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Dominación Hombres, Incestos en Familia, Sexo con Madur@s

Las lecciones de mi pequeña (PARTE 1)

No sabía que mi hija Laura podía ser una perra tan sumisa, me encantaba, hacerlo a escondidas y el temor de que nos descubrieran me emocionaba..
Me llamo Javier, tengo 45 años, y trabajo desde casa en una pequeña empresa de consultoría informática. Vivo en una casa campestre a las afueras de una ciudad pequeña, rodeada de campos verdes y caminos sinuosos que serpentean entre colinas. Mi esposa, María, es enfermera y pasa la mayor parte del día en el hospital, así que soy yo quien se encarga de recoger a nuestra hija, Laura, del colegio todos los días. Laura tiene 9 años, pero va un par de años atrasada en sus estudios por problemas de salud que tuvo de niña. Es una chica lista, pero con una inocencia que me desarma: curiosa como una bebé descubriendo el mundo, con una melena castaña que le cae hasta la cintura y unos ojos verdes grandes y expresivos que siempre parecen preguntar “por qué” con una timidez genuina. A veces la miro y pienso en lo protegida que ha estado, en cómo su retraso en los estudios la ha mantenido un poco al margen de las experiencias típicas de su edad, haciendo que parezca más ingenua, más pura en sus reacciones. Su cuerpo es el de una mujercita: curvas suaves, pechos pequeños y duros que se marcan bajo su uniforme escolar, y unas piernas largas que hacen que su falda plisada parezca más corta de lo que debería. Pero su forma de hablar, de sonrojarse por pequeñas cosas, me recuerda que aún hay mucho de niña en ella.

El camino de vuelta a casa es largo, unos 20 minutos en auto por carreteras secundarias con poco tráfico. Al principio era solo rutina, la recogía a las 2 de la tarde, charlábamos sobre su día, y llegábamos a casa para cenar en familia. Pero Laura ha empezado a mostrar interés en lo que hago, de una manera tan dulce y tímida que me enternece. “Papá, ¿qué es eso del teletrabajo? ¿Por qué no vas a una oficina como mamá?”, me preguntaba al principio, sentada en el asiento del copiloto del auto, con las piernas cruzadas y la mochila en el regazo, mordiéndose el labio como si temiera preguntar algo tonto. Yo le explicaba, riendo de cómo manejo servidores y resuelvo problemas de código desde mi escritorio en el estudio. Ella asentía, fascinada, con las mejillas coloradas, y poco a poco sus preguntas se volvieron más profundas, pero siempre con esa vacilación inocente. “¡Papi, quiero trabajar como tú para tener mucho dinero y comprar muchos dulces!”, me pidió un día mientras saltaba emocionada, “Claro hija, ven”. Desde ese momento pasamos tardes juntos, yo guiando sus dedos en el teclado, sintiendo su calor cerca mientras se inclinaba sobre mi hombro, diciéndome “Oh, no entiendo” con una voz suave. Pensaba: “Es solo curiosidad paternal, nada más”, pero notaba cómo su perfume frutal se mezclaba con el olor a café de mi taza, y cómo su risa tímida llenaba la habitación de una calidez que me hacía sentir vivo. En el fondo, sabía que esto era peligroso; era mi hija, sangre de mi sangre, y cualquier pensamiento más allá de lo paternal era un tabú que me aterrorizaba y excitaba a partes iguales. ¿Cómo podía siquiera considerar algo así? Era prohibido, inmoral, pero esa prohibición lo hacía aún más tentador, como un secreto oscuro que me consumía por dentro.

Tiempo después, mientras conducía de vuelta, noté como Laurita miraba el volante con envidia, jugueteando con el dobladillo de su falda. “Papi, ¿por qué no me enseñas a conducir? Soy tu hija, ya deberías enseñarme, ¿no?”. Le expliqué que necesitaba una licencia, pero que podíamos practicar en caminos privados, como el que lleva a nuestra casa. “Pero soy bajita, no alcanzo bien los pedales”, se quejó ella, era evidente, ella apenas llegaba al metro con veinte, yo con mis 1.85, parecía todo un gigante a su lado, me reí por su comentario. “Bueno, princesa, entonces tendrás que sentarte en mi regazo para que yo te ayude con los pedales”. No era solo una broma; lo dije con una intención sutil, probando las aguas, aunque ahora dejaba un poco más de espacio para que ella respondiera. Sus ojos se iluminaron, pero se sonrojó, “¡Sí! ¡Hagámoslo! Papito”. Y así empezó toda esta aventura sin saber a dónde nos llevaría.

