Los recogedores de basura… ¡me RE-cogieron!
Un joven trabajador municipal y sus compañeros satisfacen con altura a mis bajos instintos..
Esta es una experiencia real; sucedió hace 15 años. Yo tenía 35, pero me veía bastante más joven. Soy blanco, ojos claros, cabello castaño y bastante bien formado hasta la actualidad.
Una noche de hace 15 años, me reuní con compañeros del trabajo en el Don Mamino de la Av. Primavera, en una exclusiva zona de Lima; mis amigos también eran “exclusivos”, así que yo iba vestido para la ocasión: terno y zapatos de marca, camisa cara y una corbata japonesa de seda blanca de precio obsceno porque, como algunos sabrán, es la calidad y el valor de la corbata lo que distingue al caballero de un hombre cualquiera.
Entre conversaciones y piqueos, me zampé tres piscos sours dobles con un extra de azúcar. Al ser un trago que no te hace ir al baño a cada rato, durante las tres horas que estuvimos juntos no me moví de mi sitio. Pero al ponerme de pie para irme, todo me daba vueltas y las piernas se me doblaban. Aún así no me sentía tan; de hecho, no borré casete y recuerdo todo lo que hice en las siguientes horas.
Mis amigos se fueron cada uno en su respectivo y yo, incapaz de manejar el mío, tomé un taxi. Subí, arrancamos y, pasadas varias cuadras, justo donde la Av. Primavera se convierte en Av. Angamos y el estrato social baja de clase bastante alta a clase media, le dije al taxista que me bajaría ahí, aunque le pagaría la carrera completa. “Asunto suyo”, me dijo antes de marcharse y dejarme en alguna cuadra de Angamos, en aquella zona en que todavía la clase media no se convierte en clase baja. Según yo, era una zona segura para caminar a esa hora, la una y algo de la madrugada.
Empecé a deambular por las calles mientras me fumaba varios cigarrillos, perdido en mis pensamientos. Y si bien no andaba arrecho, la calentura inherente al estado etílico avanzado me andaba rondando. Quizás por eso, en cuanto llegué a la zona límite entre “Angamos clase media” y “Angamos clase baja”, decidí caminar por las calles más oscuras. >En la zona “pituquísima” no había un alma, en estas calles “solo pitucas” había uno que otro viandante. En aquel limbo socioeconómico hay un centro comercial hacia el cual me encaminé. No iba en búsqueda de nada, por lo menos a nivel consciente.
El centro comercial en cuestión tiene una simbiosis arquitectónica con una urbanización, por lo cual tenía escaleras que colocaban frente a frente apartamentos con tiendas. Ninguna de esas escaleras estaba iluminada a esa hora y, por su tamaño y estilo típico de los 1960s, la estructura tenía espacios vacíos en forma de cuartos reducidos. En uno de esos cuartitos, los vecinos dejaban su basura dentro de barriles de metal.
Cerca de uno de esos “cuartitos”, en la zona más oscura, me senté en el suelo y encendí un cigarrillo. Justo al momento de acabarlo se apareció un jovencito de andar ágil, un poco más alto que yo, vestido de uniforme plomo con rayas amarillas que brillaban en la oscuridad. Se dirigió a la puerta del “cuartito”, la abrió, entró y salió con un barril metálico al hombro, casi de su tamaño y repleto de basura. Se marchó en dirección a la avenida, dejando la puerta abierta, y yo me puse de pie con la intención de cerrarla, pues el olor era bastante desagradable. Pero la curiosidad me hizo entrar.
Una vez dentro, descubrí que no todos los vecinos tenían el cuidado de meter la basura dentro del barril, y que tampoco tenían a bien limpiar el cuartito, a juzgar por la cantidad de desperdicios regados y en estado pútrido. “En eso no hay diferencia entre estratos sociales”, pensé. Encendí la linterna de mi celular, por entonces uno de los primeros iPhone, y vi garabatos en las paredes: eran las consabidas pichulas con huevos, sin huevos, con vellos, sin vellos, goteando leche, ensartadas en culos… uno que otro dibujo un poco más ambicioso con cuerpos casi completos de hombres penetrando mujeres…
Yo, que venía beodo al mango y calentándome por el camino, decidí cascármela ahí mismo. Encendí un cigarrillo, desajusté mi corbata, abrí mi camisa, me bajé la bragueta y me saqué la verga y empecé a pajearme con una mano mientras que la otra iluminada las paredes. Estuve el suficiente rato como para acercarme al orgasmo, pero fui súbitamente interrumpido.
