EL COCINERO
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por amakarla.
Una vez uno de mis sumisos me decepcionó. Había prometido verme y yo habia reservado mi mazmorra para una tarde entretenida. Cuando llegó la hora me llamó diciendo que no podía venir porque en su restaurante tenía mucho trabajo debido a la llegada imprevista de unos ejecutivos japoneses. Esa gente cena a unas horas rarísimas.
Mi furia fue solo verbal. Le dije contenidamente que quienes eran esos personajes tan importantes como para faltar a una cita conmigo. Disculpándose y casi entre lágrimas me suplicó que no le abandonara ante mis amenazas de no volver a verle.
Colgué el teléfono y durante semanas no atendía sus llamadas, pero un día le contesté, cansada de su molesta insistencia. Ante su llorosa imploración le cité a una hora del día siguiente, con tiempo suficiente para darle su merecido.
Cuando llegó le hice desnudarse y ponerse un delantal únicamente. Yo llevaba puesto un mono de látex negro que se ajustaba perfectamente a mi cuerpo, y tuve el capricho de complementarlo con unos guantes largos del mismo material.
Le conduje a la cocina y le ordené pelar diez cabezas de ajo. Cuando terminó le hice pelar también un trozo grande de jengibre en forma de salchicha, y una cebolla.
También le ordené poner a hervir una cazuela con agua.
Hechos estos preparativos le ordené pasar al lavabo. Allí le esperaba una lavativa de agua fría que le realicé postrado a cuatro patas. Mientras el agua irrigaba a través del tubo introduje unos trozos de hielo en el líquido para que llegara muy frío al interior de su cuerpo.
Una vez lleno cuando manifestó que no podía retener más retiré la cánula de su ano y me fui de allí para no estar presente en el momento de descargar el contenido de su recto, dejándole bien claro que no quería ver ni una sola mancha y que si no podía evitar tal torpeza debía limpiarla con la lengua.
Fui a la cocina, en la que el agua ya estaba muy caliente, sin llegar a hervir. Cuando volví al lavabo el cocinero me miraba avergonzado y le ordené que se pusiera en la misma posición que antes. Para asegurarme de que no se moviera coloqué en sus tobillos y muñecas unas barras de acero con grilletes en sus extremos.
Introduje de nuevo la cánula en su ano y dentro del irrigador empecé a verter la cazuela de agua sumamente caliente. Cuando el líquido empezó a llegar a su interior irguió la cabeza súbitamente y comenzó a moverse desesperado. Después la sensación extrema de verse invadido por una oleada hirviente le hizo contraerse con una rigidez que sólo indicaba su absoluta rendición e impotencia. Eso me proporcionó la agradable sensación de verme desagraviada de sus anteriores desatenciones hacia mí.
Si no hubiera llevado mordaza sus gritos habrían llegado a todo el vecindario, pero sólo se le oía mugir agudamente. Sus lágrimas caían abundantemente y me miraba horrorizado de forma suplicante intentando convencerme con los ojos y gestos de pavor de que detuviera el tormento.
Yo sonreía, sabiendo que no era probable causarle ninguna lesión permanente ya que el agua no había llegado a hervir. Me sorprendió lo que podía hacer una sensación en una persona, cómo sus sentidos le hacían creer que sus intestinos estaban cociéndose sin remedio cuando simplemente estaba recibiendo un escarmiento, no del todo inofensivo, pero no tan mortífero como él parecía creer.
Detuve la operación y le ordené retenerse mientras yo le quitaba los grilletes. No pudo evitar expulsar el líquido nada más retirar la cánula. En fin, más trabajo de limpieza para la doncella.
Le quité la mordaza aunque todavía no había acabado con él. Me miraba temeroso pero agradecido cuando salió del baño tan limpio por fuera como por dentro. Acto seguido le mandé traer de la cocina una bandeja con los ingredientes que había pelado siguiendo mis instrucciones.
Entonces le hice pasar a la sala, donde le esperaba la sorpresa que yo le había preparado.
Un gran barreño metálico de agua esperaba en medio de la habitación apoyado en tres soportes. Estaba lleno de agua hasta la mitad y había dos correas sujetas a sus asas.
Le ordené que se subiera a una gran mesa y se tumbara sobre ella boca abajo con las piernas separadas. Unté su cuerpo de mantequilla poniendo especial atención entre sus piernas y nalgas.
Entonces empecé a introducir los ajos en su recto, uno tras otro, un gran cuenco lleno, empujándolos con el dedo. Al poco de empezar me indicó respetuosamente que notaba un cierto escozor en su interior. Mi respuesta fue un fuerte latigazo.
Seguí introduciendo ajos en su culo y creía que no iban a caber, pero después de más de media hora el relleno estaba listo. Faltaba un detalle: el jengibre en su ano como un tapón. Eso sí le empezó a escocer y me pidió que lo quitara, porque él no era partidario de ese aliño en una parte tan delicada de su anatomía, especialmente tras el cálido tratamiento que había recibido en el lavabo. Tuve que decirle, tras otro latigazo, que la comida no habla.
Sólo faltaba la cebolla. La introduje en su boca y, como no cabía entera, la sujeté allí colocándole un bozal de perro ajustado a su cabeza.
Le ordené que se sentara en el gran barreño y abroché las correas en sus muñecas para que se mantuviera allí pasara lo que pasara. Así se quedó, con el agua hasta la mitad de su cuerpo.
Tuve entonces una inspiración. Fui a la cocina a por un grano de pimiento de cayena y metiendo mis manos enguantadas bajo el agua se lo introduje en el pene, dentro del conducto de su uretra. La comida estaba lista para cocinarse.
En ese momento empezó a agitarse con fuerza, pero no podía moverse con las manos atadas a las asas del barreño, ni hablar o gritar con la cebolla en su boca. Empecé a reírme mientras le decía: ¿Cómo crees que se sienten las langostas cuando las hechas en el agua hirviente?.
Con una mirada maliciosa saqué un hornillo eléctrico que coloqué bajo el barreño. El cocinero lloraba intensamente intentando hacerme desistir de mis propósitos, y por efecto del condimento introducido y los efluvios de la cebolla que entraban por su boca y su nariz.
Su miedo fue terror cuando conecté el hornillo y empezó a calentarse el agua en la que estaba medio sumergido. Divertida comencé a cantar mientras su desasosiego se convertía en desesperación.
Cuando el agua empezó realmente a calentarse mi cocinero ya desistió de toda esperanza y parecía disfrutar de su final ya que era él el que lo había buscado. Dejé de cantar y aproveché para arrojar la sal (se me estaba olvidando tan imprescindible ingrediente) procurando que un buen puñado fuese a parar a sus ojos.
Ciego e impotente el agua comenzó a causarle una sensación impresionante. Es curioso cómo uno puede pensar que se quema al introducir de pronto la mano en agua muy caliente, y cómo puede resistir temperaturas más altas si el calor aumenta poco a poco.
El agua estaba ya muy muy cerca de lo que una persona puede resistir sin que la piel comience a despegarse, así que apagué el hornillo. Fue tal su expresión de infinito agradecimiento que me compadecí y eché un cubo de hielo en el agua para enfriarla.
Antes de que el calor se disipara por completo le dije a mi nuevamente esperanzado sumiso: “cocinero, ¿has aprendido la lección? ¿volverás alguna vez a faltar a tu compromiso hacia mi?”. El cocinero negó con su cabeza y sonrió por fin con alegría.
Si quereis conocerme visitad mi blog amakarla.blogspot.com y no olvideis que el BDSM debe ser sano seguro y consensuado.
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