El prostibulo infantil. Segunda parte: La Decisión
El cliente indeciso decide que uno no basta. Tendrá el goce de recibir un contraste excitante e inigualable .
Hola. Les pido disculpas por la demora, pero andaba algo corto de tiempo para escribir la continuación. Quizás alguno recuerde que en mi relato anterior https://sexosintabues30.com/relatos-eroticos/gays/el-prostibulo-infantil-tu-decides-como-sigue/, los lectores pudieron votar por cómo continuaba el relato, y debido a que hubo un empate, tuve que satisfacer a ambas mayorias de mis degenerados votantes. Espero que disfruten lo votado.
tl:p0588s
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La tablet ardía en mis manos. Miguelito, el experto. David, el preadolescente cachondo. Juan, el adolescente seguro. Todos increíbles. Pero mis dedos no podían dejar de pasar entre dos: la de Gabrielito, riendo con su cara de bebé, y la de Felipe, con esos ojos asustados que prometían una lucha deliciosa. «El inexperto y asustado» contra «La inocencia personificada». ¿Cómo elegir?
Mi verga palpitaba contra el pantalón, dura como una piedra, negándose a decidir. Quería la dulzura juguetona de Gabriel, pero también quería romper el miedo virgen de Felipe. Quería las dos cosas. La necesidad de tenerlos a los dos me recorría como un calambre eléctrico.
—¿Problemas para elegir? —la voz del proxeneta era calmada, como la de un vendedor de una tienda cualquiera con un cliente indeciso. Se acercó y miró la pantalla.— Ah. Esa combinación. Intenso. Gabriel para la ternura, Felipe para la… intensidad. ¿Vas a por los dos? Puedo hacer un descuento por el segundo.
—Sí —logré decir, la palabra me salió ronca y seca.— Los dos. El trío. Pensé que si era necesario pediría un crédito para pagar esto, o lonque fuera, pero no podía dejar de pasar la oportunidad.
—Buena elección. Te va a gustar el contraste. Espera aquí.
Salió un momento y regresó guiando a los niños. La visión me dejó sin aliento.
Gabriel entró gateando, riendo con esa risa gutural de bebé. «¡Juga!» dijo, empujando un bloque de goma con la mano. Llevaba solo un pañal, su barriguita redonda y su piel suave brillaban bajo la luz. Era pura inocencia, sin una gota de miedo.
Y luego estaba Felipe. El proxeneta lo tenía de la mano, tirando de él suavemente. El niño de siete años ya llevaba la mordaza puesta, una banda ancha de tela azul que le tapaba la boca y le hundía las mejillas. Sus ojos, enormes y color miel, estaban desencajados por un pánico absoluto. Y ahí estaba el detalle… el detalle que me hizo mojar los labios. Un charco oscuro y húmedo empapaba la entrepierna de sus pantalones cortos grises. Se había meado del miedo. El olor dulzón llegó hasta mí y mi verga dio un pequeño movimiento de excitación. Era la prueba física de su terror, de su inocencia rota, y era hermoso.
—Ya ves —dijo el proxeneta con un tono práctico, como explicando un procedimiento—. La mordaza es necesaria. Felipe tiende a… protestar. Gritos, llantos. Sonidos fuertes. Y con Gabrielito aquí, queremos un ambiente tranquilo, ¿no? Para que el pequeño no se asuste y pueda disfrutar del juego. —Señaló con la cabeza unos altavoces discretos de donde salía una suave melodía infantil.— La música también ayuda. Lo calma. Crea la atmósfera correcta.
Luego se agachó, poniéndose a la altura de Felipe, que temblaba como una hoja.
—Y en cuanto a los límites, por su seguridad —continuó, su voz era firme y didáctica—. Gabriel: solo juegos superficiales. Cosquillas, lamidas, que te chupe la verga. Nada de penetración. Es demasiado pequeño, su cuerpecito no está formado para eso. Y Felipe… —Puso una mano en el hombro del niño, que se estremeció.— Felipe es nuevo. Su agujerito está sin estrenar ¿Ha penetrado alguna vez a un niño tan pequeño?
—Sí.— Respondí con los recuerdos de mi sobrino ya crecidos volviendo deliciosamente a la cabeza.
—En ese caso, puede penetrarlo, pero si llega a provocarle algún tipo de daño permanente, sufrirá consecuencias graves.— Dijo en un tono de calma que daba a entender que era una amenaza de algo más que una multa en dinero. Sin embargo, ya sabía perfectamente cómo notar cuándo detener la intensidad.
