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Dominación Hombres, Orgias, Sexo con Madur@s

La Transformación de Paula

El aire en el comedor era denso con el olor a café, licor y sexo. Paula, con el rostro aún húmedo y el pegajoso calor del semen de Don Antonio sobre su piel.

El aire en el salón, denso y pesado, vibraba con un silencio expectante. La luz anaranjada y temblorosa de la chimenea se proyectaba sobre las paredes, dibujando sombras largas y danzantes que parecían cobrar vida propia. La música había cesado, y el único sonido era el crepitar de la leña y el lejano tintineo del hielo contra el cristal de las copas abandonadas. Paula, arrodillada en el puff de cuero negro, era el epicentro de esa quietud. Su piel brillaba, cubierta por una fina película de sudor y humedad, y su respiración era el único pulso rítmico en la sala.

La puerta se abrió con la lentitud de un suspiro. No era un estrépito, sino una invitación. Entró Raúl, no como un marido, sino como un maestro de ceremonias. Su sonrisa no era de alegría, sino de conocimiento absoluto. Lo seguía un grupo de cuatro muchachos, no como adolescentes, sino como novicios en un templo secreto. Sus rostros, una mezcla de inocencia perdida y ambición naciente, estaban iluminados por la luz del fuego, que les daba un aspecto casi divino.

Raúl: (Su voz, un murmullo sedoso que llenaba la sala) Caballeros… la noche nos regala un nuevo placer. El de la iniciación. Muchachos, pasen. La anfitriona los espera. Ella es el lienzo, y ustedes, los primeros pinceles.

Los ojos de los chicos se posaron en Paula. No era una mirada de lujuria grosera, sino de descubrimiento, de arte. Ella, a su vez, sintió sus miradas como una caricia, como una corriente eléctrica que recorría cada centímetro de su piel. En el rincón más oscuro del salón, donde la luz del fuego no alcanzaba, una figura se mantenía inmóvil. Era una silueta, una presencia ausente pero total: el padre de Paula. Un espectador en las penumbras, un dios ex machina cuyo poder no necesitaba ser visto para ser sentido.

Raúl se acercó a Paula, sus zapatos de cuero no hacían ruido sobre la alfombra. Se inclinó, y su aliento caliente rozó su oreja.

Raúl: (Susurrando) Hoy no sos una mujer, Paula. Sos un rito. Un paso. Cada uno de ellos te dejará una marca, y vos los acogerás como si fuera lluvia sagrada. Sentilo. Disfrutalo. Él lo está viendo.

El primer muchacho, Lautaro, se adelantó. Era rubio, etéreo, con una pija delgada y dura que se adivinaba bajo la fina tela de su bermuda. No dijo nada. Solo se detuvo frente a Paula, que lentamente, como en un trance, se deslizó del puff al suelo, arrodillándose sobre la alfombra persa. La cámara se centraría en sus manos, subiendo lentamente la cremallera de Lautaro, en la forma en que la pija joven y tersa saltaba hacia la libertad, en el contraste entre su piel pálida y la morena de Paula. Ella la tomó, y su boca la recibió no con urgencia, sino con devoción. Su cabeza se movía en un ritmo lento y hipnótico. Lautaro cerró los ojos, su cabeza echada hacia atrás, el cuello tensado como el de un cisne. Su clímax no fue un grito, sino un espasmo silencioso, un temblor que recorrió su cuerpo mientras Paula lo recibía todo, un pequeño sacrificio en honor al dios de la juventud.

Luego llegó Santiago, el morenacho, el que marcaba territorio. Raúl lo guió con un gesto de cabeza. Paula, obediente, se levantó y se arrodilló sobre el puff, presentando sus nalgas perfectamente redondas, ofrecidas en el altar del cuero. La cámara se enfocaría en el temblor de sus muslos, en la forma en que el culotte de encaje se hundía en el surco de su culo. Santiago se acercó por detrás, su mano firme en su cintura. La cámara no mostraría la penetración, sino el rostro de Paula. Sus ojos se cerraron, su boca se entreabrió en un gemido ahogado que era pura belleza y dolor. Sus manos se aferraron al cuero, las uñas blancas por la presión. El ritmo de Santiago era lento, profundo, casi meditativo. Cada embestida era una afirmación de poder, y cada gemido de Paula, una aceptación. Cuando acabó, fue con un gruñido bajo y animal, y se retiró lentamente, dejando a Paula temblando, con un hilo de leche blanca deslizándose lentamente por su muslo interno, un río de plata a la luz del fuego.

