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Dominación Hombres, Fetichismo, Heterosexual

La Penitencia de la Carne

En la Bogotá de 1795, en un convento tradicionalista Sor Lucía, una novicia atormentada por una lujuria que considera demoniaca busca en su nuevo y severo confesor el Padre Ignacio expiar el pecado de su carne..
Pasada la medianoche, en la pequeña habitación austera de un convento, se encontraba Sor Lucía de los Dolores, intentando conciliar el sueño, pero era en vano. Por su mente pasaban los recuerdos ya lejanos de su familia. Eran criollos pudientes; su hermana mayor había sido el orgullo de la familia al casarse con éxito. A ella, en cambio, le había tocado otro destino. Su personalidad sensible y melancólica, sumada a una devoción religiosa heredada, la apartó del camino del matrimonio, siendo enviada a los 15 años al Convento de la Inmaculada Concepción de Nuestra Señora de la Soledad en Bogotá. Ahora, con 17, la habitación asignada le parecía más bien una prisión de dos metros cuadrados, y más aún cuando era asaltada por el explosivo desarrollo de su cuerpo adolescente, donde cada roce del jergón de paja contra su piel la hacía sentir la peor de las pecadoras. En un esfuerzo por aliviar su mente, decidió orar para distraerse, quedando eventualmente dormida.

 

Al día siguiente, habiendo finalizado la Sexta —como se le conoce a una de las tantas oraciones que fungían como reloj dentro del convento y que las campanas marcaban con su retumbo en las torres—, la Abadesa Teresa, madre superiora y máxima autoridad de la clausura, ya entrada en sus 70 años, hizo un anuncio a todas las monjas y novicias reunidas en el claustro. Lucía, entre ellas, escuchaba expectante.

 

«¡Hermanas! —comenzó—. El pecado del mundo exterior se extiende sin precedentes. La Iglesia ha tenido que implementar medidas drásticas para frenar las fuerzas demoníacas que nos acechan…».

 

Una mirada de sospecha se intercambió entre las monjas presentes. La Madre Teresa continuó: «Como bien saben, el Concilio de Trento, aunque hace tiempo fue decretado, no se ha aplicado en plena rigurosidad. Es urgente que lo hagamos».

 

Lucía se sintió expectante. Ella, que era muy estudiosa de la fe, sabía que este convento era particularmente estricto en la aplicación de las normas morales. ¿Acaso no era suficiente? Reflexionó brevemente sobre las noches intranquilas que había tenido, temiendo una influencia maligna.

 

La Madre Teresa prosiguió: «Con esto en mente, se incorporará a este convento una bendición del cielo: el Padre Ignacio, asignado por el mismísimo obispo en misión especial. Es reconocido por su vida sacerdotal y por décadas de servicio. Estoy segura de que con su ayuda estaremos más cerca de la salvación».

 

Aquellas palabras de la madre superiora penetraron en Lucía, pues recordó haber leído sobre el prominente Padre Ignacio y sus varios años de servicio en diferentes partes del mundo.

 

Haciendo una entrada sosegada pero impactante, al menos para la impresionable Lucía, ingresó el Padre al claustro. Rodeó brevemente la fuente central para llegar al frente de las monjas y novicias expectantes.

 

«Un gusto conocerlas. Yo soy el Padre Ignacio. Desde hoy seré su confesor. La lucha contra las fuerzas oscuras parte desde el espíritu; para proteger este lugar sagrado y de devoción, un espíritu sin guía es un espíritu que eventualmente se aleja de Dios. Es por ello que lo primero que realizaremos es una confesión mañana, para evaluar el estado de la fe y las estrategias que seguiremos. Por ahora, es todo. Pueden regresar a sus labores».

 

El impresionante discurso fue mejor de lo que Lucía había anticipado. Tal elocuencia solo podía pertenecer a una persona que comprendía el dogma y la fe a niveles más profundos que ella, y quizás fuera la salida a lo que estaba experimentando.

 

Finalizada la charla, las monjas se dispersaron en diferentes direcciones, creando una muchedumbre. Lucía se apresuró a dirigirse nuevamente a su recámara. En ese momento de caos, fue empujada, cayendo sobre el Padre Ignacio. En la premura del momento, su mano se deslizó sobre el hábito de Lucía, bordeando su cadera y su trasero.

