La casita (capítulo final)
La continuación de mis vivencias de la infancia, semi-autobiográfico.
– II –
En nuestro trío fantasioso e incestuoso, hijo que no era mi hijo, era el hijo biológico de un hombre de verdad. A veces, yo jugaba en la casa de mi dizque hijo. Su padre biológico pasaba allí todo el día porque su madre biológica era la que trabajaba. Y yo, como ejemplo de madre sustituta, debía cuidarlo junto con aquel hombre desempleado.
El señor padre, era de esos tipos que pasaban con el pecho velludo al descubierto y en ropa interior. En sus calzoncillos sin dibujitos, se dibujaban formas y tamaños ocultos, con sombras y relieves. No había suficiente tela que cubriera los hilos oscuros que salían descosidos por las aberturas. A diferencia de los míos, en que los pliegues ocupaban mayor espacio que mi pipilín y no se asomaba una sola hebra.
Las veces que llegábamos sin avisar a esa casa, el señor papá, se cubría con una pantaloneta. Aumentando el misterio de lo ya oculto. Con el tiempo se fue suavizando y lo justificaba diciendo que estábamos entre hombres. Hombres. Ni una sola mujer, esposa o madre. Me sentía visto como algo más que un niño feminizado. Para aquel señor hombre, yo era su igual, y se sentía muy bien.
En la casa de hijo no jugábamos a la casita. Por algún motivo, mi esposito nunca cruzaba la puerta de aquel hogar habitado por hombres. Los juegos eran más tranquilos y menos viciados. Robots, carritos, power rangers, y un aburrido etcétera de juegos sin diversión. Sin mis dosis de acondicionamiento físico. Juegos de niños hombres. La testosterona viajaba en el sudor y actuaba como una feromona. Mi olfato se refinaba.
Mi juego favorito en ese dojo, eran las luchitas. Amaba luchar con el señor papá. Su tacto brusco con volteretas y piruetas que ejercía en mi cuerpo sin peso. Me gustaba cuando se fingía derrotado. Él acostado en el piso, con su hijo haciéndole una débil llave en el cuello. Y yo sentado encima de él, creyendo que tenía más fuerza que él. Durante el forcejeo, aproveché para sentarme encima de sus partes ocultas. Fuerza aquí y allá. Un poquito de presión. Listo. Lo había dominado y derrotado. Su dureza se hizo notar. El señor papá se quedó quieto y dio el juego por terminado. Me hizo a un lado y se marchó encarpado. Mi diccionario de palabras adultas aumentaba.
Después de aquel día, el señor papá dejó de usar pantaloneta en el dojo. Pero ya no jugaba con nosotros. Iba de un lado a otro. Leía el periódico con las piernas abiertas. Se rascaba allí con más frecuencia. Estaba atento a mi mirada inquieta. Un día su nene estaba sucio y no quería bañarse. Señor papá dijo que me bañara con su hijo, así sería más fácil convencerlo. Fue más fácil convencerme a mí. Señor papá no entró a la ducha, ni se quitó la ropa. Su secreto se rehusaba a revelarse.
—¿Tú te bañas con tu papito? Mira como tu amiguito sí es bien comportadito. ¿Tu papito, si te ha enseñado cómo tienes que lavarte? Lávense bien el pipi y las bolitas. Sí, allí también. Ven yo te enseño.
Señor papá frotaba mi cuerpo. Sus dedos se sentían más gordos y largos que el pipi de esposo. Rastrillaba mi huequito y no pude evitar ponerme duro. El nene se rió de mí. Señor papá le dijo que era normal, que a veces entre hombres pasaba. Fue por unas toallas. Cuando se levantó noté que andaba duro. Parecía un poco mojado. Con unas gotitas de humedad en la punta de su secreto, que transparentaban un poco el misterio. Muy raras veces me duché con ellos.
Un día volvimos a jugar a las luchitas por deseo del señor papá. Estaba en un calzoncillo azul marino, de esos clásicos y populares en los noventas. Sin elásticos anchos, ni nombres llamativos. Con una tira corrugada y delgada que revelan los muslos, que dejaban entrever los pelos. Ganarle no fue fácil. Tenía a su hijo cargado con ambas manos, torturándolo con besos en la barriga que sonaban como pedos. A mí me tenía boca abajo, atrapado entre sus rodillas. Con movimientos pélvicos se frotaba contra mis nalgas. Como un barco que ha aprendido a dominar la marea. Me tenía dominado. Me condicionaron para saber cuándo estar sumiso y callado; cuándo tenía que fingir jugar y cuando los juegos iban en serio. Nuestro hijo —ya podía llamarlo “nuestro”—, era distraído por las pedorretas del señor papá. El mástil se bamboleaba en mis olas silenciosas.