La primera lección fue bastante torpe debo decir. Aparqué en un tramo desierto del camino, rodeado de árboles que susurraban con la brisa. Le indiqué que se bajara del auto y se subiera a mi regazo, su falda subiéndose un poco al acomodarse. Sentí el peso ligero de su cuerpo contra el mío, sus nalgas suaves presionando mi entrepierna a través de la tela de mis pantalones. “Papá, ¿así está bien? No quiero caerme”, preguntó con su voz temblorosa y aferrándose fuerte al volante. Yo tragué saliva, intentando ignorar la calidez que se extendía por mi cuerpo, “Sí, hija, está perfecto. Ahora, manos en el volante a las 10 y 2”. Le enseñé a girar la llave, a pisar el acelerador con mi pie guiando el suyo. El auto avanzó lentamente y ella rio emocionada. “¡Mira, lo estoy haciendo! ¿Ves, papá?”. Pensaba en lo inocente que parecía, con esa risa pura, pero no podía negar el roce sutil de su cuerpo contra el mío cada vez que cambiábamos de marcha. Olía a jabón de frutas y sudor fresco del día escolar. Terminamos la lección riendo por tanto ajetreo, y ya en casa, durante la cena, le contó a María con entusiasmo, sonrojándose al describirlo. Mi esposa sonrió: “Qué bueno que pasen tiempo juntos”. Pero en mi mente, ya rumiaba la culpa, ella era mi hija, no una chica cualquiera. ¿Qué diría la sociedad? ¿Qué diría María si se enterase que la chiquilla me la ponía dura? El incesto, sentía como si su mirada me quemara, pero ese pensamiento me atraía como una polilla a la llama.

Las lecciones se volvieron regulares, ambos lo disfrutábamos, aunque yo iniciaba la mayoría. Cada tarde, en el camino de vuelta, parábamos en ese mismo tramo. Laura se sentaba en mi regazo con más confianza, pero siempre con delicadeza, su espalda contra mi pecho, mis brazos rodeándola para alcanzar el volante. Hablábamos de todo: sus clases, sus amigos, incluso de chicos que la molestaban en el colegio. Ella me hacía preguntas ingenuas como “¿Por qué me miran así los papás de mis amigos?”, “Eso debe ser que les gustas” dije bromeando, a lo que ella preguntó, “Papi, ¿tú crees que soy bonita?”, mientras giraba su cuerpo para verme directamente a los ojos, con las mejillas ardiendo. Su aliento cálido en mi cuello me hizo pausar. “Por supuesto, eres hermosa, como tu madre”. Pero en mi mente, la comparaba: María era más curvilínea, con caderas anchas de haber dado a luz y una vagina ya floja, mientras Laura era esbelta, como una flor apenas abierta, con esa inocencia que la hacía parecer inmaculada. El roce se hacía más notorio; a veces, cuando frenábamos, su culo se deslizaba hacia atrás, presionando contra mi polla, que empezaba a endurecerse involuntariamente. Me decía a mí mismo: “Es solo biología, contrólate”. Pero notaba cómo ella no se apartaba rápido, como si disfrutara de rozar su culo con mi verga, pero ella seguía sin entender del todo. Y yo, en secreto, prolongaba esos momentos, ajustando el asiento o corrigiendo su postura solo para sentirla más cerca, aunque dejaba que ella decidiera si continuar o no. La prohibición me obsesionaba, era mi sangre, criada bajo mi techo, y aquí estaba, fantaseando con su cuerpo joven contra el mío. ¿Era un monstruo? Tal vez, pero el deseo ganaba terreno cada día.

