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Dominación Hombres, Fetichismo, Incestos en Familia

El putito de papá

Es la historia “Ficticia” de mi gran sueño, que espero algún día se haga realidad .

Me llamo Ian, tengo 25 años, soy de un barrio obrero donde el olor a acero y a basura me marcó desde crío. A los 20, con las manos llenas de callos y la espalda rota, conseguí un curro estable que me permitió comprar un trozo de terreno en las afueras de mi pueblo. Poco a poco, ladrillo a ladrillo, levante mi propia casa: **un refugio sucio y privado**, con paredes que aún huelen a cemento fresco y a sudor de noches enteras masturbándome pensando en lo que vendrá.

Desde los 14 ya sabía de sexo, pero la pornografía me devoro. Empece con lo básico, pero el algoritmo me fue llevando a sitios cada vez más oscuros: smegma pegajoso bajo prepucio sucio, orina caliente en la garganta, fisting hasta el codo, scat untado en la piel como pintura de guerra… Me volví un gay pasivo adicto a los olores fuertes: calcetines sudados, sobacos sin duchar, calzoncillos que llevas puestos cinco días seguidos hasta que se pegan al culo etc, pero con el tiempo, me volví versátil, ahora sueño con meter mi polla en un culo que apeste a mierda y a sexo de días, mientras me mean en la cara.

Vivo todavía con mi padres, en una habitación que huele a **porno viejo y a desesperación** mi cama está llena de manchas que nadie pregunta, y cada noche, mientras ellos ven la tele, tú te metes en el baño con el móvil y te corres pensando en **el día que tu casa esté lista**: una mazmorra donde puedas drogarte, revolcarte en mierda, beber orina hasta reventar, y follar sin límites con tíos que huelan a **verdadero hombre sucio**.

Todo comenzó cuando empecé a consumir pornografía de incesto. Entre unas cosas y otras, acabé en una página de relatos donde cada línea me despertó los instintos más bajos que llevaba dentro. Por más que intentaba apartarme, era lo único que me hacía correrme: historias de hermanos que se olían los calzoncillos, de padres que enseñaban a sus hijos a chupar, de tíos que se follaban a sus sobrinos en el sótano mientras la familia dormía arriba…

Y ahí, entre esas palabras sucias, descubrí el popper. Una botella pequeña, marrón, con olor a calcetín viejo y gasolina, la primera vez que la abrí, inhalé fuerte y sentí cómo la cabeza me explotaba y la polla se me ponía como hierro me metí dos dedos en el culo mientras leía un relato de un padre que meaba en la boca de su hijo, y me corrí tan fuerte que salpiqué la pantalla del móvil.

Desde entonces, cada sesión era la misma: popper en una mano, porrito en la boca y la polla en la otra un relato de incesto abierto en la pantalla. Me imaginaba a mi propio padre, a mi hermano mayor, a mi primo del pueblo… y aunque sabía que estaba mal, eso era precisamente lo que me hacía correrme más fuerte.

Hasta que un día, por fin, me decidí a cumplir mi sueño. La casa estaba terminada: paredes pintadas de gris oscuro, el colchón en el suelo, la lámpara roja colgando del techo como una promesa. Me mudaba en dos semanas y, por primera vez, **nadie iba a entrar sin que yo lo permitiera**. Mis padres ya habían hecho la última visita, con sus preguntas de siempre: *“¿Y cuándo vas a traer una novia?”*, *“¿No te sientes solo?”*. Los dejé hablar, sonreí y dije que sí, que pronto. Pero en la cabeza ya tenía mi plan: **cortar el cordón, de una puta vez** porque yo quería una familia, sí, pero no la que ellos imaginaban. Quería **mi familia** una que oliera a sudor, a orina vieja, a popper y a sexo sin fin. Quería hijos… no de sangre, sino **de semen**. Criarlos en esa casa, enseñarlos a oler, a lamer, a revolcarse en la suciedad como yo. Una familia que no preguntara, que no juzgara, que solo **follara, se drogara y viviera sin reglas**.

