La clase del 79
Han juntado los alumnos más conflictivos en una misma clase y les han puesto de tutor a Paco, un profesor con métodos poco éticos para restaurar el orden..
Era en España, a finales de los 70, 1979, si no recuerdo mal. El aire todavía olía a cambio, pero en nuestras aulas, en el Instituto Nacional de Bachillerato Lope de Vega, lo que apestaba era la anarquía. Éramos la última promoción del antiguo régimen, o eso nos decían, pero la autoridad, si alguna vez existió, se había esfumado como el humo de los Ducados de los profesores, estaba más muerta que el dictador. Éramos la clase de los desahuciados, el vertedero donde la dirección juntaba a todos los que daban problemas, a los que ningún otro profesor aguantaba, la escoria, los que habían hecho dimitir a la última interina en dos semanas. Y ahí, en medio de ese caos de gritos, portazos, novias a escondidas en los baños y pitis fumados en el patio, apareció Paco.
Decían que Paco era un profesor de la vieja guardia, había estado en el ostracismo, apartado en alguna especie de limbo administrativo, por cosas que se rumoreaba que no eran precisamente dar un azote con una regla, por sus métodos, que ya entonces, en aquellos tiempos convulsos, se consideraban… bueno, poco ortodoxos era un eufemismo amable. Nada éticos era más preciso. Pero necesitaban a alguien. Necesitaban a alguien que pusiera orden, costara lo que costara. Y a Paco le dieron carta blanca. Total, ¿qué más podíamos estropear nosotros?
No tardó en quedar claro que Paco no era como los demás. Los primeros días fueron una tregua tensa. Él nos observaba, nosotros le desafiábamos con miradas, murmullos. Esperábamos la Bronca con mayúsculas. Pero él esperaba el momento justo, la transgresión perfecta para dar su golpe de efecto.
Y entonces llegó el día de José. El rey del mambo. José, con su chándal y su sonrisa de perdonavidas, que igual te robaba el bocadillo que te defendía a hostias si le caías bien, destacaba por su descaro, por su total desprecio por las normas. Era el líder natural de nuestra manada, tenía carisma entre nosotros, incluso entre las chicas, que a la vez le temían y le admiraban. O al menos, lo era hasta esa mañana. Había montado una buena. No recuerdo qué exactamente, un jaleo de aúpa, gritos, insultos a Paco, mentándole la madre. Todos nos reíamos, esperando el número de siempre: la expulsión, la bronca, la nota a los padres que José tiraría a la primera papelera. Pero Paco no hizo nada de eso. Solo esperó a que José se callara, a que el eco de su propio desafío muriera en el silencio repentino de la clase. Y entonces, con una calma que helaba, lo llamó:
«José, ven aquí», dijo Paco con una voz sorprendentemente tranquila. Sonaba a condena.
José, con su chulería habitual, se levantó. Cruzó el aula pavoneándose un poco, sin saber lo que le esperaba. Se plantó ante el escritorio de Paco con los brazos cruzados. La clase entera contuvo la respiración. ¿Le iba a pegar? ¿Le iba a mandar a la calle?
Paco extendió dos dedos de la mano izquierda, despacio. Los tenía finos, pero duros. Nos mirábamos unos a otros, sin entender nada. Eva, en primera fila, con sus ojos grandes y nerviosos, ya estaba temblando un poco. Siempre se emocionaba.
«Escupe saliva aquí», ordenó Paco, sin levantar la voz.
La sonrisa floja de José se congeló. «¿Qué?»
«Saliva, José. Cuanta más saliva, menos dolerá», repitió Paco, su voz un hilo.
El murmullo recorrió la clase. ¿Doler qué? José miró a Paco, luego a nosotros. Había algo en la mirada del profesor que no había visto nunca. Una determinación fría. José vaciló, dudó. Era un matón, sí, pero esto era raro. Algo instintivo le dijo que no era un juego. Aun así, la presión de su público, nosotros, le obligó a mantener la pose. Se inclinó un poco y, con un gesto desafiante, dejó caer un pegote de saliva sobre los dedos extendidos de Paco. No fue mucho.
«Más, José. Te lo aconsejo», dijo Paco, levantando una ceja.
