El precio del glamur
¿Y si vendía mi cuerpo? Solo una noche. Sin compromisos. Sin riesgos. Yo ponía las reglas. Me registré en un sitio web para escorts de alto perfil. Cuidé cada detalle: fotos sugerentes pero finas, luz suave, mirada traviesa..
Nunca había deseado tanto un objeto como deseé esa bolsa. No era solo un accesorio… era una fantasía. La vi en una boutique de El Palacio de Hierro, en Andares: una Guess negra, linda, sofisticada, con ese aire entre atrevido y elegante que parecía hecho para mí. Algo en su forma, en su brillo discreto, me atrapó al instante. Desde ese momento, no pude sacármela de la cabeza.
Tenía 23 años y un problema con el deseo. No solo con las cosas materiales… también con las físicas. Con los cuerpos. Con los juegos sucios. Con la sumisión. Con que me usen. Sí… soy ninfómana. No lo digo con culpa. Lo digo con hambre de sexo.
Pensé en pedírselo a mi papá, pero esta vez no me atreví. Los que conocen mi historia saben que desde los 18 mi relación con él cambió… y aunque me ha consentido mucho desde entonces, esta vez necesitaba otra cosa: sentirme poderosa a mi manera.
La idea me llegó como una descarga eléctrica. ¿Y si vendía mi cuerpo? Solo una noche. Sin compromisos. Sin riesgos. Yo ponía las reglas. Me registré en un sitio web para escorts de alto perfil. Cuidé cada detalle: fotos sugerentes pero finas, luz suave, mirada traviesa. Mostré mis piernas largas, mi piel blanca, mi trasero redondo, mi silueta provocadora. Sin enseñar todo… pero dando suficiente para provocar erecciones instantáneas.
El primer mensaje llegó dos horas después.
Hola. Me llamo Alfredo. Tengo 56 años. Soy casado, pero mi esposa ya no me da lo que necesito. Busco una mujer joven, hermosa, que pueda someterse a mí toda una noche. Quiero sexo anal. Quiero dominarte. Jugar contigo. Te trataré como una dama cuando debas serlo… y como una puta cuando te lo ganes. No quiero una hora. Quiero tu noche entera.
Volví a leer ese mensaje unas diez veces. Se me humedecieron las bragas solo con imaginarlo. Pensé en su esposa aburrida, ignorante de lo que él realmente deseaba. Pensé en mi cuerpo joven, disponible, rendido a su control. Pensé en el bolso… y en cómo me lo compraría al día siguiente con el dinero que iba a ganar dejando que ese hombre me usara como él quisiera.
Le respondí clara y directa: cobraría $3,000 por complacerlo toda la noche. No una hora. Toda la noche. Lo que él quisiera, como él lo quisiera. Él solo tenía que estar dispuesto a pagar el precio.
Le dije que sería mi primera vez vendiéndome, y él pareció encantado. Antes de cerrar el trato, le aclaré que el pago debía hacerse por adelantado, apenas llegáramos a la habitación. Él no dudó ni un segundo. Aceptó sin reparos.
Su respuesta fue inmediata:
“Perfecto. Te vas a arrodillar para mí, vas a gemir como una perra entrenada, y vas a rogar que no pare. Te voy a usar completa. Y no olvidarás esta noche.”
Sentí un escalofrío. Algo en esa frase me dio miedo. Era crudo. Directo. Brutal. Pero al mismo tiempo… fue como si algo dentro de mí ardiera con más fuerza. Mi ninfomanía no sabía de límites. Mi deseo por vivir esa experiencia, por dejarme dominar, por conseguir ese bolso de ensueño, era más fuerte que el miedo.
Y en ese momento, supe que diría que sí.
Me tocaba mientras leía eso. Con una mano entre mis piernas, con la otra en el teclado. Sabía que no debía excitarme tanto… pero no podía evitarlo. La idea de ser usada, dominada, humillada y al mismo tiempo deseada como algo exclusivo, me empapaba por dentro.
Quedamos de vernos en un motel de Zapopan (cuyo nombre prefiero omitir) habitación 29, a las 11:00 p.m. De esos moteles con cochera privada, portón eléctrico, entrada directa desde el auto. Perfecto para encuentros anónimos… y perfectos para lo que él quería hacerme.
Ahora solo debía resolver cómo salir de casa.
Le dije a mi mamá que tenía una fiesta con mis amigas y que dormiría en casa de Fanny. Ella me creyó sin dificultad. No sabía que esa noche su hija iba a ser una perra sumisa. Una muñeca usada. Una puta refinada.
La cita era a las once, pero mi preparación empezó mucho antes.
En cuanto confirmé el lugar y la hora, supe que tenía que estar perfecta. No solo bonita, no solo arreglada… perfecta para ser follada como él quería.
Fui directo al baño. Lo primero fue lo esencial: me preparé una limpieza anal completa con mi dispositivo especial. No era la primera vez que lo hacía. Desde los dieciocho, cuando empecé a explorar mi cuerpo sin prejuicios, ya conocía ese ritual. Hice varias pasadas, con agua tibia y paciencia, hasta sentirme completamente vacía, completamente lista. Me excitó imaginar por qué lo estaba haciendo.
