En un urinario 1ª parte
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por Anonimo.
Nada más sacarle la segunda verga del culo le brotaba leche del ano, aun abierto y enrojecido por la tremenda follada que le habían administrado sin ningún miramiento ni consideración.
Dos putos macarras lo habían enganchado en los baños públicos del parque, porque, al ir a mear, le había mirado la picha a uno. Y, sin mediar otra palabra que no fuese maricón de mierda u otras lindezas por el estilo, le rasgaron la ropa y le dieron por el culo. No le dieron la menor oportunidad para resistirse. Y mientras uno lo sujetaba por la cabeza aprisionada bajo un sobaco maloliente, el otro individuo le arrancaba a jirones los calzoncillos para meterle por el culo su asquerosa polla. Lo jodió hasta correrse dentro, dejándole el esfínter colorado y medio roto y la sensación de habérselo partido en dos. Y lo peor era que él no sólo se empalmó desde el principio, sino que también se corrió como un cerdo.
Al otro hijo de puta le faltó tiempo para darle un par de sopapos y ponerlo contra la pared hincándole por detrás su rabo pringoso, chorreando babas, y tapándole la boca con una mano sucia y tosca para silenciar los lastimeros quejidos que profería el muchacho a cada empellón que aquel animal le daba en las nalgas; sin poder evitar que la verga se le pusiese dura otra vez y soltase otra corrida al tiempo que el muy bestia volvía a llenarlo de lefa.
Lo follaron como a una perra callejera y se mearon encima suya después de dejarlo tirado en el suelo de aquellos urinarios, salpicado de meo, magullado y medio desnudo, con más dolor en el alma que en el culo, que le acababan de joder preñándolo con el semen de aquel par de burros que lo violaron entre insultos y desprecio.
El miedo invadió su corazón y el mundo se derrumbó ante sus narices embotadas de una peste agridulce a orines y semen. Ya nada podría ser igual, ni nadie lograría hacerle olvidar aquella tarde aciaga. El parque donde otras veces había jugado al fútbol y disfrutado cascándose alguna paja con otros chicos de su edad, se convirtió de repente en un lugar maldito y tenebroso, en el que cualquier ruido le causaba terror.
A pesar de sus diecinueve años el cuerpo, sucio por dentro, le pesaba como un fardo y a penas recompuso su atuendo destrozado, se incorporó y se fue humillado y lleno de vergüenza sin poder mirar a quienes se cruzaban con él de vuelta a su casa. Se encerró en su cuarto y cayó de bruces sobre la cama, llorando y sin poder olvidar cuanto le había ocurrido. Fue rememorando una tras otra las vejaciones sufridas aquella tarde, pero su mente excitada no lograba sofocar el ardor que le recorría el cuerpo ascendiendo desde los mismos cojones hasta la garganta. Clavaba las uñas en la sábana, estrujándola con rabia, y con la polla dolorosamente erecta recordaba la brutalidad de los dos cabrones, su olor acre a sudor rancio, sus modales toscos y su rudeza.
El desprecio y su propia indefensión ante semejantes cabestros malnacidos le emputecía y martilleaba en su cabeza cada frase, cada insulto, cada lapo con que medio se lubricaron sus rabos antes de ensartarlo como a un puto cabrito espetado.
Su pelvis no podía estar quieta y le masajeaba el pene restregándolo contra el colchón, volviendo a sentir la fuerza de aquellas trancas perforándolo salvajemente y deseando que otra vez unas ásperas manos apretasen su carne y le golpearan las nalgas sin compasión.
Jamás se había sentido tan zorra ni tan guarro, pero ansiaba ser poseído otra vez por un verdadero macho que le mazase el cuerpo y el alma a hostias y pollazos. Se veía nuevamente arrastrado besando el suelo ante los pies de un puto chulo que lo insultase y escupiese, arrancándole la verdad que le hervía en las entrañas y que ahora de pronto descubría en medio de la oscuridad.
Sus anteriores polvos eran una puta mierda!. Y los niñatos con los que había tonteado eran simples maricas insulsos que le daban lástima. Lo que quería ahora era un verdadero hijo de la gran puta que lo sometiese y doblegase sin importarle un cojón lo que él desease. Que lo usase a saco e hiciese con él lo que le diese la puta gana sin preguntarle nada.
La calentura le abrasaba la piel y su ano latía convulso gritando sin voz que le clavasen un buen nabo que lo jodiese hasta reventarlo.
Precisaba algo que calmase su ardor y sin pensarlo dos veces buscó lo más parecido a un pollón para penetrarse el mismo como una gata histérica por el celo. Y en la nevera encontró una lata de cerveza, helada, que allí mismo se la metió por el culo. Era gordita pero corta, aunque el frío del metal le dio cierto gusto al refrescarle el esfínter. Se bombeó el recto con fuerza, pero no era suficiente tal instrumento. Tenía que ser algo grande y vio un velón, más grueso y bastante más largo que su improvisado consolador. Ni un instante dudo en cambiar de artefacto masturbador y se lo calzó untado en mantequilla. Eso ya era otra cosa. Y se folló tirado en el suelo de la cocina con las patas en alto y pellizcándose el pezón de una teta.
Se puso tan cachondo que su capullo no tardó en escupirle a la cara su esperma, recogiendo con la lengua los chorretones al alcance de su boca. Apoyó los talones en el piso y permaneció inmóvil sin sacar el tranco de cera del agujero del culo, como si el peso de un hombre lo aplastase. Y antes de que su pito perdiese vigor, se despegó del vientre y se encima, regándose el estómago y el pecho.
Julio, que ese era el nombre del chico, ya nunca volvería a ser el mismo. Cansado como un perro vagabundo se miró de cuerpo entero en el espejo del armario ropero y se contempló como si no conociese al muchacho que le devolvía su propia imagen. Su cara seguía siendo la de un niño guapo, pero la mirada de reflejos verdes brillaba febril y su boca de apetitosos morros se entreabría con un rictus vicioso. No era alto, pero tenía el cuerpo bien definido por el deporte y podía estar orgulloso de exhibir un precioso culo, prieto y redondo, pero que ya conocía lo que era ser empalado a fondo con violencia. Y en silencio entró en la ducha para lavarse por fuera y por dentro antes de acostarse en la cama e intentar dormir.
Es que no hay como un buen macho que te someta y sin preguntar te de una buena cogida. Nos gusta que nos sometan, necesitamos sentir como nos incan la verga hasta sentirla bien adentro.