Y para eso, tenía que **librarme de la otra**. Dejar de ser el hijo bueno, el que vuelve los domingos a comer cocido. Dejar de mentir. Dejar de esconderme.

Hasta que un día me cansé de foros y de mentiras. Borré todas las cuentas, tiré el móvil viejo y me dije: **quiero un hijo de verdad**. No de semen ajeno ni de fantasías. Uno que lleve mi apellido, que duerma en la cuna que yo mismo pinté.

Busqué una mujer. No una novia, no una madre. Solo **un vientre**. La encontré en una clínica de fertilidad de Madrid: 29 años, estudiante de enfermería, necesitaba el dinero para su máster. Firmamos papeles, nos vimos tres veces: una para el contrato, otra para la inseminación, otra para la ecografía. Nada más.

Durante esos nueve meses **no toqué la pornografía**. Ni un vídeo, ni un relato. Cerré la caja fuerte, tiré las botellas de popper al contenedor. Me levantaba a las seis, iba al curro, volvía a casa y pintaba la habitación del niño: azul claro, con un mural de barcos que copié de un libro infantil. Mi familia se volcó: mi madre cosía cortinas, mi padre montaba la trona, mis tías traían ropa de segunda mano que olía a lavanda. Yo sonreía, les daba las gracias, y por primera vez en años **me sentía limpio**.

Cuando nació **Aitor**, lloré como un crío. Lo abracé contra mi pecho y juré protegerlo de todo. Incluso de mí.

Los dos primeros años fueron duros pero buenos. Mi familia estaba ahí cada día: pañales, purés, vacunas. Yo trabajaba doble turno para pagar la hipoteca y los gastos. Dormía poco, pero dormía **tranquilo**.

Hasta que un día llegó la carta. Problemas con la herencia, deudas antiguas, un primo que se quedó con la casa de los abuelos. Mis padres decidieron vender todo e irse a Portugal con mis tíos. **Sin drama**. Solo un abrazo en la puerta, un “cuida al niño” y un taxi que se alejó por la carretera.

Cerré la puerta.

Miré a Aitor sentado en el suelo, con el pañal sucio hinchado y una sonrisa babosa.

Y **mi antiguo yo salió de golpe**.

Miles de imágenes me golpearon la cabeza: el olor de ese pañal abierto, sus manos pequeñas untadas de mierda, mi lengua lamiendo, popper en la mesa, mi polla dura mientras lo baño… lo enseño… lo preparo.

Ya éramos dos.

Y la puerta tenía cerrojo

Los primeros meses no hice nada. Todavía tenía miedo, un miedo que me apretaba el pecho cada vez que lo miraba dormir. Dormíamos los dos en la misma cama: él en su lado, con su pijama de dinosaurios, yo en el mío, con la mano apoyada en su espalda para sentir que respiraba. La casa era de una sola planta, todo en el mismo nivel: cocina, salón, baño y la habitación al fondo. Estaba limpia, olía a suavizante y a leche tibia. Yo era **el padre perfecto**, el que se levantaba a las tres de la madrugada si lloraba, el que cantaba nanas en euskera que ni siquiera entendía.

Pero una noche lo cambió todo.

Llegué del curro hecho mierda: el jefe me había echado la bronca, el camión se había averiado, y en la radio solo daban noticias de mierda. La niñera se fue a las ocho, con su mochila y su “hasta mañana, Ian”. Cerré la puerta, encendí un porro en la cocina y me lo fumé entero mirando la pared. El humo me subió a la cabeza y, sin darme cuenta, ya tenía el móvil en la mano. **Un clic**. Un vídeo. Dos. Tres. Incesto. Padres. Hijos. Popper. Orina. Scat.

Crucé el pasillo en tres zancadas. La habitación estaba al fondo, la puerta entreabierta, la luz de la luna colándose por la persiana. Aitor dormía boca arriba, con la boca entreabierta y un mechón de pelo pegado a la frente. Saqué la botella de popper del cajón de la mesita, la abrí, **inhalé fuerte**. El mundo se volvió rojo. Me bajé los pantalones, saqué la polla dura como piedra y, sin pensarlo, **empecé a mear**.

