito.
A partir de ahí me dejé hacer. Jaime me agarró del pelo y me llevó el rostro hacia su pubis sin el menor cuidado, diciendo «ahora chúpala, perra, succiónamela, así como en los videos con que te pajeas. ¡Y cuidado con los dientes, que si me muerdes te los arranco de un puñetazo!».
Yo había dejado de tener miedo y ahora su tosquedad, su violencia, su olor concentrado a macho sudado y la sordidez de la situación me tenían excitadísimo. Puse todo el cuidado del mundo en chuparle la pinga: abrí bien la boca para no tener problemas con el grosos del tronco, retiré el prepucio con mis labios, acaricié con mi lengua su tronco ardiente… pero su verga estaba muy mojada de presemen, algo que nunca había probado, pues no me daba curiosidad ni llevarme a la boca el mío; además, tenía un vello púbico suyo en la lengua. Me incorporé de golpe, escupí en la mano y supongo que puse cara de asco.
Jaime se paró casi al mismo tiempo y me dio otra cachetada, solo que más violenta que las anteriores. «Conque eres pendejo, ¿no? Ya te voy yo a quitar tus aires de niña bien a pichulazos, vas a ver…».
Trató de cogerme por la cintura, pero yo retrocedí… solo para chocar mi espalda con el torso de Antonio quien, recién lo descubrí, era mucho más fuerte que yo. O habrá sido mi primer orgasmo lo que me dejó débil. No opuse mucha resistencia cuando Antonio me cogió por la espalda y con una especie de llave de lucha, me inmovilizó atrapando mis brazos. Jaime se me abalanzó y chocó violentamente contra mí, tomando mis piernas y elevándolas hasta poner mis pantorrillas en sus hombros. Ahora ambos me besaban y tocaban a discreción, y yo era incapaz de reconocer quién me hacía qué cosa y dónde. Solo reconocí la voz de Jaime cuando dijo: «Qué rica hembra nos vamos a comer, sobrino».
Jaime me levantó en vilo la cadera y puso mis nalgas a la altura de su boca, las abrió con sus ásperas manazas y de un solo movimiento metió su lengua en mi virginal anito. Me estremecí, tal vez grité mientras Antonio me mordía con fuerza el cuello y Jaime metía su lengua dentro de mi túnel anal, algo que yo sentía riquísimo a la vez que raro, porque yo nunca me había metido nada ahí; ni un dedo.
Mientras me comía el culo, Jaime raspaba la rosada orilla de mi esfínter con su barba de cuatro días, provocándome una cosquilla riquísima que, sumada a su ardiente lengua dentro de mi orificio y la lengua y los dientes de Antonio haciéndome el cuello, las orejas y la espalda a la par de sus dedos pellizcando mis tetillas, pues… ahí me fui nuevamente. Otra eyaculación con orgasmo total, de todo el cuerpo hasta el alma, babeando de placer, abrazado como podía de Antonio, a quien le dije «siempre quise tenerte así». Antonio lanzó una sonrisa de par en par y me dio un beso como los de Jaime, solo que con más pasión y menos violencia.
«Oe, Toñito; que yo no tengo ningún problema si te enamoras de tu vecinito, pero ahora no te pongas romántico, pe’. Primero, vamos a hacer de este mariconazo una mujerzuela, y luego ya si quieres te casas con ella para salvar el honor de su familia cuando la preñes».
Yo escuché aquello y algo llamó mi atención. Pero, como yo ya no tenía ni voluntad ni iniciativa, lo dejé pasar. Entre ambos me echaron delicadamente sobre la cama, boca abajo, y mientras Antonio repetía con su lengua en mi anito las hazañas de su tío, este revolvía los cajones de mi mamá buscando algo que yo ignoraba y mucho no me importaba. Solo quería disfrutar el momento.
«Esto va a servir», dijo Jaime. Antonio dejó de comerme el culo y algo fresquito goteó en mi raja. Sentí el olor de la crema humectante de mi mamá, lo que me devolvió al pensamiento que Jaime había generado en mí. «Cuando quede preñada», recordé. Y mientras sentía que Jaime se echaba sobre mi espalda, aplastándome contra el colchón y mordiéndome la nuca, me puse a pensar si sería posible que yo salga embarazado. Bueno, pensar no mucho, porque sentí que Jaime colocaba la cabezota de su pinga en la puertita de mi ano y empezaba a moverse en círculos tratando de meter semejante bate de béisbol en el ojo de aguja de mi potito.
