El Taller del Mecánico
Andrés, un joven padre de familia, deja un macho rudo le someta a él y a sus hijos. (Relato largo y erótico).
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El Chevrolet Aveo de Andrés tosió un último estertor antes de apagarse en un claro polvoriento junto a la carretera. El aire caliente del verano pesaba como una manta húmeda. Atrás, sus hijos, Dany y Aron, de 16 y 14 años respectivamente, se removieron inquietos. Dany, alto y esbelto como un junco adolescente, apartó sus auriculares. Aron, con sus mejillas mofletudas y su pecho incipientemente rollizo bajo la camiseta holgada, bostezó.
«¿Llegamos, papá?» preguntó Aron, frotándose los ojos.
«Sí, hijos. Este es el lugar del que hablaban. El taller de Santiago. Dicen que es el mejor con los motores viejos como este», respondió Andrés, intentando ocultar su nerviosismo. Separado y con la custodia compartida, estos fines de semana a solas con sus hijos eran sagrados, pero imprevistos como este lo arruinaban. No podía dejarlos solos en casa.
Bajaron del auto. El «taller» era un lugar amplio, había un cobertizo de chapa oxidada adosado a una casucha de ladrillo desconchado, rodeado de muros altos que enmarcaban todo el perímetro del lugar. La hierba crecía salvaje y alta en el campo circundante, salpicada de chatarra oxidada: motores desnudos, neumáticos apilados como torres inestables, carrocerías desguazadas. El olor acre de gasolina quemada, aceite viejo y tierra caliente impregnaba el aire. En el centro del cobertizo, un Ford F-150 de los 90 alzaba su capó como un ave herida, visibles sus entrañas mecánicas.
«Ustedes dos, quédense aquí, jueguen en el campo. No se alejen y no toquen nada», ordenó Andrés con una severidad forzada. «Voy a buscar al dueño.»
Dany y Aron asintieron, ya correteando hacia los arbustos, fascinados por la promesa de exploración. Andrés se encaminó hacia la casucha, buscando señal de vida. Una puerta entreabierta emitía un murmullo constante, mezcla de gemidos guturales y el zumbido estático de un televisor mal sintonizado. Se acercó, la curiosidad pudiendo más que la prudencia.
La escena que encontró al empujar ligeramente la puerta lo paralizó. El calor sofocante del cuarto pequeño, iluminado solo por la luz turbia de una lámpara de pie y el parpadeo azulado de una pantalla de televisor, golpeó su nariz junto con un olor penetrante: sudor masculino agrio, semen fresco y el aroma rancio de papel viejo. En un sofá desvencijado, cubierto por una manta raída, un hombre desnudo dominaba el espacio.
Santiago era una montaña de carne y músculo vivos. Dos metros de estatura forjados aparentemente a martillazos. Su piel, curtida por años bajo el sol implacable de la carretera, tenía un tono bronceado profundo que hacía resaltar el vello negro y espeso que le cubría pecho, abdomen y muslos como un manto primitivo. Su rostro, tallado con ángulos fuertes y una mandíbula cuadrada, estaba enmarcado por una barba tupida y desaliñada del mismo negro azabache. Pero lo que capturó y mantuvo cautiva la mirada de Andrés, con una mezcla de horror y fascinación hipnótica, fue el miembro que Santiago agarraba con una mano enorme, curtida y manchada de grasa.
Su pene, aún semi-flácido, era un tronco de carne obscena. Fácilmente superaba los 20 centímetros, pero era la circunferencia lo que resultaba monstruoso. Más grueso que la muñeca de Andrés, venoso, de un color rojo oscuro intenso, con un glande grande como un huevo pequeño, húmedo y brillante bajo la luz. Sus testículos, colgando pesados en un escroto oscuro y arrugado, eran del tamaño y la forma de pelotas de tenis, palpables bajo la piel tirante. Se movían ligeramente con cada bombeo rítmico de su puño.