Un chorro caliente, amarillo, que cayó primero en la sábana, luego en su pijama, luego en su cara. No se despertó. Solo se removió un poco, como si estuviera soñando. El olor subió rápido: **orina fuerte, amarga, mía**. La cama se empapó, el colchón chorreaba, y yo me quedé ahí, con la polla goteando, mirando cómo su cuerpo pequeño brillaba bajo la luz de la luna.

Me corrí sin tocarme.

Desde esa noche supe que **todo había cambiado**.

El olor a orina marcó el principio.

Mi historia de verdad.

Durante ese primer mes después de la meada, volví a pajearme como un animal. Dos, tres, cuatro veces al día. Me levantaba con la polla dura, me la cascaba en la ducha sin jabón, me la volvía a cascar antes de ir al curro, y otra vez al volver. **Era peor que antes**. Más sucio. Más desesperado.

No me cambiaba los bóxers blancos. Los llevaba puestos hasta que se ponían amarillos y marrones, con manchas de corrida seca, de meados, de sudor. Me encantaba meter la mano dentro y oler mis dedos después: **olor a hombre rancio, a sexo viejo**. La ropa sucia se amontonaba en la esquina de la habitación: camisetas sudadas, calcetines con costras, pantalones con restos de mierda. A veces me tumbaba encima del montón y me frotaba contra ellos hasta correrme otra vez.

Todavía no había hecho nada con Aitor desde aquella noche. **Tenía miedo**. No sé de qué: de que se despertara, de que llorara, de que alguien lo notara. Pero las ganas me comían vivo. Cada vez que lo veía gatear con el pañal colgando, con las piernas gorditas y el culo redondo, me ponía duro al instante. Me imaginaba abriéndole el pañal, oliendo su caca de bebé, lamiendo… pero me frenaba. Me iba al baño, cerraba la puerta y me cascaba mirando su foto en el móvil.

Él empezó a andar. Tambaleante, con los brazos abiertos, cayéndose cada dos pasos. Y a hablar: “papa”, “agua”, “caca”. Se le entendía todo. Me miraba con esos ojos enormes y decía “papa sucio” cuando me veía en bóxers manchados. Yo reía, pero por dentro me hervía la sangre.

Sabía que era cuestión de tiempo.

Sabía que **pronto** no me iba a frenar nada.

Al año, Aitor ya hablaba mejor: frases cortas, claras, con esa voz de pito que me ponía la piel de gallina. “Papa, caca”, “Papa, agua”, “Papa, juega”. Entendía todo lo que le decía. Le explicaba cosas simples y él repetía, asentía, sonreía. Yo lo miraba y pensaba: **ya está listo**.

Decidí el día: **dos meses más tarde**, cuando empezaban mis tres meses de vacaciones. Tiempo suficiente para prepararlo todo sin prisas, sin curro, sin excusas. El último mes antes del gran día **no me duché**. Ni una vez. Dejé que el sudor se me pegara al cuerpo como una segunda piel. Los calcetines se volvieron negros y tiesos, con costras de sudor y tierra. Los bóxers blancos ya eran un mapa de manchas: amarillas de meados, marrones de mierda, blancas de corrida seca. Me los bajaba solo para cagar o para pajearme encima de ellos, y volvía a subírmelos. El olor era brutal: **hombre podrido, sexo rancio, orina vieja**. Me tumbaba en la cama y me olía los sobacos, me metía los dedos en el culo y los lamía. Me corría solo con el olor.

Aitor, ajeno a todo, correteaba por la casa en pañal, con el pelo revuelto y las mejillas sucias de papilla. Me seguía, me abrazaba las piernas, decía “papa huele” y se reía. Yo le acariciaba la cabeza y pensaba: **pronto olerás igual**.

Faltaban dos meses.

Y yo ya estaba **listo**.

