Diario del Mayordomo (Capítulo I)
Una chica de doce es secuestrada y desaparecida por una organización criminal con fines sexuales. Encerrada en la Habitación 1 del Aguantadero, es filmada las 24 horas para solaz del Jefe y deleite del Mayordomo encargado de custodiarla. Introducción con detalles incitantes..
(PRESENTACIÓN)
Son de triste pero persistente memoria los hechos ocurridos a principios de los 90 en cierta somnolienta ciudad del Interior bonaerense en torno al secuestro y desaparición con fines de sometimiento sexual de Nina Sáez, a sus doce años de edad, por parte de una organización delictiva relacionada con la droga, el juego ilegal y la trata de personas. Divulgamos el nombre porque la historia es pública y notoria, y porque los familiares de la víctima quieren aventar leyendas sórdidas, calumniosas y estúpidas y que se sepa cómo fue todo en verdad.
Con el panorama que da el tiempo, recuperamos en esta colección diversos papeles que permiten entender la historia, sin que ello implique disculparla. En primer lugar, compartimos el Diario del Mayordomo (Lucio Aberastegui, 44 años al momento de los hechos), mano derecha del Jefe (Enzo Binelli, 58 años en ese momento), ideólogo de decenas de secuestros todavía impunes. El Mayordomo terminó quemando la mayoría de sus Diarios, pero por la razón que fuere no quiso, no supo o no pudo desprenderse del Cuaderno manuscrito que cuenta precisamente la historia de Nina.
El Diario del Mayordomo es la obra de una persona indudablemente formada y ‘lúcidamente’ psicópata, que goza detallando el sufrimiento de seres indefensos, pero sin la brutalidad prosaica de su Jefe. Tiene la frescura de un Diario escrito en el mismo momento de los hechos, hacia el final de la jornada, antes de dormirse, con minuciosidad, capacidad de síntesis y pericia literaria. Para más adelante quedarán los Los Papeles de Nina, que consisten en una serie de textos escritos por la víctima algunos años después de su primer cautiverio.
Diario del Mayordomo (Capítulo I)
INTRODUCCIÓN (Detección, Investigación, Planificación, Acecho y Secuestro)
Era mediodía. Solazo insólito para noviembre. El Jefe estaba en un mal día, esperando en su auto que cambiase el semáforo de rojo a verde mientras pensaba en quilombos de guita que le habían surgido de golpe y que debía resolver ese mismo día. Puteaba mentalmente cuando la vio: en la calle transversal, esperando el paso, una nena de 12 años, con rostro angelical, cabello cortado estilo ‘carré’, uniforme de colegio que dejaba ver las piernitas carnosas por encima de las medias.
Se enamoró; de inmediato, como un autómata, extrajo una camarita portátil de la guantera y le sacó todas las fotos que pudo, en los pocos segundos hasta que cambió el semáforo; con la resolana, la nena ni advirtió la adoración de la que estaba siendo objeto. Después, la cabeza del Jefe volvió a los problemas del día, y estuvo el resto de la jornada resolviéndolos. Volvió a su casa agotado, cenó enseguida y al rato ya se había dormido, olvidado de la nena que lo había subyugado fugazmente.
Se despertó a las tres de la mañana y de lo primero que se acordó fue de la pendeja. Le apareció su imagen entre la resolana, cautivantemente virginal y violable; su pene cimbró de deseo. Instintivamente, miró a su mujer: la rubia teñida, pulposa y 17 años menor que él, madre de sus tres hijos de entre 21 y 15 años, había sido, antes de casarse con él a los 18, su putita por varios años. La había descubierto a los 13 en el club Independiente, cuando le empezaron a crecer las tetas, y a los 14 ya se la cogía; al principio era una entre varias putitas de las que podía disponer un mafioso como él. Con el tiempo, cuando pensó que ya estaba en edad de tener hijos, la eligió a ella, porque le calentaba, era materialista, conformista y sumisa: todo lo que un hombre como él podía querer como esposa y madre de sus hijos.
Desde entonces, decenas de putitas adolescentes pasaron por su verga. Si tenía que elegir entre dos putas igualmente hermosas, una mayor de 18 y otra menor, elegía siempre la menor. Le calentaban las pendejas. Estaba convencido de que a todos los hombres les calientan las adolescentes, pero casi ninguno tiene el coraje y el poder para darse el gusto, y la principal razón por la que le complacía ser mafioso era por el acceso impune a pendejas. También sabía por experiencia propia que la mayoría de las pendejas asaltadas, en el medio del mayor horror o dolor, gozaban como locas y orgasmeaban más que cualquier mujer adulta que se hubiera cogido o violado.