A José se le había secado la boca, pero consiguió soltar un poco más de saliva.
Paco asintió, como si el gesto fuera una confirmación. «Ahora gírate. Y apóyate en la primera fila de pupitres. De cara a tus compañeros.»
La primera fila. Donde se sentaba Eva. Eva, la nerviosa, la que temblaba y tomaba pastillas para los nervios, la que se ruborizaba por nada y parecía a punto de explotar sin que supieras por qué. Se removió incómoda en su asiento, pero no se atrevió a moverse. José se giró, apoyando las manos en la madera de su pupitre, de cara a nosotros, la clase entera. Todavía no entendía. Ninguno de nosotros entendía qué coño iba a pasar. Paco lo entendía. Y Eva, joder, creo que Eva empezó a entenderlo antes que nosotros.
Entonces lo vimos. Paco se agachó, con una lentitud deliberada que nos helaba la sangre, bajó los pantalones de chándal de José hasta los tobillos, y luego, despacio, los calzoncillos. José se quedó con el trasero al aire, inclinado sobre el pupitre de Eva, delante de treinta y siete pares de ojos. La clase entera se quedó petrificada. La risa contenida que había empezado a surgir se apagó. Esto no era una broma.
Paco tomó un poco de la saliva de sus dedos y, con una parsimonia que lo hizo todo peor, la empezó a untar. No solo en las nalgas. Se aseguró de que llegara bien ahí dentro. La clase estaba en silencio total. Solo se oía la respiración agitada de José, y quizás la de Eva, sentada en su pupitre, expectante.
Paco se desabrochó los pantalones. Lentamente. El cinturón, el botón, la cremallera. No se los bajó del todo, solo lo suficiente. La clase contuvo el aliento. Yo, desde mi sitio, observador como siempre, veía cada detalle. El vello oscuro en las piernas de Paco, su excitación, que se iba haciendo evidente.
Y entonces, sin más preámbulos, Paco dio un empujón. José lanzó un gemido ahogado. Su rostro, de cara a nosotros, se descompuso. Asombro. Dolor. Sus puños se apretaron contra el pupitre, sus nudillos blancos. Paco dio otro empujón. Y otro. El sonido sordo, carne contra carne, resonó en el silencio. José se encorvaba un poco, pero no se resistía. No podía creer lo que estaba pasando. Nadie podía.
Paco se movía con una cadencia rítmica. Lenta al principio, luego un poco más rápida. Y su cara… Dios, su cara. Ya no era fría. Una cara de éxtasis, de una euforia que no habíamos visto nunca en un adulto. Cerró los ojos, la cabeza ligeramente echada hacia atrás. Estaba disfrutando. Estaba corriéndose dentro de José.
Lo peor de todo, para José, y quizás para todos nosotros, no fue el acto en sí, por brutal y humillante que fuera. Fue lo que vino después, o más bien, lo que ocurrió justo antes de que Paco se retirara. Los ojos de José seguían fijos en el vacío, o en nosotros, no sé. Pero lo que captó nuestra atención fue su propia erección. Lenta, imparable, su pene empezó a hincharse y a palpitar contra el aire. Se puso duro. Y en el momento en que Paco tuvo el último espasmo, ese final que nos hizo contener la respiración, el pene de José goteó. Cayó una gota, luego otra. ¿Y sobre qué cayeron esas gotas? Sobre el cuaderno de Eva. Justo ahí. Eva, mientras tanto, estaba roja como un tomate, respirando con dificultad, sus muslos apretados bajo el pupitre, los ojos desorbitados mirando esa escena.
Paco se separó de José con una lentitud deliberada. Se abrochó los pantalones. José se quedó un instante, con el culo al aire, temblando. Luego, con un temblor, se subió los calzoncillos, los pantalones de chándal. Lo hizo con movimientos automáticos, como si estuviera en trance.
Intentó mantener la compostura, esa chulería que lo definía. Se giró, la cara una máscara. Pero al intentar sentarse… un sonido. Un pedo. No era solo aire, sonó húmedo, como un chapoteo tristísimo. Y entonces la clase estalló. No en risas de burla, al menos no al principio. Era una risa nerviosa, histérica, una válvula de escape a la tensión insoportable. José se sentó, hundido en su pupitre, rojo hasta las orejas. La humillación era completa. El hedor, un cóctel de mierda y semen, se esparció por el aula.
