El apetito del lobo
Hay noches en que basta poco para desordenarlo todo. Esta es la crónica de una de esas noches. De un conejito extranjero, recién llegado. Lo devoré con hambre. No escribo para confesarme. Escribo para no olvidar cómo fue que empezó a temblar..
El apetito del lobo
La conejera dormía cuando subí a mi alcoba. Los clientes caían ebrios de carne o se habían marchado sedientos de más. Las cortinas aún olían a vino de canela y a perfumes. En mi habitación solo quedaba él. El más nuevo. El recién adquirido esa tarde y que no había sido vendido esa noche. El que aún no sabía servir del todo, pero se lo perdonaba porque lo compensaba en belleza.
Su nombre no importaba, muy extranjero, se enredaba en la lengua como un trago de arena. Yo prefería decirle como a todos los suyos, conejito. Nombre que reservamos para los que aún sangran cuando se abren.
Lo encontré dormido sobre la piel de lobo. Las piernas dobladas, la túnica a medio caer, el muslo descubierto como si quisiera ser tomado. Lo miré sin prisa. No hay apuro cuando se posee todo. El burdel, los contratos, los cuerpos. Los que entran y salen a hurtadillas. Y los que se quedan llorando en silencio, esperando al siguiente intruso.
Me arrodillé junto a él. Tenía la espalda desnuda, y en la curva baja entre sus nalgas, la piel aún brillaba con restos de la loción que usamos para adormecer el dolor. Le pasé la yema del dedo por allí. No se movió. Solo respiró hondo.
—¿Creías que esta noche te ibas a salvar? —susurré.
Abrió los ojos, no dijo nada. Eso me gustaba. Que supiera callar. Que esperara mi orden sin pedirla. Que su cuerpo no estuviera curtido.
Le separé las piernas y coloqué mi rodilla entre ellas, sin entrar aún. Sentir su calor. Quería medirlo. Notar si temblaba. Si estaba húmedo de miedo o de deseo. Quizá de ambos.
—¿Sabes quién paga más aquí? —le pregunté al oído—. Los que quieren a los nuevos. A los conejitos.
No respondió. Buena señal.
Lo hice incorporarse. Lo puse de rodillas frente a mí. Le tomé el mentón y le obligué a mirarme.
—Hoy no hay clientes. Hoy solo estamos tú y yo —desabroché mi cinto y lo dejé caer al suelo—. Vas a aprender lo que otros suplican por repetir.
Deslicé su boca hacia mí, sin decirle cómo ni cuándo. El instinto es más puro que el adiestramiento. Su boca era tímida, torpe, pero llena de hambre. Lo sostuve del cabello y lo guié, apretando cuando temblaba, acariciando cuando tosía.
—Eso es —dije—. Aprende a desearlo, a abrir la boca como quien reza.
Cuando me cansé de su boca, lo tiré de espaldas y me coloqué sobre él. Lo mantuve quieto, sin penetrarlo aún. Solo rozando. Solo anunciando. Su cuerpo era un altar virgen, y yo tenía la daga templada. Afilada por otras carnes, por otros rezos.
—Vas a recordarme toda la semana —le dije mientras le punteaba lento, muy lento—. Cada vez que camines. Cada vez que te sientes. Cada vez que llores sin saber por qué.
Él gritó, suave, apenas un gemido roto. Y yo le tapé la boca con la mano.
—Shhh… Aquí no se llora —le dije—. Aquí se agradece.
No fue un solo empuje, fue una lenta invasión. Precisión y dominio. La cabeza rozó su entrada. La parte más húmeda y frondosa de mi cuerpo junto a la más seca y desértica del suyo. Se estremeció, su respiración se cortó. Su desierto besaba mi oasis.
Apreté su muslo con una mano y, con la otra, me afirmé la base de mi verga. Inicié el avance con la calma de un topógrafo. Milímetro a milímetro. Centímetro a centímetro. Cartografía que su cuerpo no entendía y que mi carne conocía de memoria.
Sentí cómo se abría como una flor forzada por dedos impacientes. Se le escapó un quejido, breve. El sonido justo para hacerme más lento todavía.
—No huyas, conejito —murmuré—. Solo duele la primera vez… y las que vienen después.
No fue un empuje. Fue una entrada. Lenta, deliberada y hueca.
Él intentó moverse, girar la cadera, apretarla, cerrarse. Como si pudiera evitar lo inevitable. Lo sujeté de los muslos. Firme. Como quien sostiene a un animal que tiembla antes del degüello.
—Quieto —le dije, sin levantar la voz.
Yo también me quedé quieto. Solo para sentirlo tragarme. Saborear esa primera sumisión absoluta. Él estaba abierto, frágil, vencido… y aún no me movía.
Se le escapó un sollozo. Un llanto contenido apretado entre dientes.
