La casita (capítulo 1)
Un relato semi-autobiográfico de los sinuosos juegos de mi infancia.
– I –
Es curioso las cosas que uno hace cuando ha sido condicionado. Condicionado a una tarde de juegos en una casita hecha con sillas y sábanas. Condicionado a una familia ficticia en la que yo actuaba de mamá, a veces de hijito. Condicionado a tener un padresposo amoroso, que me hacía el amor en las tardes, en la acogedora y acondicionada vida en nuestra casita.
Yo tendría ocho años… tal vez siete, tal vez seis. El tiempo borra la cronología cuando el condicionamiento es prolongado. Era el hijo-esposa de un hombrecito un poco mayor. Él tendría tal-vez-once. No lo sabía. Nuestro hijo —cuando también jugaba con nosotros— era apenas un poco más joven, quizás cinco. La fantasía de una familia amorosa, lo que no siempre ocurría en mi familia de verdad. Éramos el hogar perfecto, sin peleas, ni gritos en nombre de un amor que se despedazaba. En nuestra ficción, nuestro amor era lo único auténtico.
Me hacía el amor a lo que llegaba y antes de irse a trabajar. Me hacía el amor mientras educábamos a nuestro hijo, mientras le cocinaba o cuando le tenía que dar de amamantar. Me hacía el amor incluso antes de haber construído nuestro refugio de ojos adultos, que se hubiesen vuelto histéricos al conocer el verdadero significado de la palabra amor. Nuestra casita amorosa.
Deseo ser transportado a ese recuerdo, que entonces consideraba placentero. Ahora me parece un poco siniestro. Y aún más siniestro, me parece, desear en secreto aquel placer. Volver a mi pequeño rincón oculto del mundo. Protegido entre sábanas colgantes.
Construir una casita nunca había sido tan sencillo. Sin dinero, solo cuatro sillas y un par de sábanas. Una de las sillas girada hacia el interior del recinto, hacía de cocina, mesón o sitio para amar. El centro estaba ocupado por una mesita preescolar y plástica. El piso era alfombrado con muchas almohadas, que servían para todo tipo de muebles. Eran especialmente cómodas en las rodillas.
Yo también estudiaba, era muy inteligente. Mi niñera me recogía de la escuela no ficticia y me llevaba a mi casa de concreto; en la cuál no llegaban los verdaderos padres hasta después de las seis. Por lo que mi esposo, tenía la oportunidad de llegar más temprano y recoger a nuestro hijito. Los esperaba desde la ventana para volver a ser una familia ese día.
No usaba mucha ropa, hacía mucho calor. Después de clases me quitaba el uniforme y me quedaba en una bividí blanca y un calzoncillo a juego. A veces celeste, amarillo patito, verde claro, durazno pastel, rojo si quería ser más audaz, pero jamás rosado. El rosado era para niñas, y como buen varoncito, no era ninguna niña. Era una esposa y una madre, a veces un hijo o un hermano. Pero jamás un papá, ni mucho menos, un esposo.
Me paseaba con la escasa ropa por la sala. No eran prendas provocativas, pero así me sentía yo. Me estiraba un poco la bividí para revelar el escote. Colocaba mi calzoncillo entre la raja, dejando entrever la parte baja de mis nalgas. A mi niñera le daba igual. Ni lo notaba, ni le importaba. Mi provocación no iba dirigida a su negligencia. En su cabeza, solo eran hábitos de un niño raro y acalorado. Caliente sí fuí, pero guardaba mi fuego para la casita.
Me asomaba a la ventana de tanto en tanto. «Tal vez hoy se quedó a trabajar hasta tarde», pensaba. «Tal vez ya se aburrió de mí y consiguió un amante más joven y divertido.» «Tal vez ya no me ama y no vendrá.» Pero ahí estaba. Llegaba con una sonrisa y me saludaba desde abajo. Yo lo saludaba del balcón. Lo veía abrir la puerta, subir las escaleras y llegar a mi departamento. En ocasiones, venía acompañado de nuestro hijito, cuando le daban permiso para salir de la escuelita. Yo lo prefería a él solo. El rol de pareja se me daba mejor que el de madre.
Siempre tuve la sospecha de que algún día, esposo se divorciaría de mí y se casaría con hijo; y lo volvería su nuevo hijosposa. Nuestra imperfecta familia incestuosa. Creo que se rompió el día en que tuve que mudarme. Nunca los volví a ver. Mis padres no sólo arruinaron su ficción, sino también la mía.
Verlo atravesar la puerta me emocionaba. Quería lanzarme y frotarme contra él en ese instante, entregarle todo. Sin embargo, debíamos ser discretos. Que no era del todo necesario, porque mi niñera estaba hipnotizada con la nueva tele que habían colocado en su cuarto.
