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Dominación Hombres, Gays

ELÍAS SE EQUIVOCÓ 2

—Así me gusta… quietito. Aprendes rápido —dijo el jornalero, con una sonrisa torcida..
Elías no había pasado desapercibido para los jornaleros de la finca donde su abuela trabajaba de cocinera. Su aspecto contrastaba con la rudeza del campo. Cada día llevaba la merienda y el vino a los hombres y se quedaba junto al pilón donde ellos se lavaban, alcanzaba a ver sus cuerpos al desnudo, incluidos sus penes, pesados, mostrados sin pudor.Elías los miraba con una mezcla de admiración, deseo y silenciosa envidia, comparándolos con el suyo.

Uno de los jornaleros, al notar su atención, comenzó asegurarse de que Elías lo veía cuando estimulaba su pene al enjabonarse. El hombre, curtido por la montaña, parecía disfrutar del juego silencioso, sonriendo apenas, como si adivinara el desconcierto del niño.

En la montaña todo se sabía, y a veces hasta lo que no se sabía se inventaba. El jornalero —Pedro, de manos ásperas y risa fácil— había oído comentarios que despertaron su calentura.

Una tarde, al terminar la jornada, cuando los demás ya se habían retirado, Pedro lo retuvo con un gesto.

—Ven, ayúdame a traer agua del pozo —dijo, con un tono que sonaba más a invitación que a orden.

Elías dudó, pero lo siguió. Caminaron en silencio hasta el borde del corral, donde el aire olía a heno fresco y tierra húmeda. Pedro llenó el cubo y lo dejó a un lado, sin prisa. Lo miró de frente, como tanteando el terreno.

Pedro sonrió con una mezcla de seguridad y algo de impaciencia. Creyó que Elías era solo un juego más, un reto que podía superar. Se acercó aún más, reduciendo el espacio entre ambos, sus manos rozando al niño.

—No tienes por qué temer —susurró—. Solo déjate llevar.
—No tienes por qué estar nervioso, Elías —dijo con voz baja, casi un murmullo—. No voy a hacerte daño.

Elías sintió el calor subirle al rostro, sintió las manos rozándole, y la presión le resultó insoportable. Tartamudeó, buscando palabras que no llegaban.

—Yo… no… —dijo, apartando la mirada—. No sé qué… qué espera de mí.

Pedro sonrió, como si la duda del muchacho fuera parte del juego.

—Nada que no quieras dar. Aquí nadie te va a forzar. Pero si no lo intentas, nunca sabrás qué podría pasar.

Elías tragó saliva y quiso decir algo más, pero el miedo lo paralizó. En un movimiento inesperado, dio un paso atrás y salió corriendo, dejando a Pedro con la miel en los labios.

Pedro se quedó quieto un instante, sonriendo para sí. Pensó que Elías se hacía el duro, que era solo una fachada para ocultar lo que realmente quería. Estaba seguro de que el niño se dejaría hacer la cola. Esa misma noche, cuando la oscuridad cubriera la montaña, lo tomaría.

La noche en la finca estaba muda.
Un crujido en el pasillo le abrió los ojos. La puerta chirrió apenas, y una sombra ancha llenó el marco.

—¿Quién…? —susurró.

No hubo respuesta. Solo pasos pesados acercándose.
—Shhh… —dijo el hombre, y el olor fuerte de sudor y tabaco invadió el cuarto.

Elías se incorporó en la cama.
—No… no…
—Cállate, cabro —le cortó con tono frío, de mando.

La mano grande le empujó contra el colchón con fuerza, y un golpe de peso lo dejó sin aire.

—¡Soltame! —gritó Elías.

El hombre rió con desprecio.
—Así me gusta, que grités… pa’ que sepas que no servirá de nada.

Intentó zafarse, pero el otro lo inmovilizó fácilmente, torciéndole el brazo.
—¡Me estás lastimando!
—Claro que sí… —

El hombre le dio la vuelta, una mano en la espalda lo inmovilizó, la otra bajó su ropa bruscamente, una escupida y entró.