El calor del verano empezaba a hostigar. Nuestra pequeña ciudad se volvía un horno, con temperaturas por encima de los 35 grados. En esos días, después de recoger a Laura, el aire acondicionado del auto luchaba por enfriar el interior. Laura se abanicaba con la mano, su blusa se pegaba a su pecho dejando ver sus ligeros pezoncitos, murmurando me dijo, “Papi, hace mucho calor…”. Asentí, y en el tramo desierto, cuando la invité a subir a mi regazo para empezar la clase, nos dimos cuenta ya no podíamos más. “Dios, esto es insoportable”, me quejé, sintiendo el sudor correr por mi espalda. Tomé la iniciativa: “Hija, con este calor, quizás deberíamos quitarnos la ropa para estar más cómodos. Solo estamos nosotros aquí, y el camino es privado”. Ella parpadeó, sorprendida, sonrojándose. “Papá, ¿estás seguro? Bueno… si tú lo dices”. Dudó, mordiéndose el labio suavemente, “Si amor, es para estar más frescos”, dije mientras me tocaba la verga por encima del pantalón. “¿De verdad? Está bien, si funciona”. Se levantó un momento, se bajó los pantys blancos junto con su blusa de uniforme y los dejó en el asiento, con las manos temblorosas. Su falda cubría lo justo, pero sabía que ahora estaba desnuda debajo. “Ahora yo”, dije, desabrochando mis pantalones y bajándolos. Esa mañana me había “olvidado” de ponerme ropa interior después de la ducha. Mi polla, semi erecta por la proximidad anterior, quedó expuesta al aire, prominente y venosa, con la cabeza rosada asomando. Laura la vio, sus ojos se abrieron sorprendidos, y se cubrió la boca, “Oh, papá… se te ve tu pipí”, “Si hija, me olvidé de ponerme boxers, pero sigamos con la lección” le dije. La invité a sentarse de nuevo en mi regazo, y ahora su coñito sin pelos y suavecito rozaba directamente contra mi polla desnuda. Sentí la suavidad de su piel, húmeda por el sudor y algo más –excitación, quizás–, contra mi miembro. “Arranca el auto, hija”, dije con voz ronca, intentando concentrarme. Ella giró la llave con dedos nerviosos, y el motor ronroneó.

Al avanzar, cada bache hacía que su culo se frotara contra mí, mi polla deslizándose entre sus labios vaginales rozándola sin entrar en ella. Era una tortura exquisita: textura suave, cálida, como terciopelo, pero mojado por mis líquidos. Olía a su excitación, un aroma almizclado y dulce que llenaba el auto.

“Papá, ¿estás bien? Siento algo… duro”, dijo ella, inocente, con voz bajita y las mejillas rojas. “Es el calor, hija. Concéntrate en la carretera”. Pero en mi mente: “Dios, su coño es tan suave, sin pelitos como el de una modelo. Más apretado que el de María después de tantos años”. Ella se movía sutilmente, fingiendo ajustar el asiento, pero rozando más, quizás sin darse cuenta del todo. Mi polla se endureció por completo, palpitante contra su entrada. “Papá, enséñame bien”, pidió con timidez, y pisó el pedal con mi ayuda, haciendo que el auto diera un brinco y su cuerpo se presionara más. Gemí bajo. “Hija, esto…”. Ella giró la cabeza: “Papá, hay algo sobre mi colita, aunque no sé bien por qué, pero me gusta. ¿Tú lo sientes?”. Quería asegurarme de que lo deseaba tanto como yo, a pesar de la prohibición que me gritaba en la cabeza. “Si mi Laurita también siento algo, pero tu dime si necesitas parar”. “No pares, papá. Quiero aprender… todo”, respondió con esa inocencia curiosa.

Seguimos así hasta llegar a casa, estacionamos en el garaje, estaba un poco preocupado que alguien nos viera, pero ya que era una casa campestre, tenía una cerca alta que alejaba a los chismosos. “Muy bien amor, ahora vamos que tenemos que bañarnos para sacarnos este calor”, dije mientras la alzaba y bajaba del auto. Así como estábamos semi desnudos entramos a la casa, ella pasó directamente a la ducha, yo recogí la ropa del auto y me dirigí hacia el refrigerador por una cerveza, cuando de pronto escucho su voz aguda, “Papi, tengo algo raro, ven”, fui corriendo a ver que sucedía y la encuentro totalmente desnuda mirándose al espejo, “Mira papi, ¿Qué es esto blanco que tengo en la espalda?, está baboso y huele raro”, me dijo mientras lo acercaba a su nariz, me había alcanzado a correr un poco por tanto jugueteo en el auto, “No es nada malo hija, es algo que sale de papá cuando está muy emocionado”, le dije sonriéndole, “Ahh bueno, si es de papi entonces no hay problema”, dijo mientras lo llevaba a su boca, “¡Sabe rico papi!”, me dijo lamiéndose los dedos, no podía creer lo caliente que era mi hijita, me emocionaba saber que le gustaba mi leche.

