«La otra Bianca»
Como ya me caracteriza voy a publicar un relato de una anécdota que me conto mi hermana. Una aventura de sus dias de secundaria y como la escuela puede ser algo difícil para un adolescente. Obviamente vuelvona dejar tanto su instagram como el mio; @Orianaveles @Bianca_Veles.
(Relato real de una noche charlando con mi hermana)
Parte I: El nombre
Esa noche, mientras tomábamos en el balcón y le contaba a Oriana lo harta que estaba del colegio, de las miradas, de los comentarios, de sentirme sola incluso rodeada, ella me escuchó en silencio. Como si algo le hiciera clic por dentro.
—¿Querés que te cuente algo? —dijo, de repente—. Yo también tuve una mejor amiga que pasó por todo eso.
La miré de reojo.
—¿Sí? ¿Y cómo se llamaba?
Me sostuvo la mirada un segundo más de lo normal antes de responder.
—Bianca.
Sentí una especie de escalofrío. Me reí, nerviosa, como queriendo sacarle peso al momento.
—¿Posta?
Oriana asintió, sin sonreír.
—Y no sabés todo lo que le pasó.
No dijo más. Se quedó ahí, mirando la noche como si estuviera esperando algo. Y yo, por alguna razón, no pude evitar sentir que eso no era sólo una historia del pasado. Era algo más.
Parte II: El año en que florecimos
Oriana se acomodó el pelo detrás de la oreja, como si ese gesto la ayudara a rebobinar los recuerdos. Tenía la voz un poco más baja, más cargada de algo que no supe si era nostalgia o advertencia.
—Fue en cuarto año… cuando todo cambió.
Hasta ese momento éramos dos pibas más del montón. Pasábamos desapercibidas. Nos poníamos la campera del colegio, no sabíamos cómo maquillarnos y nos reíamos fuerte en los recreos. Pero ese verano… algo pasó.
Nos pegó el desarrollo de golpe.
Como si la vida nos hubiera apurado.
Volvimos de las vacaciones con curvas, piernas largas, pelo brilloso… y todo el colegio se dio cuenta. De un año para el otro pasamos de ser «la Ori y Bianca» a «las dos bombas del curso».
Los pibes nos miraban distinto.
Las minas… también.
Y al principio nos reíamos. Nos sentíamos poderosas, ¿viste? Como si la vida al fin nos estuviera dando lo que merecíamos.
Pero no sabíamos lo que venía con eso.
No sabíamos que esa atención se podía volver tan… tóxica.
Tan peligrosa.
Y que no todas iban a sobrevivir a ese cambio.
Parte III: Bianca Lucero
—Bianca Lucero era hermosa —dijo Oriana, con una mezcla de orgullo y sombra en la voz—. Pero no era solo linda. Tenía algo que llamaba la atención desde el primer segundo. Como si estuviera destinada a brillar.
Medía 1,65; delgada pero con curvas marcadas que se acentuaron de golpe ese verano en que todo cambió. Su cabello castaño caía como una cascada por su espalda, y en las puntas se encendía en un rubio claro que parecía besado por el sol. Le encantaba llevarlo suelto, libre, como si supiera que en cada movimiento dejaba un efecto.
Tenía una piel suave, tersa, sin imperfecciones. Ojos grandes, atentos, con una chispa que te desarmaba si te sostenía la mirada más de tres segundos. Y unos labios llenos, naturalmente sensuales, que usaba con maestría, ya sea para sonreír, desafiar… o destruir.
Pero lo más fuerte era cómo se comportaba.
Antes era pura alegría. Una chica dulce, espontánea, divertida. Se reía fuerte, abrazaba con ganas, vivía sin pedir permiso.
Hasta que floreció.
Cuando su cuerpo cambió, algo en ella también lo hizo. Empezó a caminar con más seguridad, a mirar a todos desde una altura invisible. No se volvió mala, no del todo, pero empezó a probar el poder que generaba en los demás. Y le gustó.
Se convirtió en una presencia.
De esas que, cuando entran a un aula, hacen que se te corte la conversación.
Y a veces —aunque yo la adoraba— no podía evitar pensar que esa transformación… en ella era peligrosa. Porque cuando una chica como Bianca descubre lo que es capaz de provocar, el mundo deja de parecerle suficiente.