Elías gritaba, las lágrimas le llenaban los ojos, y cada empuje lo dejaba sin aire.

—¡Por favor, basta!

—Shhh… callate —le susurró, casi en el oído—. No te hagás el santo, si todos saben lo que sos.

—¡No quiero! ¡Basta! —su voz se quebraba, ahogada en llanto.

—Y yo no vine a preguntarte lo que querés —contestó seco.

El aire se volvió denso, cargado del olor del sudor y de su respiración pesada. Elías sintió que sus fuerzas se iban, que cualquier intento de resistencia era inútil. El hombre, satisfecho, aflojó poco a poco, pero sin quitarle la sensación de estar atrapado.

—Así me gusta… quietito. Aprendés rápido —dijo el jornalero, con una sonrisa torcida.

Siguió encima de él, ahora aflojando un poco la presión, y con una voz más baja, casi susurrante, cambió el tono.

—Eso es, muchacho… ¿ves que no es tan malo si me dejás hacer? —le pasó la mano por el cabello enredado, como si acariciara a un perro después de domarlo—. Sos suave… estás hecho pa’ que uno te monte.

Elías temblaba, confundido por el cambio de tono.
—No… —susurró apenas, con la garganta seca.

El hombre soltó una risa breve, burlona.
—Shhh… tranquilo, si ahora soy bueno contigo. Ya pasó lo feo.
—Eso está mejor —murmuró el jornalero con satisfacción—. Decime, ¿Querés más?

Elías se removió, incómodo.
—Ya… ya … por favor…—susurró.
—Shhh… —le cortó—. No me apurés. Uno no suelta la leche así nomás.

Le acomodó el cabello.
—Tenés buen pelo… hasta da gusto enredar los dedos en él. Y esa carita… si no fueras tan rebelde…

Elías apretó los labios, los ojos empañados.
—No quiero…
—Y yo no vine a preguntarte —dijo con calma, como si afirmara algo obvio—. Vine a enseñarte.

La presión volvió a aumentar, su tono cariñoso evaporándose poco a poco.
—Vamos, muchacho… aguantá.

Elías soltó un grito, un llanto ahogado.
—¡Basta, por favor!
—Callate. O te hago callar de verdad —escupió el jornalero, retomando la rudeza.

El aire se volvió denso, cargado del olor del sudor y de su respiración pesada. Elías sintió que sus fuerzas se iban, que cualquier intento de resistencia era inútil. El hombre, satisfecho, aflojó poco a poco, pero sin quitarle la sensación de estar atrapado.

Finalmente, con unos golpes secos y una última presión, el jornalero se derramó.
—Así me gusta… que sepás quién manda.

Elías quedó inmóvil, temblando. El hombre se sentó en la cama, encendió un cigarro y lo fumó tranquilamente…Tocaba el cuerpo de Elías desnudo, con las piernas aún abiertas. Se detenía entre las nalgas encharcadas. Comprobó cuantos dedos cabían.

—¿Sabés qué? No… todavía no terminé contigo.

Se inclinó de nuevo, su sombra cubriéndolo, y lo sometió una vez más, sin prisa, sin piedad. Cada movimiento era más pesado que el anterior, cada orden más seca:
—Quieto… no te muevas… dejate… callate.

Elías, roto, dejó de luchar. La voz del hombre se volvió un murmullo venenoso:
—Ahora sí… listo para obedecerme siempre.

El jornalero siguió un rato más, una eternidad para Elías y volvió a deslecharse con un gruñido.

Solo entonces se apartó de verdad, respirando hondo, y salió del cuarto sin mirar atrás.

Elías quedó boca abajo, el cuerpo entero latiendo, la respiración entrecortada. Sintió cómo una humedad tibia se mezclaba con el ardor profundo que le quemaba desde dentro.

109 Lecturas/2 agosto, 2025/0 Comentarios/por maroso
Etiquetas: abuela, desnudo, leche, montaña, pene
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