 

«¡Ten más cuidado!» —exclamó el Padre, mientras la ayudaba a levantarse aplicando una fuerza más de la necesaria, dejándole la marca de sus dedos sobre su antebrazo.

 

Lucía se disculpó, un poco avergonzada, y rápidamente se fue a su habitación.

 

Caída la noche y finalizadas sus labores del día, Lucía reflexionaba sobre el incidente con el Padre Ignacio, preguntándose por qué le daba tantas vueltas a ese momento, accidental o quizás no tanto, y por qué no podía concentrarse en la oración para finalizar el día. En algo que solo podría atribuir a las obras del demonio, su mente se empezó a nublar. Un escalofrío recorría su cuerpo y tuvo que recostarse sobre el jergón de paja. Debajo de su hábito de novicia, blanco y marrón, sus pezones se endurecían contra la fibra rígida y rasposa del terciopelo. Pasó saliva. No sabía exactamente qué estaba pasando; sus estudios bíblicos no eran suficientes para entenderlo, pero sus instintos tomaron el control en ese momento. En algo que consideró un atentado contra su propia pureza y que no pudo detener, se retiró la ropa interior que llevaba bajo el hábito y empezó a moverse contra la paja de la que estaba hecha su cama. Cada roce en la sensible piel de su virginal vagina la inundó de un placer que no había sentido antes. Apenas conteniendo sus gemidos para no romper el silencio tan habitual en el convento, sus manos se movían como si tuvieran voluntad propia, buscando sus tetas todavía cubiertas. Sintió incomodidad y, en algo que no imaginó que haría nunca, se retiró el hábito, dejándose desnuda completamente. Sus manos volvieron ahora sobre sus tetas expuestas, pellizcando sus pezones. Se mordió los labios para interrumpir el gemido que quería salir. Dentro de ella sentía terror y excitación a la vez. Algo definitivamente no estaba bien; ese no era el comportamiento de una novicia que busca ser una monja casta. Sin embargo, su juvenil cuerpo opinaba en otra dirección. Su mano ahora estaba rozando su clítoris y sus labios vaginales. Metió su dedo en esa hendidura húmeda que parecía reclamarlo, dándole una explosión de placer y sacándole un gemido ahogado en pleno orgasmo que ya no pudo detener. Perdió la fuerza en sus piernas y cayó al suelo, exhausta.

 

El frío del piso la iría devolviendo a la realidad lentamente. Dándose cuenta de su estado, su vagina mojada y ella completamente desnuda, se sintió sucia. «Así se debe sentir pecar, debe ser obra del demonio» —reflexionó—. Se apresuró a persignarse y recomponerse, aunque la vergüenza seguía ahí.

 

Al día siguiente, llegó la hora de la confesión que había programado el Padre Ignacio. Lucía se sintió como si la fila al confesionario fuera en realidad una de fusilamiento. Sin embargo, tenía emociones encontradas: por una parte, la vergüenza de sus actos; por otra, fe en la experiencia del Padre Ignacio. Quizás él ya había trabajado con casos peores de ataques demoníacos, así que estaba expectante de su turno, que finalmente llegó. Acercándose a la estructura de madera y arrodillándose, habló a través de la rejilla:

 

«Bendíceme, Padre, porque he pecado».

 

Con voz tranquila, el Padre Ignacio respondió: «Hija, confiesa tus pecados ante el Señor tu Dios con fe, y tu camino será corregido».

 

Aquellas palabras fueron como un bálsamo y le dieron el empuje que necesitaba para empezar a detallar su situación.

 

«Padre, en las últimas noches me he dejado tentar por los demonios de la carne».

 

El Padre cambió su postura detrás de la reja, ahora mirándola directamente.

 

«Cuéntame más, hija. Es importante que admitas tus faltas con el corazón abierto a Jesús».

 

Dubitativa al comienzo, pero continuando: «Seré franca, Padre. El demonio ha poseído mi carne. Anoche, fuerzas oscuras me incitaron a tocar mis partes indecentes, a profanar mi pecho y mi sexo con mis propias manos».

 

Lucía se dio cuenta en el momento de que su descripción era casi pornográfica, preguntándose si aquello estaba bien. Sus dudas fueron disipadas por las palabras inquisitivas del Padre Ignacio.

 

«¿Por cuánto tiempo lo hiciste, hija? ¿Te mojaste demasiado?».

