LA MENTIRA
Callate y quedate quieto.
El sol pegaba duro en ese pueblo olvidado, y Ramón, Esteban y Lorenzo, tres machos de armas tomar, estaban hartos de tanta mierda. Sentados en un bar de mala muerte, apuraban tragos con la bronca de quien sabe que la guerra los espera, pero mientras tanto, lo que más les quemaba era la falta de mujeres.
—No hay una puta aquí que valga la pena a esta hora —escupió Ramón, dándole un golpe a la mesa—. Estoy cansado de esperar y que este pueblo se la chupe sin darnos nada.
Esteban rió, con esa sonrisa dura que solo tienen los que saben aguantar dolor.
—Aquí no sale ni la sombra, y los que quedan seguro tienen miedo de tres soldados como nosotros.
Lorenzo, con la voz ronca y sin pelos en la lengua, largó:
—Somos hombres, no niñatos buscando caricias. Queremos acción, y este lugar está más seco que el desierto.
En una esquina oscura, un tipo con barba de semanas y un sombrero chueco los miraba con esos ojos de perro viejo. Se levantó y se acercó, oliendo a vino rancio y a embuste.
—Parecen hombres que saben lo que quieren —dijo con voz rasposa—. Acá no es como en la ciudad. Pero hay algo para quienes no se conforman.
Ramón lo miró de arriba abajo, sin bajar la guardia.
—¿Y qué mierda querés vendernos, viejo?
El tipo sonrió con una mueca que no llegaba a ser amable.
—Por un trago, les cuento que acá, tenemos soluciones.
Esteban arqueó una ceja y empujó la botella hacia él. El tipo bebió, sin prisa, dejando que el silencio se cargara de tensión.
—Acá todos nos conocemos, y sabemos quién es quién —dijo el hombre—. Siempre hay un pibito. Callado, sin amigos.
Lorenzo apretó los dientes.
—¿Y qué? ¿Un pendejo?
—No se hagan ilusiones —contestó el viejo—. Ese pendejo, cuando le tocan, no se niega. Se deja hacer… pero solo si el que está enfrente es hombre de verdad.
Ramón rió con desprecio.
—Mira, viejo, nosotros no andamos con rodeos ni juegos. Somos hombres, sabemos dar.
El tipo asintió, con esa sonrisa torcida.
—Eso quería escuchar. Por eso les digo: el lugar está allá, más allá del molino viejo, donde la carretera se pierde entre álamos. Si no temen, si son firmes, ahí pueden demostrarlo.
Los tres se pusieron de pie, dejando claro que no les importaba lo que viniera.
—Vamos —dijo Esteban, apretando el puño—. Si ese pendejo está tan callado, no le vendrá mal que le enseñemos cómo se hace.
Caminaron bordeando el río, con el tipo delante, que no paraba de hablar entre sombras:
—Hay que ser duros al principio. Si titubean, se va. Este pendejo se asusta fácil, pero si ven que no se achica, lo tienen ganado.
Cuando doblaron un recodo del sendero, el molino apareció en penumbras, y entre el río y el cañaveral, ahí estaba: una figura quieta, recortada contra la luz moribunda. Era más chica de lo que esperaban, frágil a simple vista, como si el viento pudiera llevársela.
Ramón frunció el ceño.
—¿Y esta cosa es lo que tanto nos vendió el viejo? Parece que un soplido lo tumba.
Esteban se cruzó de brazos, observando con desconfianza.
—Yo vine buscando un reto, no un espantapájaros.
Lorenzo soltó un resoplido y escupió al suelo.
—Esto huele a tomadura de pelo.
Desde unos pasos atrás, la voz del viejo sonó grave, casi con tono de reto:
—No se dejen engañar por el tamaño. Los hombres de verdad no miden las cosas por la apariencia. Miden por el aguante de la presa.
Ramón lo miró de reojo.
—Sí, pero nosotros buscamos mujer. Carne de hembra, curvas, algo que valga la pena.
El viejo se acercó lo justo para que su sombra los rozara.
—Les digo que esto es mejor… más reservado, más fácil de manejar. Sin escenas, sin ataduras. Y recuerden lo que les dije: si están detrás, siguen siendo tan hombres como siempre. El que da sigue siendo macho, es un hueco donde deslecharse.