Esposo, tenía un saludo íntimo. Un apretón de nalgas, sus dedos deslizandose por debajo de mi calzoncillo y palpando mi ansiedad. En ocasiones, se olía los dedos. Demostraba su dominio. Cuando estábamos a solas, él prefería otros juegos que no requerían de un hogar. Yo me sentía más cómodo bajo el refugio de la casita. Él era rebelde y le gustaba todo al aire libre. Quizás, otro padresposo se lo enseñó así. Solo me ayudaba a construir nuestro refugio cuando mi niñera no había quedado del todo hipnotizada o cuando venía acompañado de hijo.
La ventaja de un hogar con paredes de tela, es que se puede ver al exterior, sin que el exterior te pueda ver a ti. La luz hacía visible el exterior, y nos hacía invisibles a los ojos de cualquier intruso. Esposo era un experto en hacer casitas y hacer el amor. Me enseñó todo lo que necesitaba saber. Incluso, me enseñó a rogarle para que me haga el amor. No siempre hacía de esposa. Cuando me aburría, quería ser el hijo que esperaba que papá llegara del trabajo con alguna golosina. Me traía su paleta de color caramelo para que la chupara. Se levantaba el dobladillo de su pantaloneta y revelaba mi recompensa. Yo era un buen hijo. Consentido pero obediente. Él tampoco venía con mucha ropa. Una camiseta ligera, una pantaloneta holgada de algodón o deportiva, y el calzoncillo era opcional. Era más fácil chupar paleta cuando no traía ropa interior.
Mi bividí se ajustaba como un guante en mi cuerpecito infantil. Siempre fui delgado. Mi padre decía que si no comía mis verduras me iba a quedar flacuchento y patucho. Lo que él no sabía, es que yo las comía a mi manera. Esposo me hacía cocinar zanahorias y pepinos de plástico, de mi set de juguetes del supermercado. Me las daba de comer por una parte que no podía pronunciar en voz alta; porque era una mala palabra. Tampoco me gustaba comerlas crudas. Me causaban dolor de pancita. Eran muy grandes y duras. Ahora las recuerdo más chicas. Más pequeñas que la longitud del puño cerrado de un adulto. Esposo conocía un secreto. Colocaba un poco de aceite de cocina en un vaso, las remojaba, las sazonaba con los bordes de mi huequito y las freía en mi interior. Dolía menos, pero igual dolía.
Cuando éramos pobres y no había qué comer, él me ofrecía la verdura que guardaba entre sus piernas, la vergadura. Otra mala palabra que él inventó. Esa era mi favorita. La devoraba cruda y sin aceite.
A esposo le encantaba cómo se ajustaba mi bibidí —como el vestido de un putita— decía, todo apretadito en mis costillas comprimidas; sin mangas que cubrieran mis hombros angostos y axilas lampiñas; y con el escote bajo que asfixiaba mis tetillas; que en esa época eran del mismo tono lechoso de mi piel. Esposo me quitaba los calzoncillos y los colgaba en algún rincón de la casita. Me dejaba con mi vestido de cien por ciento algodón. Yo lo estiraba hacia abajo, para conservar parte de mi pudor. Que cubriera mi pipi durito y mis nalgas desnudas. En caso de que mi niñera saliera de su cuarto y en un ataque de locura quisiera destruir nuestra casita.
Él tampoco se quitaba la ropa. Apenas se bajaba la pantaloneta. Le tenía sin cuidado mi pudor. Volvía a levantar mi vestido para satisfacer nuestra hambre, su hambre. Me ponía de perrito, pero yo no quería jugar a ser la mascota. Elevaba mis piernas y las colocaba alrededor de sus hombros. Entre vaivenes, veía los dálmatas en las sábanas del techo. Él solo se ensartaba en mi interior precalentado.
Cuando esposo quería ser creativo y amable con mis nervios a ser descubiertos, dejaba mi ropa interior a medio talón. La sujetaba como un grillete en mis pies. Los elevaba en el aire y se zampaba su cena. Así, yo no le daba mucha resistencia y podría colocarme mis calzoncillos de inmediato, si la niñera se acercaba.
Los días en que estaba nuestro hijo, la dinámica era diferente. A él nunca lo penetró, al menos no bajo mi techo. El nene solo observaba y mis celos se sentían a gusto con ese acuerdo. Esposo lo traía cogido de la mano, usando una mochila mía, como utilería de nuestra fantasía. Alzaba la sábana y pasaban.
—¡Amor, ya llegamos! —solía decir—. ¿Qué estás cocinando?
—Penne alla puttanesca.