Después vino la ducha. Dejé que el agua caliente cayera sobre mi cuerpo despacio, como una caricia previa. Cerré los ojos y pensé en él. En cómo sería. En cómo me miraría al abrir la puerta. En cómo me tomaría como suya. Me enjaboné con calma. Usé mi gel de aroma frutal, ese que deja la piel tibia con olor a fresa y mango dulce.
Luego me depilé todo el cuerpo. Las piernas, las axilas, los brazos. Y con especial dedicación… la vagina. Me dejé completamente lisa, sin un solo vello. Cada pliegue suave, cada rincón expuesto, listo. Quería que, al abrirme, viera pura piel desnuda y obediente. Como una muñeca lista para jugar.
Me lavé el cabello con mi shampoo frutal de manzana roja, el que me deja el pelo sedoso, brillante, con ese olor que dura horas y se queda pegado en la almohada. Lo enjuagué con calma. Lo desenredé aún bajo el agua.
Al salir, me sequé con una toalla grande y esponjosa. Me senté en la orilla de la cama, desnuda, con el cuerpo tibio, la piel todavía húmeda.
Me apliqué mi crema Victoria’s Secret de vainilla. La extendí por todo el cuerpo: los brazos, el cuello, los senos, el vientre, las piernas… y también entre las piernas. Quedé con la piel sedosa, brillante, oliendo dulce, comestible. Como una chica que no va a dormir… sino a entregarse.
Frente al espejo, comencé a maquillarme.
Opté por una base ligera, iluminador en las mejillas y sombras doradas suaves que combinaban con mis ojos. Un delineado fino, elegante, pero bien marcado, y rímel para alargar mis pestañas. Quería que mis ojos dijeran algo incluso cuando callara.
Y para cerrar… labial rojo intenso.
Ese tono que grita “bésame” y “destrúyeme” al mismo tiempo.
Me miré en el espejo por última vez. Mi cabello suelto, aún húmedo, cayendo con naturalidad sobre mis hombros. Los labios rojos, brillantes. La piel perfumada. El cuerpo listo.
Y yo… más mojada de lo que me atrevía a admitir.
Me vestí como quería que él me viera desde el primer instante. No habría juegos de escondite.
Me puse una lencería negra provocativa, con encajes y tiras de cuero, diseñada para encuentros BDSM. Encima, unos jeans de vinipiel negros, ajustados como una segunda piel. Una blusa blanca de tirantes con escote pronunciado, que apenas disimulaba lo que había debajo. Tacones negros altos. Y por último, una chamarra negra de vinipiel que completaba el look.
Llevaba solo un pequeño bolso de mano negro, discreto, elegante, donde metí lo indispensable.
Me perfumé: tres toques del perfume Guess Seductive Red —uno en el cuello, otro detrás de las orejas y uno más entre los senos—. El aroma era frutal, cálido, con fondo de cereza y vainilla que se mezclaba con mi piel. Sabía que él lo notaría.
Antes de salir, me acerqué al cuarto de mi mamá para despedirme. Ella me miró con esa mezcla de cariño y advertencia que solo una madre puede tener.
—No vayan a tomar tanto, ¿eh? Cuídense mucho. Y si van a andar de antro, manténganse juntas. Ya sabes cómo está todo…
—Sí, mamá, tranquila. Me voy a quedar con Fanny. Te escribo mañana.
Me dio un beso en la frente, algo cansada por su jornada. Me sonrió con ternura.
—Pásensela bien… pero pórtense bien también.
—Lo prometo.
Le sonreí de vuelta, la abracé rápido y me di la vuelta. Crucé la sala, abrí la puerta, y salí a la noche con el corazón latiéndome fuerte… no por ir a una fiesta, sino porque estaba a punto de vivir una noche de entrega total.
Caminé dos cuadras. Me alejé lo suficiente para estar fuera de la vista de mi casa, y entonces pedí un taxi por la app.
Ya iba vestida como quería. No había nada que ocultar.
El taxi llegó rápido. El chofer me miró por el espejo más de una vez. No le dije nada. Crucé las piernas con naturalidad. Mi ropa ceñida, mi escote, mis tacones, hablaban por mí.
—¿A qué habitación, señorita?
—Veintinueve —contesté sin dudar.
El motel era todo lo que imaginé: discreto, moderno, silencioso. El taxi me dejó en la entrada de la habitación. Me bajé. Toqué el botón del portón eléctrico. Se levantó lentamente, zumbando mientras subía, revelando la cochera de la habitación.
Y fue ahí donde vi por primera vez a Alfredo, quien venía bajando las escaleras para recibirme, ya que en la recepción del motel le habían avisado que tenía visita. Era alto, de hombros anchos, camisa de lino azul claro, pantalón oscuro, zapatos brillantes. Fornido, algo panzón, con una barba plateada muy bien cuidada. El rostro de un hombre con poder, seguridad… y mucho deseo. Pero lo que me derritió fue su perfume: masculino, amaderado, profundo. Me embriagó antes de decir una palabra.