“¡Epa!”, dijo alguien con voz grave y ronca, muy enfadado. “¡Sal de ahí o te cago a patadas, fumón de mierda!”. Aún sorprendido, di vuelta y me encontré con el muchacho que regresaba con el barril vacío.
Asustado por saber que estaba en falta y porque sus gritos hayan despertado a algún vecino, me apresuré a salir del cuarto, pedir disculpas, apagar la linterna del iPhone, abotonarme la camisa, guardarme la verga aún erecta, subirme el pantalón, todo eso al mismo tiempo. Sumado a la borrachera, caminé tres pasos de milagro y luego caí al suelo, en una zona con algo de luz.
“Ah, chucha; no eres un fumón cualquiera. Bien a la tela, tás’, uón. ¡Seguro tás’ con guita, uón!”, dijo al tiempo que se lanzó sobre mí para bolsiquearme. Yo respondí con un puñetazo al aire y él, reorganizándose, se puso de pie y aprovechó que yo no podía hacerlo para darme dos recias patadas en el estómago, dejándome sin aire ni fuerzas.
“¿Qué pasa ahí? ¿Todo bien, Chino?”, dijo un hombre, acercándose con prisa. “Nada, jefe; aquí, otro señorito drogándose entre la basura”, dijo el muchacho. El recién llegado, un hombre mayor y corpulento, soltó al aire: “ta’mare, uón; ¡si tanto les gusta meterse a estos sitios de madrugada, que se queden a vivir en ellos y nos den sus casas a la gente decente!”
Traté de decir algo, pero las patadas del muchacho fueron tan potentes que incluso me sentí a punto de desmayarme por el intento. Él y su recién llegado “jefe” se me acercaron y rebuscaron todos mis bolsillos. El jefe sacó mi billetera y se la dio al muchacho diciendo: “sácale toda la plata, pero déjale las tarjetas y los documentos, que no nos sirven”. Siguió buscando en mis bolsillos, encontró mi zippo y le preguntó al muchacho “Chino, ¿qué chucha es esto?”.
“¡Mierda!”, dijo el muchacho. “¡Es un zippo!” Lo tomó y observó con cuidado. “¡Y es original!”, agregó. Entonces se me acercó, se agachó y pasó a estudiarme detenidamente. “¿Qué chucha es ese sapo, oe?”, dijo el mayor mientras el chico me palpaba la ropa. Yo estaba muerto de miedo. El chico se detuvo en mi corbata, la acarició y se acercó mucho a ella para verla bien en la relativa oscuridad. “¡Ey, qué haces!”, preguntó el mayor.
“Ya…” respondió el muchacho, incorporándose. “Este tío debe ser alguien importante. Este zippo es original; nosotros no podríamos comprarnos uno de estos ni juntando lo que ganamos en dos meses. Su terno es de marca y estoy seguro que su corbata debe costar más que un carro…”
Hubo un silencio profundo y prolongado que me dio tiempo a recuperar el aliento. Lo primero que dije fue: “No me hagan daño, por favor; ¡llévense todo lo que quieran, pero no me hagan daño!”
El muchacho trató de meter su mano en uno de mis bolsillos y yo di un respingo. “Tranquilo, señor; solo quiero devolverle el zippo”. “¿Qué vaina con ese sipo, oe, Chino?”, preguntó el jefe. El muchacho no le hizo caso y siguió hablándome: “Le devolveremos todo, señor”, dijo el muchacho, “pero por favor, no nos vaya denunciar”. “Pero ¡cómo los voy a denunciar, si ni siquiera puedo bien dónde están parados!”, dije yo, y el muchacho me respondió: “Ya… pero si das la hora y el lugar y en qué trabajamos, fijo van a dar con nosotros”.
No se me había ocurrido. El chico era avispado. “Ta’mare, oe, Chino. ¿Algún otro consejo para darle? ¿Quieres que lo jalemos en el mionca a la comisaría más cercana?”, increpó irritado el jefe. “En la novela que ve mi mujer lo matarían para que no hable… aunque…”.
“¡¿Aunque qué?!”, preguntó bastante asustado el muchacho. Yo traté de ponerme de pie y el muchacho me tomó del brazo, a lo que yo reaccioné dejándome caer al suelo y enrollándome como armadillo. “No se asuste, señor; no lo voy a golpear, solo voy a ayudarlo a ponerse de pie”, me dijo. “Y no se preocupe, que no somos asesinos”.