Me la empujaba, me decía que yo era la hembra más rica que se había comido jamás, que yo era un maricón «con pinta» y que ahora estaría a disposición suya y de Toñito todos los días las 24 horas, que me iba a tomar fotos para enseñarle a sus amigos la hembra que se estaba comiendo … y los lengüetazos por mi nuca, sus mordidas en mi cuello, su voz ronca de macho en mi oído y sus manos de leñador deslizándose por mi cuerpo… yo estaba otra vez muy excitado y, sin deberla ni tenerla, Jaime me había empalado. «Te la metí todita, maricón; no pensé que ibas a poder aguantarme, ¡pero tremenda perra callejera resultaste!»
Y empezó a entrar y salir de mi cuerpo, enterrando lentamente por completo su lanza ígnea y pétrea dentro de mi cuerpo, para luego sacarla hasta casi la cabeza y repetir el movimiento mientras su torso musculoso me aplastaba contra la cama, sus piernas abrían las mías, sus manos abrían mis nalgas exponiendo el orificio que Jaime disfrutaba en delirio.
No sé cuánto tiempo pasamos así. Solo sé que volví a sentir que me venía. Me retorcí y grité de placer. «Sí, bebé, muévete así, vacíate y aprieta aún más ese culito hasta hacerme venir a mí… oooh… aaaahhh… ¡te preño! ¡te estoy preñando! ¡TE PREÑÉ, PERRA DE MIERDA!»
Lo de preñarme me cortó el orgasmo. ¿Y si de verdad era posible que me embarace? Yo no sabía mucho de eso a pesar de mi edad. Traté de zafarme de él, de sacarme su verga de mi culo, pero solo conseguía darle más y más placer a Jaime, quién de una vez me ensartó hasta los huevos, dejando su pinga en lo más recóndito de mi intestino, disparando dentro de mí lo que debieron ser litros de leche caliente y espesa hasta alcanzar, quién sabe, mi estómago, mi faringe, mi garganta. Y entre que yo tenía miedo a embarazarme y me movía como loco y él me obligaba a quedarme quieto y me empalaba sin misericordia alguna, tuve mi tercer orgasmo, solo que esta vez el foco de placer no era mi pene, a pesar de que volví a eyacular. El centro de gravedad de este nuevo placer indescriptible que me llevó al cielo haciéndome sentir libre y etéreo … esta vez, el epicentro de mi orgasmo era mi recién estrenado culito.
Jamás había experimentado nada así. Fue morir y nacer nuevamente.
«¿A este qué le pasa, tío?», dijo con preocupación Antonio a Jaime. Luego se dirigió a mí: «¿Tas’ bien, oe’ uón?».
Jaime habló serenamente, imponiendo autoridad ya no con el volumen de su voz sino con el conocimiento de la situación: «Pasa que la hice mía. La convertí en mi mujer. Mírale la cara, escúchalo gritar igual que mi esposa. Está sintiendo algo que solo algunos maricones pueden experimentar: el orgasmo anal. Se está viniendo por el culo, solo que la leche que le está saliendo es la que yo le dejé adentro. Todos los cabros podrían llegar a eso, pero se los tienen que comer machos de verdad para sentirse así. Nada de rosquetes que se creen activas. Claro, también ayuda tener la pinga del tamaño que la tenemos: 22 centímetros y gruesas. Este chibolo ahora es nuestra hembrita y de nadie más, porque nadie le hará sentir lo que está sintiendo ahora».
«Pero… ¿normal que llore?», preguntó Antonio. «¡Qué sé yo!», respondió Jaime. «Yo solo los hago mis hembras; lo que está sintiendo ahora solo lo entendería otro maricón, no un macho cacanero. Más bien, cáchatelo ahorita para que siga así y no deje de sentir ese placer».
Sentí que Antonio me jaló por las piernas, me puso boca arriba, se subió a la cama y se colocó sobre mí, con mis pantorrillas en sus hombros. Yo seguía medio desmayado y llorando; él ensalivó mi anito, colocó la cabeza de su pene, que según acababa de escuchar, mide 22 centímetros o más, y me metió toda la pichulaza de un envión. Sentí que se sujetó la base del pene para poder meterme también las bolas. Jaime se acercó a nosotros, se echó en la cama y me sujeto las muñecas sobre la cabeza, mientras me comía el cuello, la oreja, las axilas. Toñito me perforaba el orto apoyado en mi garganta con una mano y con la otra, empujando sus testículos dentro de mi cuerpo.