Facundo, el travieso, el vicioso, fue el tercero. Su ritual era la leche. Raúl le indicó a Paula que se tumbara de espaldas en la alfombra. Ella lo hizo, los brazos abiertos en cruz, como una mártir. Su pecho subía y bajaba con cada respiración. Facundo se arrodilló a su lado, y la cámara se posaría en su mano, envolviendo su propia pija, moviéndola con una rapidez febril. Sus ojos estaban fijos en el rostro de Paula. El clímax fue una explosión visual. Un chorro de leche caliente que salpicó su cara, sus mejillas, sus labios entreabiertos, sus párpados cerrados. No era degradante, era pictórico. Una obra de arte efímera. Paula no se movió. Dejó que la leche se secara sobre su piel, como un perfume sagrado.

Finalmente, Mateo. El mayor, el poseedor. Su pija era gruesa, poderosa, una herramienta de dominación. Raúl no dijo nada. La mirada de Mateo bastó. Tomó a Paula, la giró como si pesara nada y la penetró por la concha, mirándola fijamente a los ojos. La cámara capturaría ese rostro a rostro, la batalla silenciosa de sus miradas. Mateo no la follaba, la poseía. Cada movimiento era una declaración de propiedad. Las piernas de Paula se envolvieron alrededor de su cintura, no por placer, sino por rendición. Sus gemidos eran ahora más fuertes, incontrolables, la banda sonora de su propia destrucción y renacimiento. Cuando Mateo se corrió, lo hizo con un rugido sordo, vaciándose dentro de ella, y luego se quedó quieto, su peso sobre ella, sellando el pacto.

Los muchachos, ahora iniciados, retrocedieron. Los hombres mayores se levantaron, sus rostros iluminados por una admiración casi filial. Don Carlos se arrodilló frente a Lautaro y, con la reverencia de un fiel, limpió la pija del chico con su boca, saboreando el eco de Paula. Don Pedro hizo lo mismo con Santiago, y Don Ricardo con Facundo. Raúl, el orquestador, se arrodilló frente a Mateo y le chupó la pija con pasión, como si estuviera recibiendo un sacramento. Luego, cada uno de los hombres mayores se turnó para servir a los chicos, bebiendo su segunda leche como un néctar divino.

Paula, tirada en la alfombra, una maraña de miembros y fluidos, observaba la escena a través de los párpados pegajosos. El dolor se había disuelto en una euforia beatífica. Era una obra de arte, y ellos sus admiradores. Y en las sombras, sintió la presencia de su padre, no como un observador, sino como el artista que había firmado su obra maestra.

La sala, bañada en la luz melancólica del fuego, se mantuvo en un silencio vibrante después de que Mateo se retirara de Paula. El aire olía a sexo, a juventud y a cuero viejo. Paula yacía en la alfombra, no como una vencida, sino como una ofrenda consumada, su cuerpo un lienzo manchado por los colores vivos de la iniciación. Los cuatro muchachos, Lautaro, Santiago, Facundo y Mateo, se mantenían de pie, respirando con fuerza, sus rostros juveniles ahora marcados por una sombra de conocimiento antiguo. No eran niños. Acababan de ser ungidos.

Fue Don Carlos, el más anciano, el patriarca de aquella cofradía, quien rompió el hechizo. Se levantó de su sillón de cuero con una lentitud majestuosa, el crujir de sus articulaciones apenas audible. No miró a los chicos con lujuria, sino con una especie de orgullo paternal, de respeto.

Don Carlos: (Su voz, un murmullo ronco y lleno de autoridad) Bienvenidos. Bienvenidos al círculo. Han tomado, y ahora… es hora de recibir.

Sus palabras no eran una pregunta, sino una sentencia. Se acercó a Lautaro, el más joven, el que aún temblaba ligeramente por su clímax reciente. Don Carlos se arrodilló frente a él. El contraste era impactante: las rodillas huesudas y arrugadas del hombre viejo tocando el suelo frente a las piernas firmes y musculosas del adolescente. La cámara se posaría en ese detalle, en el símbolo de un poder que se inclina ante la nueva fuerza.

Lautaro, confundido, miró a Raúl, quien asintió con una sonrisa casi imperceptible. El chico, entendiendo, se desabrochó la bermuda. Su pija, aunque flácida y usada, aún tenía un peso, una historia. Don Carlos la tomó con manos de una delicadeza inesperada, como si sostuviera un pájaro recién nacido. Y entonces, la inclinó y la besó. No fue una mamada, fue un ósculo. Un beso de reverencia. La lamió con la punta de la lengua, limpiando los restos de saliva y del dulce sabor de Paula. Fue un acto de comunión. Don Carlos estaba absorbiendo la esencia de la juventud, el sabor de la victoria.