Parte IV: Confesiones
—Te voy a decir la verdad, Bian —me soltó Oriana, mirándome sin filtro—. En esa época yo estaba desatada. Cuando florecí, me volví una zorra. Sin culpa. Me acostaba con quién quería, cuando quería. Y nadie me detenía.
Me lo dijo así. Crudo. Sin vueltas. Como si quisiera sacudirme algo que no me animaba a nombrar todavía.
—¿Y tu amiga Bianca? —le pregunté, sin parpadear.
Ori sonrió apenas. Pero no era una sonrisa feliz.
—Bianca… —repitió, como si el nombre le doliera en la lengua—. Bianca también sentía ese fuego adentro. Esa necesidad de ser deseada, de explorar todo lo que estaba brotando en su cuerpo. Pero ella tenía un problema. Un freno.
—¿Cuál?
—Estaba de novia —me dijo—. Desde los catorce.
Dos años llevaba con ese pibe. Uno de quinto. Un buen chico, de esos que la llevaban a comer a la casa de la abuela, que la pasaban a buscar después de educación física, que le mandaban mensajes para saber si había llegado bien.
Pero Bianca ya no era esa nena.
Su cuerpo se había convertido en algo que gritaba por atención, por piel, por experiencias nuevas. Y aunque lo quería, ya no le alcanzaba.
No la llenaba.
No la hacía temblar.
—Y ahí empezó todo —dijo Oriana, bajando la voz—.
Porque Bianca descubrió que podía tener a cualquiera.
Y un día… dejó de resistirse.
Parte V: Pablo
—Su novio se llamaba Pablo —empezó Oriana, con una mezcla de ternura y lástima en la voz—. Era de esos pibes que pasan desapercibidos. Flaquito, más bajito que ella, con ese pelo desprolijo que nunca sabías si era por estilo o por descuido.
Me lo imaginé de inmediato: mochila colgando de un solo hombro, auriculares grandes, remera con dibujos raros de algúna serie que nadie más entendía.
—Amaba el anime —agregó—, en esa época en la que si te gustaban esas cosas te miraban como si fueras un bicho raro. Pero él no se escondía. Era simpático, genuino, medio torpe… pero con buen corazón.
—¿Y cómo terminaron juntos? —pregunté, sorprendida.
—Porque Pablo conoció a Bianca antes de que floreciera —dijo ella—. Antes de que se soltara el pelo, antes de que se pintara los labios, antes de que los pibes giraran el cuello cuando pasaba.
En ese entonces Bianca era otra.
Callada. De pollera jamás. Siempre con pantalones. Los botones de la camisa bien cerrados hasta el último. Una nena dulce, aplicada, que no hablaba fuerte y que, sobre todo, no sabía que era linda.
—Fueron mejores amigos primero —continuó Oriana—. Pablo era su refugio. El único que no la juzgaba, que no la empujaba a cambiar. Y un día, entre tantas charlas, se dieron cuenta que se gustaban.
Y se pusieron de novios. Fue lindo. Al principio.
Una relación de esas que nacen limpias.
Pero las personas cambian.
Y lo que Bianca fue descubriendo en su cuerpo, en sus ganas, en su piel… Pablo ya no podía contenerlo.
—La Bianca que conoció Pablo ya no existía —me dijo Oriana, con la mirada perdida—. Y aunque él seguía amándola como antes… ella ya no podía amarlo igual.
Parte VI: Los dos problemas
—Pablo tenía un problema… bueno, en realidad tenía dos —me dijo Oriana, mientras daba un tago profundo a su copa de vino, como si necesitara anestesia para seguir hablando.
—¿Dos? —le pregunté.
—Sí. Se llamaban Lucas y Tomás.
Sus nombres le salieron con veneno. No odio, sino como si nombrarlos activara un recuerdo denso, incómodo. De esos que preferís no tocar pero no podés ignorar.
—Estaban en quinto. Dos de esos pibes que parecían salidos de una serie yankee. Altos, marcados, con esas sonrisas sobradas que usaban para todo: para encantar, para burlarse, para romperte sin que pudieras acusarlos.
Me los imaginé de inmediato.
Caminando por los pasillos como si fueran dueños del lugar. Rodeados de risa ajena, como si el mundo entero les sirviera de coro.
Y, para colmo, el sistema jugaba a favor.
—Los profesores les festejaban hasta las boludeces. Y los pibes del curso se alineaban con ellos. Eran unos patanes… pero encantadores. Y eso, en esa edad, es más peligroso que ser malo a secas.