En la pantalla del televisor, un trío hardcore se desarrollaba con crudeza. Dos mujeres con implantes grotescamente grandes eran penetradas simultáneamente por un hombre fornido. Santiago gruñía comentarios en voz baja, guturales, llenos de un desprecio lascivo:
«¡Mira esas zorras! ¡Tragan como putas hambrientas!… Ufff, cómo les revienta ese coño el negro… ¡Así, cabrón, métesela hasta el fondo, rómpelas!… Hijas de puta, griten más fuerte, que no se oye cómo las desgarran… Mira ese culo, pendejo, ¡azótalo hasta dejarlo morado! ¡Sí! ¡Más duro, animal!… Qué ganas de reventar yo un culo así… Llenarlas de leche hasta que chorreen, preñarlas a todas, malditas perras insaciables…» Su voz era ronca, áspera, cada palabra cargada de una vulgaridad instintiva. Revistas pornográficas esparcidas por el suelo mostraban portadas con mujeres en poses exageradas, sus cuerpos brillando bajo flashes crudos.
Andrés permaneció en la puerta, petrificado. Sentía un calor inesperado brotar en su vientre, una humedad vergonzosa en su ropa interior al observar la bestial erección que crecía en la mano de Santiago. El pene, ahora completamente erecto, se alzaba como un mástil imponente, la piel tirante revelando venas gruesas como gusanos bajo la superficie, el glande hinchado y brillante con una gota de presemen que rezumaba y resbalaba lentamente por el surco. Las bolas, tensas, se habían elevado ligeramente.
De repente, Santiago giró la cabeza. Sus ojos, pequeños, oscuros y penetrantes como perforadoras, se clavaron en Andrés. No había sorpresa, solo un desafío burlón.
«¡Habla ya, pendejo!» rugió, sin dejar de masturbarse. «¿O solo viniste a ver de a gratis? ¿Te gusta el espectáculo, maricón?» Una sonrisa torcida le deformó la boca bajo la barba.
Andrés tragó saliva, sintiendo su rostro arder. «Yo… yo busco a Santiago. El mecánico. Mi auto… se apagó en la carretera.»
Santiago soltó una carcajada ronca, áspera como lija. «¡Pues ya lo encontraste, pendejo! ¡Soy yo!» Dio otro tirón firme a su monstruosidad, haciendo que la gota de presemen se desprendiera y cayera sobre su vello púbico. «¿El carro no camina? Ya le echo un ojo. Pero primero…» Mordió su labio inferior, sudor corriendo por su pecho peludo hasta perderse en el denso vello de su vientre. «¿No se te antojan esas tetonas, eh? Mira cómo se las empalan.» Señaló despreocupadamente la pantalla con la mano libre. «Estoy que reviento, cabrón. Si pudiera, me cogía a todas esas zorras hasta que no pudieran andar. Les dejaba la leche hasta en las orejas, malditas putas.»
Andrés no supo qué decir. Su mirada volvió involuntariamente al falo descomunal, hipnotizado por el movimiento rítmico, por el brillo húmedo, por la palpitable vida que emanaba de aquella masa de carne. Una punzada de excitación, mezclada con un profundo pudor, le recorrió la columna vertebral.
Santiago gruñó, un sonido gutural que parecía salirle de las entrañas. Con un movimiento brusco, pulsó el botón de pausa del mando, congelando la imagen pornográfica. Se levantó del sofá con la agilidad de un gran felino, su erección sobresaliendo obscenamente frente a él, temblando ligeramente con cada latido de su corazón. Buscó en el suelo desordenado y encontró unos shorts de fútbol negros, mugrientos, manchados de aceite negro y grasa. Se los puso con esfuerzo. La tela, ya de por sí ajustada, parecía a punto de reventar ante el embate de sus muslos poderosos como troncos y, sobre todo, ante la masa erecta que forzaba una protuberancia grotesca. El glande húmedo ya había dejado una mancha oscura visible en la tela. Se calzó unas sandalias, se puso una gorra de beisbol gastada sobre su cabello castaño grasiento y sudado, y salió del cuarto.