Me miró como si ya supiera qué iba a hacerme.
—¿Alexa?
—Sí.
Sonrió, satisfecho.
—Eres más hermosa de lo que te ves en fotos. Entra.
Lo hice. Y el portón bajó tras de mí con un sonido que sellaba mi destino.
Subimos juntos las escaleras alfombradas, él caminando un paso detrás de mí. Sabía que me estaba mirando el trasero. Mis jeans de vinipiel marcaban cada curva como un molde perfecto. Y lo sabía. Lo quería. Me dejaba ver como una provocación viviente.
Al llegar a la habitación, el corazón me retumbaba en los oídos.
Era amplia. Cama king size, sábanas vino tinto. Espejos en el techo y la pared lateral, luces cálidas, una silla acolchada, y en el centro… el altar del pecado.
Sobre la cama había un despliegue de juguetes sexuales: esposas, plugs, pinzas, dildos, lubricantes y un antifaz. Todo dispuesto, ordenado, limpio. Elegante. Profesional. Como si fuera un menú.
Volteé a verlo. Él no apartó los ojos de mí.
—¿Quieres algo de tomar? —preguntó, como si eso fuera lo más normal del mundo.
—Tequila —le dije, sin vacilar.
—Cristalino, por supuesto. Lo mejor para una chica como tú.
Marcó a recepción. Mientras hablaba, yo respiraba hondo. Sentía mis pezones endurecerse bajo la blusa. Me temblaban los muslos. Mi tanguita debajo de la lencería estaba completamente mojada.
Y entonces lo supe.
No había vuelta atrás.
Y no quería tenerla.
Estábamos frente a frente. Él cerró la puerta con seguro, sin apuro, como si no existiera el tiempo. Yo sentía el corazón latiéndome en los oídos. Mi pecho subía y bajaba con ansiedad. Su mirada ya me desnudaba.
Entonces, algo nerviosa pero sonriendo, bajé un poco la voz y le dije casi en un susurro, con tono suave:
—Oye… antes de que empecemos… ¿me das el dinerito que quedamos?
Él sonrió como si le encantara que yo lo dijera así. Sacó el dinero en efectivo, me lo entregó sin una palabra, y yo lo guardé rápido en mi bolsita negra, sintiendo que ahora sí… estaba todo en su lugar.
Alfredo se acercó sin decir nada. Sus ojos se paseaban por mi cuerpo como si fuera un objeto precioso que acababa de comprar. No me tocaba, pero yo sentía sus manos en todas partes. Bajó la vista y se detuvo en mis muslos, en mis pechos realzados por la lencería, en mi respiración acelerada.
—Estás hermosa —dijo en voz baja—. Y esta noche, Alexa… vas a ser solo mía.
Se colocó detrás de mí. Sus manos se posaron en mi cintura, y con un movimiento lento, deslizó lentamente las manos bajo mi blusa blanca y la subió por encima de mi cabeza. Mis pechos enmarcados por la lencería negra quedaron al descubierto. No me moví. Solo cerré los ojos. Sentí cómo su palma rozaba mi piel, cómo me acariciaba con firmeza, con hambre.
—Qué putita más rica te ves así —murmuró junto a mi oído—. Esa blusita inocente… pero con encaje debajo, sin sostén, mojada desde antes de llegar. Sabías exactamente lo que hacías.
Yo misma me desabotoné los jeans de vinipiel y me los bajé lentamente, quedando con la lencería negra y los tacones aún puestos. Mis piernas largas, firmes, quedaron expuestas. Me sentí como una muñeca elegante… a punto de ser desempaquetada.
Me dio una nalgada. No fue fuerte… fue medida. Precisa. De esas que no duelen, pero despiertan algo dormido en la piel.
—No te imaginas cuánto he pensado en esto desde que vi tus fotos.
Me giró con delicadeza y me hizo caminar hacia la cama. El colchón crujió bajo mis muslos al sentarme. Me quitó el bolso de las manos, lo dejó a un lado. Luego se arrodilló frente a mí.
—Levanta los brazos —ordenó.
Obedecí. Me quitó el top de lencería con la misma paciencia con la que se desviste a una muñeca. Mis pezones se endurecieron al contacto con el aire. Luego me miró. Sonrió. Me contempló como si fuera una obra de arte viva.
—Mírate… —dijo—. Una muñeca perfecta para jugar.
Se inclinó y comenzó a besarme el cuello, luego el pecho, luego los pezones. Los lamió, los chupó, los mordió apenas. Yo gemía despacio, bajito, como si algo dentro de mí se estuviera deshaciendo. Me sentía derretida. Entregada. Como si ya no hubiera marcha atrás.
Se incorporó, abrió un pequeño frasco de lubricante y comenzó a calentar una cantidad generosa entre sus manos.
—Recuéstate boca arriba —dijo, y lo hice de inmediato.
Subió a la cama, colocándose entre mis piernas. Las abrió suavemente. Sus dedos se deslizaron por mi sexo húmedo, suaves al principio, luego con más intención. Jugó con mi clítoris en círculos, mientras sus ojos me observaban como si estudiara cada reacción.
