Me convertí en un sumiso castrado (parte 1)
Tenía muchas ganas de experimentar el sexo con hombres y di con alguien que me enseñaría a ser el sumiso perfecto y fiel.
Como sabrán quienes hayan leído mi serie anterior, titulada «Clases de natación»y dividida en 6 partes, a mis 14 años tuve una experiencia bastante intensa con un chico de mi edad en los vestuarios de la piscina. Era un chico fetichista al que le atraían mis axilas y el arbusto negro de mi entrepierna, que además me obligaba a lamerle los pies, sus axilas lampiñas y su polla, aunque esa, más que ofrecérmela para que deslizar a mi lengua por ella, me la… Leed esa serie, que está muy bien.
El caso es que habíamos estado muy cerca de follar, y todo fue tan intenso y morboso que dejó en mí un deseo y un gusto por el sexo y los hombres que hasta ese momento no había tenido, contagiándome sus fetiches y convirtiéndome en un perro sumiso. Podía doler, podía ser humillante o asqueroso en algunos momentos, pero el instante en que me utilizó sin preocuparse por si me hacía daño (o haciéndolo adrede) fue tan excitante que se me quedó grabado en la mente. Quería más. Tenía que volver a experimentarlo. Una pena que él ya no me dirigiera la palabra, como si nunca hubiese ocurrido nada. Nunca terminaría lo que comenzó y yo nunca perdería la virginidad con él, así que tenía que buscarme a otro.
En un pueblo es complicado dar con alguien para ese tipo de cosas, especialmente cuando tienes 14 años y no conoces a otros hombres con esa orientación sexual, ambientes ni lugares propicios para generar un encuentro. Así que pasaban la semana si yo seguía cada vez más caliente, masturbándome compulsivamente, hasta ser incapaz de eyacular. Me observaba al espejo como si viera a otro chico y me examinaba las piernas, el pene, los pelos de mis axilas, oliéndolas y preguntándome si el sudor o mi olor sería algo atractivo para los hombres con gustos como los de mi amigo Héctor. Y por supuesto, me sentaba ante el espejo y abría las piernas, levantándolas para exhibir mi ano rosado y preguntarme si sería capaz de dilatarse para albergar el tamaño de una verga adulta. La de mi amigo no terminó de entrar, cualquier otra de igual o superior tamaño se encontrarían la misma situación. Por mucho tiempo que fuera a pasar hasta que surgiera una nueva posibilidad, tenía que buscar una solución cuanto antes.
Hice búsquedas en Internet, leí algunos foros en español y en inglés y llegué a la conclusión de que debía acostumbrar mi cuerpo al tamaño y grosor de una polla adulta. Para ello, compré lubricante de una máquina expendedora (no me atrevía a hacerlo en un supermercado o una farmacia) y comencé experimentando con mis dedos, como había hecho Héctor. El primer día uno durante muy poco tiempo; el segundo, algo mas de rato, tomándomelo con calma y deslizándolo lentamente. El tercero probé a meterme dos dedos, pero estaba tan apretado que no me atreví, y poco a poco progresaba en mi tarea. Llegó un día en que mi dedo me parecía insuficiente y quise probar con algún objeto. No me siento orgulloso y sé que me arriesgaba al hacerlo, pero os lo voy a contar: me introduje un rotulador grueso. Lo hice dos veces, no dejando que avanzara demasiado, y enseguida quise probar con otra cosa, algo que se pareciera un poco más a una verga. Agarré un plátano y lo unté de lubricante, pero no me atreví a metérmelo.
Era muy grande, bastante más grueso que el rotulador y no me creía preparado para algo así. Además, podía arañarme por dentro o hacerme algún rasguño, y no sería capaz de ir a urgencias y contar la verdad. Moriría de vergüenza. Así pues, continué dilatándome con dedos y esperando que llegara el día en que un hombre me estrenara, lo que parecía lejano. Tan lejano que no aguanté la espera e hice otra búsqueda en internet. La solución a mi problema: entrar en cierta aplicación para tener encuentros con hombres. Sí, es la que tienes en mente. Me la descargué por primera y no última vez, me registré mintiendo con mi edad y puse una foto en la que no pudiera reconocérseme: solo se veía mi boca, mi cuello, mis hombros delgados, mi axila izquierda y mis pezones.
Tenía miedo, pero una vez más, era más fuerte el deseo. No tenía muy claro lo que pretendía con eso, tan solo quería hablar con alguien, probar la plataforma, que me excitaran online. No me imaginaba quedando con alguien, no lo veía una posibilidad. Ni siquiera creía que hubiera nadie cerca. «Ese tipo de aplicaciones funcionarán en Estados Unidos, pero no aquí», me dije.