«¡Vamos, pues, cabrón! ¡Enséñame esa chatarra!» ordenó, pasando junto a Andrés, quien sintió la ola de calor corporal y el olor intenso, primitivo, del sudor masculino del mecánico. Aceite viejo impregnaba sus brazos musculosos, formando dibujos oscuros contra la piel bronceada. Gotas de sudor le corrían por el profundo surco de su columna vertebral, brillando sobre la piel de su espalda ancha. Con cada paso, su pene se sacudía bajo el shorts ajustado, el tejido oscurecido por la humedad del presemen. Andrés lo siguió, incapaz de apartar los ojos del centro de aquel vaivén hipnótico, focalizando en la forma definida bajo la tela húmeda, en el contorno de los testículos pesados.
Afuera, Santiago escaneó el Chevrolet con desdén, pero pronto notó la presencia de otros individuos cerca. «¿Y los chamacos? ¿Son tuyos?» Preguntó, señalando con la barbilla a Dany y Aron, que jugaban a perseguirse entre los hierbajos, riendo. Sus voces adolescentes resonaban en el aire caliente.
«Sí, mis hijos», confirmó Andrés, sintiendo un nuevo rubor. «Dany y Aron, no podía dejarlos solos.»
Santiago soltó otra carcajada vulgar. «¡Para ser maricón, supiste preñar a alguien, al menos! ¡Y dos veces!» Le dio una palmada fuerte en la espalda que casi derribó a Andrés, quien sintió la fuerza bruta en ese golpe. «Bueno, mete el carro al cobertizo, vamos.»
Andrés arrancó el auto y lo guió hasta el espacio indicado bajo el techo de chapa. Mientras Santiago se agachaba para inspeccionar el motor, Andrés no pudo evitar estudiarlo. Apreciaba la amplitud de sus hombros, como cordilleras sudadas sobre la espalda musculada. Seguía la línea de la columna que llegaba a sus nalgas firmes y poderosas, apenas contenidas por los shorts. Pero su mirada inevitablemente volvía a la protuberancia obscena. La mancha húmeda había crecido. El shorts parecía una segunda piel sobre esa monumental erección, dejando expuesto por encima del elástico parte del vello púbico, delineando cada vena, la hinchazón del glande. Andrés se sintió mareado, la boca seca.
Santiago se enderezó, frotándose las manos engrasadas. «Parece la bomba de gasolina, o puede ser el filtro. Te lo reviso a fondo.» Su mirada burlona, captó la dirección de la mirada de Andrés. Una sonrisa lasciva se dibujó bajo la barba. «¿Te quedaste viendo mi pija, puto?» Se agarró la entrepierna con fuerza, acariciándose a través de la tela húmeda. «Si te gusta lo que ves, te aviso que con maricones también soy bueno. Me he cogido a uno que otro en mi vida. Son unos cerdos viciosos, sin asco ninguno. ¿Te interesa, mamacita?»
Andrés tragó, sintiendo que su propia erección crecía, aprisionada por su pantalón. «Yo… yo no soy…», balbuceó, incapaz de articular una negativa coherente.
Santiago rió, una carcajada profunda que hizo temblar su pecho. «¡Claro que no, bonito! ¡Tranquilo!» Le dio otra palmada en la espalda, esta vez más suave pero igual de dominante. «Bueno, vamos a lo del carro. ¿Hace ruido? ¿Se calienta?»
La conversación comenzó técnica, pero rápidamente, impulsado por una curiosidad malsana y una excitación que no podía controlar, Andrés la desvió, viendo al macho acostado debajo del carro inspeccionándolo, comenzó con sus preguntas
«¿Hace mucho que tienes este taller, Santiago?» preguntó, tratando de sonar casual.