—Estás tan mojada que pareces rogar por esto…
Y entonces, sin aviso, desvió sus dedos hacia atrás, hacia mi ano. Lo tocó con la yema, empapado de
lubricante. Mi cuerpo se tensó. Gemí. No de dolor, sino de puro shock… de excitación tan profunda que casi me dolía.
—Shhh… —susurró—. Solo respira. Vas a sentir algo delicioso.
Introdujo un dedo. Lento. Luego otro. Mi cuerpo se abrió con resistencia, pero también con deseo. Me sentí invadida, estirada, usada. Y me encantaba. Me acariciaba el clítoris mientras movía los dedos dentro de mí, dilatándome con paciencia. La mezcla del placer y el morbo era insoportable.
—Qué ano tan apretado tienes, nena… vas a quedarte marcada por mí.
Me arqueé, jadeando. El orgasmo me llegó cuando apretó los dedos dentro de mí y su lengua lamió mi clítoris con hambre. Fue un estallido caliente, líquido, brutal. Me sacudió entera. Me corrí fuerte, gritando su nombre, con la cara vuelta hacia el espejo del techo y las piernas temblando.
Me dejó respirar.
Luego se levantó, con una calma que me encendía más.
—Ven aquí —dijo, y me ayudó a levantarme—. Agáchate… y abre la boca.
Me arrodillé en la cama. Lo miré a los ojos. Abrí la boca. Él metió dos dedos lubricados y me hizo saborear mis propios jugos. Me sentí suya. Entera. Como si mi cuerpo ya le perteneciera.
—Eso… buena niña.
Volvió a la cama, abrió un estuche pequeño y sacó un plug metálico con una joyita rosa en la base. Lo cubrió de lubricante y me lo mostró.
—Te lo voy a dejar puesto. Para que te acostumbres. Para que recuerdes que tu culo ya tiene dueño.
Me giró, me colocó boca abajo, con las rodillas abiertas. Deslizó el plug con calma. Entró con un leve empuje. Mi cuerpo lo recibió como si lo esperara. Quedó firme, brillante, adentro.
Me dio una nalgada fuerte.
—Perfecta. Así me gusta. Obediente. Rica. Entrenada.
Me dejó así, con el plug puesto, el cuerpo abierto, el alma expuesta. Se sirvió un caballito de tequila, me lo ofreció, y brindamos en silencio.
La noche apenas comenzaba.
El tequila me quemó la garganta, pero también me aflojó algo más. Me sentí más ligera, más libre… más suya. Estaba desnuda, de rodillas sobre la cama, con el plug metálico brillando entre mis nalgas, la piel enrojecida de tantas caricias, y mi cuerpo latiendo como si el deseo se hubiera instalado en cada célula.
Alfredo —Ahora sí —dijo, con calma—. Te quiero atada.
Se levantó y sacó un par de esposas acolchonadas que estaban en la cama. Me tomó con firmeza por el brazo y me hizo girar. Me colocó de espaldas, boca arriba, con los brazos extendidos por encima de la cabeza. El colchón cedía bajo mi cuerpo rendido.
El sonido del clic metálico me encendió. Ya no tenía control. No podía separar mis brazos. Estaba completamente expuesta. Vulnerable. Rica.
—¿Confías en mí? —preguntó con voz baja.
—Sí —susurré, sintiendo el corazón acelerado.
—Entonces cierra los ojos.
Me colocó un antifaz negro de satén. Todo se volvió oscuridad. No podía verlo. No podía anticipar. Solo podía sentir.
El primer contacto fue su lengua. Descendió desde mi cuello hasta mis pezones, deteniéndose ahí como si fuera un banquete. Los lamió con lentitud, los succionó, los mordió apenas. Luego sentí una presión metálica. Las pinzas. Las colocó con precisión, una en cada pezón. Eran suaves, pero firmes. Apretaban, y al mismo tiempo me hacían temblar. Dolía… pero era un dolor dulce, delicioso.
—Te ves tan perra con las pinzas puestas… —susurró cerca de mi oído—. Tu cuerpo pide castigo, y yo te lo voy a dar.
Sentí cómo sus manos abrían mis piernas. Me colocó una almohada bajo las caderas, elevándome. El plug seguía en su lugar, recordándome que no tenía escape. Y entonces, su lengua descendió hasta mi sexo.
Fue una emboscada caliente.
Lamía con intensidad, con hambre. Su boca atrapaba mi clítoris, lo succionaba, lo presionaba con la lengua. Mi cuerpo se arqueaba involuntariamente. Las pinzas en mis pezones se agitaban con cada sacudida. Gemía fuerte, sin pudor. Las esposas me impedían tocarme. Estaba atrapada… y me encantaba.
—Eres deliciosa… —murmuró entre lamidas—. Te quiero así: temblando, mojada, sometida.
Me corrí tan fuerte que sentí el grito rebotar en las paredes. Un orgasmo líquido, explosivo, caliente. Él no se detuvo. Bebió de mí como si fuera agua bendita. Mis piernas temblaban. Mi vientre se contrajo. Me sentía abierta, vacía y plena al mismo tiempo.