La tensión creció en lecciones subsiguientes. Parábamos más tiempo, el auto estacionado en sombras de árboles. Ya lo hacíamos todo el tiempo, Laura se sentaba en mi regazo sin pantys y yo sin pantalones, era ella quien me lo pedía, decía que era para que no nos diera calor, mi polla rozaba su coño suavecito y siempre terminaba mojada y llena de presemen. Un día, ya tan caliente por tanto roce diario, besé su cuello y ella gimió suavemente, “Papá, me haces cosquillas… se siente raro, pero bonito. Hazlo de nuevo”. Besos se volvieron caricias mientras mis manos recorrían sus muslos, llegando hasta su coñito para sentir su clítoris hinchado. “Está tan mojado, hija. Como miel caliente”. Ella respondía con voz temblorosa: “Es que tu pipi está muy grande, papá y me pongo así cuando me siento encima”. Yo con mi mano la masturbaba lento y suave al inicio, le encantaba sentir mis dedos circulando su botón, luego movía mi mano más rápido, hasta que la vi temblar con un escalofrío que sentí sobre mi verga, sus jugos habían empapando toda mi polla, y ella con una vocecita tenue me susurró: “Papi sentí como un corrientazo y luego se sintió muy rico”. En mi mente, la culpa era un torbellino: esto era incesto, prohibido por ley, por moral, por todo. Yo era el padre, el protector, y aquí estaba corrompiéndola. Pero esa corrupción me excitaba; era mi decisión detenerme, pero ver a mi niña tan excitada me encantaba, me gustaba tener el control sobre algo tan tabú, aunque ahora dejaba que su curiosidad inocente guiara un poco más.

Finalmente, un atardecer caluroso, sentí que era el momento de ir más allá, sin embargo, quería evitar tocar su vagina, no podía cruzar esa línea y hacerla sangrar, no todavía. “Hija, ¿hoy quieres probar algo diferente?”, le pregunté mientras la invitaba a sentarse. Mi polla, ya dura, rozaba su culo. “¿Qué es papi? ¿Algo nuevo?”, preguntó con curiosidad tímida. “Es algo que podría gustarte, pero solo si te sientes lista”. Ella mordiéndose el labio “Estoy lista papi, confío en ti”, me dijo muy emocionada. “Ven hija, levanta tu culito”, ella lo hizo muy obediente, yo estaba sorprendido de la sumisa que tenía. La preparé con cuidado, primero lamí su anito pequeño y delicioso, no podía creerlo, sabía a gloria, le estaba comiendo el culito a mi pequeña hijita y a ella parecía encantarle, “Papi ese lugar está sucio, papi cochino”, me decía, “Tranquila hija, está bien si es entre nosotros”, le dije para calmarla mientras que disfrutaba su dulce culo, cuando ya estuvo lo suficientemente abierto, tomé uno de mis dedos y lo metí en su boca para humedecerlo. “Relájate como cuando conduces y respira profundo mi amor”, le dije con voz calmada mientras introducía un dedo lentamente, sintiendo los delicados pliegues de su culito y la calidez de su interior, estaba más apretado que nada que hubiera sentido antes. Ella jadeó: “Papá, duele un poco… se siente extraño, como cosquillas raras”. Añadí un segundo dedo, moviéndolos en círculos para abrirla, sintiendo cómo su cuerpo se adaptaba. El olor a sudor y excitación llenaba el auto, mezclado con el aroma terroso de su piel. “Estás tan apretada, hija. Como un guante caliente alrededor de mis dedos”. Ella gemía, moviéndose contra mi mano, “Más papito. Enséñame, por favor”, mientras yo jugaba al mete saca con mi dedo y su culo.