Desde que se casó a los 35 (ahora tenía 58 y era el principal referente del narcotráfico, el juego ilegal y la trata de personas en la región), más de una vez se había encaprichado con alguna borrega. En esos casos, había dos opciones: si era hija de alguien con poder, intentaba una seducción subrepticia que en realidad era una burda operación de acoso y derribo (no pocas agarraron viaje, por miedo, deseo o las dos cosas juntas, cuando se enteraban de quién era); si era hija de un gil, la secuestraba, se la cogía hasta sacarse las ganas y luego la comercializaba en su red de trata.
Las ‘hijas de’ en general eran de su ciudad o del entorno social que frecuentaba (básicamente mafiosos, políticos, empresarios, sindicalistas y deportistas). En cambio, las pendejitas que secuestraba eran siempre de otras ciudades. El procedimiento, al menos desde que trabajo para el Jefe, siempre fue el mismo: las fotografía o, si puede, las filma; generalmente no tiene el nombre. Yo tengo que averiguar cómo se llama, quiénes son sus padres y a qué se dedican, dónde vive, si el padre tiene alguna ‘pierna’ para defenderse, por qué lugares y en qué días y horarios se mueve, y diseñar un operativo.
Una vez que las secuestro con la mayor discreción y las pongo a dormir profundamente, las llevo hasta el Aguantadero (donde vivo), una casona grande pero desvencijada en el medio de las sierras, que no es visible desde ningún camino ni vivienda en kilómetros a la redonda, y de la que ningún conocido del Jefe tiene noticia, salvo sus principales colaboradores. Adentro hay toda clase de lujos para el Jefe y sus amigos cuando quieren estar lejos de las esposas por dos o tres días; arriba, incluso, una terraza (con parrilla y pileta) desde la que se puede disfrutar el amanecer, el ocaso y las hembras.
En el sótano hay dos habitaciones de seis por seis acondicionadas para nuestros fines: una es una celda provista de un colchón en el piso con un jergón y una almohada, una mesita de 50×50 centímetros y una silla, una ducha y una letrina; además, hay una ventanita para bajar por allí la comida y la bebida; esta pieza tiene 10 cámaras (varias con lente infrarroja y todas más o menos ocultas, igual que otros tantos micrófonos) con lente móvil que no sólo no dejan el menor punto ciego, sino que permiten observar con todo detalle lo que ocurra en ella, y puede ser iluminada como un estudio de TV, de ser necesario. En la otra habitación de 6×6 tengo la consola de sonido e imagen y todas las demás cosas que necesite para atender a la huésped de turno sin que un eventual visitante se sospeche siguiera de su existencia.
Generalmente, la Habitación 1 está ocupada. El Jefe se garcha a la huésped de turno hasta que se saca las ganas y después la vende o la coloca en alguna de sus redes prostibularias; pero en general se cansa porque se alzó con otra pendeja. No siempre la putita de turno es secuestrada: la Habitación 1 ha estado vacía hasta dos años seguidos; pero en general no lo está más de cinco o seis meses, y por lo común sale una huésped para que entre la siguiente.
En este caso, ya hacía casi un año que el Jefe no me mandaba a chupar una pendeja. Debo reconocer que la Habitación 1 me genera adicción, y que en las épocas en las que está vacía siento un síndrome de abstinencia que me provoca palpitaciones y estados de ansiedad pequeños y breves, pero no por ello menos molestos, que se me van consiguiéndome alguna pendeja para pasar el rato.
Por el contrario, las etapas de Investigación, Planificación, Acecho, Secuestro y Emputecimiento de una huésped de la Habitación 1 me absorben intelectualmente y me mantiene en un estado de frenesí sexual permanente. Generalmente, la última y más exquisita etapa de mi trabajo (Emputecimiento) es, lamentablemente, corta y a veces inexistente, porque el Jefe debe esperar días o semanas hasta que tiene a la pendeja a disposición, y en esos casos viene cuanto antes al Aguantadero y se la viola deleitosamente y durante muchas horas.