Me quitó el antifaz. La luz cálida me cegó un segundo, y ahí estaba él… lamiéndose los labios, con los ojos prendidos en llamas.
—¿Quieres más?
—Sí, por favor… no pares —supliqué.
Me liberó las muñecas. Las marcas de las esposas en mi piel me recordaban que ya no era una chica cualquiera esa noche. Ya era suya. Una muñeca entrenada. Una puta bien usada.
Me puso de rodillas. El plug seguía insertado, brillante, pesado. Me colocó frente a él. Sacó su verga por la abertura del pantalón, gruesa, firme, con la punta enrojecida. Se la acarició una vez, y luego me la ofreció.
—Chúpamela. Pero como una perra agradecida.
Abrí la boca. Me la metí entera, sin protestar. Él me agarró del cabello con una mano y me marcaba el ritmo. La boca se me llenó de saliva. Se la chupé con ganas, con desesperación. Me gustaba sentirla endurecerse en mi lengua, notar su gemido contenido, su respiración agitada.
—Eso… así me gusta —murmuró entre dientes—. Una puta cara que se sabe tragar bien la vergota que le dan.
La sacó de mi boca y me escupió en la cara. Su saliva resbaló por mi mejilla. No dije nada. Solo saqué la lengua y la pasé por mis labios. Estaba mojada por dentro y por fuera… y deseaba más.
Me levantó de un jalón. Me hizo colocarme a cuatro patas, sobre la cama. El plug seguía en mi interior, vibrando con mis movimientos. Lo retiró con lentitud, y yo gemí fuerte, sintiendo el vacío que dejaba.
—Ahora sí, Alexa… prepárate. Me toca a mí.
Me retiró el plug con una lentitud que dolía. Sentí cómo el metal se deslizaba fuera de mí, dejando un vacío tibio, palpitante, que parecía exigir ser llenado otra vez… pero con algo vivo. Con él.
Alfredo se colocó detrás de mí. Lo escuché escupir sobre su verga, mezclarlo con el lubricante, y luego frotarla entre mis nalgas. La punta caliente presionó contra mi ano sin previo aviso. Me arqueé. Me aferré a las sábanas.
—Shhh… ya estás lista, muñeca. Respira. Vas a sentirlo entrar. Empujó.
Lento. Firme. Implacable.
Mi ano se abrió a su grosor como si lo recibiera por instinto. Me corrí del puro dolor delicioso que eso me provocó. Cada centímetro que avanzaba me hacía temblar. Gemía como una perra en celo, como una niña traviesa que por fin probaba el castigo.
—Eso… así… tragátela entera…
Cuando estuvo completamente dentro, se quedó quieto. Yo sentía su verga palpitando en mi interior, ensanchando cada fibra. Él jadeaba por encima de mí. Me tomó de las caderas y comenzó a moverse, primero lento, luego con ritmo. La fricción era intensa, salvaje, sucia.
El placer me quemaba. Mi ano se dilataba cada vez más con cada embestida. El eco de nuestros cuerpos chocando llenaba la habitación. Mi cara aplastada contra la cama, mis tetas rebotando con cada empujón, mis gemidos cada vez más rotos.
—Te entrenaste para esto, ¿verdad? —me decía al oído mientras me follaba—. Naciste para que te usen así.
Yo solo gemía. Lo deseaba tanto que me dolía.
En un movimiento fluido, me giró boca arriba, me alzó las piernas y me penetró vaginalmente sin pausa. Su verga entró empapada. Mi interior lo recibió con ansiedad. Me lo estaba cogiendo como una puta profesional… pero con alma de muñeca mimada.
Sus embestidas eran profundas, cada vez más fuertes.
—Eres una puta de lujo, Alexa —jadeó—. De esas que uno no se olvida jamás.
Se detuvo solo cuando notó que me corría por segunda vez. Mi squirt salpicó la cama, caliente, involuntario, brutal. Se detuvo, me miró temblar, y se rió, satisfecho. Me besó. No fue tierno. Fue dueño de mí.
Bajó. Me abrió las piernas y me lamió como si el squirt fuera un premio. Su lengua se perdió entre mis labios, succionando, chupando, jugando. Mientras tanto, me metió un dildo en el culo con una mano, y me masturbaba con la otra.
No sabía en qué momento dejé de pensar. Era placer. Solo eso. Puro. Sucio. Perfecto.
—Vamos a beber —dijo de pronto, levantándose.
Nos sentamos al borde de la cama. Él desnudo, yo sudada, despeinada, con la piel enrojecida y los pezones marcados aún por las pinzas. Me dio un caballito de tequila. Me lo bebí de un trago, con su sabor mezclándose con los restos de mi deseo en la garganta.
—Te voy a follar otra vez… pero esta vez quiero verte en el espejo.