«Bastante, pendejo. Aquí se arregla lo que sea, de lo que sea. Autos, camiones… putas.» Su mirada era desafiante. «¿Por qué? ¿Querés mi historia de vida?»
«Es solo… un lugar apartado. ¿No te aburres?»
«¿Aburrirme? Con tanto trabajo y tanta… distracción que pasa por la carretera?» Su sonrisa era obscena. «Mujeres solitarias, camioneros calientes… hay de todo si sabes buscar, bonito.»
«Me llamo Andrés» dijo, aunque Santiago obvió su comentario, sin embargo, se atrevió a preguntar un poco más, el morbo venciendo su prudencia. «¿Y… has tenido muchas mujeres? Pareces un hombre… experimentado.» La palabra ‘experimentado’ fue casi un susurro, llena de insinuación.
Santiago se rió, orgulloso, salió debajo del carro y se incorporó con facilidad. «¡Jodido que sí, mamacita! Mujeres por todos lados. Solas, casadas, jóvenes… todas quieren probar esta carne.» Se golpeó el pecho con un puño. «Y todas quedan pidiendo más. He dejado hijos regados por ahí, no sé cuántos pero te lo aseguro.» Se agachó de nuevo para mirar debajo del capó, pero mantuvo la conversación. «Siete he reconocido, por ahora. Dos chamacos, más o menos de la edad de los tuyos y uno, el último, todavía es un bebe.»
«¿Siete?» Andrés se sorprendió genuinamente.
«¿Y qué? ¿Me ves cara de papá cariñoso?» Gruñó. «Pero las mujeres… ufff, cuando las montas, se preñan sin querer. Es la ley de la vida. Este…» Se acomodó la enorme erección dentro del shorts, ajustándose con gesto impaciente. «…suelta leche poderosa, ¿sabes?»
Andrés no pudo evitar una pregunta que ardía en su mente, sus ojos fijos de nuevo en la protuberancia. «Pero… ¿cómo? Con… con semejante cosa. ¿No las lastimas?»
Santiago se enderezó de nuevo, un brillo de lujuria y perversión en sus ojos oscuros. «¡Claro que las lastimo, cabrón! ¡Pero a ellas les encanta!» Su voz era un susurro ronco. «Les reviento la vagina hasta que gritan, las ordeño hasta que no pueden más. Y si el hueco de adelante ya no aguanta… pues hay otro atrás.» Escupió delante de Andrés, el gesto resultó grosero y masculino. «El culo es más estrecho, más apretadito… y gritan aún más rico cuando se las meto ahí.» Su mirada se perdió por un momento, recordando. «Una vez, en este mismo taller… una camionera. Tremenda hembra, tetas como melones, culo de potranca. Se le descompuso el tráiler. Estaba desesperada. Yo le dije que le revisaba el motor… y ella me dijo que me pagaba “como pudiera”.» Su sonrisa era un destello de dientes blancos en contraste con la barba. «La empotré contra ese Ford ahí mismo.» Señaló el camión desguazado. «Le bajé los jeans apretados, apenas hasta las rodillas. Tenía un culo blanco, redondo… me lo chupé como un melocotón maduro. Ella gritaba, se retorcía… pero no me detuvo. Cuando sentí que estaba mojada como una perra, le metí esta…» Se agarraba la polla a través del shorts con fuerza. «…por el culo. Dios, cómo chilló. Se abrió como una flor. La follé tan duro, por todos lados, que el camión se mecía. La llené de leche hasta que le escurría por las piernas. Cuando terminó, apenas podía caminar. Me pagó con un billete de cien y un beso en la polla. Dijo que nunca la habían follado así.» Terminó la historia con un gruñido de satisfacción, acomodándose la erección dolorosamente dura.
Andrés estaba hipnotizado, su propia excitación era una llama que le quemaba las entrañas. La vulgaridad de Santiago, la crudeza de sus palabras, la imagen mental de aquella escena… lo encendía. «¿Le gustó… al menos? ¿Volvió?» preguntó, su voz ronca.