—¿Y qué tenían que ver con Bianca? —le pregunté, aunque ya me temía la respuesta.
Oriana bajó la vista. Su tono cambió. Se volvió más lento. Más oscuro.
—Empezaron a mirarla —dijo—. A mirarla en serio.
Y cuando dos tipos como Lucas y Tomás te eligen como blanco, no lo hacen porque te respetan. Lo hacen porque quieren tenerte. Porque quieren probarte. Porque quieren arrastrarte a su mundo, aunque tengas novio, aunque estés bien, aunque no quieras.
—Y Bianca… —hizo una pausa—. Bianca todavía no sabía cuánto poder tenía. Ni cuánta debilidad podía esconder una mirada.
Parte VII: El alambrado
—¿Y cómo la conocieron? —le pregunté a Oriana, cruzando los brazos como si intentara protegerme del pasado que estaba por soltar.
Ella me miró y, por un segundo, pareció dudar. Pero ya había abierto la caja. Tenía que vaciarla.
—Soy un poco responsables, sí —me dijo—. Porque si bien Bianca no los buscaba… yo sí.
Me explicó que en nuestra escuela, las clases de vóley de las chicas se hacían afuera, en la cancha del patio.
Y justo al lado, separada apenas por un alambrado viejo y vencido, estaba la cancha de fútbol donde entrenaban los pibes del último año.
—¿Y quiénes entrenaban ahí? —me preguntó ella con una ceja levantada.
—Los de quinto —respondí yo, ya sabiendo la respuesta.
—Exacto —dijo con una sonrisa ladeada—. Así que no era difícil que nos cruzáramos.
Ahí fue cuando pronunció el nombre.
Lucas.
—Yo ya lo conocía. Era un forro. El más detestable, egocéntrico, cruel… y, a la vez, el más atractivo. Y aunque me caía mal, no voy a mentirte, Bian. Yo ya era una zorra. Y si decían que el sexo con él era el mejor… yo quería comprobarlo.
No me miró con culpa. Tampoco con orgullo. Era solo un hecho. Como si hablar del pasado fuera relatar un incendio que una vez quemó todo.
—No se equivocaban —continuó—. Nadie me cogía como él. Nadie. Me trataba como basura en la escuela, si, pero en la cama también. Él tenía la capacidad de hacerte sentir que no valías nada, y que lo único que podría sacarte de esa tristeza era dejarte usar por su enorme verga.
Entonces todo cobraba sentido.
En la clase de vóley, Lucas y Tomás se acercaban al alambrado. A veces con una pelota, otras con excusas ridículas. Pero no era para mirar el partido.
Era para mirar a Oriana.
Y al lado de Ori… siempre estaba Bianca.
—Al principio iban por mí —dijo—. Pero después… empezaron a notar a la calladita que se reía bajito, que ya no se abrochaba hasta arriba los botones, que se le marcaban las curvas bajo el short de educación física.
—¿Y qué pasó? —le pregunté.
Ella me miró, seria.
—Lo inevitable.
Parte VIII: Los que saben jugar
—Con el tiempo, Lucas me dejó de interesar —me dijo Oriana, y lo dijo como si fuera nada. Como si dejar de coger con el chico más deseado de la escuela fuera como cambiar de mochila.
—¿Por qué? —le pregunté, aunque ya intuía la respuesta.
—Porque afuera encontré otra clase de diversión —respondió con esa sonrisa suya, ladina, que mezcla placer con peligro—. Gente más grande, con más experiencia… menos boluda. Pero esa es otra historia.
Y entonces, sin transición, me largó lo que yo no estaba esperando.
—Cuando yo dejé de darles bola, Lucas y Tomás se quedaron con hambre. Y ahí fue cuando empezaron a hablarle a Bianca.
Me lo dijo tranquila, como si estuviera relatando una jugada bien armada.
—Al principio eran bromas —continuó—. Comentarios tontos durante los recreos, chistes al pasar, cosas que parecían inofensivas. Pero estaban midiendo terreno. Probándola.
Bianca se reía. Se ponía colorada. Jugaba a no entender, pero volvía la mirada. Ese fuego que ya sentía dentro empezó a encenderse con cada palabra, con cada roce accidental, con cada sonrisa torcida de Lucas o Tomás.
—Hasta que un día —dijo Oriana, con un dejo de amargura—, descubrieron quién era el novio.
—¿Pablo?