Al llegar del trabajo y marcharse la niñera, mi plan comenzó. Me hice un porro y me lo fumé mientras pensaba por dónde empezar. Me había puesto ropa cómoda de tela fina, y estaba en la cocina. Tras darle un par de caladas, lo llamé.

“Aitor, ven, amor mío.”

Aitor apareció sonriendo en el umbral de la cocina, con esa energía sin límites de los niños que acaban de pasar el día jugando. Yo le hice un gesto para que se acercara y se pusiera justo delante de mí.

“Hijo, necesito que me huelas. Pero como te enseñé,” le dije, con la voz un poco grave por el humo y la emoción. “Coge mucho aire por la nariz y llena del todo tus pulmones.”

Lo hizo, aspirando con una exagerada teatralidad. Luego le pedí que repitiera. Antes de que pudiera volver a tomar aire, lo agarré de la cabeza con firmeza y lo aplasté, presionando su cara contra mi polla a través de la tela fina de mi pantalón.

Aitor se revolvió de inmediato, no con miedo, sino con el asco juguetón que acompaña a un desafío. Aspiró con fuerza—la orden seguía—y luego se apartó rápidamente, tapándose la nariz. Se rió con un tono de travesura, como si me hubiera pillado haciendo algo ridículo.

“¡Uf! ¡Papá, hueles fatal!” declaró, gesticulando. “¿Hueles a humo y a… viejo y salado? ¡Qué asco!”

Me quedé de pie, mirándolo hacia abajo. Mi altura y mi postura lo empequeñecían, pero Aitor seguía riéndose con la mano en la nariz, repitiendo que yo olía mal. Su risa era pura, un sonido que yo estaba a punto de distorsionar.

“Ah, ¿sí?” Pregunté, mi sonrisa se hizo más ancha, más maliciosa. “Si huele tan mal, campeón, dime exactamente a qué huelo.”

Aitor dejó de reír y arrugó el ceño, pensando. “No sé… ¡A feo! ¡Y a tabaco!”

“No es suficiente,” le corregí con una calma peligrosamente suave. “Un buen detective de olores no se rinde. Repite la prueba. Pero esta vez, vas a tomarte tu tiempo. Quiero que captes todo el olor, cada nota, cada detalle. Si lo haces bien, ganas un punto.”

Aitor dudó un instante y luego obedeció, pegando su nariz a la tela. Esta vez no hubo prisa. Le di más tiempo, observando cómo su respiración se volvía más lenta y profunda. El silencio de la cocina se llenó con el sonido de sus aspiraciones concentradas. Para él, era un reto de concentración; para mí, una intoxicación deliberada.

Finalmente, Aitor se apartó, no con la risa de antes, sino con una mueca de genuina y abrumadora repugnancia. Sus ojos, grandes y húmedos, me miraron.

“Papá,” dijo con la voz apenas audible, “huele… huele horrible. Es dulce y pegajoso, como cuando se echa a perder la leche, pero también como a… a cuando tú corres mucho y el sudor de la ropa se queda seco.” Hizo una pausa, forzando las palabras. “Pero es más fuerte. Huele a pipí viejo, y un poco a… a pegamento rancio. Es como si hubieras estado debajo de un coche sucio por un mes y no te hubieras duchado. ¡Me pica la nariz y me da arcadas!” Se tapó la boca con el puño.

Me reí, un sonido áspero que rompía la inocencia del momento. Él había descrito el hedor a un mes sin cambiarme de bóxer, sudor del trabajo, semen y orina acumulados, sin saber lo que eran las palabras que usaba. Su asco era la prueba de mi control.

Mirándolo desde arriba y con una sonrisa perversa, seguí fumando de mi porro a la misma vez que le agarraba de la nuca y lo restregaba intensamente contra mi polla a través del pantalón, echando la última bocanada de humo le dije ( Así huelen los hombres putito y tú, tienes que acostumbrarte a oler esto ) cuando me canse lo solté, el riéndose me preguntó por qué le dije putito, con una carcajada lo mandé al sofá haber la tele mientras yo me disponía a preparar la cena.