A partir de ese día, José cambió. No volvió a alborotar. Adoptó un perfil bajo. Dejó de ser el matón. Incluso intentaba que los demás no hicieran ruido, con una mirada suplicante que antes te hubiera partido la cara por verla, como si temiera que cualquier perturbación pudiera recordarle… aquello. No pudo evitar, eso sí, convertirse en la mascota de algunos alumnos mayores del Instituto. Los de cursos superiores, los que ya fumaban porros a la hora del patio, lo vieron como una presa fácil. Se rumoreaba que lo llevaban a los cubículos de los WC, y que José salía de allí con la mirada perdida y el chándal desordenado, había pasado de abusón a presa. Paco lo sabía. Lo veíamos en su mirada. Pero no decía nada. José había aprendido su lección. Y nosotros, la clase, también.
Pasaron los días. El miedo era palpable. Nadie se atrevía a abrir la boca más de lo necesario. Paco daba la clase, y el silencio era sepulcral. Un silencio roto solo por la tos nerviosa de Eva o el rascar de los bolis. Pensamos que ya estaba, que ese era el nuevo orden. Hasta que María la lió.
María era diferente a José. Su problema no era la agresividad, sino la insolencia, la provocación. Con su falda corta, su pelo teñido de un rubio imposible, sus labios pintados de rojo. Era la reina de la clase, la que tenía a todos los chicos a sus pies, la que se rumoreaba que se acostaba con medio barrio, pero que solo usaba su ojete, la boca y las manos. Y un día, no sé por qué, quizás aburrimiento, quizás desafío, empezó a flirtear descaradamente con Paco, a interrumpirle con comentarios insolentes, a reírse a destiempo. Fue escalando, subió el volumen, se puso provocativa. Paco aguantó. Y aguantó. Y aguantó. Hasta que llegó al límite, ese punto invisible que solo él parecía conocer.
«María, ven delante», dijo Paco. La misma calma.
María se levantó, contoneándose, con una sonrisa de superioridad. Estaba segura de sí misma. Creía que con ella sería diferente. Que su atractivo, su descaro, la protegerían o le darían otro tipo de «castigo». Se plantó delante de la mesa, esperando.
«Escupe aquí», dijo Paco, extendiendo los dos dedos.
María hizo media sonrisa. Se acercó a los dedos, ladeó la cabeza, y dejó caer un hilo de baba. Casi tocó los dedos con los labios, un gesto provocador. Y entonces, con la voz melosa y cargada de doble sentido que la caracterizaba, soltó:
«¿Me dará por culo?»
Hubo un murmullo ahogado en la clase. ¡María! Siempre al límite. Paco no se inmutó. La miró, y una extraña media sonrisa apareció en sus labios. Su mirada era impenetrable.
«Supongo que querrías eso, María. Lo fácil, ¿verdad?», dijo. «Pues no.» María arqueó una ceja, sorprendida. «Apóyate en el lateral de mi mesa.»
Desilusión o quizás otra cosa, la duda se dibujó en la cara de María por un instante. Pero se recompuso rápido. Se dirigió al lateral de la mesa de Paco, que estaba en una tarima, y apoyó las manos sobre ella, girándose un poco, de lado, para mirarnos. Su minifalda se subió un poco más con la postura.
Toda la clase observaba. Sabíamos lo que venía. Pero con María… era diferente. Era una chica. Era ella.
Paco se acercó. Sin decir nada, con movimientos eficaces, le subió la faldita por encima de la cintura. La dejó arrugada en la espalda. La minúscula braguita roja de María quedó a la vista. Era diminuta, apenas un trozo de tela con encaje. Paco la bajó. Despacio. La dejó caer al suelo. María se quedó ahí, con su hermoso culo al aire, la falda arrugada arriba, de lado, a la vista de todos. La humillación era distinta a la de José, menos bruta, pero igual de expuesta.
Paco tomó la saliva de sus dedos. Y con la misma tranquilidad que con José, la embadurnó. No ahí dentro, no esta vez. La untó entre sus piernas. En la vulva, asegurándose de que todo estuviera bien lubricado. La clase seguía en silencio, sobrecogida por la visión. Eva, en primera fila, justo al lado, parecía una estatua, solo sus ojos se movían, fijos, vidriosos.