“Pero no podemos dejarlo ir así, no más. ¡Nos va tirar dedo, uón!”, dijo el jefe. “Ya… pero no podemos enfriarlo, pe’”, dijo el chibolo mientras me ayudaba a ponerme, ahora sí, de pie. Debo acotar que, al abrazarlo para incorporarme, pude palpar sus brazos, bastante fibrosos, y ver su ancho cuello. El jefe interrumpió mis pensamientos: “Hay que cacharlo, que con el roche ya no nos tirar dedo ya, pe’”.
Hubo otro silencio profundo y prolongado que esta vez yo rompí: “No los voy a denunciar, pero, si igual quieren cacharme, yo tengo problema con eso”.
“¡Ya ves, uón! ¡Es rosca, como todos los pitucos!”, dijo el jefe, moviéndose en círculos y señalándome, a la par que soltaba carcajadas contenidas. El muchacho me miraba. Yo seguí: “Piensen que, aun si quisiera denunciarlos, tras el examen de alcoholemia la policía me mandará a rodar”. El chico seguía viéndome en silencio mientras el jefe empezaba a sobarse el paquete. “¡Y sí, pues! ¡Soy cabro y quiero que me cachen los dos!”
El mayor le dijo al joven que vaya a llamar “a Claudio”, y el muchacho le preguntó para qué. “Que venga, dile, que le gusta cacharse maricones pituquitos… ¿y a ti, Chino? ¿Te vacila?”
El muchacho se marchó sin responder y el jefe se me acercó, me cogió de un brazo y me metió al cuartito. Arrimó el barril hacia una esquina, haciendo espacio suficiente para ponerme de rodillas. Él se colocó en el vano de la puerta abierta, corrió el largo cierre frontal de su uniforme, se lo dejó caer, sacó su verga del calzoncillo, la cual tenía un olor aún más peculiar que el del cuartito, y me la puso en los labios.
Como no había nada de luz, abrí la boca y tanteé la verga con la lengua. El prepucio cubría casi completamente el glande, formando una especie de pocito lleno de su líquido preseminal. Por instinto, lo succioné y tragué. Introduje mi lengua en el pocito e hice que el prepucio retroceda para descubrir el glande; empecé a jugar con mi lengua desde el meato hasta la unión de la cabeza con el tronco. El jefe ahogó un gemido de placer; le gustaba mi técnica. Procedí, poco a poco y lentamente, a engullir cada vez más su tronco lamiendo desde el meato, a lo que él respondió con resoplidos. No era una pinga muy larga, pero sí respetablemente gorda.
Se escucharon pasos y una tercera voz dijo “qué, ¿otro brócoli con plata?”. El jefe le respondió cambiando de tema: “Oe, Claudio, parece que el Chino no le entra a cacanero, uón”. El muchacho tomó la palabra: “desde que empecé la chamba con ustedes, solo me he cachado tías pitucas, pero después de la chamba, pe’; ellas me llaman cuando están solanas”.
El jefe le dijo al muchacho: “Entonces no has probado lengua ni culo de brócoli. ¿Le vas a este? Si no, espéranos en el camión mientras le damos lechita a este”. La voz se le entrecortaba porque yo seguía mamándosela y me estaba esforzando en complacerlo. “No sé”, dijo el muchacho. “Aprovecha, que este tramboyo la chupa rico; que te la chupe y tú te lo cachas primero y nosotros después”.
Se hizo otro prolongado silencio que dejaba escuchar los ruidos de mi felación. “Ya, pe’; habla, oe uón, que se me va a salir el quáker”. Entonces, el muchacho se acercó sin decir una palabra; yo no podía verlo porque el cuarto era muy estrecho y si bien la puerta estaba abierta, el corpulento jefe era casi de su mismo ancho y lo tapaba todo. Sin embargo, el inconfundible sonido de un cierre abriéndose y el refunfuño de la tela del uniforme no dejaban dudas: ¡se había animado a probar!”.
El jefe me la sacó de la boca y cedió su lugar al muchacho. “Hazle lo mismo que a mí”, me dijo poniendo su mano en mi hombro antes de dejarme con el chico. “¿Qué te hizo?”, le preguntó Claudio al jefe al tiempo que yo repetía exactamente los mismos movimientos sobre el pene del muchacho, cuyo prepucio lo cubría por completo. Se lo retiré introduciendo la punta de mi lengua en la abertura del pellejo y ejecutando movimientos circulares sobre el glande, retrocediendo y avanzando con mis labios sobre su falo, este se puso duro y sorprendentemente gordo y grande casi al instante. “¡Pa’ la mierda, qué rico, uón!”, dijo él com un rugido. “Ahí está tu respuesta”, dijo el jefe a Claudio.