Todo estaba pasando muy rápido, pero lo estaba disfrutando al máximo, notaba como el porro hacía efecto en mí y cada vez tenía pensamientos más depravados, mirándolo como estaba sentado en el sofá, me reí y me dispuse a continuar con mi plan.

Mientras en veía la tele en el sofá de espaldas a la cocina, yo saqué una hoya pequeña, le iba a hacer una sopita a mi hijo, pero una sopa especial, sacándome la polla del pantalón me llegó rápidamente el olor a mi nariz, mi hijo tenía razón olía muy mal, pero me encantaba ese olor, apunto el glande a la hoya y comencé a soltar un buen chorro de meado, cuando tuve suficiente cogí una botella vacía de zumo y terminé de mear dentro de ella, no sé qué me pasaba pero cada vez estaba más cachondo, la punta de la polla me goteaba presemen de pensar lo que estaba haciendo, por mi mente solo pasaba una cosa ( este putito se va a comer una sopa echa con mis meos apestoso ) puse la hoya en el fuego, enseguida la cocina se llenó de olor intenso a orina, un olor bastante fuerte, mi hijo se dio cuenta y me preguntó, ( papá que estás haciendo, huele como tú jajaja ) me dijo sin apartar la vista de la tele mientras se reía como un pequeño diablillo, eso me puso la polla más dura todavía ( papá te está preparando la cena cariño ) mientras miraba como ese líquido amarillo de la hoya comenzaba a calentarse no paraba de pensar si todo esto estaba bien, le añadí un puñado de fideos a la misma vez que me preguntaba si todo esto merecía la pena, y déjame decirte que si, llevo años queriendo hacer esto, tener a mi propio putito de 3 años para darme todo el placer que me dé la gana, soy un puto pedofilo que le encanta esto y ahora que por fin lo tenía no iba a parar.

Cuando la cena estaba terminada, preparé una pequeña mesa que teníamos en el comedor enfrente del sofá, puse el plato en la mesa y un vaso junto a la botella de “jugo” mi hijo lo vio

Aitor: mmm sopita que rica papi

Ian: si cariño una sopita calentita para el putito de papa, cómetela toda y no dejes nada cariño

Aitor: papi que es putito, me llamaste así dos veces

Me eché a reír al escuchar a mi hijo preguntar ( cosas mías cariño, comete la sopa y no dejes nada anda )

Mientras veía como mi hijo se comía la “sopa” que en verdad eran mis meados calentados junto un puñado de fideos y su “jugo” era mi orina directa en una botella me dispuse a hacerme otro porro mientras el rabo me dolía muchísimo de ver esa escena, me lo encendí y me recosté en el sofá subiendo los pies en la mesa justo al lado del plato de mi hijo, quien mirando la tele embelesado se comía tranquilamente todo el plato.

Mi hijo terminó la sopa con un último sorbo ruidoso, el tazón vacío brillando bajo la luz amarillenta de la bombilla. Se limpió la boca con el dorso de la mano y volvió a clavar la vista en la tele, donde Bob Esponja seguía gritando idioteces. Yo, hundido en el sofá, di otra calada profunda al porro. El humo me llenaba los pulmones, me aflojaba los músculos, me hacía olvidar el ardor en el culo y el peso del mundo. Estaba tan relajado que casi me quedo dormido ahí mismo, con los pies subidos en la mesa, descalzos y sudados después de un día entero sin calcetines.

El olor le llegó primero a él. Mi hijo arrugó la nariz, se detuvo giró la cabeza hacia mis pies. “Papá… ¿qué es eso?”, murmuró, la voz temblorosa. Yo, hundido en el sofá, di otra calada al porro y solté una carcajada ronca. “Mis pies, campeón. Huelen a hombre de verdad”.