Asentí tragando saliva. Las reglas estaban claras. Eran el marco perfecto para mi diversión.
—Entendido —dije, mi voz sonó ronca.
—Bien. Disfruta. —El proxeneta dio una palmada suave en la espalda de Felipe, empujándolo hacia el centro de la habitación, y salió, cerrando la puerta.
Quedamos solos. La música infantil sonaba, una canción tonta sobre un elefante. Gabriel gateó hacia mí, mirando mi pantalón con curiosidad. «¿Chupé?» preguntó, con esa voz diminuta que no podía formar frases completas.
Felipe se quedó parado, inmóvil, excepto por el temblor incontrolable de sus piernas. El charco de orina en sus pantalones oscurecía aún más la tela. Sus ojos, sobre la mordaza, no dejaban de suplicar.
Sonreí. El contraste era perfecto. Me arrodillé en la alfombra suave, a medio camino entre la risa y el terror.
Mi corazón latía con un ritmo acelerado de pura anticipación. La experiencia me había enseñado que los límites, esas líneas que los proxenetas dibujaban con tanta cautela, a menudo eran más flexibles de lo que parecían. La resistencia inicial de un niño, ese miedo virgen, podía ceder bajo la presión correcta, revelando una capacidad de aceptación que ellos mismos desconocían. Había visto a pequeños de la edad de Felipe, o incluso menores, adaptarse, ceder, abrirse con un gemido que no era solo de dolor, sino de una rendición profunda y instintiva.
Felipe yacía a mi lado, su cuerpo tenso como un poste. Sus ojos, enormes y húmedos sobre la mordaza, reflejaban un pánico que me erizaba la piel de placer. Su pequeño agujerito, rosado y apretado, se contraía espasmódicamente, un guiño de miedo. Pero yo sabía. Sabía que detrás de esa resistencia elástica y dolorosa, había una pequeña cavidad que podía, que *quería*, ser ocupada. No solo la punta de un meñique. Un poco más. Lo suficiente para que la violación fuera real, para que la posesión fuera absoluta.
Gabriel, en un contraste divino, era pura luz. Se había sentado sobre sus piernas regordetas, embelesado con su propio cuerpo. Sus manitas regordetas exploraban su barriguita redonda, se pellizcaban los pequeños pezones, acariciaban la suave piel de sus muslos. «¡Yo!» decía a veces, riéndose, feliz de su propio descubrimiento. Su pene diminuto, un botón rosado, que era acariciado con excitación inocente. Era la imagen perfecta de la curiosidad despreocupada, un juego que no entendía pero disfrutaba plenamente.
—Mira, Felipe —susurré—. Mira cómo se toca. Así de fácil es. Así de natural.
Pero no esperé una respuesta. Con una mano, mantuve sus piernas delgadas y temblorosas bien abiertas. Con la otra, ya no unté solo mi dedo. Empuñé mi verga, palpitante y dura, y la embadurné generosamente con el lubricante frío que brillaba bajo la luz tenue. La punta, gruesa se veía obscena contra la pequeñez de su cuerpo.
Felipe debió sentir el cambio de intención, el peso diferente. Un sonido ahogado, desesperado, un quejido que era casi un chillido de animalillo, se filtró por la mordaza. Sus ojos suplicaron, pero yo solo vi el objetivo.
Presioné. con la punta de un dedo meñique y lentamente fui probando a ver si se dilataba suficiente como para probar con la punta de mi miembro.
El dolor debió ser instantáneo y agudo. Felipe se estremeció violentamente. Todo su cuerpo se convirtió en un espasmo de negación. Sus músculos se apretaron con una fuerza sobrehumana, intentando expulsar la intrusión imposible. Un gemido largo y gutural, ahogado por la mordaza, llenó el espacio entre nosotros. Pero yo empujé. Con la experiencia de haber hecho esto antes, con el conocimiento de cuánto podía aguantar un cuerpo pequeño, empujé para sentir la violación pura y dura.
No entré mucho. Un centímetro era suficiente. Era más de lo que debía. Era la transgresión absoluta. Su cuerpo la aceptó a la fuerza, con un estremecimiento que recorrió cada uno de mis nervio. Empecé a moverme. Cortas, duras embestidas que hacían que su cuerpo flácido se sacudiera sobre la alfombra. Cada uno de sus gemidos ahogados era un latigazo de placer para mí. Su mirada ya no suplicaba; estaba vidriosa, perdida en un shock doloroso y profundo.