 

Lucía se sorprendió un poco; sin embargo, sintió que lo correcto era responder de la manera más sincera posible si quería ser ayudada.

 

«No lo sé, Padre. Perdí la noción del tiempo. Cuando vi el suelo, estaba empapado y mi vagina chorreaba».

 

Ignacio replicó: «Esto es un caso grave…».

 

Lucía observó a través de la reja la cara de Ignacio, ahora mirando hacia abajo, aunque sus ojos parecían estar más bien intentando ver a través del hábito de Lucía, sobre sus tetas, que eran bastante voluminosas. Las hormonas definitivamente habían hecho su trabajo. Enfocándose nuevamente, continuó Ignacio:

 

«Hija, me temo que en tu caso puede haber una influencia fuerte de demonios que te han llevado a pecar gravemente. Por lo que tendremos que expiar tus pecados con un ritual especial. Por eso, necesito que vengas esta noche al sótano de la penitencia, que queda bajo la sacristía».

 

Lucía se sorprendió, ya que no sabía de la existencia de tal sitio. Sin embargo, asintió.

 

«Sí, Padre. Allí estaré».

 

Ignacio replicó: «Debes venir con tu alma desnuda, así como viniste al mundo. Limpiaremos todo pecado en ti».

 

Lucía solo asintió, casi mecánicamente, y se retiró del confesionario, extrañamente sintiéndose un poco más liviana. «El Padre Ignacio es un ser de luz; por fin me podré liberar de los demonios que me atormentan» —pensó para sí misma, aliviada—.

 

Esa noche, Lucía salió de su habitación en medio del silencio sepulcral del convento, poco iluminado por velas cerca de las paredes de adobe. Aunque de repente recordó un detalle que casi pasó por alto: «¿Cómo vine al mundo?» —pensó para sí misma—. «¿De verdad tengo que ir desnuda?». Sin embargo, se convenció a sí misma de que no debía cuestionar al Padre ni la forma de hacer este ritual, así que dejó su hábito y salió desnuda de su cuarto, únicamente dejándose en el cuello su crucifijo de madera, sostenido por una delgada cuerda, que sentía que le otorgaba especial protección. Su piel expuesta podía sentir el frío penetrante de la noche e incluso el poco calor que emanaban las velas mientras llegaba a la sacristía. Casi no logró encontrar el sótano indicado; parecía ser un sitio ocultado deliberadamente. Al ingresar en el sótano, percibió el olor a tierra mojada y a vino viejo. La luz era escasa, con pocas antorchas y velas que formaban sombras siniestras. Y una de esas sombras era el Padre Ignacio que, sorprendentemente, no estaba en su sotana. Vestía una especie de traje negro que Lucía no lograba discernir bien, aunque apreciaba que debía estar hecho de cuero.

 

«Bienvenida al sótano de la penitencia, pecadora. Aquí se expían los pecados más graves que atentan contra Dios».

 

Lucía no sabía muy bien qué responder; en parte, el frío y la escena la tenían atónita. El padre Ignacio se dirigió a la puerta del sótano, que por la deficiente iluminación Lucía no se había percatado de que de hecho tenía cerradura. El Padre cerró con lo que parecía ser la llave metálica y pesada de la sacristía.

 

«Sé que eres una novicia muy valiente y que harás lo necesario para purificarte. Sin embargo, es importante que sepas que de este ritual no se debe enterar ni siquiera la madre superiora, ya que es uno que te da conexión directa con Dios».

 

Lucía se encontró sorprendida y emocionada, ya que jamás había escuchado nada de este ritual. Aún así, se recompuso, recordando que se encontraba allí para extirpar su pecado.

 

«Sí, Padre. Por eso estoy aquí, con mi alma desnuda ante Dios, pidiendo por el perdón de mis pecados».

 

El sitio era bastante oscuro, apenas dejando entrever los gestos de Ignacio, quien se acercó a una mesa con varios objetos. Agarrando lo que parecía ser una bolsa de tela, metió su mano en ella y dispersó granos de maíz por el suelo en bastante cantidad.

 

«Tu pecado nace de pequeños brotes, así como el maíz, y tu alma debe conocer la naturaleza del pecado para poder purificarse. Ahora, camina sobre los granos».

 

Lucía empezó a caminar sobre los granos en el suelo, sintiendo la dureza de los mismos. Su propio peso hacía que se empezaran a clavar como piedras en su tierna piel. El dolor que sentía era considerable, pero lograba resistirlo.