Me incliné sobre él, y con una mano lo mantuve pegado contra el manto. Su mejilla rozaba el pelaje lupino. Su espalda sudaba. Su entrada ardía. Su boca escupía palabras extranjeras que entendía sin esfuerzo, al ser políglota en los dialectos del dolor.
Entré más.
Me detuve cuando la mitad estuvo dentro. No por compasión, sino para que lo sintiera. Para que tomara conciencia de cuánto puede ocupar un cuerpo dentro de otro. Él temblaba. Tenía los ojos apretados y las uñas clavadas en el lomo del lobo. Me incliné y lamí el sudor de su nuca.
—Ahora sí —le dije al oído—. Esto no se enseña. Esto se graba en la carne.
Las embestidas fueron suaves, profundas, calculadas. Luego, más bruscas. Más animales. Mi pelvis chocaba contra él.
El conejito lloraba. Ya no gemía, lloraba. Lágrimas calientes y saladas, de esas que salen cuando el cuerpo se rinde. Sus uñas se aferraron a la manta. Su cuerpo se arqueó hacia adelante, como si pudiera huir de mí atravesando el suelo. No podía. Nadie puede cuando ya está adentro.
—Así se abren los conejitos —susurré al oído—, con hambre.
Seguí avanzando. No me detuve aunque llorara. Aunque su voz gimoteara como la cuerda de un arpa tensa a punto de partirse. Su melodía me calentaba más que sus caderas. Me hacía más duro, más cruel, más exacto.
Retomé el avance. Profundo. Firme. Cada milímetro arrancaba un nuevo gemido, una respiración entrecortada, un temblor que le cimbraba la espina desde adentro. No le hablé más. Solo jadeaba sobre él, empapando sus entrañas con mi verga, con mi sudor. Lo sostenía del cuello, lo empujaba contra la felpa, abría sus muslos con los míos. Su dolor era mi derecho. Y seguí. Más profundo. Más rápido. Hasta que la piel entre sus nalgas se volvió húmeda de placer o de lágrimas. Hasta que me sentí empujado por su cuerpo, como si su carne ya me esperara, me reclamara.
No me importaba su placer. Ni siquiera miré si se había excitado. Su erección, su orgasmo, su deseo eran irrelevantes. Solo existía mi ritmo. Mi carne. Mi descarga.
Y llegó. Violenta. Brutal. Ruidosa.
Me corrí dentro de él, como debía ser. Sin avisar. Sin mirarlo. Sin compasión, lo hice mío. No por amor. Por propiedad.
Me quedé ahí un rato, aún dentro. Sus sollozos se volvían cada vez más bajos. El cuerpo le temblaba. Su interior aún palpitaba. Lo retiré de mí con un solo empuje hacia adelante. Cayó rendido. Las piernas abiertas, el ano ultrajado, la voz rota.
Lo cubrí con una manta y me quedé viéndolo dormir. Se arrulló entre sus lágrimas. Se le escapaba un hilo de baba de la boca y otro que empezaba a asomar por el ano.
Ya no era virgen.
Era mío.
Mi conejito.
Amanecía. La luz se colaba por los vitrales altos, tamizada por los visillos rosados. El calor de la noche flotaba en la alcoba. El sudor había secado en mi piel, pero el olor persistía. Olor a carne abierta, saliva y mi semen perfumado.
Me incorporé en el lecho y lo vi. Mi conejito, hecho un ovillo, cubierto hasta la cintura con la manta de piel de lobo. Tenía el rostro hundido en la tela. Apenas respiraba. Su espalda se alzaba y bajaba con lentitud, como si doliera incluso dormir.
Me levanté sin prisa. Caminé desnudo hasta la bandeja de agua, bebí. Volví a mirarlo. Había una mancha en las sábanas, justo debajo de su pelvis. Oscura, casi fresca. El rastro inequívoco de lo que dejamos los hombres cuando tomamos algo virgen.
Sangre, sudor y semen. La trifecta perfecta.
Sonreí.
—A la primera —murmuré, más para mí que para él.
No era una frase vacía, lo había notado. Lo sabía. Mi miembro no era fácil. Muchos no soportaban ni la mitad en la primera noche. Algunos lloraban, sangraban en exceso, tenían que ser abiertos con paciencia, incluso entrenados con dedos, con artefactos, con ayuda.
Pero este conejito…
Este se abrió todo desde el primer intento. Llorando, sí. Gimiendo, sí. Pero no se rompió. O si lo hizo, se dejó romper.
