ESTA PASANDO
La curiosidad de un niño tiene un precio.
Un hombre desnudo yace recostado sobre un lecho improvisado de balas de paja, suspendido entre el cansancio y la quietud del instante. La luz del sol de la tarde cae oblicua sobre su piel, dorando cada músculo trabajado y dejando brillar pequeñas gotas de sudor que recorren su torso y brazos. Su rostro refleja una mezcla de agotamiento y satisfacción, como si el tiempo mismo se hubiera detenido para reconocer su esfuerzo. Cada parte de su cuerpo habla del trabajo duro: los hombros tensos, marcados por la labranza; los brazos firmes, modelados por el levantamiento constante de cargas; el abdomen, firme y definido, testigo silencioso de años de esfuerzo físico. Su pene pesado, todavía babosa y enrojecido descansa sobre su muslo. Sus piernas se extienden con abandono, y las manos descansan a los lados. Alrededor, la paja desprende su aroma dulce y terroso, mezclándose con el aire tibio cargado de sudor y testosterona.
A un metro de distancia, yace un cuerpo menudo, inerte, descansando boca abajo sobre la paja. Sus piernas abiertas se acomodan con aparente naturalidad, como si la gravedad misma las hubiera colocado allí. La respiración agitada, interrumpida por el sollozo leve del niño. La tenue luz deja adivinar surcos sanguinolentos que bajan por sus piernas.
Entre los dedos del hombre, el cigarrillo arde con calma, dejando escapar volutas de humo que ascienden y se confunden con el polvo suspendido en el aire. Cada bocanada es un respiro prolongado, un intento de retener el instante ya vivido. Sus ojos, satisfechos, se pierden en las vigas altas de madera, mientras su mente regresa una y otra vez al encuentro que acaba de concluir: la cercanía de los cuerpos, la resistencia del niño, la intensidad que aún palpita en su recuerdo.
En medio de la evocación, se filtran momentos en los que su rudeza se impuso sobre cualquier gesto de ternura, cuando las quejas apenas fueron un murmullo desatendido. En su mente, esas protestas nunca tuvieron un peso real; las justifica en nombre de su necesidad, convencido de que lo natural es que el niño entienda y se adapte.
En la piel del niño descubre señales: enrojecimientos donde tuve que sujetar para inmovilizar, huellas de su rudeza en un ano abierto que supura lo que no logra retener. Él observa con detenimiento, no como advertencia, sino como prueba de lo que considera suyo. Para él, esas marcas no son heridas, sino testimonio de haber sido el primero, de haber dejado su impronta.
Se siente satisfecho. Su pensamiento le dicta que así debe ser: que el niño aprenda desde el inicio quién es él. Recuerda el crujir del desgarro cuando su glande consiguió traspasar la entrada ahora cedida. La incomodidad del otro cuerpo, los gestos de queja y los gritos que tuvo que acallar con su mano callosa, el éxtasis alcanzado cuando consiguió derramarse dentro de la cavidad estrecha y acogedora del niño, todo lo interpreta como parte de un aprendizaje que confirma su papel dominante.
Se justifica diciéndose que el niño empezó cuando sus ojos no se apartaron de su pene cuando orinaba contra un árbol. Se justifica pensando en como el niño lo siguió al granero y se arrodilló frente a él, como no opuso resistencia cuando guiaba la inexperta mamada. Es normal que le doliera, él no gasta cualquier cosa.
Los pensamientos se ven interrumpidos cuando su polla, ya descansada, empieza a erguirse, preparada para un segundo asalto que terminará de quebrar el cuerpo y la mente del niño. No necesita lubricante, el hoyo convertido en depósito no se ha cerrado todavía.
Afuera, el paisaje se despliega sereno: campos verdes que se mecen suavemente con la brisa, árboles dispersos que lanzan sombras alargadas sobre la tierra, y un cielo teñido de naranja y violeta anunciando la despedida del día. Los pájaros que regresan a sus nidos huyen al oír los gritos infantiles que interrumpen la sinfonía silenciosa de la tarde.
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