Esteban apretó la mandíbula, dividido entre la curiosidad y el asco.
—No sé… esto ya me empieza a oler raro.
Pero el orgullo les impedía irse. Ramón escupió al suelo y masculló:
—Bueno… ya que vinimos hasta acá, vamos a ver de qué se trata. Pero si es un chiste, viejo, te juro que vas a correr hasta quedarte sin aire.
El viejo sonrió, confiado.
—No se van a arrepentir. Les aseguro que van a quedar secos.
Los tres avanzaron un par de pasos, la figura inmóvil, pequeña, esperando en silencio. Y el aire, de repente, se volvió más pesado que en todo el camino.
El niño apenas había salido de las cañas cuando sintió la mano firme de Lorenzo agarrándolo del brazo.
—¿Dónde te creés que vas, nena? —dijo con voz grave, casi un gruñido.
No hubo tiempo para responder. Esteban y Ramón aparecieron detrás, sus miradas duras y llenas de una mezcla extraña: deseo y posesión.
—Vení —ordenó Esteban, y con esa palabra, el niño supo que no había escapatoria.
Lo arrastraron hasta un rincón oculto, lejos de ojos curiosos. El suelo frío, las hojas secas, el olor a tierra húmeda y a ganas acumulada..
—Arrodíllate, abrí la boca y no muerdas —dijo Lorenzo con brusquedad—.
Una mano agarró al niño por el pelo y lo llevó hacia la polla de Lorenzo que llenó toda la cavidad.
El niño temblaba. Quiso apartarse, pero las manos de Ramón y Esteban se cerraron en su espalda.
—Shhh… no te muevas, callate —susurró Esteban con una sonrisa torcida—. No vas a poder decir ni mu.
—Pero… por favor, —intentó el niño, la voz quebrada—… no quiero… no…
—¿No? —Lorenzo se rió, un sonido áspero—. Acá no hay “no». Acá se hace lo que nosotros queremos. ¿Querés entender, o querés que te lo expliquemos con más fuerza?
El niño sintió como le apretaban la cabeza una y otra vez para que su boca se acostumbrara a la brusquedad de la invasión.
Lorenzo resoplaba, el niño se ahogaba en su propio llanto.
El niño sintió cómo le apretaban la cabeza hacia abajo, un peso en la nuca que le impedía resistirse. “Callate y aguantá
—Shhh, nena, —susurró Lorenzo mientras exhalaba humo y lo miraba con ojos cansados pero hambrientos—, abrí la boca. Que te voy a dar un regalo. Se derramó rápido.
El niño notó como lo levantaban y le arrancaron la ropa quiso protestar, lloró con fuerza y pidió que pararan, pero una mano firme le tapó la boca.
—Callate, carajo —dijo Esteban con brusquedad—. Te quejás como nena llorona.
Lo empujaron sobre las cañas y tras escupir en su ano, Esteban entró, brusco, por la necesidad.
Cada queja suya era un ruido que apagaban con un “shhh” ronco, una caricia dura, una orden sin margen a dudas.
—Sos nuestra —comentó Lorenzo mientras le acariciaba el cabello mojado de sudor—. Y a nosotros se nos respeta, ¿me entendés?
El niño intentaba resistirse, su cuerpo dolía, y peor aún, su mente. Se sentía roto por dentro, como si las palabras y las manos le desgarraran el alma.
—Ya vas a aprender —murmuró Esteban al oído—, esto es lo que te hace falta.
Pasaban el tiempo entre susurros rudos y órdenes:
—Quieto, carajo. No te movás. Shhh.
—Dejá que te cuide, nena. Esto es para vos.
Cuando Esteban se apartó para fumar, Ramón lo puso a mamar, manteniendo la presión constante.
—¿Querés un cigarro? No… mejor callate y chupá —dijo Ramón con sonrisa burlona.
El niño se sentía a la vez atrapado y en llamas. El dolor físico se mezclaba con una sensación extraña, casi como si se disolviera en ellos. Sus quejas se volvían menos frecuentes, ahogadas por las caricias duras, por las órdenes que cortaban como cuchillas.
—Shhh… no digas nada. Ya vas a ver… —prometió Lorenzo.
Las voces se hacían eco entre las cañas, y los murmullos de aprobación y deseo de los soldados alrededor parecían envolverlo, asfixiarlo y sostenerlo.