Paco se desabrochó los pantalones. De nuevo, la cremallera, el botón. Se los bajó un poco. Y entonces lo vimos. Desde esa posición lateral, el ángulo era perfecto. El enorme miembro del profesor. Y vimos cómo, con un movimiento lento y decidido, empezó a desaparecer entre las piernas de María.
María dio un leve respingo. Su cara, de lado, era una mezcla de emociones que no pude descifrar. Sorpresa. Dolor. ¿Miedo? No era la pose desafiante de antes.
Paco empezó a entrar. Lento. «Vaya», soltó Paco con una extraña mezcla de sorpresa y decepción en la voz. «Cuesta un poco.» La clase contuvo el aliento. «Pensé que una chica como tú ya estaría estrenada.»
La cara de María era un lienzo en blanco de sufrimiento contenido. Sus labios tensos. Las lágrimas empezaron a brotar. Silenciosamente. Rodaban por sus mejillas, sin sonido alguno.
Paco continuó. Ni rápido ni lento. Un ritmo constante. Y de repente, hizo una pregunta, una que parecía sacada de la nada. «¿Has tenido alguna vez la regla ya?»
María, con un hilo de voz que casi no se oyó, masculló: «No…»
«Perfecto», dijo Paco, con una satisfacción que nos revolvió el estómago. «Mejor para los dos. Menos problemas.»
Disfrutó del momento. La clase seguía en silencio. Oíamos los sonidos húmedos. Oíamos los jadeos de Paco. Nos lo hizo disfrutar a todos. No se corrió rápido. Entraba y salía, despacio, dando un espectáculo acojonante. La clase entera, enmudecida, obligada a ser testigo. María seguía llorando en silencio, las lágrimas cayendo sin un sonido. No se quejaba. Estaba inmóvil, aguantando, con esa dignidad perversa que a veces tienen las putas. Paco tardó más esta vez. Parecía regodearse en el control. Y cuando por fin llegó, eyaculó bien adentro. Lo vimos. El espasmo final de Paco con un gemido grave, los testículos subiendo al contraerse el escroto. Y lentamente, se separó.
Vimos cómo, por las piernas blancas de María, resbalaba el semen de Paco. Abundante, espeso, mezclado con un hilillo de sangre. María seguía apoyada en la mesa, con las lágrimas corriendo, pero sin hacer ruido.
Paco se abrochó los pantalones. Miró a María, que se secaba las lágrimas con el dorso de la mano.
«Nos portaremos bien a partir de ahora, ¿verdad, María?», preguntó, su voz ahora suave, casi cómplice.
María levantó la cabeza. Las lágrimas seguían ahí, pero en su cara, junto al rastro húmedo, apareció una sonrisa extraña, indescifrable. Una sonrisa que no era completa, pero que curvaba sus labios de una forma que nos heló la sangre.
«Estoy segura, profe», dijo María, su voz recuperando un poco de su antiguo tono meloso, pero con un matiz nuevo, oscuro. «Usted y yo nos portaremos bien…»
Se tambaleó un poco al enderezarse. Cogió la braguita, se limpió con ella los muslos y entre las piernas. La miró un segundo, empapada de semen y sangre. Y, con un gesto casi desafiante, la tiró sobre el pupitre de Eva. Justo encima de su cuaderno, el mismo donde quedó la mancha de José. Eva, en primera fila, al ver la braguita sucia caer, al sentir esa mezcla de olores, al ver esa sangre… se retorció en su asiento. Los ruiditos que salían de su garganta se hicieron más fuertes. Jadeaba, gemía sin control.
María se recolocó la falda, que ya no parecía tan provocativa, sino… sucia. Y volvió a su sitio con toda la tranquilidad del mundo, como si acabara de volver de la fuente a beber agua.
La clase cambió de nuevo. Ya no era solo miedo. Era… otra cosa. Una sumisión extraña. Disciplina forzada, claro, pero había un aura de… comprensión mutua. O de terror absoluto. O de perversión asimilada. No sé. Yo solo observa.