El día avanzó. Los sirvientes vinieron, retiraron los tazones, los ungüentos, encendieron inciensos suaves. Uno de los sirvientes, un eunuco mudo, limpió los fluidos. Miró las sábanas manchadas como si el recuerdo lo salpicara a él. Alguna vez fue mi conejito también. Su cuerpo, sin bolas, nunca fue ni será el de un hombre. Ahora está hinchado, fofo y blando como una hembra, sin gracia para mi gusto. Solo sirve para el goce de los clientes que disfrutan mercancías defectuosas. Yo recuerdo cómo abría la boca, gritando sin gritar. Le pasé una tijera al eunuco. Cortó un cuadrado en la zona firmada, ya bien educado en mis mañas. Las sábanas fueron desechadas. Guardé el cuadradito de tela. Siempre las guardo. Como trofeos. Como prueba de que estuve ahí primero.
El conejito despertó en medio del ajetreo. Cuando por fin se movió, lo hizo como un ciervo recién cazado. Torpe. Dolorido. Hermoso.
Se sentó con dificultad en el borde del lecho. Tuvo que apoyarse con ambas manos. Apenas el roce del colchón le hizo apretar la mandíbula.
Le dolía todo.
Perfecto.
Intentó ponerse de pie. Lo logró, aunque cojeaba, una pierna más tensa que la otra. Lo observé mientras buscaba su túnica con vergüenza infantil, cubriéndose como si pudiera esconder lo que ya había sido visto, penetrado, vaciado.
Me acerqué. Le pasé una mano por la nuca, como quien acaricia a un animal adiestrado.
—Ayer no eras nadie —le dije al oído—. Hoy todos sabrán que me cabes entero.
Le temblaron los hombros. Bajó la cabeza. No respondió. Bien. Ya estaba aprendiendo que el silencio también es una forma de obediencia.
Lo dejé ir. Sabía que cada paso, cada intento de sentarse, cada gota que aún escurriera de su interior… iba a recordarme
Él se iría, pero yo me quedé dentro; le marqué el caminito, no como esos idiotas que tallan sus nombres en piedras y árboles creyendo en promesas. El amor se pudre cuando se va el placer. Yo no tallo recuerdos, dejo cicatrices.
Lo vi salir de mi alcoba envuelto apenas en la túnica de lino, la misma con la que había llegado la tarde anterior.
Caminaba como si le pesara el culo.
Cojeaba apenas, pero el gesto era inconfundible. Cada paso era una revelación. No se podía ocultar lo que había pasado en esta habitación. Ni él quería, en el fondo.
Me quedé en el balcón alto del segundo piso, donde suelo observar a los conejos recién servidos. Desde ahí veía todo, el salón de espejos, los divanes con seda cruda, las fuentes con vino rebajado, los clientes adormecidos. Pero sobre todo, los conejitos. Los míos.
Mi conejito avanzó despacio por el corredor central, rodeado de otros como él. Los más antiguos lo miraron. Algunos con lástima, otros con burla, otros con deseo. Sabían lo que era esa forma de caminar, ese intento torpe por parecer intacto cuando ya no lo eres.
Uno de los veteranos —uno que ya ni sangra aunque lo abran con la empuñadura— le susurró algo al oído. El conejito no respondió. Bajó la cabeza. Se dejó guiar hacia la fuente donde los lavan por turnos. El agua estaba tibia. Los criados lo sentaron en un banco. Le retiraron la ropa con cuidado.
El gesto que hizo al sentarse… fue exquisito.
Una mezcla de susto, dolor y memoria. Se mordió el labio. Cerró los ojos. Las piernas temblaban.
Desde arriba, crucé los brazos y observé. Nadie me notaba. O fingían no hacerlo. Me gusta más así. Como un dios sin nombre que vigila su templo.
Un viejo habitual —de los que pagan extra por estrenos recientes— me vio en el balcón y me preguntó con la mirada. Le hice un gesto con la cabeza.
No, todavía no. Hoy mi conejito debía sanar, o fingir que lo hacía. Mañana, tal vez, estaría listo para la vitrina.
Otro cliente, un amanerado de poca dentadura, preguntó por el nuevo. Lo había escuchado gritar en la noche. Me lo dijo sin pudor.
—¿Fue usted quien lo abrió?
Asentí.
—¿Todo?
—Hasta el fondo —mentí.
La verdad, solo había logrado meter un poco menos de la mitad. No conseguía conquistar sus entrañas. Era como internarse en una gruta hostil, que se cerraba con cada paso como si quisiera expulsarme. Tierra virgen dentro de tierra virgen, de esas que no figuran en los mapas, que se defienden solas guardando tesoros. Seré el rey colono cuando clave mi estandarte en lo más hondo. Por ahora, me conformo con haber pisado primero sus colinas.
El iluso rió, entre envidia y excitación.
—Esos no se encuentran fácil —dijo—. Los vírgenes suelen romperse.
—Este no se rompió —respondí—. Todavía está peleando por cerrarse.