«¿Volver? No sé. Pero ese culo seguro que no olvidó mi verga, te lo aseguro.» Santiago se recostó nuevamente sobre el pavimento, como queriendo revisar otra vez debajo del auto, en el proceso se frotó la entrepierna con gesto lascivo. «Carajo, Andrés, con tus preguntas calientes me dejaste la pinga más dura que el cemento armado. Me duele de tanta leche retenida.» Su mirada era un desafío directo. «¿Qué vas a hacer al respecto, mamacita?»
Andrés sintió un vértigo delicioso. La línea se cruzaba. Tomó aire. «Si yo fuera mujer… te daría unos sentones que verías las estrellas. O te haría una rusa… con estas.» Se señaló sus pechos planos de hombre.
La carcajada de Santiago fue una explosión de lujuria. «¡Pero no tienes tetas, puto! Aunque ese culazo tuyo si esta para comerselo.» Se mordió el labio. «Si tanto te calienta, ¿por qué no me la sacas? Quítame el shorts y mira lo gorda y dura que me la pusiste. Haz algo, puto miedoso.»
El corazón de Andrés latía como un tambor de guerra. Sin pensarlo dos veces, obedeciendo un impulso animal que le brotaba de lo más profundo, se acercó. Sus dedos temblorosos encontraron la cintura elástica de los shorts de Santiago. Sintió el calor que emanaba, el olor a sudor y sexo macho. Tiró hacia abajo.
El pene de Santiago saltó como un resorte, bien parado, bien duro, golpeó su propio abdomen con un sonido húmedo. Era aún más impresionante liberado. Un tronco palpitante de carne oscura, venoso, curvado ligeramente hacia arriba, el glande rojo oscuro y brillante como una cereza gigante, chorreando presemen claro. Unas bolas pesadas, oscuras y arrugadas, colgaban como frutas maduras. El olor a testosterona era fuerte y embriagante.
«¡Santa Madre!» susurró Andrés, hipnotizado. «Es… es enorme. Parece el brazo de un niño.» Sin pedir permiso, extendió una mano y rodeó el tronco con sus dedos. Ni siquiera podían cerrarse completamente. La piel era suave como terciopelo, pero caliente y vibrante de vida, húmeda al tacto. Comenzó a deslizar su puño hacia arriba y hacia abajo, sintiendo cada vena, cada latido bajo su palma.
«¡Ahhh, sí, mamacita! Así…» gruñó Santiago, apoyando la cabeza contra el Chevrolet, cerrando los ojos. «Muy suave tienes la mano… como mujercita.» Abrió los ojos, sus pupilas oscuras brillando con malicia. «¿Sabes qué me encanta más que una mamada? Que me chupen los huevos. Me ponen como un cerdo en celo.»
Andrés, ya perdido en la sensación del poder que emanaba de esa carne viril, se hundió de rodillas en el polvo del taller. Sin dudar, tomó una de las bolas pesadas en su boca. La piel arrugada, salada por el sudor, llenó sus sentidos. La succionó suavemente, lamiendo la superficie, sintiendo el peso, el olor intenso, primitivo, que emanaba del escroto y la ingle de Santiago. Con la mano libre, masajeaba la otra bola, apretándola suavemente, sintiendo su densidad.
«Maldita puta viciosa…» gimió Santiago, arqueando la espalda, agarrando con fuerza el borde del capó, haciendo lucir sus brazos flexionados y enormes. «Chúpalos… chúpalos bien, cerda. Ufff… qué lengua más rica.»
Andrés alternaba entre chupar las bolas y lamer el tronco de la polla, desde las raíces peludas hasta la base del glande, evitando aún la punta. El presemen fluía más abundante, formando hilos brillantes. La excitación de Santiago se intensificó.
«Basta de juegos, puta,» rugió de repente, su voz llena de dominación. Agarró a Andrés por la nuca con una mano poderosa. «Abre esa boquita y recibe a tu macho.»