—Se deja como una nena…
—Mirá cómo se entrega, no va a quedar para nadie más.
—Esto es lo que te gusta, aunque no lo quieras admitir.
El tiempo se desdibujaba, los rostros, los nombres, los gritos, todo se mezclaba en una oscura danza de poder y sumisión.
—¿Dónde querés el juguito? —susurró Ramón con voz firme, casi como una sentencia.
No hubo respuesta. Solo el silencio pesado, roto por un traga, pendejo.
Un último “Shhh… quieto, cállate, no te muevas, carajo”. precedió un grito ahogado del niño, un ruido que cortó la noche, la sangre, el dolor, la rendición final. Esteban entró hasta el fondo.
—Shhh, callate y aguantá —susurró al oído, su aliento caliente rozando su piel—. Acá sos de nosotros, y no hay vuelta atrás.
Los otros soldados, alrededor, no se quedaban en silencio. Con sus miradas duras y sus risas toscas, comentaban sin reparos:
—Mirá cómo se pone, loco. Le gusta que lo caguen a palos, este pibe.
—Si llora es porque disfruta, no jodamos.
—Seguro que la próxima vez viene a pedirlo él.
El ambiente se cargaba de crudeza, de una masculinidad brutal que dolía, dividido entre el llanto y la sumisión.
Se turnaban sin orden, sin pelea. Había tiempo.
—Tranquilo, nene—dijo uno de los que lo poseían, apretando más fuerte—. Esto es lo que sos. No te resistas, no sirve de nada.
Y en medio del dolor, el llanto y las manos firmes que lo poseían sin prisa, el niño entendió que debía rendirse.
Los soldados seguían turnándose sin prisa, sus manos firmes pero cuidadosas sobre el cuerpo frágil del niño, que estaba atrapado ,ahora, entre el miedo y un deseo que no sabía cómo controlar.
—Mirá cómo se le aprieta la piel cuando le pasamos la mano —murmuró uno—, este pibe no está hecho para aguantar, pero se la banca.
—Callate, que no es solo aguantar —contestó el otro—. Está aprendiendo a ser nuestro. Ya vas a ver cómo se rinde cuando le metamos un poco más de mano.
Las caricias eran duras pero no violentas, un juego de poder y control que parecía infinito. El niño, con la respiración entrecortada, de repente alzó la voz, temblando:
—Para… por favor… no puedo más…
Los soldados se miraron, uno con una sonrisa torcida, el otro con una mirada que no permitía dudas.
—Shhh, pendejo, tranqui —dijo el que lo estaba montando—, ya casi terminamos, te lo prometo. Un ratito más y te soltamos.
—Nomás que te calmes un poco —añadió otro—. No queremos que te vayas antes de tiempo. Esto recién empieza para vos, y tenés que aprender a disfrutar.
Aunque el niño quería creerles, sus ojos reflejaban la duda y el cansancio. Pero ellos, con esa mezcla de crueldad y “cuidado”, bajaron el ritmo, haciendo caricias más suaves, besos lentos y palabras susurradas, como para engañar a su cuerpo y a su mente.
Hicieron una pausa para fumar.
—Así, mirá cómo se va relajando —comentó uno—, no hay apuro, esto es para que entiendas bien cómo se manejan las cosas acá.
—Vos sos nuestro pendejo, y nosotros te vamos a cuidar. Cuando terminemos, vas a ver que vale la pena.
—Parece que el pibe está jodido, pero mejor así. Más dócil para nosotros.
Esteban asintió y empujó la entrada con cuidado.
Me gusta cómo aguantás el dolor, pendejo —musitó mientras comenzaba a tomarlo de nuevo, con mano firme y sin apuro—.
—Vamos a darle un poco de cariño, a ver si se anima. Ya saben cómo tratar a estas nenas.
—Callate y dejate hacer —ordenó sin miramientos—.
Entraron sin prisas, sin miedo, y se turnaron para seguir llenando el depósito del niño que no paraba de rebosar.
De madrugada se refrescaron en río, satisfechos y se alejaron. Sólo Ramón se acercó al niño, le puso un billete en su mano y dijo:
—No te preocupés, pendejo, —Sos un chiquito lindo, ¿sabés? No cualquiera aguanta lo que vos aguantás.
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