Ella asintió.
—Y ahí se volvió todo peor. Porque se les volvió un juego. Burlarse sin que ella se diera cuenta. Meterse en su cabeza. Y lo peor… lo más jodido…
Hizo una pausa, como si necesitara tomar aire.
—Los vi más de una vez hablando con Pablo. Riendo con él. Como si fueran amigos de toda la vida. El pobre estaba encantado. Se sentía visto. Validado. Creía que por fin lo aceptaban.
Me quedé helada.
—¿Y él no sospechaba nada?
Oriana negó con la cabeza, casi con tristeza.
—Ni un poco. Mientras Bianca se derretía por dentro, él se reía con ellos como un perrito feliz. Era patético… y triste. Y lo peor de todo es que no tenía idea de lo que estaba por pasar.
Parte IX: La noche se abre
—Pobre, te maté con tanta introducción —dijo Oriana, soltando una risa—. Pero ahora viene la parte encendida de la historia… esas partes que a vos te gustan.
Me miró de reojo, con ese tono burlón tan suyo. El que usaba cuando sabía que me incomodaba pero igual me quedaba escuchando.
—Dale, Ori —le dije, medio riéndome—. No exageres.
—Ay, Bianca, por favor —me dijo, estirando el nombre como si me regañara—. Te conozco. Sos mi hermana. Sé que debajo de esa fachada de nena buena algo en estas cosas te mueve. No te estoy diciendo que seas una pervertida, pero…
Hizo una pausa, afilada.
—…pero sé que estas historias te calientan. Y no podés negarlo. Después de todo… ya viste cómo soy yo. Está en nuestros genes.
Le tiré una mirada de vergüenza. Se rió fuerte.
—Basta. Contá lo que pasó —le dije, queriendo disimular la piel erizada.
—¿Vos conocés el baile de primavera, no?
—Obvio. El festival de bienvenida a la estación. Solo para los de cuarto, quinto y sexto año. Dura hasta la madrugada. Música, luces, patio lleno.
—Exacto —me dijo—. Y ese año era la primera vez que podíamos ir. Imaginate: un evento nocturno dentro del colegio, sin tantos adultos controlando cada paso, sin padres, sin reglas claras. Solo nosotros, las luces bajas y la sensación de libertad.
Hizo una pausa, bajando un poco la voz, volviéndose más seria.
—Y más importante aún… era una noche donde Pablo no estaría. Porque vos sabés que el baile, la música, el contacto, el agite… no eran lo suyo. Bianca lo sabía. Y por primera vez, estaba suelta. Realmente suelta.
Yo me la imaginaba. Con ese vestido apretado que nunca se habría puesto un año antes. Con el pelo suelto y las puntas rubias brillando bajo las luces del patio. Con una copa en la mano, los labios pintados y la piel transpirada de tanto bailar.
—Nos divertimos como nunca —dijo Oriana, ya sonriendo otra vez—. Bailamos, tomamos, reímos. Yo me comí a dos en el baño de arte. Ella… bueno, parecía feliz. Liviana.
Se detuvo.
—Hasta que dieron las doce. Y de pronto… Bianca desapareció.
—¿Cómo que desapareció?
—Eso. No la vi más. La busqué en el patio, en el buffet, en la galería. Nada. El colegio, de noche, no es el mismo lugar que conocés de día. Todo se siente más vacío. Más largo. Más… espeso.
La imagen me quedó clavada. Oriana caminando sola entre pasillos oscuros, con la música sonando lejana desde el patio, y ese presentimiento, ese hormigueo en la nuca que te dice que algo ya no está bien.
—¿Y la encontraste? —pregunté, sintiendo que el corazón se me apretaba.
Ella me miró fijo.
—Sí. La encontré.
Y por la forma en que lo dijo, supe que no fue como esperaba.
Parte X: El aula del fondo
—La encontré —me dijo Oriana, con la mirada ida, como si estuviera volviendo a esa noche sin querer—. En una de las últimas aulas, allá al fondo, donde casi nunca va nadie. La puerta estaba entornada, apenas. Pero no estaba sola.
Me miró un segundo, como para asegurarse de que quería escuchar el resto. Yo no dije nada.
—Lucas y Tomás estaban con ella.
El corazón me dio un vuelco. Me la imaginé en medio de esos dos cuerpos enormes, como una presa entre depredadores.
—¿Qué hacían? —pregunté.