Antes de que Andrés pudiera reaccionar, Santiago empujó hacia adelante, embistiendo con su polla. El enorme glande golpeó sus labios, forzándole la boca abierta, y de un solo empuje brutal, Santiago le enterró más de la mitad de su miembro en la garganta de Andrés.
«¡GLUUUCCCKKK!» Andrés ahogó un grito, sus ojos se abrieron desmesuradamente. La invasión fue brutal, sofocante. Sus labios y nariz se enterraron en el denso vello púbico oscuro y rizado de Santiago, que olía a sudor intenso y masculinidad cruda. Su barbilla rozó el escroto pesado. Sentía la masa pulsátil de carne abriendo paso a la fuerza en su garganta, desencadenando arcadas incontrolables.
Santiago no se detuvo. Agarró la cabeza de Andrés con ambas manos, encerrándola entre sus muslos poderosos como pinzas de acero. «¡Traga, perra! ¡Traga mi verga sucia!» Gruñó, y empezó a bombear con fuerza animal. Metros de carne dura y húmeda entraban y salían a un ritmo salvaje, desgarrando la garganta de Andrés, quien se ahogaba, luchando por respirar, las lágrimas brotando de sus ojos. Gruesos hilos de saliva y bilis le brotaban de las comisuras de los labios, mezclándose con el sudor y el presemen que recubrían el pene de Santiago.
«¡Así, maldita cerda sucia!» gritaba Santiago, disfrutando de la violencia, del control total. «¡Sientes rico, eh? ¡El calor de tus babas está calentando mi polla, puta! ¡Sigue, traga más hondo, maricón asqueroso!» Cada palabra era un latigazo de humillación, cada embestida un acto de posesión brutal.
Repitieron el ciclo varias veces: Santiago follaba su garganta sin piedad, sacándolo al borde del desmayo, luego le permitía toser y vomitar un torrente de fluidos antes de volver a hundirlo. Pero en medio del dolor y la asfixia, una chispa perversa se encendía en Andrés. El sabor salado y amargo, el olor viril abrumador, la sensación de estar siendo usado, poseído, violado por tanta masculinidad cruda… lo excitaba hasta un punto enfermizo. Era su primera vez con un hombre, y la fuerza bruta, la esencia animal de Santiago, le resultaba increíblemente adictiva.
Cuando Santiago sintió que Andrés estaba al límite, lo sacó bruscamente. Andrés se hizo a un costado, jadeando, babas espesas colgando de su barbilla, sus labios hinchados y rojos. Santiago se volvió a deslizar en el piso, acomodandose para levantar sus piernas musculosas, exponiendo así completamente su ano, rodeado de vello oscuro y sudor.
«Ahora, cerdo, lámeme el culo,» ordenó, sin lugar a dudas. «Límpialo bien. Quiero sentir tu lengua guarra en mi agujero.»
Andrés, con la mente nublada por la sumisión y la excitación, obedeció movido por una lujuria viciosa. Se arrastró hacia adelante y hundió su rostro en las nalgas firmes de Santiago. Su lengua rasgó la hendidura, lamiendo el sudor salado, la suciedad del día, la esencia masculina concentrada en ese lugar tabú. Raspó la barbilla contra el muslo peludo, sorbió la piel, limpiando con devoción perruna el ano, sintiendo el músculo anular contra su lengua. Olía fuerte, rancio, intensamente masculino. Le encantó. Su lengua exploró cada pliegue, cada rincón, lubricando la entrada con su saliva.
Santiago gruñó de placer. «¡Sí, perra! ¡Así me gusta! ¡Lame como la zorra que eres!»