 

«¿Así está bien, Padre?».

 

Ignacio pareció ignorar sus palabras.

 

«Ahora salta sobre ellos. Da un salto de fe para preparar a tu alma».

 

Lucía no creía que pudiera hacerlo. Dubitativa, sintió los granos clavados en sus plantas y tomó una respiración honda. Decidió hacerlo de una vez. Saltó y, al aterrizar, sintió cómo los granos se clavaban en sus pies. Rápidamente se tumbó de costado sobre la tierra fría y húmeda, intentando evitar sostenerse sobre sus pies, que ahora empezaban a sangrar con algunos granos clavados.

 

Cuando se recompuso y logró levantar la mirada, observó que el Padre Ignacio estaba acariciando un pedazo de carne dura que se proyectaba desde su entrepierna. El traje de cuero negro que tenía puesto era más bien ineficiente en cubrirlo; ahora que lo tenía más cerca, se dio cuenta de que este solo cubría parte de sus antebrazos y pecho, los costados de su abdomen y piernas, pero dejaba al descubierto su miembro. Para Lucía, era la primera vez que veía un pene erecto y, aunque nada en sus estudios religiosos le habló de biología, sintió un cosquilleo en su abdomen y retiró la mirada.

 

«Ahora necesito que te coloques de rodillas».

 

Lucía se colocó en posición rápidamente, impulsada por una sensación de temor y expectativa.

 

«Lucía, en esta siguiente parte del ritual necesito que te concentres en el dolor del alma causado por el pecado. Así como Cristo soportó el flagelo del látigo para purificar los pecados, tú también lo harás».

 

Lucía sintió un escalofrío por todo su cuerpo. Sus manos empezaron a temblar un poco sin saber por qué. Solo atinó a agarrar el crucifijo de su cuello y empezó a murmurar una oración. El Padre Ignacio tomó un látigo que estaba sobre la mesa y caminó hacia ella. Lucía observó el látigo de cuero trenzado en su mano y el miembro erecto que colgaba e iba de lado a lado mientras se aproximaba. Tuvo que pasar saliva y apretar su crucifijo más duro para volver a concentrarse en la oración. Ignacio rodeó a Lucía mientras ella seguía arrodillada. Inesperadamente, sintió el primer latigazo, que pegó por debajo de sus tetas, lacerando en toda la longitud que hizo contacto con su piel. El dolor era increíble, le quemaba, tanto que la sacó de su oración para dar un quejido de dolor.

 

«Siente cómo el dolor limpia tu alma, Lucía. Cada latigazo será una señal de arrepentimiento ante Dios por intermedio mío».

 

El miedo la inundó y sintió que debía obedecer sin chistar. Como pudo y sollozando, continuó con la oración. El segundo latigazo pareció que se sintió menos doloroso, quizás porque este había sido amortiguado un poco sobre sus tetas aunque claramente había rasgado el aire con su velocidad.

 

«¡Pídele perdón a Dios!».

 

Lucía reaccionó inmediatamente: «¡Perdóname, Dios!». El dolor pareció llegarle retardado, haciéndola derramar lágrimas. Ignacio pareció darle un poco de clemencia, continuando con su caminata en círculos a su alrededor. Lucía veía que sus pezones se sentían duros, como cuando era asaltada por las noches por aquellos demonios de la carne. Intentando controlar sus sollozos, le dijo a Ignacio:

 

«Creo… que se están manifestando».

 

Señalándole sus pezones, con una precisión quirúrgica el siguiente latigazo pegó de lleno sobre ellos. El dolor recorrió el cuerpo de Lucía, derribándola sobre sus manos y dejándola sin aire. En esta posición, Lucía quedaba inevitablemente exponiendo su vagina mojada a Ignacio.

 

«Tenemos que expulsar los demonios de tu coño también, o el pecado de la lujuria te consumirá».

 

Mientras todavía se intentaba incorporar, Ignacio puso en sus manos un rosario.

 

«Vas a contar, cada latigazo a partir de ahora».

 

Lucía asintió mecánicamente.

 

«¡Levanta las nalgas!» —le indicó Ignacio.