Mientras tanto, Don Pedro, el de ojos penetrantes, se acercó a Santiago. Él no se arrodilló. Se sentó en un puff y, con una autoridad silenciosa, le ordenó a Santiago que se acercara. El chico, obediente, se paró frente a él. Don Pedro, con la mirada fija en los ojos del muchacho, tomó su pija, aún con el olor y el calor del culo de Paula, y se la llevó a la boca. Pero no la chupó. La rodeó con sus labios, sintiendo su pulso, y luego la masajeó con su lengua, lamiéndola con una precisión casi quirúrgica, limpiando cada rastro del acto que Santiago había cometido. Era una limpieza ritual, una purificación. Don Pedro no estaba sirviendo, estaba bautizando.

Facundo, el pícaro, fue atendido por Don Ricardo. Este sí que se arrodilló, pero con una sonrisa maliciosa. Sabía lo que Facundo quería.

Don Ricardo: (Con una voz baja y juguetona) Te gustó marcarla, ¿verdad, pibe? Ahora vas a marcar mi boca.

Facundo, recuperando su arrogancia, agarró la cabeza de Don Ricardo y se la metió a la fuerza. Don Ricardo no se resistió; al contrario, la acogió con un gemido de placer. La cámara se enfocaría en el movimiento de las mejillas de Don Ricardo, en las lágrimas que se escapaban por el placer de ser usado por el muchacho. Facundo lo folló en la boca con la misma brusquedad con la que se había corrido en la cara de Paula. Era un espejo, una inversión de roles. Cuando Facundo se corrió, Don Ricardo se lo tragó todo, como si fuera el manjar más preciado.

Y finalmente, Raúl. El maestro de ceremonias se acercó a Mateo, el líder, el poseedor. No hubo palabras. Solo un entendimiento mutuo. Raúl se arrodilló frente a él, su mirada de sumisión total, a pesar de ser el anfitrión. Mateo, con una confianza que ya no era juvenil sino de un hombre experimentado, tomó su pija, que había estado en la concha de su esposa, y se la ofreció a Raúl.

Raúl: (Susurrando, casi para sí mismo) Es el sabor de ella. El sabor de mi poder.

Y entonces, la escena se transformó en una orgía silenciosa y sagrada. Los cuatro hombres mayores, cada uno a su manera, rindieron homenaje a los cuatro muchachos. No era un acto de debilidad, sino de transferencia. Estaban bebiendo la fuente de la juventud, asegurando su propia relevancia a través del placer de los nuevos líderes. Las mamadas se volvieron más profundas, más húmedas. Los gemidos de los chicos llenaron la sala, mezclados con los de los hombres. Unos se corrían por segunda vez, otros simplemente disfrutaban del poder de tener a esos hombres de negocios, a esos lobos de Wall Street, a sus pies.

Paula, desde la alfombra, observaba todo a través de una neblina de éxtasis. Veía a su marido, Raúl, el hombre que la había «entrenado», de rodillas ante un chico de 15 años. Veía a los socios de su padre, hombres de poder y respeto, entregados a la lujuria de los adolescentes. Y en ese momento, comprendió. No era sobre sexo. Era sobre poder. Y ella había sido la llave que había abierto la puerta a ese nuevo orden.

En las sombras, la figura de su padre se movió ligeramente, y por un instante, el brillo del fuego se reflejó en algo que parecía un vaso de cristal. Un brindis silencioso. A su obra. A su hija. A la perpetuación de su legado a través del sumiso y espectacular arte de la carne.

Escena: La Fiesta en el Colegio

La luz del sol de la mañana fue reemplazada por el resplandor artificial y estridente de las luces de la piscina. No estaban en la quinta. Estaban en el jardín de un colegio privado y exclusivo, un edificio de arquitectura moderna y vidrios que brillaba como una fortaleza de cristal bajo el sol de la tarde. Era el colegio donde Paula empezaría a dar clases el lunes siguiente. El colegio cuyo director, cuyo dueño, era su padre.

La fiesta era por el cumpleaños de Mateo. El mismo Mateo que la había poseído en el salón, el mismo que ahora, de camiseta y bermudas, celebraba con sus amigos y compañeros. La ironía era tan densa que casi se podía cortar con un cuchillo.

Paula estaba de pie, vestida con la armadura que Manolo le había confeccionado. El vestido de lana negra la sentía como un sudario, y los zapatos de plataforma la clavaban en el césped como si fueran estacas. El collar de platino en su cuello parecía brillar con una luz propia, un faro de su sumisión. Raúl estaba a su lado, su mano posada en la parte baja de su espalda, un gesto de propiedad que todos podían ver.