«No llores bebé, más bien disfruta, que tú sabes que te gusta», me susurró Jaime con su voz ronca, echando la mayor cantidad de aire caliente posible dentro de mi oreja. «Tengo miedo», dije. «¿De qué, bebé?», preguntó. Y yo respondí con una pregunta honesta: «¿De verdad tu leche me ha preñado? ¿Estoy embarazado? Porque así es como los papás embarazan a las mamás, ¿no?».
Jaime me miró incrédulo, luego cruzó miradas con Antonio y ambos se carcajearon. Al parecer Antonio iba a decir algo, pero su tío lo interrumpió. Y me dijo: «en realidad, el que te va a preñar es Toñito. Mira, lo que yo te he hecho es convertirte en hembrita. Todo eso que has sentido es porque mi leche te ha creado ovarios y óvulos. Yo te hice mujer, pero es Toñito quien te hará madre».
Yo empecé a gritar de miedo, a moverme tratando de zafarme, inútilmente pues ambos me tenían bien sujeto y, además, yo estaba sin fuerzas. Solo me quedó resignarme y rogarles, implorarles, con lágrimas en los ojos, que Antonio no deje su leche dentro de mi culo.
Antonio tenía cara de incredulidad. «Aprovecha», le dijo Jaime. «Además de estar rica y tener bien cerrada la conchita, es virgen de mente. ¡Viólalo y disfruta mientras le preñas en el culo y el cerebro!».
«Me gusta que me ruegue que no la dé en su culo», replicó Antonio. «Me arrecha que tenga miedo. Me gusta dominarlo. No quiere que me lo cache, pero tampoco quiere que se la saque. No sabe qué quiere. Su “no” es un “sí”. ¡Hasta en eso es una hembra!». Antonio aceleró el mete y saca de su pinga y sus enormes huevos.
Empezó a resoplar. Yo lloraba y le pedía, casi sin voz: «no te corras adentro, te lo suplico; haré cualquier cosa por ti, pero no me dejes embarazada. ¡Mis papás me matarán!». Antonio supo qué hacer y decir, y con su voz de drogo malandro, dijo: «ya, mamacita; de todas maneras, me vengo adentro y después tomas una pastilla o abortas, pero no sé, una vez que tengas a mis hijos nadando en tus ovarios, ¿vas a matarlos? ¿No quisieras casarte conmigo y ser mi hembra y la madre de mis hijos? ¿No te gustaría ser mi mujer? ¿Acaso no me veías cocinar en bolas mientras te dedeabas la conchita imaginando que yo te preñaba? Tus sueños son realidad ahora. Tienes la pichulaza de tu Toño entrando y saliendo por esa chuchita apretadita. Tu vagina me está ahorcando la verga. Ya me falta poco. ¡Habla! ¡Dime que detenga y te la saco inmediatamente!».
Entre lo que me decía y cómo me lo decía, con su pinga frotando mi intestino con frenesí, con la cosquillita que me provocaban sus bolas cuando entraban y salían de mi maltratado esfínter, me vi ad portas de un nuevo orgasmo anal. Crucé el umbral y el placer empezaba a incinerarme como en una hoguera, así que solo atiné a suplicarle: «¡Nooo! ¡No dejes de cacharme! ¡Solo no me… preñes…! ¿O sí…? Ya no sé… ¡qué rico se sienten tu verga y tus huevos, papi! ¡Estoy tan confundida…!». Por vez primera estaba tan cerca de él sin que medien ventanas ni cortinas. Vi latir las venas en su cuello, el sudor en los velos de su pecho, sus ojos negros clavados en los míos, con la mirada cargada de placer indescriptible.
Empezó mi orgasmo anal. Electricidad por mi columna vertebral, relajación, ir hasta el cielo, abrir las puertas celestiales y descubrir que todos los ángeles son Antonio y su tío Jaime; ahora, todos vuelan hacia mí y todos a la vez me besan y tocan y me penetran por el ano, los ojos, las orejas, la boca, la nariz, y me dejan cantidades inconmensurables de leche caliente que recorre todo mi interior mezclándose con mi sangre y provocándome un éxtasis sin igual.