Más tarde, lo enviaron al salón de descanso, con otros dos. Le tocaba compartir el diván de los tiernos. Lo vi doblar las piernas con cuidado. Apoyó solo una nalga, ladeado. Eso me encantó.
Uno de los otros conejos, un chico de pelo rizado, intentó tocarle la pierna. Él se apartó. No por asco, por miedo. Aún tenía mi forma grabada entre sus músculos.
El día continuó. Los clientes iban y venían. Yo no lo toqué. No me acerqué. Pero no dejé de mirar.
Los hombres pagarán lo que sea por un conejito así. Por esa mezcla de llanto contenido, caderas estrechas y ese leve temblor que tienen los cuerpos que aún están aprendiendo a obedecer.
Pero él no será para cualquiera.
Antes de venderlo, quiero que me lo rueguen.
Y si nadie paga lo suficiente… —lo cual dudo mucho— me lo quedaré.
No había pasado ni media jornada cuando cambié de opinión.
Lo vi desde el balcón, con esa túnica corta que apenas cubría la entrepierna. Arrugado, ungido en aceites, con el cuello estirado de tanto bajarlo y subirlo para lavar su pecho, sus muslos, su espalda. El conejito se sentaba con cuidado, evitaba apoyar la cadera izquierda, y caminaba con esa leve inclinación hacia adelante que solo los recién tomados tienen.
Fue ese gesto lo que me calentó otra vez.
La forma en que trataba de disimular la herida.
Hice sonar la campana. Una de las sirvientas vino de inmediato. No tuve que explicar.
—Tráemelo. Ahora. Que se lave primero. Quiero que venga limpio… pero aún dolorido.
Esperé en la cama. No tenía apuro. Me acomodé contra los cojines altos. Las sábanas blancas eran nuevas, pero el mismo lobo de anoche estaba tendido sobre el lecho.
Lo trajeron.
Entró descalzo, con la túnica apenas atada. Cabizbajo, sumiso. Los ojos húmedos sin lágrimas. Me gustaba eso, la contención. La obediencia sin drama.
—Cierra la puerta.
Lo hizo.
—Acércate.
Lo hizo.
—Quítate la túnica.
Lo dudó. Solo un segundo, pero vaciló. Me acerqué de inmediato y le arranqué la tela del hombro. Cayó al suelo. Lo tomé del cuello con firmeza.
—No eres mío a medias, conejito. Eres mío entero, ¿entendido?
Asintió.
Lo empujé sobre el lecho. De rodillas. Esta vez sin palabras dulces. Sin preparación. El hambre había vuelto.
Quería tomarlo otra vez, rápido, sin caricia, sin cuidado.
Él gimió apenas lo toqué con mi glande. Estaba inflamado pero no me importó.
Empujé. Firme. Cruel.
Entré con todo. O lo intenté. Su grieta seguía resistiéndose a ser descubierta.
El grito que dio me hizo cerrar los ojos de placer. Su cuerpo aún recordaba. Se abría como una herida mal cerrada.
—¿Lo ves? —le murmuré al oído mientras embestía—. Todavía entras. Todavía lloras. Todavía tiemblas para mí.
Se aferró a las mantas. Lloraba en silencio. Dejaba que lo usara. Sin buscar placer. Sin rechazarme.
Lo hice mío otra vez. Esta vez no como maestro, ni como primer amante.
Lo tomé como lo hacen los dueños. Sin ternura. Sin ceremonia. Sin permiso.
Cuando terminé, jadeando, derramándome dentro de él por segunda vez en menos de unas horas, le mordí el hombro.
Lo dejé tendido, con las piernas abiertas, temblando, manchado otra vez. La entrepierna roja, la grieta aún abierta, latiendo con cada espasmo. Le corría una línea espesa por el muslo y caían por sus bolitas, tibia aún, como si mi semilla se negara a salir.
Le abrí las nalgas con mis manos. Lo vi cerrarse lento, palpitante y sin fuerza. Aún mío.
Me levanté y lo dejé tranquilo. No por compasión. Por rutina.
El hambre vuelve siempre.
Y un día, mi apetito lo devorará entero.
Después de años leyendo relatos eróticos que excitaban pero sonaban todos iguales —con cuerpos perfectos, miembros descomunales y vírgenes que parecían actores porno—, decidí publicar por primera vez. Con una prosa más literaria, más pensada, sin dejar de ser intensa. No creo que mi relato sea radicalmente distinto, pero al menos cuida el lenguaje. Escribo porque sé que no soy el único que busca algo así. Escribo algo que me hubiera gustado leer. Escribo con hambre. Escribo con un apetito famélico. Acepto retroalimentación; pueden preguntar por mi telegram. 🙂
Dejar un comentario
¿Quieres unirte a la conversación?Siéntete libre de contribuir!