Él se acercó despacio, curioso y asqueado a la vez, hasta que su nariz quedó a centímetros de mis dedos agrietados. El hedor era denso, ácido, como queso viejo mezclado con sudor rancio. Arrugó más la cara, pero no se apartó. Yo sonreí, saqué el popper del bolsillo, lo destapé y me lo llevé a la nariz. El subidón me recorrió la espalda.

“pequeño”, le dije, “Dale un masaje a papá”.

Sus manos pequeñas seguían apretando, pero ya no era un masaje: era una exploración. La nariz del crío rozaba la planta de mi pie derecho, inhalando el hedor como si fuera un castigo. El sudor se le pegaba a los labios, y cada vez que tragaba saliva, un leve “glup” se escuchaba en el silencio roto solo por la tele.

“¡Lame, cabrón!”, ladré, y escupí un gargajo espeso que cayó justo entre mis dedos. El salivazo brilló un segundo antes de que su lengua, temblorosa, lo recogiera. Lo vi tragar, la garganta convulsionando, los ojos acuosos. “¡Trágatelo todo, hijo de puta!”, grité, y él obedeció, la lengua barriendo la suciedad acumulada entre uñas y callos, chupando los restos de calcetín viejo que se habían quedado pegados.

Le agarré el pelo y empujé. “¡Métete el pie entero, maricón!”. Su boca se abrió al límite, los labios estirados, los dientes rozando la piel; se atragantó, un gorgoteo húmedo, saliva y mocos saliendo por la nariz. Tosió, pero no lo dejé salir. “¡Traga, joder, traga!”. Sus mejillas se hincharon, los ojos rojos, y aun así siguió, la lengua moviéndose debajo de mi planta como un trapo sucio.

Escupí otra vez, directo en la cara. El gargajo le resbaló por la frente, se mezcló con las lágrimas. “¡Límpialo con la boca, cerdo!”. Él sacó la lengua, lamió su propia mejilla, recogió mi saliva y la tragó de nuevo. Yo gemía alto, el popper todavía en la mano, oliéndolo cada pocos segundos para mantener el subidón. El olor a pies, a orina vieja de la “sopa”, a humo y a sexo sucio llenaba el cuarto.

“¡Los dos pies, ahora!”, ordené. Le metí el izquierdo en la cara, aplastándolo contra su nariz. Él abrió la boca de nuevo, desesperado, y empezó a chupar los dos a la vez, los labios partidos, la lengua raspando la mugre negra de entre los dedos. Cada vez que se atragantaba, yo reía y escupía más, viendo cómo se lo tragaba todo, cómo se ahogaba en mi suciedad mientras yo gemía como animal.

El clímax me llegó como un latigazo en la columna. Sin tocarme, sin nada más que el roce de su lengua desesperada entre mis dedos, me corrí en un espasmo largo, el semen caliente empapando el pantalón. Un gemido gutural se me escapó, largo y roto, mientras el cuarto giraba un segundo. Mi hijo seguía ahí, arrodillado, la cara pegada a mis pies, la boca llena de saliva y mugre. No se apartó. Al contrario: sus ojos brillaban, húmedos, como si le gustara. Como si esto, todo esto (la suciedad, los insultos, el asco), fuera su nuevo juego favorito.

Me levanté del sofá de golpe, el pantalón pegajoso, el porro apagado en el cenicero. Ni me miré. Le di una palmada suave en la cabeza, como si fuera un perro obediente. “Buen chico”, murmuré, la voz ronca. “Gracias, campeón”. Y me fui a la cocina, descalzo, dejando huellas húmedas en el linóleo. Llené un vaso de agua del grifo, bebí lento, mirando la pared descascarada. **detrás**, la tele seguía sonando. Bob Esponja reía.

 

 

Hasta aquí la primera parte, es la primera vez que escribo un relato y quiero pedir perdón por las faltas de ortografía iré mejorando.
Espero que os guste y os saque tanta lefa como me saco a mi.

124 Lecturas/1 noviembre, 2025/0 Comentarios/por Cerdoperv_
Etiquetas: gay, hermano, hermanos, incesto, madre, mayor, sexo, vacaciones
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