Disfruta del terror y los gritos de las pendejas; de su inerme resistencia; del habitual Síndrome de Estocolmo que, a la corta o a la larga, las hace gozar de orgasmos salvajes; de saber que hagan lo que hagan y digan lo que digan se las violará y les hará todo lo que quiera hasta que se canse. Disfruta domarlas, que la rebeldía inicial o el horror inicial vayan decantando en una resignación a ser usadas de putas en el momento que al Jefe se le cante. No conversa con ellas, no les pregunta su nombre, no les dedica monólogos; sólo se las viola y luego se va, sin explicaciones; supongo que dejarlas encerradas en un castigo kafkianamente incomprensible le excita más.
Cuando la huésped queda sola en la Habitación 1 (a veces horas, pero generalmente días o a veces semanas) nadie habla con ella, no oye ningún sonido exterior, no tiene acceso a TV, radio o música. Únicamente, al pasarle la charola de la comida, instrucciones para ejercitar su cuerpo o ropa sexy que el Jefe quiere arrancarle cuando venga.
La huésped es filmada las 24 horas. Cada día, bajo a repasar las imágenes del día y edito un video con todo detalle significativo, para archivo y para morbo: el Jefe es exhibicionista, le gusta que lo filmen violándose pendejas (con la cara cuadriculada); y también es voyeur y le gusta ver a las pendejas, sin más, sabiéndolas a su merced en el momento en que quiera. Yo no tengo acceso físico a la habitación (la clave de la puerta sólo la tiene el Jefe) y sólo me comunico con la huésped por escrito.
Volviendo a la pendeja. El pedido del Jefe me sorprendió: sus víctimas siempre han sido nenas de 14 a 16 años, pulposas, en lo posible vírgenes, y, como dije antes, de otras ciudades. Esta tenía 12, recién comenzaba su desarrollo y era del pueblo. Pensé que el Jefe estaba haciéndose viejo y reblandeciéndose: la edad y el domicilio de la próxima huésped de la Habitación 1 indicaban una baja en las defensas necesarias para alguien en su posición.
El caso es que esta pendejita era hija de un vulgar odontólogo, de buen pasar económico pero sin vinculaciones con el poder; la madre era profesora de secundaria. O sea que teníamos vía libre. Entonces mi excitación empezó a crecer.
La pendeja se llamaba Nina, tenía 12 años, practicaba danza e idiomas y era abanderada en el colegio. Según su diario íntimo, que plagié, nunca había tenido noviecito, la habían besado un par de veces y le había metido mano un primo de su edad a los 11. De sólo imaginar al monstruo del Jefe abalanzándose sobre semejante bocadito tierno sin palabras, caricias ni prolegómenos me tenía que hacer una paja cada dos o tres horas, oliendo una bombachita usada que había robado cuando intrusé su casa por primera vez.
Después de unos días de Investigación, decidí que lo más conveniente era secuestrar a la nena el martes a la madrugada: la noche del domingo al lunes, la gente duerme mal y podían despertarse los padres; la noche del lunes al martes, la gente está más cansada por el comienzo de semana y se duerme más profundamente.
Para más garantías, puse un fuerte somnífero no sólo en la almohada de la nena, sino también de los padres. El fármaco, inoloro, insípido y de efecto retardado, daba un sueño profundo de ocho horas y una fiaca de tres más. Suponiendo que la nena se durmiese a las 11 y los padres a medianoche, tenía casi un cuarto de día para entrar a la pieza de la nena antes de que los miembros de la familia se tuviesen que levantar.
El silencio era total en el barrio (barrio cheto de pueblo bonaerense). La pendeja ni se movió cuando entré en su pieza. Dormía sobre su costado derecho, de espaldas a la ventana, con la melenita Carré un poco sobre la cara y las dos manitos juntas bajo la almohada; era la imagen misma de la inocencia.
La situación me excitó sexualmente, pese a que nunca me había calentado con una pendeja todavía sin desarrollar; por lo común, las pendejas que calentaban al Jefe eran pródigas en curvas, muchas veces altas (más altas que el Jefe); esta nena pesaba 35 kilos en mis brazos, y su cuerpito estaba empezando a desarrollarse deliciosamente, pero su rostro angelical y pequeño tamaño no tenían nada que ver con el ‘fisique du rol’ habitual de mis víctimas, pensé mientras le apretaba las tetitas llevándola en brazos hasta la combi envuelta en una frazada. Eran las dos y media de la mañana cuando encendí lo más silenciosamente posible motor y enfilé para el Aguantadero.
Me encantó… me la imagino a nina.
Gracias!
Muy bueno continua👍