De repente, agarró a Andrés por el pelo y le tiró hacia atrás con fuerza. Le escupió directamente en la boca abierta. El esputo espeso y caliente golpeó la lengua de Andrés. «¡Trágatelo, puta! ¡Mi escupitajo es lo único que mereces!» Luego, sin darle tiempo a reaccionar, volvió a restregar su cara en su culo sudado, frotándole la nariz y la boca contra el ano que acababa de lamer. Después, con movimientos bruscos y llenos de deseo posesivo, Santiago empezó a arrancar la ropa de Andrés. Rompió la camisa a tirones y le limpió el rostro con las tiras rotas, luego arrancó el cinturón, bajó pantalón y bóxer de un solo movimiento, dejando a Andrés completamente desnudo, arrodillado en el suelo del taller frente a él, temblando de excitación, vergüenza y expectación.
Santiago le miró de arriba abajo, sus ojos oscuros devorando el cuerpo expuesto. «¡Ufff, pero qué rica estás, mamacita!» Exclamó con voz ronca de deseo. «Muéstrame ese culo, mamita linda… date la vuelta. Así…» Empujó suavemente a Andrés para que girara, presentando sus nalgas. Santiago las agarró con sus grandes manos, apreciando su redondez, su tersura aterciopelada. «Mira esa piel… suave.» Sus dedos ásperos, manchados de aceite, bajaron por el surco de la columna de Andrés, rozando la entrada virgen de su ano. «Pero mira esa puchita…» murmuró, pasando un dedo grueso por la raya, deteniéndose en el pequeño orificio. «…y este huequito prometedor.» Tocó el ano con suavidad perversa, haciendo que Andrés diera un respingo y un gemido.
Andrés, temblando, acarició instintivamente los muslos poderosos y peludos de Santiago. La textura de la piel curtida, el calor radiante, la dureza del músculo… lo electrizaban.
Santiago gruñó de placer. «Te gustan mis piernas, ¿eh, puta?» De repente, agarró a Andrés por las caderas con fuerza y lo jaló hacia él. «Ven aquí, hembrita…»
En un movimiento fluido y dominante, Santiago, con las piernas extendidas, colocó a Andrés encima de él, pecho contra pecho, en una posición de 69. Andrés vio nuevamente la enorme polla dura de Santiago desde otra perspectiva, más enorme, más suculenta, haciendo el juego perfecto con las bolas del mecánico.
«Ahora, perra, abre la boca y sigue chupando,» ordenó Santiago, agarrándole la cabeza y hundiendo su pene en la garganta maltrecha. Miró hacia adelante, justo en el culo expuesto de Andrés. «…prepárate perra, porque le sacaré lustre a este coño.»
Sin más preámbulos, Santiago hundió su cara en las nalgas de Andrés y empezó a lamerle el ano con la misma ferocidad con la que Andrés había lamido el suyo. Su lengua, ancha y áspera, raspaba y penetraba, mientras sus manos agarraban las nalgas y las abrían. Andrés gritó de placer mezclado con sorpresa, la sensación era eléctrica, invasiva, increíblemente excitante. Al mismo tiempo, obedeciendo, volvía a tomar la polla de Santiago en su boca. Con más experiencia ahora, gracias a la práctica forzada, logró relajar un poco su garganta. Santiago, follaba su boca con la misma brutalidad, pero Andrés resistía mejor, concentrado en no ahogarse, en el sabor salado y único, en la sensación de plenitud. Abajo, Santiago continuaba su asalto anal con la lengua, gruñendo de placer contra la carne de Andrés.
«¡Ghhlluuccck!… ¡Ahhh, Santi!… ¡Sí!…» Los gemidos de Andrés eran ahogados por el pene en su garganta.
Después de unos minutos salvajes, Santiago separó bruscamente su boca del culo de Andrés y le empujó para sacar su polla de esa garganta. «Levántate, perra,» jadeó, sus ojos brillando con lujuria descontrolada. «Siéntate en mi polla. Ahora. Quiero sentir ese culo apretado ya estas mojadito.»