Raúl: (Sonriendo para una pareja de padres que pasaban) Linda fiesta, ¿no crees, mi amor? Un ambiente tan… juvenil.

Paula solo pudo asentir, con una sonrisa falsa pintada en su rostro. Su corazón era un nudo de ansiedad y asombro. Allí estaban ellos. Lautaro, Santiago, Facundo… y otros veinte chicos más, todos de entre 14 y 17 años. Todos sus futuros alumnos. La reía a carcajadas, lanzándose a la piscina, discutiendo sobre un videojuego. Y cada vez que uno de ellos la miraba, sus ojos no eran los de un estudiante hacia su futura profesora. Eran los de un iniciado hacia su sacerdotisa. Eran miradas de complicidad, de poder, de recuerdo.

De repente, Mateo se acercó a ellos. Estaba mojado, con el pelo pegado a la frente, y sonreía con una arrogancia recién descubierta.

Mateo: (Dirigiéndose a Raúl, pero mirando a Paula) Tío, gracias por venir. Profesora… qué gusto verla fuera de clase.

La palabra «profesora» salió de su boca como una broma privada, una puñalada de azúcar. Paula sintió un escalofrío recorrerle la espalda.

Raúl: (Riendo) Mateo, no seas tan formal. Paula está encantada de conocer a su futura clase. ¿No es así, cariño?

Paula se obligó a sonreír. «Por supuesto, Mateo. Será un placer».

Mientras hablaban, se acercaron otros dos chicos. Eran más grandes, quizás de 16 o 17 años. Eran el centro de atención, los reyes no declarados de ese microcosmos.

Mateo: (Presentándolos con orgullo) Tío, te presento a Franco y a Nicolás. Son los seniors. Ellos… mandan acá.

Franco era alto, de complexión atlética, con una mirada calculadora y una sonrisa que no llegaba a sus ojos. Nicolás era más bajo, más oscuro, con una intensidad casi feroz. Miraron a Paula de arriba abajo, no con la curiosidad de los más jóvenes, sino con la evaluación de dos depredadores analizando a un nuevo miembro para la manada.

Franco: (Con una voz profunda y segura) Así que eres la nueva profe de matemáticas. Interesante. Siempre se dijo que las mejores profesoras eran las que sabían resolver problemas… complejos.

La insinuación era tan directa que a Paula le faltó el aire. Raúl pareció encantado.

Raúl: Franco, siempre el poeta. Paula es muy buena en eso. En resolver problemas. Y en crearlos, ¿verdad, mi amor?

Nicolás no dijo nada. Simplemente se acercó un paso más, demasiado cerca, y su mirada se clavó en el collar de platino.

Nicolás: (En voz baja, solo para que ella lo oyera) Ese collar… te sienta. Pero te sentaría mejor sin nada más.

Paula sintió las rodillas flaquear. El poder de estos chicos era abrumador. No eran solo adolescentes; eran herederos del poder de sus padres, del mismo sistema que la había atrapado. Eran la versión más joven y salvaje de Don Carlos, Don Pedro y los demás.

Raúl: (Viendo su incomodidad y disfrutándola) Franco, Nico, ¿por qué no le enseñan a Paula la piscina? Se ve un poco tensa. Un chapuzón le vendría bien para relajarse antes del lunes.

Era una orden, no una sugerencia. Franco y Nicolás sonrieron, entendiendo la invitación.

Franco: Excelente idea. Venga, «profe». El agua está genial.

La tomaron del brazo, no con delicadeza, sino con firmeza. La guiaron hacia la piscina, mientras Raúl los observaba con una sonrisa satisfecha. Paula caminaba entre ellos, sintiendo el peso de sus miradas, el peso de su futuro, el peso de un secreto que compartía con los chicos que debería gobernar en el aula.

Mientras se acercaban al borde de la piscina, Franco se inclinó hacia su orejo.

Franco: No te preocupes, profe. En clase seremos los mejores alumnos. Te prometemos que te prestaremos toda nuestra atención. Especialmente cuando te inclines sobre nuestro escritorio para explicarnos un problema.

Paula cerró los ojos un instante. La aventura no era solo una fiesta. Era una prueba. Una introducción a su nuevo infierno. Un paraíso del que sería la reina prisionera. Y el lunes, cuando entrara en ese aula, no sería la profesora Varela. Sería la mujer del collar, la que habían iniciado, la que les pertenecía. Y todos lo sabrían.

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2 Lecturas/21 noviembre, 2025/0 Comentarios/por PaulaLange
Etiquetas: amigos, colegio, cumpleaños, hija, mayor, mayores, padre, sexo
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