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Dominación Hombres, Gays

ELÍAS SE EQUIVOCÓ 3

—Sos un nene y necesitás que alguien te cuide —murmuró, con voz baja, casi dulce..
En el patio, la noche se había cerrado por completo. Entre los árboles y el muro de piedra, un jornalero se mantenía en las sombras, con el cigarrillo ardiendo entre los dedos. El humo subía lento, pero él fumaba como si necesitara acallar algo más que los nervios.

Desde su posición, alcanzaba a escuchar los ruidos apagados que escapaban del cuarto de Elías: el crujir de la cama, las voces graves, el golpeteo sordo contra el suelo. No veía nada, pero su mente completaba cada hueco con imágenes que lo calentaban más que el vino.

Dio otra calada larga, tragando humo como si quisiera sofocar la ansiedad.
—Mirá vos… —murmuró, con una sonrisa torcida—. El nene está ocupado.

Sus manos estaban inquietas, y en cada respiración sentía el pulso acelerado. Los rumores se mezclaban con lo que oía ahora. Era como si lo estuvieran retando a moverse.

Escupió al suelo, aplastó la colilla con el talón y se quedó mirando la puerta entornada del cuarto.
—Cuando salga, me toca a mí —dijo en voz baja, como si fuera un hecho inevitable.

Las voces y ruidos que escapaban del cuarto le mantenían tenso, como un perro encadenado oliendo la presa. Se imaginaba empujando esa puerta y no dando espacio para nada más que su voluntad. Pero luego, al oír las quejas ahogadas de Elías, pensó:
—Capaz que está medio hecho polvo… mejor lo dejo respirar. Y de madrugada… —sonrió—, de madrugada lo agarro y listo.

El tiempo pasaba lento, cada segundo cayendo pesado.

Estaba en esos pensamientos cuando la puerta se abrió. Pedro, un compadre, salió encorvado hacia adelante, ajustándose los pantalones con parsimonia.

Antes de que terminara su cigarrillo, la figura menuda de Elías salió despacio, como si cada paso le costara un poco. Sus hombros caídos y la forma en que apoyaba el peso en una pierna lo delataban. El aire frío de la montaña le golpeó la cara, y respiró hondo, como queriendo limpiar algo más que los pulmones.

A unos metros, en la penumbra, el jornalero que había estado fumando lo observaba. Una duda cruzó por su cabeza al ver al niño, pero dejó el cigarrillo y se acercó con una media sonrisa.

—Eh, pibe… —dijo en un tono suave, casi paternal—. Te me vas a resfriar así. Vení, que te acompaño adentro.

Elías apretó los labios, evitando la mirada del jornalero.
—No quiero —dijo con voz queda.

El hombre frunció el ceño, pero en vez de presionar, dio un paso atrás.
—Está bien, pibito… —susurró, suavizando el tono—. No hace falta que hagás nada si no querés.

Sin apartarse, se acercó despacio y pasó la mano por la frente de Elías, secándole el sudor con un pañuelo viejo y áspero. Luego recorrió su cuello y sus brazos con la misma delicadeza inesperada.

—Sos un nene y necesitás que alguien te cuide —murmuró, con voz baja, casi dulce.

Intentó tomar su mano, pero Elías la retiró.
—No me hagas esto —pidió, mirando al suelo.

El jornalero suspiró, como si entendiera pero no estuviera dispuesto a rendirse tan fácil.
—No voy a lastimarte —prometió—. Solo quiero que sepas que acá, no estás solo.

Se quedó un momento más, con la mirada fija en Elías, que no levantaba la suya. Luego, sin más, retrocedió y abrió la puerta.

El jornalero volvió poco después, con una botella de licor barato y dos vasos.

—Tomá, esto te va a ayudar a relajar un poco —dijo, ofreciéndole el vaso a Elías con una sonrisa suave.

Elías dudó, pero aceptó. El líquido ardía en su garganta y, poco a poco, la tensión comenzó a ceder. El hombre se acercó despacio, sin prisa, dejando que el calor del licor y la presencia firme fueran ablandando el aire entre ellos.

—Sabés que no te voy a hacer daño —susurró, mientras una mano ruda le rozaba la mejilla—. Solo quiero cuidarte.

—Tranquilo, pibe —dijo en voz baja, deslizando una mano áspera por su brazo—. Acá sos vos y yo, nadie más.

Elías intentó apartarse, pero el peso de la noche y el licor le nublaban el juicio.
—No…por favor —musitó, con un hilo de voz.

—Shhh —lo silenció el jornalero, poniendo un dedo en sus labios—. Eso no hace falta. Solo dejate llevar, que yo sé lo que hago.

Se acomodó sobre el niño, Encontró la entrada cedida. Sus movimientos eran bruscos, directos, como el ritmo constante de una herramienta de trabajo. Pero sus palabras mantenían un tono dulce, casi paternal, como si quisiera compensar la dureza con cariño.