Señor papá, sugirió que nos bañáramos porque estábamos sudados. Todos… juntos. Los nervios burbujeaban en mi interior. En dirección al baño, mi imaginación viajó a un montón de escenarios. Había visto hombres desnudos antes en los vestuarios de las piscinas, pero era diferente. En este caso, la intimidad del hogar lo hacía todo más real y cercano. Sin temor de ser descubierto hurgando las siluetas masculinas empelotadas.
Señor papá cerró la puerta del baño con seguro. No entendía porqué, en esa casa estábamos solos. Le quitó la ropa a su hijo y me ofreció ayuda. Decidí desvestirme solito. El agua era incapaz de apaciguar el calor. Vi cómo el señor papá comenzaba a quitarse su única prenda. Su guardián del secreto. Mi corazón latía paranoico; puedo jurar, que se escuchaba más fuerte que el agua cayendo. La prenda voló y reveló las formas que completaban mi imaginación. Un hombre de verdad.
Su hombría se asomaba de manera peculiar. No tan duro, pero tampoco encogido. Era mucho más grande que lo que yo tenía, que lo que esposo tenía, y eso me llenaba de preguntas. Sus pelos se amontonaban en esa zona, cubriendo hasta sus bolas. Hecho de cien por ciento hombre. Mi pipicito se puso duro. El nene lo notó y lo señaló. Señor papá también estaba creciendo en tamaño. Vi que se movió.
—¡Papi, tú también! —señaló su hijo y se rió.
—Te dije que es normal cuando estamos entre hombres. Ya báñate rápido, que se desperdicia el agua. —le dijo, salpicándole agua a la cara.
Señor papá entró en la ducha, levantando su pierna lo más alto que pudo, apuntando su cosa cerca de mi rostro. Mis ojos no se apartaron. Sus piernas eran gruesas y peludas, al igual que sus brazos. El agua mojaba su piel y hacía que reluciera. Sus vellos se oscurecían y caían pesados sobre su panza, brazos y piernas; caían aún más oscuros y pesados en su secreto al descubierto, como la lana cuando se moja. Los mechones se le pegaban y formaban gotas gruesas en su lana anti absorbente. El agua colgaba por los pelos de sus bolas y se resbalaba por su pene. Parecía que estuviera meando.
—¡Te estás haciendo pipí! —gritó su hijo entre risas.
—Es solo agua, mira.
Hacía un truco en el que hacía brincar su pene. El agua salpicaba e intentábamos esquivarla. Procedió a enjabonarnos y enjuagarnos. Se sentó en el borde de la ducha. Ocultando su erección entre los muslos cerrados, que ahora apuntaba hacia arriba. Su dedo usaba mucho jabón en mi huequito. Podía notar como lo introducía de a poco, como sondeando los límites de mi resistencia.
—Que esto quede entre hombres.
Con esa frase, señor papá se aseguraba que no hubieran soplones en el dojo. Mi corazón latía muy rápido y hablaba en mi nombre. Señor papá sacó una toalla y nos secó. Se quedó un rato enjuagándose solo en la ducha, cerró la cortina y salió seco. Su pene seguía duro, pero iba perdiendo firmeza. Me mezquinó su vista con una toalla. En otra toalla envolvió a su hijo y lo cargó en su brazo. No habían toallas para mí, así que volví desnudo al cuarto, sujetado de la mano de señor papá. Sentí que era una penitencia por haber perdido en las luchitas. En el cuarto nos vestimos y el juego terminó.
Iba con más regularidad a la casa de señor papá. Esposo me reclamaba que ya no jugaba con él —tenía razón—, nuestros juegos no eran tan frecuentes como antes. Ahora prefería jugar al dojo antes que a la casita. Debí advertir que la casita era un juego más seguro.
Un día, en el dojo, hijo no podía jugar por estar enfermo. Igual decidí pasar. Señor papá lo permitió. Hijo estaba dormido en su cama, drogado en jarabe para la tos. Señor papá me permitió jugar con los muñecos de su hijo en la sala, sin hacer mucho ruido, porque el nene estaba descansando. Se sentó en calzoncillos a ver la tele, con las piernas bien abiertas, para que yo también pueda entretenerme. Su calzoncillo blanco contrastaba con los pelos poblados. Se le veía media bola, como una media luna dentro de su interior, con la despreocupación de alguien que se siente dueño del espacio. Su media luna arrugada y llena de vegetación alienígena flotaba en mi atmósfera.
