Me convertí en un sumiso castrado (parte 4, Final)
Mi amo sabía que no sería su esclavo por mucho más tiempo, así que decidió aprovecharme por última vez.
Me tiró sobre la cama y me golpeó en el culo con un cinturón hasta que contuve mis gritos y aprendí a cerrar la boca. No le gustó mi negativa a dejarme depilar. Lo cierto es que me gustaba tener pelo en la entrepierna y las axilas, aquello era algo que había fascinado a Héctor y, después de lo vivido con él [Lee mi serie «clases de natación»], eran mi marca de identidad, mi fetiche (uno de tantos).
Odiaba la idea de afeitarme el pubis; tardaría una eternidad en recuperarlo. Quedaría raro, picaría, me saldrían granos. Me habían advertido al respecto. Además, quería conservar mis primeros pelos, el vello inmaculado que me nació dos años atrás, el verano que terminé el colegio y pasé al instituto. Nunca, ni con tijeras, había cortado un pelo de esa zona. Y lo mismo podría decir de mis axilas. Sí, el pelo era denso y negro en ambas zonas, pero hacía contraste con mi piel clarita y mi cuerpo barbilampiño, delgadito y plano. Me gustaba tal y como era, no quería cambiarlo, y él se había empeñado en afeitarme. Desobedecer una orden o cuestionarla, como fue el caso, tenía consecuencias.
Tras dejarme el culo rojo y sensible, me ató a la cama, colocó una toalla bajo mis glúteos y untó espuma de afeitar no en mi pubis, sino en mis testículos. Los traía hinchados, como la semana pasada, si no más. Esperaba un cálido recibimiento, no ese interés por devolver mi cuerpo a su aspecto de 11 años. Le quitó la capucha a una cuchilla desechable y la deslizó en tramos cortos por mis bolas, muy concentrado en no dejar ni un pelo. Revisó mi culo y al no encontrar pelo, se dirigió a mis axilas, pero las indultó en el último segundo, por suerte.
—No entiendo por qué te gustan tanto —me dijo—. No te las afeitaré, pero a cambio tendrás que aguantar una semana sin correrte.
No podía ser. Se refería a una semana más, además de la que había pasado desde nuestro último encuentro. Yo tenía los huevos cargados, no me veía capaz ni de terminar el día sin hacerlo, y él quería castigarme de ese modo. Eso sí, no iba a sacrificarse. Que yo no me pudiera correr no significaba que él tampoco estuviera en su derecho de hacerlo, y más cuando era el amo y señor, dueño absoluto de mi cuerpo. Me lubricó a prisa y me montó a cuatro patas sobre su cama, llenándome una vez más de su leche.
Por mucho que aquello me gustase, esa vez no fue tan agradable. Intenté hablarle del castigo que me había impuesto, pedirle que me quitasen la jaula, pero no quiso escucharme y, en consecuencia, no pude abandonar mi rol de sumiso. Me puse serio, volvió a castigarme y me llevó de vuelta al puente, donde siempre venía a buscarme. Hasta otra semana, todavía castrado y, esta vez, sin haberme dejado correrme.
A la semana siguiente yo estaba desesperado. Me dolían los huevos, o esa era la impresión que me daban, a la que se le sumaba una extraña sensación al llevarlos depilados. Necesitaba eyacular, masturbarme como antaño, recuperar mi libertad
Y liberar tensiones. Se lo dije a través de mis mensajes y no le sentó bien mi insubordinación.
Ya en su casa, me amordazó con fuerza para evitar que me negase a satisfacer sus demandas, me vendó los ojos y, no contento con ello (yo ya no estaba excitado, solo quería acabar y quitarme la jaula), me esposó las muñecas a la espalda y un tobillo al otro. Me tomó en peso y me condujo no supe adónde. Supongo que he crecido algo desde que tenía 14 años y ya no soy tan ligero como por aquel entonces, pero aún así, si aún estoy delgado, imaginadme aquellos días. Podría cargar conmigo sin problema.
Ese hombre se había dado cuenta de que yo cada vez era más reacio a sus juegos. Empezaba a temer el día en que me plantara. Lo había intentado, pero no había sido suficientemente firme como para romper el rol. Tarde o temprano, nuestros encuentros se acabarían, y si yo decidía ir a por él y vengarme, o algo parecido, podría ocasionarle graves problemas. Por ello, decidió terminar anticipadamente, no sin antes disfrutarme por última vez.
Desnudo y atado como estaba, me llevó al asiento trasero de su coche, me dejó allí y le escuché abrir el maletero para, supuse, echar algo dentro. Condujo durante un rato. No podía ver nada, no podía quejarme, no podía pedir explicaciones. Se bajó del coche, abrió una de las puertas de atrás y me agarró con fuerza, sacándome del vehículo. Noté briznas de hierva acariciarme la planta de los pies desnudos. Los tallos de algunas plantas se me hacían cosquillas en las piernas. Escuchaba el canto de los pájaros y los insectos.
Me hizo dar unos pasos descalzo hasta alcanzar lo que, imaginé, sería el tronco de un árbol, y sentí sus manos abrir mis glúteos al tiempo que su lengua se deslizaba hacia mi interior, preparando el terreno para su polla, con rudeza. No tardó en meterme su polla erecta y penetrarme repetidas veces allí mismo, de pie, al tiempo que me estimulaba los pezones para tratar de excitarme. Consiguió que me olvidara de todo lo demás y no pensase más que en las sensaciones que atravesaban mi cuerpo, y en la posibilidad de que alguien nos viera o escuchara mis gemidos. ¿Dónde estábamos? En un paraíso de sensaciones y, al mismo tiempo, un bosque, un parque, el jardín del Edén. Hasta que al fin pegó su cara a mi nuca y puso sus labios junto a mi oreja para no privarme de sus último jadeos.
Se despegó de mí, le oí abrir el maletero y cerrarlo a continuación para después volver, quitarme las esposas de las manos, que no las de los pies, y sin soltarme la mordaza ni la venda de los ojos, puso algo en mis palmas, al tiempo que me besaba por última vez.
A continuación se subió al coche, se despidió de manera ambigua y escuché el rugido del motor. Me quité la venda a tiempo de ver cómo se alejaba, dejándome allí desnudo, con la libertad en forma de dos llaves (una para las esposas, otra para la jaula del pene) en mis manos. Mi ropa, mis zapatos y mis cosas estaban en el suelo, ante mí.
Terminé de desatarme y quitarme la mordaza. Hacía calor y la sensación de estar desnudo en un bosque tenía algo de morbo, pero no quería que nadie me viera En bolas. Me puse la camiseta y me quité con cuidado la jaula del pene (la guardé para futuras ocasiones), cubriendo mi pene pequeñito y aplastado con los calzoncillos y los pantalones. Una vez hube recuperado el aspecto de niño normal y corriente, regresé caminando a casa. No estaba demasiado lejos; sin embargo, tuve que hacer un alto en el camino para expulsar el semen de mi amo.
A aquel tipo no volví a verlo. Me bloqueó en la aplicación en la que había contactado con él. No conocía su nombre real y no sabía cómo llegar a su casa, pues siempre me había llevado él en coche. Me traía sin cuidado. Me olvidé del asunto y continué mi vida, cosechando más historias y anécdotas que os contaré en un futuro no muy lejano.
Fin
agradecería comentarios con vuestra opinión. Me animan mucho a escribir mis próximas series.
Hola, gran relato amigo jejej no me esperaba que acabará tan pronto pero me gustó eso de que lo dejara en un bosque espero que aya más historias de el
Grasso a ti por las historias tan increíbles