Eva, pobre Eva. Después de lo de María, su estado empeoró. O mejoró, depende de cómo lo mires. Sus reacciones visuales se volvieron más intensas, más frecuentes. Solo ver a Paco, o escuchar su voz grave, la alteraba. Sus gemidos a veces llenaban el silencio de la clase. Era incómodo, fascinante y… sí, obsceno.
Un día, después de varias semanas de esta calma tensa, vi a Eva quedarse al final de la clase. La sala se fue vaciando. Ella, sentada en primera fila, esperaba. Cuando solo quedábamos Paco, Eva y yo (siempre me quedo un poco más, observando), la oí hablar. Me hice el tonto, recogiendo mis cosas despacio.
Su voz era un susurro nervioso. Casi no la oigo.
«Señor Paco…»
«¿Sí, Eva?» La voz de Paco era suave. Demasiado suave.
«Yo… yo no quiero portarme mal. Soy buena chica. Tengo mis cosas, pero siempre me tomo la mediación…»
Paco la miró. Esperó.
«Pero… pero querría que… que me castigara.»
Ahí estaba. Lo vi venir. Lo sentí en el aire cargado de la clase. Eva, con la cara pálida, las manos temblando. Pero en sus ojos había esa mezcla de miedo y… excitación. Lo pedía. Pedía ser la siguiente. Pero sin el pretexto de haberse portado mal. Quería la «lección» por la lección misma. Por la sensación. Por lo que le generaba ver.
Paco no dijo nada durante un buen rato. La miraba. Y en su mirada, vi algo que no había visto antes. Una especie de… reconocimiento. Como si entendiera perfectamente lo que Eva pedía.
«Ven aquí, Eva.»
No la vi escupir en sus dedos. No la vi subirse a una mesa. Fue más discreto. Paco la llevó hacia la pizarra, como si le fuera a explicar algo en privado. Yo, disimulando, me acerqué a la papelera cerca de la puerta. No vi todo. Pero sí vi a Paco hablarle al oído. Vi a Eva asentir, temblando con más fuerza. Vi a Paco meter una mano bajo su falda. Y oí los gemidos de Eva. Bajitos al principio, luego más fuertes. Vi sus ojos cerrados, su cabeza apoyada contra la pizarra, su cuerpo convulsionando ligeramente. Paco ni siquiera se desabrochó los pantalones. No hizo falta. Con Eva, solo la proximidad, el susurro, el tacto… bastaba. Duró poco. Cuando Paco retiró la mano, Eva se quedó un momento pegada a la pizarra, respirando entrecortadamente, con una expresión que… sí, era placer. Un placer mezclado con vergüenza y agotamiento.
Paco le dio una palmadita suave en el hombro. «Ya está, Eva. Ya puedes irte.»
Eva asintió, se recompuso como pudo y salió de la clase, sin mirarme, con las mejillas rojas y los ojos vidriosos.
Durante todo lo que quedaba de curso, Paco no tuvo que castigar a nadie más. Ni a José, ni a María, ni a los demás. El orden reinaba. Un orden basado en el terror, en la sumisión, en la perversión. ¿Era eso recuperar el respeto? Quizás. A su manera, Paco lo consiguió.
El rendimiento de la clase, curiosamente, mejoró mucho. Supongo que el miedo a una «lección» te hace concentrarte en los estudios. O quizá era otra cosa. Especialmente el de María. Sacaba sobresalientes en la asignatura de Paco y notas excelentes en las otras. Se quedaba después de clase. Recibía «clases particulares», decía ella, con esa sonrisa que ya no era de chulería, sino de complicidad, de algo secreto y compartido. Las veíamos ir juntos, ella con su falda corta, él con su paso tranquilo, hacia la sala de profesores, o a veces, según los rumores, a otros sitios del instituto. Las clases particulares de María eran legendarias.
¿Por qué cuento esto ahora? Me encontré ayer con María, me presentó a su novia. Es diseñadora de interiores. Todavía tiene contactó con José y Eva. Se casaron y tienen cinco hijos. Cinco, menudos locos. Paco no volvió a ejercer de profesor, sus métodos ya no eran necesarios ni bien vistos y podían representar un problema para el instituto. Lo que no sabía es que lo encontraron al cabo de unos años asesinado de forma cruel en un callejón.
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