Yo estaba sentado en el suelo con los muñecos de hijo, tratando de concentrarme en ellos, pero su fuerza gravitatoria me atraía. Me sentía observado o quizá solo lo imaginaba. No era una mirada directa, sino algo más sutil, el tipo de presencia que se impone sin palabras.
Cuando cambié de posición, me di cuenta de que él también se movía, como si ajustara su postura al mismo ritmo que la mía. Su pierna se flexionó sobre los codos del mueble, su brazo descansó sobre el respaldo, su torso se inclinó apenas. El movimiento del televisor reflejándose en su piel, en los vellos oscuros de su hombritud.
―Te aburriste, ¿no? ―me sacó de mi trance.
Negué con la cabeza, pero sentí que mi voz no salía.
—Puedes cambiar el canal si quieres.
Extendió el control remoto sin apartar la mirada. Tardé un segundo eterno en reaccionar y tomarlo; su pulgar rozó mi mano, o quizá lo imaginé. El silencio se volvió más pesado. Cambié de canal al azar: una caricatura, daba igual.
Señor papá dio un par de golpecitos en el sofá, invitándome a acercarme. Me moví con cautela y dejé un pequeño espacio entre los dos. No dijo nada. Se acomodó con calma, espalda hundida, piernas abiertas, atento. No apuraba nada. Parecía saber que el control ya era suyo.
—¿Y tú, con quién vives? —preguntó como un depredador que caza información.
Le respondí con una frase corta. No parecía satisfecho.
—¿Has visto a tu papá haciendo esto? ¿O esto otro? —Lanzaba preguntas al aire, como tanteando el terreno.
Anzuelos lanzados en mi dirección, esperando ser tomados; revelando algo sin darme cuenta. Miraba la pantalla, pero su verdadero interés estaba en mí.
—No hablas mucho.
No era un reproche. Era una constatación, como si estuviera clasificándome en algún sitio.
—Eres difícil de leer. Vamos a hacer algo. Un juego.
No se molestó en explicar de inmediato. Solo esperó, dejando que el silencio hiciera su trabajo.
—Si tienes que pensarlo tanto, quizá no deberíamos jugar —dijo con un tono ligero, casi burlón.
Me quedé quieto. No sabía si tenía miedo o simplemente no quería decepcionarlo. En ese momento, ese sentimiento todavía no tenía nombre. Solo se sentía como una presión en el pecho, un bombeo desenfrenado en mi corazón. Me senté a su lado, con las piernas cruzadas. Él me observaba como si ya hubiera ganado algo.
—Acomódate —dijo—. No estés tenso. Es solo un juego.
Solo recuerdo sus dedos sobre mi pierna, midiendo la distancia, tanteando el terreno. Empezó a nombrar cosas para jugar al veo-veo, y yo tenía que adivinarlas.
«Veo algo suave… algo calientito… algo duro… algo peludo que se mueve».
—Quieres verla de cerca.
Me pidió que me acostara boca abajo sobre la alfombra. Mi cuerpo se movía solo. Me dijo que cerrara los ojos. Que era más divertido así. Que todo juego necesita un poco de misterio.
Y entonces, usó su cuerpo como una manta pesada. Era suave y texturizado excepto por esa parte rígida como una piedra en una almohada. Me cubrió con su sombra, con su olor a varón, con el aroma dulce de su piedra húmeda sin nombre. Se llamaba verga, aprendí luego de su boca, a pronunciar sus dimensiones con mi boca. Se arrastraba peligrosamente desde su entrepierna hasta la mía.
No fue rápido. No fue lento. Fue preciso.
No recuerdo la intensidad del dolor, pero sé que existió. Mi mente lo ha ido anestesiando con el paso de los años. Mis movimientos desesperados relataban mi experiencia. El televisor seguía encendido, le subió el volumen para amortiguar mis gritos. Mis puños apretados que intentaban apartar sus muslos. Mi espina que se contorsionaba como una lombriz recién sacada de la tierra. Mis piernas se entumecían como un animal muerto. Y mis glúteos se comprimían intentando alejar al intruso, sin saber que solo lo aprisionaba más en mi interior. Pelo debajo y pelo encima de mí. Atrapado en la fricción de su cuerpo contra la alfombra. Mis lágrimas se volvían motas de polvo.
Terminó.
Me preñó, como aprendería luego. Me daba su semilla en mi ano infértil que jamás le daría hijos. Con él no había juegos, el juguete era yo.
