ELÍAS SE EQUIVOCÓ
Un niño sucumbe a la curiosidad y ya no hay vuelta atrás..
Elías llevaba 2 semanas viviendo la libertad que el pueblo de montaña le ofrecía. Su madre sabía que era diferente, delicado y pensó que no podía protegerlo en la gran ciudad y decidió que lo criara la abuela paterna.
Elías no era inocente del todo. A sus 9 años ya había probado las mieles de los muchachos de la barriada donde vivía.
Una tarde, mientras recogía bayas cerca del río algo llamó su atención. Un hombre alto, poderoso estaba en el río lavándose. Su pene colgaba pesado. Cuando sus dedos rozaron la base de su sexo, su miembro comenzó a engrosar. Apoyó una mano en una roca, como queriéndose anclar. Su erección se alzó lentamente. Sus mano curtida por el trabajo envolvió su pene rígido, palpitante. Comenzó a moverse con lentitud. Sus caderas se movían levemente con tensión acumulada.
De repente se detuvo y miró hacia donde él estaba. Elías quedó inmóvil, descubierto.
El hombre caminó hacia la orilla, el agua escurría por su piel y su pene palpitante se balanceaba con el movimiento y parecía hipnotizar al menor. Su respiración era corta, como si luchara por contener algo en su pecho que quería salir.
El hombre lo cogió de la mano y lo llevó tras unos arbustos. Hubo un silencio largo. El hombre esperó, miró a su alrededor y puso su mano sobre la cabeza de Elías. Entonces el niño, con movimientos torpes se arrodilló frente a él, sin quitar los ojos del pene erecto.
La mano adulta volvió a guiar al niño. Su respiración era entrecortada. Empezó a chupar con torpeza, pero con entrega.
El hombre suspiró.
Un leñador de complexión maciza y barba descuidada, estaba unos metros más allá con la mirada fija en la escena.
El hombre del río no se inmutó y le invitó a unirse con la mirada como quien ofrece un trozo de pan.
El leñador no respondió. Se acercó lentamente. Empezó a despojarse sin apuro, revelando un cuerpo ancho, trabajado, cubierto de vello. Cuando sus pantalones cayeron al suelo, el niño dejó mamar y se sorprendió.
El miembro del leñador, claramente desproporcionado, intimidante.
El niño se levantó, tragó grueso y su cuerpo se tensó. El niño miraba al leñador como quien mira el mar por primera vez.
El hombre del río volvió a guiar al niño a su miembro y guiñó un ojo al leñador que recorrió la espalda del niño hasta sus nalgas. Le quitó la ropa con suavidad. Escupió en el culo del niño y jugó con su entrada.
Llegado un momento el hombre del río animó con un gesto al leñador.
El leñador escupió una vez más y empujó la punta. Solo eso hizo que el niño, sujeto por las manos de los dos hombres, gruñera como un animal herido, arqueando la espalda y clavando las uñas en los fuertes muslos del hombre del río.
-Respira por la nariz- Dijo el leñador, mientras empujaba un poco más. El borde de su glande abrió el camino como una cuña brutal. El niño se arqueaba, temblaba y gritaba tras la mordaza en forma de polla que llenaba su boca.
La polla del hombre del río engordó con la visión y empezó a mover sus caderas haciendo que el niño se ahogara por momentos y dijo:
-Buen chico! Te va a doler, pero cuando te entre completo no vas a querer otra cosa.
El leñador empujó más y más, centímetro a centímetro. El dolor ardía. El niño gruñó desde el fondo de su pecho, como si el alma se le desgarrara.
El niño intentaba apartar con sus manos al leñador, que ciego de placer empujaba una y otra vez.
El niño pareció desvanecerse por momentos cuando el hombre del río le sujetó bien la cabeza mientras se deslechaba.
Cada embestida del leñador era una sacudida brutal, una invasión completa
El hombre del río, con pija chorreando, sujetó la cabeza del niño, le miró a los ojos llorosos y le dijo:
-Mírame, mírame mientras aprendes lo que es ser usado.
El leñador aumentó el ritmo. Las embestidas eran como golpes de martillo. Cada vez más hondo. Más duro. El sonido de la carne. El sudor cayendo. El gemido roto de Elías… era una sinfonía carcelaria de dominio.
Y cuando el leñador rugió vaciándose dentro del niño, lo elevó del suelo con cada tiro.
Lo dejaron abierto, chorreando, inmóvil, con los músculos temblando, mientras se refrescaban en el río.
Al volver seguía allí, ahora encogido. Lo llevaron al río. Sus aguas se llevaron las pruebas de lo que pasó.
El hombre del río se despidió diciéndole que era un buen chico y que volviera pronto.
El leñador le besó en la cabeza y le dijo que era un campeón, que parecía que había nacido para recibir.
Aquella noche, mientras los grillos cantaban los hombres durmieron satisfechos, el niño, adolorido, pensaba en lo que había pasado y en lo que le habían dicho. Lo había hecho bien, era bueno en algo.
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