Me convertí en un sumiso castrado (parte 3)
Al fin supe lo que era ser utilizado de verdad por un hombre que me trataba como lo que era: su perro, si esclavo sexual..
No terminaba de acostumbrarme a llevarme la mano a los pantalones y no encontrarme el miembro. En su lugar, rodeado por abundante vello, había una pieza diminuta metálica que constreñía lo que hasta el sábado anterior había sido mi pene, dejando mis huevos libres y solitarios. La primera vez que fui al baño pensé que no sería capaz de expulsar nada, aunque recordaba haber eyaculado en casa de mi ahora dueño.
Era incómodo, pero tenía sus ventajas: no amanecía con una erección y, en consecuencia, tampoco perdía el tiempo masturbándome. Podía ser rara la ausencia de «bulto» o paquete en mis pantalones (cortos, pues era verano), pero, de notarlo, nadie diría nada. Tampoco es como si antes se me marcara mucho, flácida la tenía pequeñita. Y en cuanto a la parte estética: me gustaba. No solo me convertía en un sumiso pasivo, sino que me daba aspecto de tal. Aunque os pueda parecer extraño, sentía éxtasis al verme así.
Leí en internet al respecto, busqué en foros y vi que algunos usuarios presumían de no quitárselo en meses. Uno incluso afirmaba superar el año castrado de ese modo. ¿Aguantaría yo tanto? Más tarde di con los efectos adversos, con la parte oscura detrás de esos instrumentos: a largo plazo, problemas de erección, reducción del tamaño… Prometían que usar ese tipo de artilugios dejarían mi pene inservible para el sexo, diminuto, siempre infantil, y pasado el terror del primer minuto, sobrevino el morbo y el deseo: era lo que quería, llevar mi sexualidad a la parte de atrás, ser pasivo, estar a merced de un hombre dominante, y con el chico que me había puesto la jaula (y que guardaba la llave) tenía la oportunidad de experimentarlo. Luego ya decidiría si me quedaba el juguetito o no.
Pero como suele pasar, a los dos días de mi última eyaculación me entraron unas ganas inmensas de masturbarme. La notaba apretada en su microscópico espacio, la piel bajo los huevos se tensaba y estos se iban hinchando y contrayendo como si tomaran aire y expiraran, tan nerviosos como yo.
Intenté tocarme de algún modo, darme placer, pero fue imposible. Ni frotando los huevos o meneándolos ni apretando el círculo que aplastaba mi polla ni introduciéndome dedos. Necesitaba la polla de mi dueño.
Le escribí y me dijo que no podría quedar hasta el sábado siguiente. Me sometía de ese modo a una tortura. Día tras día mis testículos se hinchaban, y llegó un momento en el que creía que me dolían sin parar. Nada los calmaba. Yo andaba sediento y estaba impaciente.
Cuando al fin volví a montarme en el coche de aquel hombre, tras cinco días de infierno y placer (experimentaba el placer a través del infierno al que me sometía), no quise esperar a llegar a su casa. Me lancé a su bragueta y empecé a desabotonarle el pantalón para extraer su polla y metérmela en la boca. Se rio, pero dejó que fuera calentándole camino a su casa. Y una vez dentro, se desnudó, hizo lo propio conmigo y empezó a follarme la boca en el vestíbulo. También estaba impaciente.
Me dejó claras las normas antes de adentrarnos hacia su habitación: yo no podía caminar a dos patas, solo a cuatro, como un perro; solo podría beber y comer lo que él me diera en un plato en el suelo, sin utilizar mis patas; él mandaba y, en consecuencia, era quien tomaba todas las decisiones y yo no podía negarme a nada. Solo con decirme eso te conseguía que me ardiera la entrepierna.
Minutos después, en la cama, cuando ya ardía en deseos de que me levantara las piernas y me la metiera hasta el fondo, le vi sacar la llave y dirigirse a mi entrepierna, pero le supliqué lamiendo sus pies y lloriqueando que no lo hiciera, que me mantuviera en castidad. Serio, me preguntó si lo decía en serio y cuando vio que así era, dió un resoplido excitado, se masturbó con fuerza y se lanzó hacia mi culo para follarme a prisa, dejando que fuera su polla quien me dilatara a su paso, en lugar de perder el tiempo con sus dedos.
Mis gemidos, muy cortos a causa de su veloz penetración, se convirtieron en un grito. Ya no tenía el cuidado de la primera vez, follaba a tal ritmo que no me dolía ni lo más mínimo, sino que me destrozaba atravesándome con un rayo de placer que no hacía sino intensificarse y arrastrar mis gritos y mi cuerpo hacia el más allá, el Paraíso.
Me puso bocabajo y situó sus manos sobre mi pecho, estimulándome los pezones el tiempo que me penetraba. Lo hacía despacio esta vez, en movimientos profundos y secos que terminaban con su cadera chocando con la mía y un grito de esa de dolor-placer que nos vuelve locos a los pasivos.
De pronto me la hundió entera, clavándola y se terminó. Se había corrido. Sudoroso, me besó y se apartó, extrayendo el miembro ahora flácido. Como vio que yo no me había corrido, sonrío y me invitó a sentarme, con las piernas abiertas y las rodillas flexionadas. No contento con eso, me ató los brazos a la espalda. Pretendía enseñarme un modo alternativo de estimular a quien, como yo, se encuentra castrado.
Su método consiste en golpear suavemente con la yema de los dedos mis testículos, pero no una vez, sino decenas, centenas, en movimientos constantes y repetitivos. El dolor fue desapareciendo y se convirtió en una extraña sensación. Sus dedos volvieron a mis pezones. Que yo me hubiera acostumbrado a esas sensaciones en los pezones no hacía que me resultaron menos excitantes o placenteros, sino todo lo contrario. Había aprendido a disfrutarlo.
Sus golpes ganaron intensidad. Yo tenía los testículos más hinchados que en toda mi vida y empezaban a ponerse rojos y después un poquito morados. No dejaba de gemir. No sabía cuando terminaría aquello ni si sería capaz de correrme, y de repente fue como si me electrocutara. Arqueé la espalda, tuve un orgasmo lento y vívido, como si le costará salir de mí, y el círculo metálico expulsó chorros espesos de mi blanca leche.
El hombre dejó de darme palmetazos en los huevos, me los lamió, pasando la lengua por encima para recoger el semen, y se fue a la ducha, dejándome atado hasta su regreso.
Y yo quería más. Quería volver a sentir su verga en mi interior, experimentar de nuevo aquello y saber qué se siente o cómo sería que volviera a correrse dentro de mí, llenándome donde ya me había llenado. Creo que fue entonces cuando empecé a fantasear con la idea de hacerlo con varios hombres al mismo tiempo.
Finalmente me ayudó a limpiar los hierros de la jaula y me enseñó a mantener la higiene sin necesidad de quitármela. De esta manera de hacerte llevarla una semana más, es decir, alcanzar los 14 días castrado sin respiro alguno.
Continuará.
Es te me exito muchísimo un gran relato, sin duda,
Sería interesante unos capítulos donde el sumiso se quede unos días con su amo y el aproveche para entrenarlo. Sigue así amigo
Estaré impaciente esperando tu próxima parte