—La besaban —dijo sin rodeos—. Uno a cada lado. Se turnaban. Treinta segundos con cada uno. Era… surreal. Bianca estaba sentada sobre un pupitre para compensar la altura, pero aun así tenía que estirarse hacia arriba para alcanzarles la boca.
Me la imaginé: el vestido subido, las piernas tensas sobre el borde de la madera, los dos tipos inclinados sobre ella, rodeándola como una trampa bien armada.
Y ella, entregada.
—¿Y vos qué hiciste? —le pregunté, con la voz baja.
—Lo que cualquier amiga haría. Entré y la saqué del brazo.
La saqué al pasillo y ahí mismo le dije que lo que estaba haciendo era una cagada.
Oriana se sirvió otro trago.
Estaba nerviosa ahora. Su voz no era tan segura.
—¿Y cómo reaccionó? —pregunté, ya sabiendo que no iba a ser bien.
—Se enojó. Me dijo que yo no tenía derecho a juzgarla. Que si yo había estado con Lucas, ella también tenía derecho a divertirse. Pero le dije que no era lo mismo. Yo no tengo novio. Ella sí.
Me la imaginé furiosa, la cara roja, los ojos húmedos no sé si de rabia o vergüenza. La boca pintada deshecha por tantos besos.
—Le dije que Lucas y Tomás solo se estaban aprovechando. Que no le importaba a ninguno de los dos. Que no se hiciera ilusiones.
—¿Y qué te respondió?
Oriana soltó una risa amarga.
—Que yo era una zorra. Que quería todos los pibes para mí. Que no la dejaba divertirse. Me empujó, se soltó del brazo y volvió al aula.
Yo no dije nada. La tensión me apretaba la garganta.
—¿Y vos?
—Me enojé. Me fui. Volví al patio y me puse a bailar.
¿Sabés qué es lo peor?
—¿Qué?
—Sabía que esa noche algo se había roto. Y que ya no iba a poder protegerla.
Parte XI: El recreo de los hipócritas
—Pasó el fin de semana y ya llegó el lunes —continuó Oriana, sin rodeos—. Nos cruzamos en la entrada, pero ni nos saludamos.
Yo seguía caliente por lo que había pasado. Supongo que ella también.
Pero el colegio no espera a nadie.
En el primer recreo, la vi en el patio, sentada como si nada, hablando con Pablo. Riendo. Tomando mate. Mirándolo con esos ojos dulces que yo ya no me creía.
—¿Y ella actuaba como si no hubiera pasado nada? —le pregunté.
—Tal cual. Pero no se la notaba cómoda. Se reía, sí, pero bajaba la mirada. Como si supiera que estaba mintiendo con cada gesto.
Entonces pasó lo peor.
Lucas y Tomás aparecieron.
Se acercaron como si fueran amigos de toda la vida. Como si no se hubieran comido a la novia del flaco la noche del viernes. Pablo, inocente, feliz por la atención, se reía con ellos. Casi orgulloso.
El cornudo perfecto… sin saberlo.
—Ella no sabía dónde meterse —dijo Oriana, bajando un poco la voz—. Se notaba. Estaba colorada, tiesa, con la mirada clavada en el piso. Y ellos… se reían. Como si disfrutaran del teatro. Como si saborearan cada segundo de tener el poder total.
Y en medio de esa pantomima…
—Lucas le metió mano —dijo, con rabia—. Literalmente le apretó el culo con la mano entera mientras hablaba con Pablo, y él no se estába dando cuenta.
Y ella no dijo nada.
No se movió. No reaccionó.
Me quedé helada.
No por el acto en sí, sino por lo que significaba: la total sumisión. El control. La culpa. El deseo. Todo mezclado.
—¿Y vos qué hiciste?
—Los miré. Con asco. Y parece que me vieron, porque cuando terminó el recreo, Tomás se me acercó.
Oriana cambió el tono. Ahora su voz era más seca.
—Me dijo que no había estado bueno lo del otro día. Que no tendría que haberla sacado a Bianca del aula. Que tendría que haber sido más… divertida.
—¿Divertida?
—Sí. Que tendría que haberme sumado.
Lo dijo como si estuviera contando una falta en un partido, no un abuso de poder sobre su amiga.
—Le dije que no. Que lo que estaban haciendo estaba mal. Que sabían que Bianca tenía novio.
Y ahí vino la frase que todavía me hace hervir la sangre.