Como esta era la primera experiencia del muchachito con un hombre, me decidí a hacérsela inolvidable y, de paso, dejar en alto la reputación de los “brócolis con plata”. Movía mi lengua como haciendo un veloz “golo-golo” a la par que introducía y sacaba lentamente la pinga del chico de mi boca, haciéndola llegar cada vez más profundo. Él respiraba agitado y cuando su glande se abrió paso hasta mi garganta, suspiró diciendo: “Pero, ¿qué es esto, dios mío?”
De fuera se escuchó a Claudio preguntarle al jefe: “¿Tan bueno es el cabro ese?”, obteniendo por respuesta: “hemos tenido suerte; sabe lo que hace”.
Tomé aire e introduje la verga caliente del chico hasta más allá de mis cuerdas vocales, y con la lengua y un poco de succión metí sus huevos en mi boca. La verdad es que, como eran más grandes de lo que calculé, me ayudé con una mano, la cual luego dejé rascando delicadamente su pubis. Suspiró y trató de salirse de mi boca; yo, que ya sabía qué estaba por suceder, lo atrapé con mis brazos y engullí su pene. El muchacho lanzó varios potentes chorros de leche caliente hacia mi esófago en medio de gritos de placer. Se dejó caer sobre mí, que me encontraba arrodillado, y me dio una nalgada sobre el pantalón. “Ta’ que eres lo máximo, uón!”
Se acercó el jefe, diciendo “por tus gritos, asumo que ya estás”. El chico no podía hablar, solo resoplaba y batía ambas manos con los pulgares hacia arriba con los ojos cerrados. “Me toca”, dijo el jefe, “si te lo quieres cachar, entra y ponte de pie tras él, que el espacio es reducido, pero, como eres delgado entras como las huevas”.
No bien dicho esto, me puse de pie y me bajé el pantalón. El muchacho seguía al palo y, con un par de piruetas, pudo entrar al cuartito y ponerse detrás de mí. Sin preámbulo alguno, me la metió de golpe y por supuesto que me dolió: el chico era dotado.
Con el empujón, como yo ya me encontraba agachado y con la verga del jefe en la boca, me la dejé ir hasta más allá de la campanilla. El jefe y yo gemimos al mismo tiempo; él de gusto y yo de dolor de culo.
Retomé la felación al jefe en lo que la había dejado, y este susurraba “oh, sí; putita, cómetela todita, hasta el fondo, eso… qué rica lengüita tienes”. Detrás de mí, el chico me cachaba como campeón olímpico: la sacaba hasta la mitad de la cabeza y la volvía a meter hasta el fondo muy despacio unas seis veces, y a la siguiente me metía hasta los huevos con una violenta embestida de su pelvis. Y en esas embestidas era que la verga del jefe entraba profunda en mi boca. Luego, el joven movía las caderas en círculos, frotando las paredes de mi recto; me daba nalgadas bastante fuertes que seguro me dejarían marcas. Yo le correspondía moviendo el culo de arriba hacia abajo y en círculos, curvándome para que pueda entrar más profundo.
El jefe se deslechó en mi boca, sin avisar ni gruñir. Tragué todo lo que pude. Me la sacó, me dio una sonora cachetada y me dijo “bien, ah”, y se retiró. Su lugar lo ocupó Claudio, quien puso ante mí una verga morcillona, de unos 16 centímetros y muy gorda y olorosa. No era pequeña a medio parar, así que asumí que rajaría las comisuras de mi boca hasta que sangren.
No conté con que Claudio, a todas luces coqueado, me tomaría de los pelos y cacharía brutalmente mi boca, alternando insultos con golpes. Pude verlo en la oscuridad, a contraluz gracias a la poca iluminación que entraba desde fuera del cuartito. Era alto, diría yo de 1.90, tenía rulos, era muy ancho y tenía panza llena de pelos ensortijados. Usaba lentes redondos, los cuales descansaban sobre una gran nariz aguileña. La verga se le iba poniendo cada vez más gorda, larga y dura.
El muchacho apuró sus embestidas, cada vez más salvajes, y me dio una última empalada en medio de gritos de placer. Se dejó caer sobre mi espalda y empezó a morderla, lo cual me puso a mil, beneficiando a Claudio pues ahora el recibía una mamada Deluxe en su enorme pinga.
