Debido a los muchos supositorios que me puso mi madre, me acostumbré a que me dieran por el culo.
Un chico cuya madre lo acostumbró a dejarse meter supositorios, al entrar al seminario un compañero lo ayudó a meterse los supositorios y algo más, y así continuó hasta que se hizo párroco y el sacristán se lo metió. .
Debido a los muchos supositorios que me puso mi madre, me acostumbré a que me dieran por el culo.
Aunque usted no lo crea, por culpa de mi difunta madre, es que yo desarrollé el gusto de ser penetrado.
Desde bien chico, por recomendación del farmaceuta, mi madre comenzó a ponerme supositorios, cada vez que ella pensaba que yo estaba enfermo.
Con el pasar del tiempo, y a medida que fui creciendo, su uso se hizo más, y más seguido, y continuó.
Al punto que, en ocasiones, aun a mis diecisiete y diesi cocho años, ella antes de que yo desayunase, lo primero que me hacía era introducirme en ocasiones varios supositorios a la vez, ya que como había crecido, ella entendía que debía ser así.
Ella sola, me crio, a su manera, y sus particularidades, como la de ser sumamente sobre protectora, al punto de que no dejaba que yo jugase o compartiera con ningún otro chico de mi edad, ni aun dentro de la escuela, en la que ella trabajaba de conserje.
Aparte que, de casi a diario, ponerme ella misma los supositorios, y como la de que apenas yo llegaba a casa de la escuela, debía quitarme toda la ropa, y ponerme unas largas batas que ella misma me cocía, sin más nada abajo.
Eso sin contar las largas horas, en que desde que terminaba de estudiar, y hacer las tareas de la escuela, y pude agarrar un cepillo, ella se sentaba frente al espejo, para que yo le cepillase su larga cabellera, mientras rezábamos un sin número de rosarios y cantásemos salmos de la biblia.
Bueno cuando terminé la escuela, de inmediato pensé en ir a la universidad, pero mi madre insistió en que yo entrase al seminario, para ser cura.
Razón por la cual, entré al seminario, ya en el seminario, prácticamente me sentí como en casa, solo que sin las largas horas perdidas de estar cepillándole el cabello a mi madre.
Cierto día me sentí mal, por lo que después de tantos años, curándome con supositorios, lo primero que se me ocurrió, fue en usar alguno, de los tantos que mi madre me había colocado en mis pertenencias.
Así que después de la cena, y de las correspondientes oraciones, entré en mi celda, y antes de acostarme, ponerme yo mismo varios supositorios juntos.
Ya estaba yo iniciando el proceso, cuando uno de mis compañeros, tocó la puerta, sin pensarlo mucho, le dije que pasara, ya que para mí eso era algo tan, y tan normal, que pensé que todo el mundo lo hacía.
Cuando el hermano, me vio acostado boca abajo en mi cama, con mis nalgas al aire, y con una de mis manos, tratando de introducir dentro de mi culo, varios supositorios juntos, aunque no lo demostró, me parece que se asombró algo.
Aunque con mucha calma me preguntó que yo hacía, le expliqué que ponerme unos supositorios, pero también le comenté que, por lo general, era mi madre quien me los ponía.
A mí me costaba mucho trabajo, ya que yo no tenía ninguna práctica haciéndolo solo, el hermano, se me quedó viendo, y de momento me dijo. “Lo que pasa, es que en casa quien pone los supositorios es mi padre, si quieres te ayudo a ponértelo, como él lo hace.”
Yo desde luego, creí en lo que él me decía, y le dije encantado de la vida que sí.
Por lo que se colocó tras de mí, y comenzó a introducirme cuantos supositorios, de un solo viaje, como acostumbraba mi madre.
Yo me sentía de lo mejor, cuando además de los supositorios, comencé a sentir algo caliente, y más duro entrándome por el culo.
Aunque por lo general mi madre, empujaba los supositorios con sus propios dedos, cuando le pregunté al hermano, que estaba haciendo, me respondió. “Estoy empujándote los supositorios como lo hacemos en casa, hasta bien adentro.”
Yo comencé a sentir como esa cosa dura, y caliente, seguía penetrándome, y de momento también sentí todo el cuerpo del, en contacto con el mío.
Yo me quedé en completo silencio, sin saber que decir o hacer, a medida que mi compañero, comenzó a meter, y sacar esa cosa de mi culo.
Y a medida que lo fue haciendo, algo hizo dentro de mí que comenzara a mover mis nalgas, y mis caderas.