—»Pablo es un pendejo patético con suerte», me dijo.
«Pendejos así solo sirven para que les usen a la novia».
Quise escupirle en la cara.
—¿Y le preguntaste si habían cogido?
Orniana asintió.
—Sí. Le dije: Entonces tuvieron sexo esa noche, ¿no?
Y él se rió. Pero me dijo que no.
«Pero mañana sí», me dijo.
«Va a venir a casa de Lucas. Ya tenemos todo planeado.»
Me quedé muda.
Parte XII: La entrega
—¿Y qué pasó al día siguiente? —le pregunté a Oriana, mientras daba un sorbo más a la copa.
Ella me miró con esa sonrisa de hermana que sabe demasiado.
—Tuvieron sexo, Bian. Y como sé que te gusta… te voy a contar todo con lujo de detalle —dijo bajando la voz, arrastrando las palabras como si fueran terciopelo.
Yo me reí, no sé si por el vino o por el fuego que me empezaba a subir por dentro.
—Esa tarde, después de la escuela —empezó a contar—, Bianca no volvió a su casa.
Tal como Tomás me había dicho… fue a la casa de Lucas.
Un departamento solo, sin padres, con cortinas cerradas y la música lo suficientemente alta como para tapar todo.
Ella sabía a lo que iba.
Y ellos también.
—Apenas entró, no hubo palabras de bienvenida. No hubo charla. Ni excusas. Lucas y Tomás la estaban esperando. Literalmente. Como si fuera parte de un guion que ya habían ensayado.
Bianca se quedó quieta un segundo en el umbral. Respiró hondo. Y no dijo que no.
—¿Y qué hicieron? —pregunté, sintiendo cómo se me erizaba la piel.
—Lucas fue el primero en acercarse. Le corrió el pelo del hombro y la besó sin pedir permiso. Tomás estaba detrás, observando. Sonreía. Como si le divirtiera verla dudar, verla entregarse.
Le quitaron el uniforme escolar con una facilidad que no venía del apuro, sino de la experiencia.
Cada prenda, cada botón, cada centímetro de tela que caía al suelo parecía tener un peso simbólico.
—¿Ella…? —pregunté en voz baja.
—No se resistió —dijo Oriana—. Era sumisión. Era deseo. Descontrolado, reprimido, profundo. Estaba entregada a ellos. Como si algo dentro suyo ya hubiera cruzado esa línea hace tiempo.
—Los pibes no le dieron mucho tiempo para pensar —siguió—. Apenas uno le dijo “arrodillate acá putita”, y la muy puta obedeció sin chistar. Ahí nomás se bajaron los pantalones, uno tras otro, como si fuera algo que ya tenían ensayado.
Yo tragué saliva. Oriana me miraba como probándome, midiendo mi reacción.
—Y Bianca, pobrecita, con esa carita de inocente… terminó con la boca ocupada, uno tras otro. Primero una verga, después la otra, después las dos al mismo tiempo. La usaban como querían a la zorra, y ella… ni una queja. Hasta parecía disfrutarlo la zorrita —largó con crueldad, casi con bronca, o envidia, no sé.
—Cuando ellos se vinieron, ella no se apartó. Se la bancó toda. La hacían abrir su boca y mostrarle todo el líquido blanco que se encontraba dentro de ella. Y ellos, excitados mal, le gritaban cosas, la agarraban de la cabeza, la dirigían. La tenían como puta, pero de las malas.
—Después de que terminaron con la boquita de ella… —arrancó—, Lucas, que ya venía manejando la situación, le sostuvo la cara con una mano, como para que no cerrara la boca. Y le dijo: “Dale, hablá ahora. Decilo con la cara y la boca llena de leche muestra”.
Me quedé mirándola fijo.
—¿Y qué dijo Bianca? —pregunté, casi en susurro.
Oriana la imitó, pero exagerando la voz pastosa:
—“Hola… soy Bianca… y soy la novia del pito corto de Pablo” —dijo, como si le costara hablar por todo los fluidos que tenía en su boca.
Yo me quedé helada. Algo no cerraba. La escena era demasiado detallada, demasiado gráfica.
—Pará… ¿y vos cómo sabés todo eso?
Oriana me miró, y ahí nomás largó la bomba con total frialdad.
—No, no estuve. Pero lo vi igual… Porque Lucas filmó todo. Desde que Bianca entró, hasta el final.
El silencio me perforó el pecho.