El muchacho se tomó su tiempo antes de incorporarse y salir de mi culo. En cuanto lo hizo, Claudio me tomó de los pelos, me dio la vuelta y, sin más, me la metió de una. El chico, que no podía salir del cuartito porque Claudio y yo se lo impedíamos, tuvo que agarrarme para que yo no caiga sobre el barril.
Claudio no cachaba rico; no tenía técnica refinada. Era un violador frenético que usaba mi esfínter para darse placer. Su mete y saca era acelerado, me provocaba mucho dolor y me hacía gemir fuertemente, lo cual parecía poner aún más cachondo a Claudio, llevándolo a embestirme más violentamente. “Suave, que lo vas a partir en dos”, dijo el muchacho mientras me sostenía.
La violencia y la velocidad de las embestidas de Claudio solo podían explicarse por la cocaína. De pronto, con un grito de macho alfa, dio una última estocada y se deslechó por completo en mi culo. Sentí sus contracciones y hasta siete u ocho lefazos calientes. Me dio una sonora palmada en la nalga y me la sacó de golpe, provocándome mucho dolor. Con las mismas, se marchó.
“Bueno, señor, con permiso, que yo también me voy a trabajar y estamos atrasados porque hemos estado mucho rato aquí”, me dijo el muchacho. Mi reacción fue: “¡No te vayas, por favor! Aún no… o si no, veámonos otro día”, dije casi implorando. “Ya… pero, yo no sé si quiero volver a hacerlo con un maric… perdón, con un gay”, dijo él. “Entiendo”, le respondí, “pero si algún día te animas, puedes ir a mi casa. Vivo solo. Incluso si no quieres cacharme y solo conversar y tomar algo…”
El chico dijo reticentemente: “¿Conversar? ¿De qué vamos a conversar? No sé quién o qué sea usted, pero yo soy solo alguien que recoge la basura. ¡Usted y yo tenemos nada en común!”
“¿Que no?”, le respondí. “¡Soy cabro, pero no cojudo! Reconociste un zippo original y la marca de mi terno, y supiste que mi corbata cuesta muchísimo. ¿Cómo sabes tanto?”
Último silencio profundo de la noche. El más incómodo, pues podía ver su silueta y algo de su rostro, pero no sus gestos. Yo estaba empingado con su voz, su cuerpo, su forma de cachar y, obviamente, su pinga, pero en ese momento necesitaba saber qué me decía con su rostro.
Como no respondió, le dije: “Está bien; disculpa. No estás obligado a contarme tu vida y yo no tengo derecho a preguntarte. Pero yo sé que hay algo más contigo, muchacho. Tal vez podamos ser amigos, ¡prometo no insistirte con tener sexo si no quieres y no hacer ni una pregunta!”
Sin decir nada, dio media vuelta y empezó a marcharse. Yo corrí hacia él y lo tomé por el hombro diciéndole: “por lo menos acepta esto”. Se volvió extrañado y, donde estábamos ahora, con mucha más luz, nos vimos por primera vez las caras. Confirmé que era cuerpón, que tenía porte y andar masculino. Y era bastante atractivo de cara… lo que no eran ni el jefe ni Claudio, a quienes les pude ver las facciones.
“¿Por qué me da su zippo? ¿Para qué quiero yo uno?”, me preguntó alelado. “Tú conoces este modelo, no lo dudo, y sabes dónde lleva inscritos mi nombre y teléfono. Por favor, quédatelo. No importa que no me llames nunca más. Si no lo quieres contigo, bótalo o dáselo a alguien más. De todos modos, yo estaré esperando que me llames algún día”.
Subió al camión de la basura, cuyos motores se encendieron alcanzando decibeles casi criminales. Avanzaron y yo di media vuelta, de regreso a la zona donde estuvimos. Entré al cuartito, cuyo olor ya no me parecía hediondo, sino que más bien me excitaba. Ahora sí me la casqué recordando el tremendo cache del que había sido objeto. Me vine unas tres o cuatro veces.
Cuando terminé y salí del cuartito, ya estaba amaneciendo. Revisé mis bolsillos y, salvo el zippo y el dinero de la billetera, no me faltaba nada. Me puse un cigarrillo apagado en la boca y caminé hacia casa pensando en ese enigmático muchacho y la tremenda cogida de los recogedores de basura. ¡No sé la basura, pero a los cabros sí que se los re-cogen bien!
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