El agua del inodoro estaba roja. No un poco: roja de verdad. Sentí cómo el estómago se me hundía y el zumbido me llenaba la cabeza. Me apoyé en el lavamanos porque las piernas dejaron de sostenerme.
Señor papá apareció en el marco de la puerta. La luz del baño le daba de frente completamente sudado y desnudo. No se alteró. Miró el inodoro apenas un instante y luego me miró a mí, con esa calma que siempre tenía.
—Tranquilo —dijo al fin—. Respira. Mírame.
—Me duele mucho —lloré.
Negó despacio, como si yo estuviera exagerando.
—Es normal la primera vez. Te asusta porque no sabes qué esperar. No es grave.
Quise discutir, pero no me salió. El miedo necesitaba una explicación, cualquiera. No era mi primera vez, ni siquiera recuerdo mi primera vez. Pero era la primera vez que algo que había aprendido a desear me lastimaba más que la culpa. Él me cargó con suavidad y me llevó hacia la ducha.
El agua cayó tibia. Ajustó la temperatura. Hablaba sin parar, llenando los espacios donde podía entrar la duda.
—Confía en mí. Yo sé de estas cosas. Mira a mí también me sacaste sangre y estoy bien.
Recogió su prepucio y reveló su glande. Decía que a él también le había dolido, que yo estaba muy estrecho y no se lo dejé fácil, que por eso se le encogió el miembro y no se le volvía a parar; que era un juego de hombres y debía ser secreto, pero que eso no significa que esté mal. Se mostró como prueba, señaló las manchas, el desorden, el rastro que decía haber quedado en él. Insistía en que era señal de que los dos habíamos pasado por lo mismo, de que no había una víctima ni un error, solo torpeza y aprendizaje.
Yo quise creerle. Pensé, con una ingenuidad que ahora me resulta insoportable, que también lo había herido, que no había sido solo yo el que había salido lastimado. Me aferré a esa idea porque hacía el dolor más soportable, más justo. Debí entenderlo entonces: esa sangre no hablaba de dos cuerpos dañados, sino de uno solo. Pero en ese momento, bajo el agua, mientras todo se diluía, acepté su versión. Su perversión. Era más fácil pensar que el daño había sido compartido que admitir que había sido dirigido.
Cuando el jabón tocó ahí abajo, el ardor me atravesó. El cuerpo se me tensó solo. Apreté los dientes y apoyé la frente en la pared. Me dolía.
—Hay que limpiar bien para que no empeore.
Su voz seguía segura y dudé de mí. Dudé de lo que sentía. Apreté los dientes. Sentía el escozor subir mientras sus dedos hurgaban en mí. Quise apartarme, pero no lo hice. Pensé que el dolor era culpa mía por no saber, por no entender.
Aún tengo esa imagen imantada en mi cerebro, como las fotos familiares que se toman en vacaciones y se pegan al refrigerador. Mis recuerdos son más turbios. Mis múltiples familias disfuncionales. No importa cuánto tiempo pase, algunos no se borran. Él allí, de pie bajo la ducha, sonriendo con naturalidad, enjabonándose las axilas como si nada hubiera ocurrido. Levantaba los brazos para lavarse. El agua lo recorría. Su pene ensangrentado y martirizado a la altura de mi rostro. Viendo como el agua caía en riachuelos rojos que bajan por su sexo, por su muslo izquierdo, por su pie venoso, siendo tragados por el desagüe hasta que no quedó rastro alguno. Como si nada hubiera pasado. Como si nunca hubiera pasado. El baño se encargaba de borrar la escena por nosotros.
Ahora, ya no tengo casitas, ni sábanas colgando, ni almohadas de refugio. A veces, cuando me acuesto y cierro los ojos, el cuerpo me traiciona. Siento una tela rozándome la espalda, una voz adulta disfrazada de juego. Y un silencio deprimente, ese que llega justo después de masturbarse a solas.
He aprendido a cocinar recetas sin instrucciones. A querer como quien imita una familia funcional.
En las noches, sin querer, vuelvo a levantar la sábana, solo para ver si aún queda algo del otro lado. El borde de una silla. Una bividí blanca. Un calzoncillo de hombre. Un cuerpo que desea ser amado y no usado.
La casita ya no existe.
Pero hay noches en que, sin querer, la vuelvo a construir.
Y con esto concluye mi segunda publicación erótica, narrada en dos partes. Estoy ansioso por leerlos en los comentarios. También me pueden escribir por telegram @SodSinGom



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