Ya al poco rato, sentí como él me abrazaba con fuerza, hasta que finalmente se detuvo. Tras lo cual luego extrajo, su verga de mi culo, diciéndome. “Cuando quieras que te lo vuelva a meter, nada más me lo dices, pero eso sí, sin que más nadie se entere.”
Yo debí sospechar que algo malo había en todo eso, pero la verdad es que, como me gustó tanto, la manera que me ayudó a ponerme los supositorios, le hice caso.
Desde luego al poco tiempo, me di cuenta realmente de lo que había sucedido, como también me di cuenta de que, a pesar de los votos de castidad, y de todas las cosas que nos enseñaban en el seminario.
El que yo me dejase dar por el culo por el hermano, no me pareció nada malo en lo absoluto, siempre y cuando más nadie más se enterase.
Así que por lo menos dos veces en semana, el hermano me ayudaba, lo cierto es que, en la mayoría de las veces, ni supositorio llegábamos a usar.
Con el pasar del tiempo, poco, a poco otros seminaristas, se fueron enterando de que yo me dejaba dar por el culo, y algunos, bajo amenaza de contárselo al superior del seminario, digamos que me convencieron fácilmente para que yo también les hiciera el favor de darles el culo.
Mientras que otros, más simpáticos, digamos que me enamoraban, pidiéndome de favor, que los ayudase a consolarlos.
Desde luego que hasta donde yo sé, más nadie supo de mi gusto, por los supositorios, ya de sacerdote, mi madre falleció, por lo que después me enviaron a un retirado pueblo hacerme cargo de una parroquia con varias capillas.
Apena llegué al primero que conocí fue al sacristán, un hombre de unos cincuenta y tantos años, viudo, y que según me dijeron en la arquidiócesis, había estado preso, por matar a su mujer, pero que, al salir de la cárcel, ha dedicado su vida, a la iglesia.
Todo iba de maravilla, ocasionalmente a solas, y antes de acostarme, yo me auto complacía penetrándome con un largo envase de plástico, el cual lavaba a diario.
Hasta que después de unos cuantos meses, entré de momento al baño, y para mi sorpresa, que me encuentro orinando al sacristán.
Mis ojos se clavaron en su largo y grueso miembro, no pude disimular que eso me había llamado la atención, y desde ese instante, no dejaba de soñar despierto con la verga del viejo sacristán.
Desde luego que él se dio cuenta de mi interés, y aunque yo no dije, ni hice nada, a los pocos días, nuevamente me encontré con el sacristán en el baño, orinando.
Y nuevamente, y sin que yo me diera cuenta, mis ojos se fueron tras su verga, eso me descompuso todo, salí del baño con un humor de mil demonios.
Comencé a responderles mal a los feligreses, y hasta llegué a cancelar una que otra misa, en las distintas capillas a las que debía asistir.
En fin, fue que me di cuenta de que tenía como dicen los adictos, un bajón, pero de verga.
Yo, aunque continuaba consolándome con mi embace de plástico, eso jamás sería lo mismo que el volver a usar uno de verdad.
Yo me sentí sumamente deprimido, cuando una noche antes de acostarme, mientras acariciaba entre mis manos, mi largo embacé de plástico, sentí que alguien tocaba la puerta de mi cuarto.
Al abrir me encontré con el sacristán, completamente desnudo ante mí, y con su gruesa verga entre sus manos, diciéndome. “Padrecito, yo estuve preso por muchos años, y sé que esto le está haciendo falta.”
No hizo falta, que él siguiera hablando, en la misma puerta de mi habitación, me arrodillé frente a él, y dirigí mi boca a su gruesa y larga verga.
Al principio se la comencé a lamer, luego besé su colorado, y cálido glande, para seguir chupándoselo por un corto rato, hasta que él mismo me dijo. “Padrecito póngase en cuatro.”
Cosa que de inmediato hice, al tiempo que me quitaba la bata de baño, que me había puesto para abrir la puerta.
Divinamente sentí como el sacristán penetraba mi culo, para mí fue como sentirme en la gloria.
Esa noche, fui la persona más feliz sobre la faz de la tierra, al sentir como la gruesa, larga y venosa verga del viejo sacristán entraba, y salía de mi cuerpo, una y otra vez, al tiempo que yo movía mis caderas, como si estuviera poseído por un lujurioso demonio.
Después pasamos a mi cama, en la que, tras darle otra buena mamada, y volver a ponerse bien duro todo su miembro, me lo volvió a enterrar sabrosamente dentro de mi culo nuevamente.
Yo sé que suena feo, todo lo que les he confesado, pero ¿qué quieren, que haga? Si la hija de la gran puta de mi madre me condicionó para eso.
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