Andrés, mareado de excitación y sumisión, obedeció al instante. Se giró, sus rodillas a ambos lados de los muslos de Santiago. Miró hacia abajo, a la bestial erección que apuntaba hacia él, chorreando saliva y presemen. Tomó la base con una mano, lo masturbo un poco y guiando el enorme glande brillante hacia su ano, recién lubricado por la lengua del mecánico. Sintió la punta caliente y suave presionando su entrada. Con un gemido largo, se dejó caer lentamente.
«¡Ahhhhhh, DIOS!» gritó Santiago cuando el glande, ancho como un puño pequeño, comenzó a abrirse paso. Andrés gritó también, un sonido agudo de dolor punzante y placer abrumador. La invasión era lenta, agonizante, gloriosa. Sentía cada centímetro de esa carne monstruosa abriéndose camino, estirándolo más allá de lo que creía posible. Miraba a Santiago, cuyos ojos se habían cerrado, su rostro contraído en una mueca de éxtasis, sus manos agarrando con fuerza las caderas de Andrés.
«¡Sí… sí, puta! ¡Métetela toda! ¡Toda!» gimió Santiago.
Andrés bajó más, luchando contra el ardor, sintiendo cómo se desgarraba por dentro. Hasta que, finalmente, sus nalgas tocaron los muslos peludos de Santiago. Estaba completamente empalado. El pene de Santiago llenaba su interior, un dolor profundo y una plenitud electrizante. Santiago gruñó como un animal herido.
«¡Ahora muévete, perra en celo! ¡Cabálgame!»
Andrés, respirando entrecortadamente, obedeció. Empujó con sus piernas, levantándose ligeramente, sintiendo la abrasión interna, y volvió a hundirse. Santiago gruñó de nuevo. «¡Más rápido, zorra! ¡Mueve ese culo como si tu vida dependiera de ello!»
Andrés aceleró, montándolo con desesperación creciente, buscando el punto donde el dolor cedía ante un placer profundo y prohibido. Gemía con cada bajada, sintiendo cómo el pene le rasgaba por dentro, cómo le llegaba a rincones nunca tocados. «¡Papi! ¡Papi, dame más! ¡Qué rico! ¡Métemela más adentro!»
Santiago abrió los ojos, un brillo de diversión perversa en ellos. «¿Te gusta, puta? ¿Te gusta que te revienten el culo?» Agarró los pequeños pectorales de Andrés, aquellos que había formado en el gimnasio y los apretó como si fueran tetas. «¡Ay, qué tetas más lindas! ¡Recuéstate, quiero chuparlas!»
Andrés, en pleno trance de sumisión y placer, se reclinó hacia atrás, apoyándose en los brazos extendidos de Santiago detrás de él. Continuaba cabalgando, cada sentón más profundo, más audaz. Santiago bajó la cabeza y empezó a chupar y morder sus pezones, tratando los pequeños nódulos con una mezcla de dureza y lujuria. «Ummm, rico… tus tetitas…» gruñía entre besos y lametones.
Andrés, viendo la expresión de placer puro en el rostro de Santiago, se sintió poderoso. «¡Sí, papi! ¡Chúpamelas! ¡Así eres mi macho! ¡Mi macho poderoso!» Halagaba, incentivándolo. «¡Métemela más rápido! ¡Más duro! ¡Rompe a tu perra!» Acarició los pectorales de Santiago, sus hombros masivos, sus bíceps duros como roca.
Fue entonces cuando Santiago levantó la vista hacia la entrada del cobertizo. Sus ojos oscuros se iluminaron con un fulgor de puro deseo perverso. «Mira, puta… tus crías nos están viendo.»
Andrés, aturdido por el placer, giró la cabeza. Allí estaban Dany y Aron, parados en la entrada abierta, los ojos como platos, boquiabiertos, fascinados y horrorizados al mismo tiempo. Observaban como su padre, desnudo, montaba al enorme mecánico desnudo, mientras este le chupaba los pechos. Andrés sintió un fogonazo de pánico, de cordura que intentaba regresar.
«¡No!… ¡Chicos, váyanse!…» intentó gritar, tratando de detenerse, de levantarse.


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