—¿Qué? ¿Tenés el video?
—No lo tengo yo —aclaró—, pero me lo mostraron. En el grupo. Está todo. Cómo se arrodilla, cómo le agarran la cabeza, cómo dice esa frase con la boca hecha un desastre. Está cada maldito segundo.
—Después de lo que ya te conté… el video sigue. No se corta ahí. Se ve cómo la agarran de los brazos, la paran, y ahí es cuando arranca lo fuerte de verdad.
Me quedé en silencio. Ella seguía, cada vez más metida en el relato.
—Tomás es el primero. La empuja contra la pared del cuarto, le levanta la pollerita esa que tenía —una de esas mínimas, casi de nena— y se la mete sin pedir permiso. Así, a lo bruto, como si fuera de él. Y Bianca se queja… llora, era la primera vez que algo tan grande entraba por su vagina. Ella se muerde los labios, lo abraza, le sube las piernas. Está en otra, como entregada, ida. Se la está comiendo, la destruye y ella parece necesitarlo.
Me ardían las mejillas, pero no podía dejar de escucharla.
—Y cuando Tomás termina, Lucas no espera ni dos segundos. La agarra del pelo, la tira a la cama, la da vuelta como si fuera un trapo, y se la empieza a clavar por atrás. Por su pequeño culito, algo que siempre me confesó que nunca me dejó hacer a Pablo, Bien de barrio, sin vueltas, como si fuera la escena más natural del mundo. Ella gime, grita y llora de dolor. Sentía como su pequeño trasero se abría a un mundo nuevo por primera vez lo que le hacía exalar muy fuerte, son de esas respiraciones que te salen cuando te gusta.
Hizo una pausa. Se pasó la lengua por los labios, como si recordara algo sabroso.
—Y mientras tanto, ¿sabés qué es lo más loco? Tomás sigue filmando. Primer plano. Se escucha cómo le dice a Lucas: “Dale fuerte, que esto se lo vamos a mostrar al cornudo de Pablo después”. Y Lucas se ríe. Se la sigue cogiendo y le dice a Bianca al oído: “Decime que sos mí puta, decilo”. Y ella… lo dice. Casi llorando, de dolor y calentura: “Soy tuya, Lucas. Soy tu puta…”
Yo no sabía si estaba transpirando de bronca, de morbo o de algo más turbio que no quería aceptar.
—Es jodido —agregó Oriana al final—. Porque una parte de mí… se indignó. Pero la otra… no te voy a mentir, se calentó.
—¿Y cómo sigue el video? —le pregunté, con la voz medio entrecortada, aunque me moría por saber.
Oriana me miró con esa sonrisa ladina, medio burlona, medio orgullosa.
—Al final sos una golosa, Bianca. Se nota que sos hermana mía.
Me puse toda colorada. El pecho me latía fuerte. La cara me ardía.
—Dale, seguí —le dije, casi en un susurro, mirando al piso.
Ella no necesitó más que eso. Se acomodó de nuevo y siguió con ese tono sucio, crudo, como si lo estuviera reviviendo.
—Después de que Lucas la termina de dar vuelta, viene la parte más heavy. Ahí es cuando Tomás se vuelve a acercar, con la pija ya medio dura de nuevo, y Lucas le dice: “Dale, vamos los dos”. Y la otra, en vez de asustarse o correrse… se abre más. Se acomoda sola. Como si ya supiera cómo va la cosa. Entrenada para este momento
Me costaba respirar. Era mucho. Pero no podía frenar.
—La agarran entre los dos. Uno adelante, el otro atrás. El cuerpo de Bianca en el medio, apretado, todo chiquito, todo suave… y ellos empujando al mismo tiempo. Se escucha el ruido de sus gritos, del dolor, de dos hoyos casi virgenes abriéndose y estirándose a un tamaño que ella jamás habría soñado. Gritos y jadeos suenan, y ella… ella gimiendo como una perra feliz. Con la cara toda transpirada, mordiéndose el labio, los ojos cerrados.
Oriana hizo una pausa, mirándome como quien sabe que está yendo lejos, pero no piensa frenar.
—Y en un momento, Lucas la agarra de la cara, le escupe en la boca, y le dice: “A ver, decime de nuevo quién sos”. Y Bianca… con la voz ronca, rota, lo dice sin dudar: “Soy la novia de Pablo… pero ahora soy la puta de ustedes”.