Cuando estuvo lista, la posicioné: la puse de rodillas en el asiento trasero, totalmente desnuda, culo expuesto hacia una hermosa vista. Mi polla palpitaba, venosa y gruesa, la cabeza reluciente de presemen. “Voy a entrar lento, mi amor. Dime si quieres que pare, aunque creo que te va a encantar”. Presioné la cabeza contra su ano, sintiendo la resistencia inicial, como un anillo de músculo que se contraía. Empujé despacio, centímetro a centímetro, el calor intenso envolviéndome. “¡Ah! Papi, eres tan grande”, jadeó ella, con voz inocente y temblorosa. Sentí que mi verga llegó hasta un tope sin entrar toda, me quedé quieto, dejando que se acostumbrara, sintiendo los pulsos de su interior a mi alrededor. Era más apretada que María en sus mejores días, estrecha y caliente, como un túnel de fuego. “Voy a empujar un poco más amor, aguántalo que luego se sentirá rico” le susurré al oído, “Bueno papi, te amo papito”, “Yo también te amo hijit…” ¡pum! Entró todo, “¡Ay! ¡Papi me duele!”, gritó ella, “Tranquila mi amor, tu relájate y ya verás que se siente rico”, le dije mientras que la tomaba por sus caderas diminutas. Empecé a moverme lento, ritmos suaves, saliendo casi por completo y entrando de nuevo, sintiendo cada textura: la suavidad de la entrada, la fricción interna. “Joder, hija, tu culo es perfecto. Tan virgen, tan mío”. Ella empujaba hacia atrás tímidamente: “Si papi, ahora se siente muy rico. Quiero, quiero más”, “Está bien mi amor, pero no puedes decirle a nadie lo que hacemos, si no entonces yo tendré que irme lejos y no podremos volver a hacerlo”, “No papi, yo no le digo a nadie, es nuestro secreto”, me dijo mientras que levantaba su meñique.

Aceleré gradualmente, variando el ritmo: embestidas lentas y profundas para saborear cada sensación, luego rápidas y cortas que hacían que sus nalgas temblaran contra mis caderas. El sonido de piel contra piel era obsceno, slap-slap-slap, mezclado con sus gemidos ahogados y mis gruñidos. “Mira cómo te follo el culo, hijita”. “Papi me gusta mucho tu verga” gemía ella, “. En mi mente, la culpa explotaba: era mi hija, criada por mí, y aquí estaba, follándola por atrás como un animal. Pero eso solo lo hacía más intenso. Cambiamos posiciones: la puse de lado en el asiento, una pierna alzada, penetrándola de nuevo, ahora con una mano en su clítoris, frotándolo en círculos rápidos mientras follaba su ano con embestidas intensas. “Tócate, hija. Quiero que te corras mientras te follo”. Ella obedeció con dedos nerviosos, sus dedos volando sobre su coñito rosadito, chorros de humedad salpicando, susurrando “Papi, se siente tan… intenso”. El sabor de su sudor en mi boca cuando la besé era salado, adictivo. Escupí más en mi polla para lubricarla, sintiendo cómo se deslizaba más fácil, más profundo, y ella gemía “Ahh… ¡AHHhh!”.

El clímax se acercaba. “Voy a correrme dentro de ti, mi amor”. Ella se convulsionó, su ano apretándose alrededor de mi polla como un puño, gritando: “¡Papá! ¡Sí! ¡No pares!”. Eso me empujó al borde: embestí rápido, intenso, sintiendo el semen subir, caliente y espeso, inundando su interior en chorros pulsantes. Colapsamos, jadeantes, mi polla aún dentro de ella, suavizándose lentamente. “Te amo, papi”, susurró con voz inocente. “Yo también, hija”. Pero en mi mente, la prohibición resonaba, me había corrido dentro de mi princesa, pero ahora esto era nuestro secreto, un tabú que nos unía y nos destruía. El camino a casa nunca fue el mismo desde ese entonces.


Si te gustó mi relato, déjame un comentario para hacer la segunda parte, estoy pensando en escribir mas sobre la pequeña Laurita, pero hazme saber si quieres más de esta pequeña.

123 Lecturas/1 noviembre, 2025/0 Comentarios/por BigBoy25
Etiquetas: amigos, colegio, hija, incesto, madre, mayor, padre, semen
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