Me colocó de pie frente al espejo lateral. Se puso detrás de mí. Me abrazó por la cintura. Metió su verga otra vez por detrás, y me folló lentamente mientras yo me veía siendo tomada. Ver su rostro tras de mí, mi cara de placer, mis tetas rebotando, mi ano abriéndose para él una vez más…
Me corrí gritando, sin poder sostenerme.
Caímos juntos sobre la cama. Respirábamos agitados. Él me abrazó por la espalda y empezó a metérmela otra vez sin decir nada. Quería más. Yo también.
Y así pasó la madrugada…
— Me folló una y otra vez, alternando mis orificios. — Me dio nalgadas, me lamió, me escupió, me bebió. — Me hizo lamerle los dedos después de meterlos en mi culo. — Me obligó a gemir su nombre una y otra vez. — Me llenó la boca de semen, se vino dentro, se vino fuera, y volvió a ponerse duro.
El sexo no se detenía. Solo cambiaba de ritmo. A veces suave. A veces brutal.
A veces con tequila.
A veces solo con su respiración pesada sobre mi cuello.
Cuando el cielo empezó a clarear, mi cuerpo ya no tenía fuerza. Tenía el ano adolorido, la vagina húmeda, los muslos marcados, los labios hinchados de tanto mamar.
—Te ves preciosa así… usada —me dijo acariciándome el cabello—. Como una muñeca de carne que nadie puede igualar.
Y me besó la frente.
Como si todo lo anterior hubiese sido amor.
No sabía cuánto tiempo había pasado. La habitación olía a sexo, a sudor y a tequila. Mis muslos aún temblaban por dentro, y el eco de los gemidos flotaba en el aire como una bruma invisible. Yo estaba tendida boca abajo, con las piernas abiertas, la piel húmeda, el cabello revuelto… y una sonrisa idiota de placer absoluto.
Alfredo se había recostado a mi lado, acariciando lentamente la curva de mi espalda con la yema de sus dedos. Me miraba como quien contempla una obra bien terminada. Pero en su sonrisa… había más. Mucho más.
—¿Sabes qué es lo más bonito de ti, Alexa?
—¿Qué? —pregunté en voz baja, sin fuerzas pero deseándolo todo.
—Que no finges. Todo lo que sientes, lo gritas. Y eso me vuelve loco.
Me besó la nuca. Luego se levantó. Se paseó desnudo por la habitación, tan cómodo, tan dueño de todo. Abrió el cajón junto a la cama y sacó algo que hizo que mi cuerpo, por instinto, se tensara otra vez.
Un látigo de tiras negras, de esos que no cortan… pero que saben dejar huella. Lo agitó una vez en el aire. Sonó suave, pero cargado de promesa. Luego sacó una vara delgada, tipo riding crop, con una punta pequeña de cuero.
—¿Confías en mí?
Asentí. Estaba dispuesta.
—Ponte en cuatro. Quiero verte desde todos los ángulos.
Me levanté sobre mis rodillas. Mi cuerpo ya sabía obedecerlo. Mi trasero elevado, mis pechos colgando, mi respiración corta.
Me metió el plug anal una vez más. Esta vez entró con facilidad. Mi ano se abrió dócil, obediente, caliente. Yo gemí cuando sentí la presión dentro de mí. Me encantaba esa sensación de estar llena… usada… lista.
—Muy bien, muñeca. Ahora viene el verdadero castigo.
Me acarició las nalgas con la mano, y luego soltó el primer golpe con el látigo. No fue fuerte. Fue perfecto. Un latigazo suave, múltiple, como si mi piel se encendiera en tiras finas.
Otro.
En la entrepierna.
Mi clítoris se estremeció. La mezcla de calor, miedo, deseo, me hizo gemir largo, ronco, sucio.
—¿Te gusta que te castiguen?
—Sí… me encanta…
—¿Y si te pego en esa conchita mojada?
—Pídelo —dijo.
—Pégame ahí, Alfredo… pégame donde me gusta…
El látigo cayó directo sobre mi vulva. La sensación fue electrizante. Un golpe rápido, cálido, húmedo. Me arqueé. El plug dentro de mí pareció moverse, como si se hiciera parte del castigo.
Me dio otro. Más fuerte. Y luego otro más. Mis labios vaginales latían de placer, y entre ellos escurría mi excitación sin pudor.
—Qué rico suena tu concha cuando la castigo —dijo con voz ronca.
Se acercó. Con mucho cuidado, quitó las pinzas de mis pezones, y las reemplazó.
Las colocó ahora en los labios de mi vulva. Una en cada lado.
El dolor era agudo, breve… pero exquisito. El placer se volvió mental, sucio, absoluto.
Me sentía como una obra de perversión perfecta.
—Mírate, Alexa… —dijo mientras me ponía frente al espejo—. Una puta de lujo, con las pinzas en la panochita, el plug bien metido en el culo, y la piel marcada por mi látigo.
Yo apenas podía hablar. Solo respiraba agitada, mojada como si mi cuerpo se derritiera en placer.
Y entonces… vino la vara.
Se colocó de pie frente a mí y comenzó a acariciar mis senos con la punta de cuero. Al principio, suave. Luego más firme. La deslizó por mis pezones adoloridos, y me azotó con precisión en múltiples ocasiones.
