LOS HERMANOS DE LA CASETA: Con el hermano mayor
Desde aquel día con el hermano menor, no pude quitarme la idea de que su hermano mayor también me deseaba. La forma en que me miraba cuando pasaba cerca de la caseta era diferente: su mirada era intensa, seria, con un fuego contenido que prometía tormenta. .
Desde aquel día con el hermano menor, no pude quitarme la idea de que su hermano mayor también me deseaba. La forma en que me miraba cuando pasaba cerca de la caseta era diferente: su mirada era intensa, seria, con un fuego contenido que prometía tormenta. Era como si me advirtiera que estaba jugando con fuego, y yo estaba más que dispuesto a quemarme.
Una tarde, justo cuando terminaba mi turno y estaba a punto de salir, escuché su voz firme y profunda desde la caseta:
—Tú. Acércate.
Sentí un nudo en el estómago, pero me acerqué sin dudar. Cerró la puerta tras de mí con un golpe seco, dejándonos en un espacio cerrado, cargado de tensión.
Sin decir palabra, me empujó contra la pared con una fuerza que casi me derriba. Su cuerpo estaba firme, alto, dominador. Su uniforme marcaba cada músculo sutil, y sus ojos me penetraban con una mezcla de control y deseo crudo.
Con una mano fuerte, me agarró del cuello, pero sin apretar demasiado, como para recordarme quién mandaba ahí. Su voz ronca me susurró al oído:
—Así que te cogiste a mi hermano aquí… ¿Te gustó? —me soltó, directo, con una mezcla de celos y morbo.
Me quedé sin palabras.
—No tienes que responder. Se te nota en la cara que te encantó —dijo mientras se acercaba hasta quedar frente a mí, tan cerca que sentí su respiración en mi boca.
Me empujó contra la pared con una fuerza que me quitó el aire y me besó sin aviso. No fue un beso dulce. Fue salvaje. Me mordió el labio, me metió la lengua con desesperación, como si quisiera marcar territorio.
—A mí no me vas a venir con juegos —me dijo, mientras me bajaba el pantalón bruscamente—. Si te vas a dejar coger por mí, es como yo quiera.
Y puta madre… justo eso era lo que más me prendía.
Me dejó completamente desnudo, sin darme tiempo para pensar. Con una mano firme, me agarró del cabello y me empujó hacia abajo hasta que mi boca quedó frente a su entrepierna.
Escupió en su verga dura, gruesa y caliente, y su voz grave volvió a ordenarme:
—Chúpamela bien, putito. Quiero que sientas cada centímetro.
No dudé ni un segundo. Tomé su verga con ambas manos, sintiendo su calor y firmeza, y empecé a chuparla con ganas, recorriéndola con la lengua, jugando con la punta, succionando con fuerza.
Él cerró los ojos, soltó un jadeo profundo, y agarró mi cabeza con fuerza, empujándola hacia adelante y atrás. Me mordía el cuello mientras yo le entregaba todo, complaciéndolo sin reservarme nada.
Sus gemidos profundos llenaban la caseta, haciéndome perder la noción del tiempo. Cada movimiento era una mezcla perfecta de dominio y entrega.
Después de varios minutos, sentí que se acercaba al clímax.
—No pares… así, justo así —ordenó entre jadeos, con voz rota.
Dejó escapar un gruñido poderoso y me vació dentro de la boca, llenándome con su calor y fuerza. Tragué sin detenerme, mirándolo fijamente a los ojos, con una mezcla de sumisión y deseo.
Cuando terminó, me levantó y me besó de nuevo, esta vez lento y suave, pero con ese fuego que sólo él tenía.
Me dio la vuelta, me bajó los boxers y me dejó completamente expuesto. Escupió directo sobre mi hoyito y lo frotó con sus dedos, sin delicadeza, con ganas, con hambre.
—¿Esto ya lo tenía mi hermano? —preguntó con voz ronca—. Pues ahora me toca a mí.
Sin más, me abrió las piernas y se arrodilló. Su lengua caliente me lamió con furia, con hambre de macho. Me sujetó con fuerza por las nalgas mientras me devoraba. Yo no podía más. Gemía, temblaba. Su lengua se movía con maestría, entrando, jugando, mojándome hasta hacerme rogar.
—Estás listo —me dijo al pararse.
Se bajó el pantalón. No tuve que ver, lo sentí. Su verga estaba dura, gruesa, palpitante. La empujó contra mi entrada sin darme tiempo a respirar. Me penetró de una, firme, profundo, y se quedó ahí un segundo, haciendo que lo sintiera completo.
—Dios… cómo aprietas —gruñó en mi oído mientras empezaba a moverse, con fuerza, con furia, como una fiera desatada.
Me agarró del cuello con una mano mientras con la otra me daba nalgadas que sonaban en toda la caseta. Me follaba con el cuerpo completo, jadeando como un animal, lamiéndome el sudor del cuello, mordiéndome los hombros, diciéndome cosas sucias al oído:
—Te encanta ser mi putito, ¿verdad?… ¿Quieres más? —Y sin esperar respuesta, me dio más.
Yo ya no podía sostenerme. Me rendí por completo. Me sentía suyo. No era solo sexo, era dominio puro.
Después de varios minutos, me cargó contra la pared, empujándome con su verga hasta que me vino adentro, caliente, gruñendo fuerte, agarrándome como si nunca quisiera soltarme.
Se quedó abrazado a mí, jadeando en mi oído.
—Ahora sí… ya sabes lo que es estar con un verdadero hombre —me dijo, antes de besarme, esta vez más suave, casi tierno.
Antes de irse, me lanzó una última advertencia con una sonrisa oscura:
—La próxima vez… mi hermano y yo. Juntos.
Y si te portas bien, te vamos a hacer nuestro putito.
Me quedé temblando, exhausto, y con la certeza de que esa fantasía apenas comenzaba.
Dejar un comentario
¿Quieres unirte a la conversación?Siéntete libre de contribuir!