Me creía ingenioso y atrevido con esa receta que escuché en algún programa de comedia vulgar. Quizás en alguna película para adultos. No lo recuerdo. Mi mente ya estaba condicionada a reconocer los innuendos sexuales, las escenas sexuales, los actos sexuales. El sexo, el sexo y el sexo. Mi inocencia se desvaneció en aquella casita. Nunca supe qué ingredientes usar, ni siquiera ahora, en el presente. Cuando uno cocina con amor, todo sabe bien. Aunque algunas recetas nos dejan un sabor agridulce en el alma.
Yo simulaba cocinar cualquier cosa. Tenía que hacerlo de rodillas, porque el techo de nuestra casita no era muy alto. Esposo me abrazaba por la espalda, también de rodillas. Agarraba mi cintura y me besaba en la nuca. Hijo veía. Le dábamos órdenes para que haga sus deberes antes de que esté lista la comida. Sacaba un cuadernito y coloreaba. Esposo se sentaba en una almohada y sentaba a hijo encima de sus piernas. El mejor asiento del hogar. Yo veía como lo acomodaba como si tuviese comezón. Entre tanta pretensión, lo único que deseaba era su penne en mi puttanesca. Mis celos me hacían cocinar en un parpadeo. El almuerzo estaba listo. Le ordenaba a hijo que acomode la mesa. Mi esposo hambriento fingía que mordía los juguetes. Me agradecía con un beso de lengua. Era hora del postre. Su hambre no estaba saciada. Me ponía de rodillas con las manos sobre la mesita preescolar. Bajaba mi interior y me daba por detrás. Frente a nuestro hijo.
—¿Qué hacen? —dijo hijo.
—Tápate los ojos —respondí.
—Déjalo que aprenda —refutó esposo—. Esto es lo que hacen los papitos cuando se quieren.
Hijo se cubría los ojos con las palmas abiertas, fingiendo que no espiaba. Esposo veía hambriento al pequeño y le ofrecía mis tetillas secas. Me acostaba boca arriba. Esposo juntaba y estrujaba los tirantes de mi escote y le ordenaba al nene que chupe mis pezones. En esa posición, esposo me daba amor. Nuestro hijo en medio de los dos. Aunque me exitaba que chupara mis tetillas, también me sentía un poco humillado, desplazado. Esposo bajaba el pantaloncito de hijo. Lo dedeaba, sin introducir los dedos.
Cuando no quería ser mamá, los dos éramos sus hijos. Yo me sentaba en sus piernas mientras hacía mis deberes de educación sexual. Él sólo bajaba la cantidad necesaria de mi ropa interior, se sacaba el pene por un lado de la pantaloneta y me culeaba. Nunca me gustó esa mala palabra. Me hacía sentir sucio, como si lo que hiciéramos fuese malo. Yo prefería la frase, hacer el amor; era más endulzada, que placía no compartirla con nadie. Extrañaba los primeros días en que mi amado era más sutil con nuestra pasión frente a mi hermanijo. En aquella casita sin espacio para las sutilezas.
Los agarrones de nalga cuando hijo no veía. Los arrimones descarados que parecían una broma entre amigos, antes que la pasión de un matrimonio. Los dedos que se introducían en mi interior, mientras fingíamos hacer la tarea. La hora de dormir, en la que nos cubríamos con una sábana y me la ponía de ladito. Los castigos improvisados para que hijo mirara la pared, para poder chupársela a esposo. O los recados inventados para que saliera de la casa, y esposo pueda culearme. Con mis piernas bien estiradas y sus manos agarrando mis talones.
Esposo cogía como un hombre adulto cuando estábamos a solas. O eso solía creer, hasta que conocí a un adulto de verdad. Por suerte para mí, en ese entonces, esposo recién estaba iniciando la pubertad. Sus vellitos eran tan invisibles como los de un durazno. Imperceptibles al tacto. Su pipi apenas alcanzaba el tamaño de un meñique adulto. Aquellos atributos infantiles facilitaban que me pudiera coger salvaje y con prisa. Con las hormonas alborotadas y los minutos contados. Como si tuviera que salir corriendo a una cita urgente con su amante con la que va a seguir teniendo sexo en una oración sin pausas. Me gustaba ser amante. Los amantes se comportan mejor que las esposas.
Lo aprendí de mi padre biológico. Él estaba quién-sabe-dónde para estar con su quién-sabe-quién.
Una vez fui amante. El amante extremadamente joven de un hombre adulto y casado.
(fin del capítulo I)
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Espero les haya gustado, se que tal vez no tiene tanto erotismo, es más una experiencia vivencial, pero de todas formas quería compartirlo al mundo. Espero su retroalimentación y sus comentarios ✌🏻


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