—¡Ahhh! —grité. Pero no fue dolor. Fue liberación.
Otro golpe. Más fuerte. Justo en el centro de mis tetas.
—¿Duele, perrita?
—Sí… pero lo amo…
—Dímelo mejor.
—¡Me encanta, Alfredo! ¡Dame más! ¡Castígame!
El último golpe me lo dio en ambos pezones al mismo tiempo. Mi cuerpo se estremeció. Me corrí… sin que me tocara. Un orgasmo puramente mental, sucio, humillante, delicioso. Grité su nombre. Temblé entera. Me desplomé de rodillas.
Él me sostuvo, me abrazó.
—Estás hecha para esto, nena. Para ser adorada y castigada a la vez. Nos quedamos abrazados unos minutos. Respirando. Volviendo.
Y él, en silencio, empezó a acariciarme entre las piernas una vez más… porque la noche aún no se terminaba.
No sabía si era noche o madrugada. La habitación olía a deseo viejo, a sexo profundo, a sudor seco sobre sábanas vino. Mi cuerpo era una masa temblorosa de placer: el ano sensible por tantas entradas, la concha hinchada de tanto uso, la piel marcada por los juguetes, los labios vagamente partidos por tantas gemas de gemido.
Y yo… aún quería más.
Alfredo estaba sentado a un lado, con los ojos clavados en mí. Me miraba con calma, pero con ese fuego controlado que ya conocía. Su verga colgaba pesada, usada, y aún así comenzaba a endurecerse otra vez. Sabía que no había terminado conmigo.
—¿Te queda algo de cuerpo para mí, Alexa? —dijo con voz grave, mientras se ponía de pie y se dirigía al buró.
—No sé… —respondí jadeando—. Pero pruébame.
Lo escuché abrir un frasco. El mismo lubricante espeso, brillante, transparente. El sonido pegajoso me dio escalofríos. Me estremecí de anticipación.
—Ponte a cuatro.
Obedecí sin pensar. Subí las rodillas a la cama, abrí bien las piernas, hundí el pecho y la cara contra el colchón, y alcé el culo hacia el techo como una puta bien entrenada. La espalda arqueada, la conchita abierta, el ano expuesto. Era una imagen perfecta. Lo sabía. Lo sentía.
Él se colocó detrás de mí y me acarició las nalgas con sus palmas grandes, firmes. Las abrió. Me escupió. Me frotó. Me adoró.
—Mírate —murmuró—. Qué hermosamente destruida estás. Y aún así… me la suplicas.
El plug seguía dentro. Lo tocó, lo giró un poco, lo besó con la lengua. Me hizo gemir con solo sentir su respiración caliente ahí.
Y entonces lo hizo. Lo retiró.
Lo sacó con una lentitud asquerosamente erótica, haciendo presión hacia afuera, girándolo con suavidad mientras lo deslizaba.
—Te lo voy a llenar mejor —susurró con una sonrisa oscura—. Ahora quiero sentir cómo me tragas de verdad.
El plug salió con un sonido húmedo, seguido de un gemido mío, grave, tembloroso. Mi ano quedó completamente abierto, tibio, vulnerable. Listo.
Y entonces comenzó el verdadero juego.
Primero, sus dedos. Uno, dos, tres. Todos lubricados, suaves, seguros. Mi cuerpo los recibió como si ya los conociera, como si los necesitara.
—Respira… y siente.
Mi esfínter se abrió. Lo sentí presionar con firmeza. Despacio. Constante. Con dominio. Su mano avanzaba, nudillo por nudillo, como si me abriera con una llave invisible. Yo gemía. Jadeaba. Lloraba de gusto.
Hasta que su puño estuvo completamente dentro.
—¡Ahhhhhh…! —grité, con la cara aplastada contra la cama, los brazos temblando, el cuerpo arqueado—. ¡Sí, Alfredo! ¡Dámelo todo!
Me dejó así. Quieto. Llenándome. Mi ano se adaptaba. Se expandía. Palpitaba. Me masturbaba por delante mientras su otra mano me poseía por detrás.
—Te trago entero… —susurré sin darme cuenta—. ¡Me llenas tan rico!
Se movió. Dentro. Giró lentamente la muñeca. La presión cambió, tocó nervios profundos. Me derretí. Me arqueé. Me corrí sin que nadie me tocara el clítoris.
Era el orgasmo más animal de mi vida. Silencioso. Sudado. Salado. Interno. No fue un grito… fue un colapso.
Cuando por fin retiró su mano, con esa mezcla de cuidado y brutalidad que solo él sabía equilibrar, yo me sentía vacía de nuevo… y desesperada por volver a llenarme.
Pero aún quedaba una parte de mí.
Me giró de lado, me acomodó las piernas, y sin decir una palabra, empezó a trabajar en mi vagina.
Uno… dos… tres dedos. Luego más. Me abría con calma, con experiencia. Yo gemía y me mordía la muñeca. La concha se abría. Goteaba. Pedía.
Y entonces sentí esa presión conocida. Su mano avanzaba. Las paredes de mi sexo la abrazaban. La invitaban. Se abrían.