Me agarré las piernas. Estaba sentada en el borde de la silla, caliente, en shock, entre mil cosas.
—Y ahí, justo ahí, los dos se vienen. Uno en su culo, el otro adentro de su vagina. La dejan tirada en la cama, toda manchada, toda usada. Y se escucha a Tomás decir: “Listo, tenemos el videito”.
Oriana me clavó la mirada.
Parte XIII: El video
—¿Y el video? —le pregunté, conteniendo el aliento.
Ya lo presentía, pero necesitaba oírlo de su boca.
Oriana soltó el aire por la nariz, como si ya supiera que esa pregunta iba a llegar.
—Se corrió por todo el colegio —dijo sin suavizar nada—. Varios alumnos lo vieron, y no dudo que algún que otro profesor también. Era inevitable.
En los pasillos ya no se decía su nombre completo. Solo la llamaban “la perrita de Lucas y Tomás”.
Y todos sabían lo que significaba.
No hacía falta explicar más.
—¿Y Pablo? —pregunté, temiendo la respuesta.
—Ahí es donde se complica todo —dijo Oriana, bajando la voz como si volviera a la escena—. Solo pasaron dos semanas.
Tarde o temprano le iba a llegar.
Y entre nosotras… no descarto que los propios Lucas o Tomás hayan tenido algo que ver con que el video le llegara. No puedo probarlo, pero no me sorprendería.
El silencio se hizo más denso.
—¿Y cómo terminó Bianca con Pablo?
Oriana me miró de frente.
—Se separaron, obvio.
Dicen que ese año a el lo vieron llorar más de una vez, escondido en los baños o detrás del kiosco, cuando pensaba que nadie lo veía. Y nadie se animaba a consolarlo. ¿Cómo lo hacés? ¿Qué le decís?
Bianca… sí, le dolió. Pero no lloró más de una semana.
Al poco tiempo, ya se la veía con Lucas y Tomás en los recreos, caminando como si nada, riéndose fuerte, pegada a ellos como si siempre hubiera pertenecido ahí.
Y fuera del colegio también.
Ya no tenía que ocultar nada.
Ya no quería ocultar nada.
—Vivía la vida de alguien que dejó de pedir disculpas —dijo Oriana Aunque por dentro… ya no era la misma.
Parte XIV: Lo que queda (FINAL)
—¿Y cómo terminó todo? —le pregunté, ya con la voz más baja, como si no quisiera que se escuchara fuera del cuarto.
Oriana se quedó mirando la copa en su mano, la giró un poco y luego me respondió:
—Pablo se cambió de colegio.
Al año siguiente ya no estaba. Nadie lo culpaba. Nadie lo extrañaba mucho, pero tampoco se hablaba mal de él. Era como si el silencio fuera la única forma de no hundirlo más.
—¿Y Bianca?
—Siguió con Lucas y Tomás. Ya sin máscaras. Todos sabían. Y los rumores empezaron a crecer.
Decían que no solo estaba con ellos, sino con todo el grupo de amigos, que obedecía cada orden, que había dejado de tener límites.
Yo no dije nada. Solo respiré hondo.
—¿Y ustedes? ¿Vos y Bianca?
Oriana sonrió, pero sin alegría.
—Nunca volvimos a ser lo que éramos. La confianza se rompió. Pero… con el tiempo, sí pudimos volver a hablar. Nos reíamos a veces, cuando nuestros grupos se cruzaban, cuando la vida parecía más liviana.
Pero la amistad real, la de verdad… esa no volvió.
El silencio se quedó un rato más. Hasta que ella me miró, directo a los ojos.
—Mirá, Bian… la secundaria es una jungla. Nadie te prepara para lo que se siente ser deseada, traicionada, juzgada. Todo te pasa por primera vez ahí. El primer beso, la primera calentura, el primer error que no podés deshacer.
Y uno cree que lo puede manejar todo… pero no.
Ahí se forman las heridas que llevás por años.
Me acarició el pelo como cuando era chica.
—Así que cuando veas algo en vos que se parezca a esa Bianca, o a mí, o incluso a Pablo… no te castigues. Pero tampoco te hagas la boluda.
Elegí bien. Porque en la secundaria no todo lo que brilla es oro. Y no todo lo que duele… se nota.
Yo no dije nada. Solo asentí.
Y esa noche me fui a dormir sin saber si quería ser como mi hermana…
O todo lo contrario.
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