Mientras violaba a Felipe, mi mirada estaba fija en Gabriel. El niño, completamente ajeno al infierno que sufría el otro, se reía y se tocaba. Se había llevado los dedos de los pies a la boca, chupándolos con ruido. Luego, fascinado, agarró su pequeño pene y comenzó a jalarlo con curiosidad, frotándose con una inocencia que era el contraste más excitante que podía imaginar. «¡Mío!» dijo, riendo, mirando su propia carita de felicidad en el espejo de mi gozo.
La escena era demasiado. El dolor mudo de Felipe, la alegría inconsciente de Gabriel, la música infantil sonando como una banda sonora sarcástica. La presión en mi base se volvió incontrolable, un torrente listo para explotar.
Sacar mi verga del culito destrozado de Felipe fue rápido y brutal. Me arrodillé frente a Gabriel, que me miró con curiosidad, sus manitas aún en su pene.
—¿Leche? —pregunté, jadeando.
Él sonrió. «¡Sí!»
No fue necesario guiarlo. Apunté directamente a su pequeño pene y a su barriguita limpia. Con un gruñido animal, el primer chorro grueso y caliente salió disparado, golpeando su pene y su vientre. Gabriel chilló de sorpresa, mirando hacia abajo la sustancia blanca que le manchaba la piel. «¡Caliente!» gritó, riendo, sin entender, frotándose la panza y embadurnándose la leche.
El orgasmo fue violento y prolongado. Chorros y chorros, cubriendo al niño, que ahora reía y jugaba con el semen como si fuera pintura. Cuando terminé, jadeante, mi verga aún goteaba sobre la alfombra.
No había terminado. La imagen era perfecta, pero podía ser mejor. Con la mano que aún estaba empapada de mi propia leche y del lubricante, agarré suavemente la cabeza de Gabriel, que aún reía. «¡Más!» pedía. La incliné hacia el ano de Felipe, que seguía abierto, rojo y palpitante, marcado por mi violación.
Su culo seguía abierto y rojo. Froté mi verga en las paredes de su entrada para sacarme ahi los restos de semen mientras altrnaba mi lorada hacia Gabriel con su boquita risueña y sus mejillas embadurnadas de mi semen con el que jugaba a esparcir.
Finalmente, Gabriel se cayó de costado sobre la alfombra, riendo ahora de la caída, completamente ajeno al significado de lo que había pasado, llevándose a la boca los dedos cubiertos restos de mi semen. Felipe yacía inmóvil, excepto por el leve temblor que le recorría las piernas. Su respiración era un silbido superficial a través de la tela. El olor a sexo, miedo e inocencia llenaba la habitación.
La puerta se abrió justo en ese momento. El proxeneta entró. Su mirada profesional escaneó la escena de un vistazo: a Gabriel jugando con los restos de semen en su barriga, a Felipe tirado y expuesto, su pequeño ano visiblemente enrojecido e irritado, con rastros blancos alrededor del margen.
—Parece que fue una sesión productiva —comentó con su voz tan calmada como siempre. Se acercó primero a Gabriel.— Vamos, pequeño, tiempo de limpiarse. —Lo tomó en brazos con facilidad, usando una toalla húmeda para limpiar su barriga y su pene con movimientos expertos. Gabriel se quejó, «¡No!», pero el hombre era rápido y eficiente.
Luego se agachó junto a Felipe. Su mirada se posó en el daño causado. —Hmm. Casi al límite, ¿verdad? —dijo, no con enfado, sino con una evaluación práctica. Examinó el área con un dedo, haciendo que Felipe se estremeciera y emitiera un sonido de dolor ahogado.— Irritación moderada. Un pequeño desgarro superficial. Nada que un poco de crema no pueda manejar. Para la próxima vez, aguantará un poco más. Se acostumbran. —Su tono era el de un mecánico evaluando una pieza de motor.
Me limpié con la misma toalla que él me pasó después, observando cómo limpiaba y vestía a Felipe con movimientos impersonales. El niño no ofrecía resistencia, estaba ausente.
—La próxima vez —dijo el proxeneta, ya en la puerta con un niño en cada brazo—, si repites con Felipe, podremos intentar con dos dedos. Quizás cin uno de nuestros adolescentes será aún más divertido.
Asentí con una sonrisa de satisfacción profunda en mis labios. La música infantil seguía sonando. La melodía ahora sonaba como victoria. Salí de la habitación con el placer aún recorriendo mi cuerpo. Mientras salía a la calle, tenía una certeza poderosa: Esto no será la primera vez.
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