Elías cerró los ojos, dejando que ese contraste lo envolviera. No había prisa ni miedo, solo la mezcla extraña de fuerza y ternura que el hombre sabía dar.
Sus manos no eran suaves, pero sí seguras. Le murmuraba elogios con ese tono grave que contrastaba con la rudeza de sus movimientos.
—Buen pibe, cómo aguantás… sos más fuerte de lo que pensaba.

Elías gimió una queja apenas audible, intentando resistir pero cediendo poco a poco.
—Andá despacio… —pidió, la voz entrecortada.

—Vos no tenés que hacer nada —respondió el jornalero, con una sonrisa que se escuchaba en su voz—. Solo quedate quieto y confiá.

Cada orden era una caricia disfrazada, y cada murmullo un reconocimiento.
—Así nomás, tranquilo… nadie va a escuchar.

Entre esos susurros y el roce áspero, Elías fue perdiendo la resistencia.
El jornalero no aflojaba, sus manos firmes y decididas marcaban el ritmo, mientras su voz grave y constante susurraba palabras que buscaban calmar y dominar a la vez.

—Dale, pibe, aguantá un poco más —ordenaba sin levantar la voz—. Sos fuerte, vos podés.

Elías sentía cómo la mezcla de cansancio, miedo y algo más profundo le quemaba en el pecho.
—No puedo… —se quejaba, con la voz rota—. Por favor…

Pero el jornalero ni se inmutaba. Continuaba, implacable, mientras su tono mantenía esa extraña dulzura.
—Shhh, callate —decía, acariciando su mejilla—. Acá nadie te va a hacer daño si vos no querés.

Las lágrimas comenzaron a rodar por el rostro del joven, mezcla de dolor y agotamiento, y su cuerpo temblaba débilmente.
—Por favor… —volvió a suplicar, quebrándose—.

El hombre respondió con una caricia áspera, casi protectora.
—Yo sé lo que querés, pibe —murmuró—. No te voy a soltar hasta que esto termine.

Y siguió, firme en su propósito, mientras el silencio se llenaba con los sollozos de Elías y el roce de manos duras que no cesaban.

Elías no podía más y con la voz quebrada dijo,
—Me duele… por favor, ¿podemos seguir otro día?

El jornalero no se apartó ni mostró indulgencia, pero su tono se volvió más bajo, casi íntimo.
—Escuchame bien, pibito —dijo, mientras sus dedos ásperos rozaban el cabello despeinado—. Sé que no es fácil, y que te duele. Pero no vamos a dejarlo a medias.

Elías sintió cómo la fuerza del hombre se clavaba en su voluntad, y por un momento quiso apartarse. Pero no lo hizo. Solo bajó la cabeza, resignado.

—Vas a aguantar, sí —continuó el jornalero, con voz ronca y pausada—. Yo voy a ir despacio… aunque no voy a aflojar hasta que terminemos.
Elías se encogió un poco al sentir el peso de la insistencia en la voz del jornalero. La mezcla de cansancio y dolor le apretaba el pecho, pero había algo en aquella mirada firme, en esas manos ásperas que, pese a todo, se movían con cuidado, que le hacía no querer escapar.

—Me duele… de verdad —susurró, sintiendo que las lágrimas comenzaban a brotar de nuevo, esta vez sin poder contenerlas—. No sé si puedo seguir.

El jornalero acercó su rostro al de Elías, lo miró con una mezcla extraña de dureza y ternura, y apoyó la frente contra la sien del joven.
—Escuchame, pibe —dijo despacio, como quien dice algo importante—. No te voy a mentir. No siempre va a ser fácil ni cómodo, pero te prometo que voy a cuidarte, a ir despacio donde pueda.

Las manos del jornalero siguieron su trabajo, firmes y decididas, mientras sus palabras buscaban calmar, convencer.
—Vos sos más fuerte de lo que pensás. Por eso estoy acá, para que no te quedés solo.

Elías gimió una queja, apenas un hilo de voz. Su cuerpo temblaba, pero no se apartaba. Sentía cada roce, cada presión, como una mezcla de castigo y cuidado. La contradicción era insoportable y, a la vez, algo que no sabía explicar.

El jornalero apoyó una mano en su espalda, apretando con suavidad.
—Dale, pibe… un poco más —susurró con firmeza—. Cuando terminemos, vas a ver que valió la pena.

Elías cerró los ojos con fuerza, tratando de concentrarse en la voz del hombre, en la promesa escondida en aquellas palabras rudas. Su cuerpo protestaba, sus lágrimas corrían silenciosas, y su mente oscilaba entre la resistencia y la rendición.

Cuando al fin el jornalero se derramó, el silencio pesó en el cuarto. Elías estaba exhausto, con el pecho agitado y la piel marcada por la intensidad de lo vivido. El hombre se limpió el pene todavía erecto babeante, le dio una palmada en el hombro y, con una sonrisa seca, murmuró:
—Lo hiciste bien, pibito.

89 Lecturas/15 agosto, 2025/0 Comentarios/por maroso
Etiquetas: compadre, joven, montaña, pene
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