Hasta que entró. Toda.
Me llenó. Me abrió. Me poseyó por dentro como nadie.
—¡Rómpeme! —grité—. ¡Destrúyeme rico, Alfredo!
Él se inclinó sobre mí. Me mordió la espalda baja. Me sujetó con fuerza. Me embistió con su propia mano.
Y me corrí de nuevo.
Me vino un squirt sucio, escandaloso, directo a sus muñecas. Grité, gemí, solté lágrimas calientes por el placer que me quemaba desde dentro.
Cuando salió de mí, lentamente, dejó mis dos entradas dilatadas, palpitando, abiertas como bocas satisfechas. Yo ya no era yo. Era solo una cosa feliz. Una muñeca de carne reventada por el deseo.
Él me abrazó por detrás. Me besó en el cuello.
—Eres perfecta. Y mía. Esta noche no la olvido jamás.
Yo solo sonreí. Aún desnuda. Aún temblando. Pero completamente llena.
Me estiré bajo las sábanas vino, con las piernas adoloridas, el sexo sensible y el ano aún vibrando con un calor tibio, como si algo suyo se hubiera quedado dentro. El cuarto seguía oliendo a nosotros. A placer. A gemidos pegados en las paredes. A cuerpo rendido.
Alfredo ya no dormía. Estaba sentado a la orilla de la cama, vistiéndose con calma, abotonando su camisa de lino azul con esa elegancia suya, natural, de hombre que tiene el control incluso después de follar salvajemente.
Cuando me incorporé, me miró y sonrió.
—¿Cómo amaneciste, muñeca?
—Con el cuerpo hecho trizas… y el alma sonriendo —respondí.
Se acercó. Me besó en la frente. Luego tomó mi bolso, lo abrió y colocó un fajo de billetes doblado, sin decir palabra. Yo lo observaba en silencio, sin prisa. Cuando terminó, lo cerró con suavidad, como si sellara un pacto.
Ya me había pagado los $3,000 por adelantado la noche anterior… pero esto era otra cosa.
Propina.
—¿Qué es eso? —pregunté con una ceja alzada, medio en broma.
—Un regalo. Porque no todos los días uno folla con una muñeca tan deliciosa como tú. Son mil más, y no acepto que me los devuelvas.
Me mordí el labio. Ese gesto me derritía. Tenía clase incluso cuando me trataba como su perra.
—Gracias —susurré.
Fui al baño. Me duché con calma, dejando que el agua caliente me borrara los rastros físicos… pero no el recuerdo. Me vestí: tanguita limpia, lencería doblada, jeans de vinipiel, la blusa blanca, tacones negros, la chamarra de vinipiel. Me miré en el espejo. El cabello peinado. La mirada tranquila.
Volví a ser “yo”.
—¿Te llevo? —preguntó Alfredo al verme salir del baño.
—No hace falta. Pediré un taxi. Discreción, ¿recuerdas?
Me miró, asintió y sonrió, como si entendiera que la muñeca debía regresar sola al mundo.
—Haz lo que quieras, muñeca. Ya eres toda una reina. Pero no te desaparezcas.
—Lo pensaré.
Tomé mi bolso. Salí de la habitación. Bajé la escalera sin mirar atrás.
El taxi me esperaba afuera. Subí sin apuro, con la sensación tibia de satisfacción recorriéndome por dentro.
—¿A dónde la llevo?
—A Andares, por favor. Directo al Palacio de Hierro.
El chofer asintió. Me recosté en el asiento. Las calles pasaban frente a mí como si fueran parte de un sueño. Y yo, todavía con las piernas entumidas de tanto placer, iba a recoger mi premio.
Apenas entré a la tienda, mis ojos se clavaron en esa bolsa Guess negra con el logo en relieve… era justo mi estilo: elegante, atrevida, con toques dorados y ese aire provocador que combina perfecto con mis jeans ajustados y escotes. Tenía correa corta para llevarla al hombro y otra larga por si quería cruzarla… simplemente me imaginé caminando con ella y supe que tenía que ser mía.
Costaba $2,890. No dudé. La tomé. La pagué en efectivo. Ni pregunté por otra. Me la colgué del brazo. Me miré en el espejo de la tienda. Y sonreí.
Ahora sí era mía. Y la había ganado con cada gemido, con el dolor que desgarraba mi ano y vagina, con el sudor ardiente que empapaba mi piel.
Pedí otro taxi. Me recosté en el asiento, viendo las calles pasar.
Llegué a casa tranquila. Mamá no estaba. Turno en el hospital.
Entré. Silencio.
Subí a mi cuarto. Me quité la chamarra. Guardé el bolso en el clóset, encima de mis cosas favoritas. Me quité los jeans. Me acosté. Cerré los ojos.
Y mientras me acomodaba en la cama, sentí ese ardor suave entre las piernas, esa vibración callada en el culo… ese recordatorio perfecto de lo que valía.
Sonreí sola.
El glamour cuesta.
Pero a veces… se paga con placer.
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Alexandra Love.


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