A lo lejos, escucho resoplar a Antonio y decirme «relaja bien la chuchita que ahí van mis hijos».
Ya no solo no temo quedar embarazado, sino que estoy convencido de que sería maravilloso ser la madre de los hijos de Toñito. Y le digo: «¡sí, Toño; hazme madre y déjame toda la leche de tus bolas en la conchita!». En pleno orgasmo interminable siento los trallazos de leche dentro de mi cuerpo, chorros que surgen violentamente del meato de su enorme virilidad y se estrellan en las más recónditas paredes de mi interior. Me inunda. Me relaja cada vez más…
Y pierdo el sentido, porque ya no doy más.
Me despierto con los jadeos de Jaime por detrás y de Antonio por delante. Entra la luz del amanecer por la ventana. Mi ano dolía y disfrutaba al mismo tiempo por la doble penetración de dos bestias de carne dura y húmeda, con el largo y el ancho precisos para tocarme todos mis puntos G. «Se ha despertado», dice uno de ellos. Hago un esfuerzo y digo «no se detengan, se lo ruego a los dos; póngame a parir quince hijos, como una perra…».
Lo último que escucho, antes de ser arrebatado de la realidad por la intensidad de un nuevo orgasmo anal, es a Jaime: «las perras chuscas paren decenas de crías, pero tú eres una perra fina; putaza, pero fina, así que a lo mucho te haremos gemelos…». Me asaltó violentamente el orgasmo del culo y no sué más de mí.
Desperté boca abajo sobre la cama de mi madre, con el culo adolorido y húmedo. Era de día. La habitación estaba toda revuelta, los cajones desarreglados y era obvio que faltaban cosas, empezando por el televisor. Antonio estaba acostado a mi lado, boca arriba, acariciándose la verga mientras me miraba en silencio. Cruzamos las miradas.
«No te preocupes, Toño; ahora entiendo todo. Seguro Jaime se llevó unas cuantas cosas de mi casa, pero yo me las arreglo para decir que no fue él. Igual tú, si necesitas dinero, puedes pedírmelo y yo te lo daré. Después de lo que me han hecho sentir, ya sé lo que es ser la mujer sumisa de un macho dominante. Pídeme dinero, ropa, regalos, que me tome tu leche, que te entregue el culo en plena avenida a vista y paciencia de todos. Jamás me sentiría humillado, todo lo contrario: ¡estaré orgulloso de demostrar que soy tu mujer sumisa y abnegada, y que te daré todos los hijos que quieras».
Toñito me hizo una mueca y yo la entendí telepáticamente: quería que lo bese, con mis labios entreabiertos para que su lengua entre y salga de mi boca tal como horas atrás él lo hizo en mi culo. Me dio un beso profundo. «Estoy loca por ti», le dije y puse mi cabeza sobre su pecho. Respondió acariciándome.
Luego de un rato, rompió su silencio con una pregunta mientras me acariciaba el cabello.
«Oye, ¿de verdad crees que puedes embarazarte?»
Suspiré sobre sus vellos para retener el aroma de su pecho sudado y le respondí con lágrimas de alegría en los ojos:
«Nada me haría más feliz»
Como sigue? necesito mas…
Ya pronto lo sabrá 🙂
Y prometo que se pone todo mas caliente, eh…
Uff… menuda excitación y menuda paja me he echo leyendo el relato. Ha sido increíble… Espero que sigas escribiendo esta maravilla.
¡Gracias! ¡Así será! <3
Excelente relato… así da gusto masturbarse mientras se lee, pero ahora me dejaste con muchas ganas y muchas ansias de saber como continua.
Qué bueno que le haya gustado… y sí: habrá continuación 🙂
Que delicia de relato… me encanta la forma que tienes de escribir. Es una gozada leer así.
¡Muchas gracias por sus amables palabras!
Como sigue? Me ha encantado el relato.
Pues habrá continuación de todos modos 😀
Como sigue?
Pronto lo sabrá… ya viene la continuación <3
Gran relato… me encanta la forma que tienes de escribir.
¡gracias… TOTALES!!!
Como sigue?
Paciencia, que de todas maneras habrá continuación…