Y en cuestión de minutos recibí como 15 mensajes de 7 hombres distintos, 4 sin foto.
Como tantos otros, no me atreví a responder a quienes no tenían foto. Imaginaba que podrían ser cualquiera, incluso Héctor. Era joven para algo así, pero yo también, y ahí estaba. Y los tres con foto no me dieron buena espina: dos eran demasiado mayores, probablemente más que mi padre, y el otro tenía cara de mala persona, o esa es la sensación que me dio. Puede que el miedo me dominara. Cerré la app, desactivé las notificaciones, me masturbé para relajarme y me olvidé del tema hasta el día siguiente. Cuando me volvió el deseo y abrí la app, tenía tantos mensajes que no sabía por dónde empezar a revisar.
Recibí varias fotos de hombres desnudos que, lejos de excitarme, me asustaron. Otros eran más amables y lo sabía que directamente proponían planes que yo creía imposibles. Terminé por quitarme la foto del perfil para no llamar tanto la atención. Alguno se había dado cuenta de que no tenía 18 años.
Me estoy alargando mucho, así que voy a resumir esta parte de la historia diciendo que mis chats activos se redujeron a tres. Aunque a mí el que me gustaba o me atraía era un chico de 24 años con buen físico, un poco musculado, con los abdominales marcados y buenos pectorales, de pelo castaño y ojos negros, con barba de tres días. No podía dejar de escribirle.
No sabría decir si teníamos mucho en común, porque nuestros temas se limitaban a hablar de nosotros mismos y de nuestros gustos en el ámbito sexual, no porque pretendiéramos nada, sino porque la conversación se conducía como automáticamente hacia eso. Le hablé de los fetiches de Héctor como si fueran los míos y, lejos de asquearle, le parecieron curiosos y dijo que le gustaba que yo fuese fetichista, especialmente de pies.
«¿Por qué?» Porque él era un activo dominante al que le ponían a cien las perras sumisas que le lamían los pies. Pensé que lo decía para contentarme y le seguí la corriente. Afirme que yo era un perrito obediente, y confesé mis más oscuros deseos: perder la virginidad como pasivo sumiso.
Se ofreció a ayudarme en ese asunto y una voz en mi interior me advirtió que tuviera cuidado. Esta vez venció al deseo y me hizo retirar mi insinuación. No estaba listo, tenía miedo y no había quedado con nadie de internet. Le pedí disculpas y lo entendió. Entonces fue el que me pidió disculpas y, desde ese momento, se mostró muy amable y cercano, ganándose mi confianza a través de sus mensajes. Hasta el punto de que un día me atreví a reunirme con él, aunque no en público para evitar que algún conocido pudiera vernos.
Nos reunimos a las afueras del pueblo, en un puente por el que no suele ir casi nadie, me monté en su coche y me llevó a su casa, y allí continuamos muchas conversaciones que habíamos tenido por mensajes. Hasta llegar a las que también a los fetiches, mi interés por ser dominado y el suyo por dominar. Solo con escuchar sus palabras mi pene reaccionaba, y cuando me habló de los chastity cage, estos instrumentos para atrapar el pene e impedirte usarlos, sentí un irrefrenable deseo de saber más. Una cosa llevo a la otra y me acabó enseñando uno que tenía en casa. Bromeó con probármelo y ya sabéis el dicho: «de broma iba la gallina y se comió a las gallinas». Total, que me lo prestó, me indicó dónde está el baño y me encerré para probármelo. Sin embargo, era demasiado difícil, y no terminaba de aclararme con los hierros, pues este era de metal, pequeño pero algo pesado. Termine rindiendo y yendo con él de vuelta al salón, donde le expliqué mi fracaso.
—¡¡Jajaja!! Pero si es muy sencillo. Si quieres te echo una mano.
Imaginé en todas las implicaciones que tendría aquello: bajarme los pantalones los calzoncillos ante ante él, dejarle manipular mi pene… Y aún así, acepté.
Me condujo al baño, me desnudó de cintura para abajo como si tal cosa, sin reaccionar de ningún modo ante el aspecto de mi entrepierna y me indicó que entrase en la bañera. Después, echó agua fría sobre mi pene, imagino que para encogerlo, y en cuestión de segundos me encontré con el instrumento en su lugar, apretadito y con los huevos asomando por debajo, libres.
Me miré en el espejo y lo vi abalanzarse hacia mí, besarme con deseo y abrazarme contra su torso. Aquello lo excitaba sobremanera. Yo no podía imaginar que ese juguete metálico había llegado a mi cuerpo para quedarse por una temporada.
Continuará.
Wow, me encantó este relato por favor continúa, lla quiero saber que pasará después con ese pequeño putito jejeje, esperaré impaciente.