 

Lucía obedeció, quedando de perrito, apenas apoyada con sus rodillas y codos. Con el rosario en mano, Lucía recibió el latigazo sobre parte de sus nalgas y sus labios vaginales. El dolor era increíble al sentir cómo su sexo era azotado; sin embargo, este continuaba goteando. Avanzó sobre la primera cuenta con sus dedos. Después vendría el segundo latigazo; este fue de lleno sobre su clítoris. Ahí, intentando pasar mentalmente el dolor, se dio cuenta de que, a diferencia de sus tetas, el dolor de estos no parecía reducirse tanto, y empezó a sentirse… ¿bien?. Ahí aterrizó otro latigazo y, aunque seguía sintiendo dolor, se sentía caliente entre el ardor externo y el que su vagina tenía interno. Con cada latigazo, reincorporaba cada vez más rápido su posición, como si su cuerpo pidiera más. Sin darse cuenta en qué momento, su gemido no era de dolor, sino de genuino placer con cada latigazo. Dejó de contar con el rosario a propósito y se empezó a nublar su juicio racional. Con su mirada, empezaba a buscar la posición del Padre Ignacio entre las sombras tenues del sótano, casi como si estuviera buscando a su presa y ella no fuera la sometida.

 

En un acto casi profesional de gimnasia, se puso en una posición sorprendentemente flexible, separando sus rodillas aún más y dejando su lacerado coño casi rozando el suelo. Sus pechos apoyados contra el suelo de tierra aplastaban el rosario, ahora olvidado debajo de ellos. Parecía que Lucía estaba completamente consumida por la lujuria. Arrancándose el crucifijo de su cuello, que apenas lo sostenía una delgada cuerda, lo posicionó sobre su maltratada vagina, frotándolo sobre esta.

 

«No lo resisto más, Padre. ¡Necesito el amor de Cristo!».

 

No tuvo respuesta verbal del Padre Ignacio, pero sí tuvo respuesta física. Sintió el pene del Padre metiéndose dentro de su virginal coño con una facilidad increíble; naturalmente, ya estaba bien lubricada por el castigo previo. La incomodidad de sus labios vaginales heridos era insignificante respecto al calor y al placer que le estaba dando ese grueso pene. Podía sentir claramente el vello púbico de Ignacio golpeando contra su vagina, que todavía permanecía sin vello alguno. Ignacio gimió de placer en ella, apoyando su peso sobre Lucía y haciendo que tuviera que apoyar su vientre sobre la tierra del sótano. Las manos de Ignacio estaban ansiosas también, recorriendo su cuerpo y eventualmente enganchándose sobre sus tetas. Al encontrar el rosario debajo de ellas, empezó a frotarlo sobre sus pezones, todavía sensibles por los latigazos. Lucía se sentía completamente invadida y llena. El Padre Ignacio, en ese momento, parecía especialmente ansioso; quizás el celibato y ya entrar en sus 40 hacían que se retorciera de placer sobre la joven Lucía de 17. Los sonidos de sus carnes golpeándose se aceleraron. Ignacio dio un mugido animal sobre Lucía mientras ella sentía las contracciones de su pene expulsando un líquido caliente y espeso que la hizo correrse también en respuesta. Ignacio sacó su pene mientras Lucía sentía todavía lo especialmente llena que la había dejado. Ignacio, ya reincorporado, le dijo:

 

«Has recibido el amor de Dios que te ha liberado del pecado. Puedes volver a solicitar mi guía si vuelves a caer en tentación».

 

El Padre Ignacio se dirigió a la puerta, abriéndola con la llave metálica y desapareciendo en la oscuridad de la noche. Lucía tardaría un poco más en recomponerse y volver eventualmente a su habitación.

 

En esa noche, Lucía se sintió transformada, feliz de haber encontrado esa atención del Padre Ignacio. Quizás, al final de todo, su destino podía ser diferente a lo que pensaba que sería en el convento. Al agarrar el crucifijo que usualmente cargaba en su cuello para rezar, sintió un cosquilleo en su entrepierna. El roce de su piel magullada contra el jergón de paja, que antes la hacía sentir sucia, ahora le daba una sensación de renacimiento al recordar su penitencia. No supo distinguir si fue purificada o corrompida; lo que sí supo es que esa noche pudo descansar plenamente como no había podido antes.

15 Lecturas/7 diciembre, 2025/0 Comentarios/por cristianztr
Etiquetas: hermana, hija, madre, mayor, orgasmo, padre, recuerdos, sexo
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