Medidas desesperadas
Una mujer necesita dinero para su amante, y sabe que el sexo es el que mejor paga..
Paulina Isabel quería darle todo a Roberto, su amante. Viajes, joyas, ropa… Sin embargo, su marido, Daniel, no le permitía trabajar.
Cuando se casaron estuvo de acuerdo con esa cláusula, pero tras tantos años siguiéndola estaba harta.
Nunca supo cuando le comenzó a desagradar su marido. Físicamente, estaba incluso mejor que cuando lo conoció: era un hombre alto, de rostro refinado, con un cuerpo trabajado gracias a las rutinas intensas de gimnasio, cubierto de pelos rubios en todas partes. Lo más atractivo eran sus gordas y duras nalgas, la razón por la que muchas mujeres y varios hombres se giraban a verlo. Rebotaban con cada mínimo gesto, y eran objeto de muchas pajas y fantasías.
Nunca fue grosero con ella, mucho menos tacaño. Su trabajo como director ejecutivo de la compañía familiar le aseguraba un sueldo mensual de —mínimo— siete cifras.
Pero eso no fue suficiente. Lo odiaba. Mucho, por eso se buscó a otro.
Desesperada porque Roberto no contestaba sus llamadas y mensajes, ella creyendo que había sido por su imposibilidad de regalarle una moto último modelo para su cumpleaños, recurrió a su viejo plan de emergencia.
Cuando Daniel se fue al trabajo en la mañana, tomó su teléfono y llamó a Gonzalo, el hermano de su marido.
—Y ese milagro, cuñada —respondió Gonzalo, un hombre grande en todos los sentidos; más alto que Daniel, musculoso, y un pene que parecía erecto siempre aunque durmiera.
—Necesito dinero, y estoy ansiosa —dijo Paulina—. Lo necesito lo más rápido posible. ¿Estás disponible hoy?
—Pero no voy solo, querida.
Paulina apretó el teléfono hasta que sus dedos se pusieron blancos.
—No. Ni hablar. Sólo tú.
—Entonces no hay trato. Descubrí que me gusta compartir, sobretodo con los chicos del gimnasio. Tienen buenas pollas… Piénsalo.
Gonzalo terminó la llamada. Paulina sólo necesitó un vodka y tres insultos para pensarlo.
—Te cobro el triple —dijo apretando los dientes—. A tí y a tus amigotes.
—Como si el dinero fuera un problema.
Ya en la noche, Paulina echó a todo el personal doméstico de su casa, no sin antes hacerlos organizar una cena.
Cuando Daniel llegó, se sorprendió.
Durante una hora, Paulina sostuvo una sonrisa ortopédica y una sensualidad ensayada, con comentarios aislados, toques y caricias que despertaban la carne de su marido. Hacia el final, logró que su marido se bebiera el champán sin prestarle atención al sabor.
—¿Por qué no vienes y me recuerdas quién es mi dueño? —dijo con una incomodidad en el estómago, a punto de vomitar.
En el cuarto, al empezar a besarse, Daniel cayó dormido. Paulina se lo quitó de encima y fue a vomitar.
Unos minutos después, llegaron Gonzalo y tres amigos igual de grandes y guapos que él, con ropa ajustada que marcaba penes, testículos, pechos y piernas.
Gonzalo le pasó una maleta a Paulina, que la abrió y comprobó que la cantidad de billetes fuera la correcta.
—Le dí una dosis mayor que la última vez —dijo ella poniéndose una chaqueta, acomodándose el cabello y repintando sus labios—. Dormirá hasta mañana al mediodía.
Se fue.
Gonzalo se desnudó, y los otros tres lo imitaron.
—Ay, hermanito —dijo arrancándole la ropa a Daniel, rasgándola—, esa mujer tuya si es toda una perra.
—¿Cuantas veces lo has violado, Gonzalo? —preguntó uno de los compañeros con el cuerpo depilado y el pene curvo.
—Perdí la cuenta.
Terminaron de desnudarlo y lo pusieron en cuatro. Se turnaron para comerle el culo, ensalivándolo y tirando del vello con los dientes. Le dieron nalgadas que dejaron marca, lo arañaron, mordieron. Gonzalo metió cuatro dedos, sabiendo que el agujero de su hermano lo soportaría, y si no, no lo sabía, estaba dormido.
Le estiraron el culo lo suficiente como para meter una botella de un litro. Gonzalo mojó un poco su pene con su saliva y lo metió de una sola estocada. Daniel liberó un gemido, balbuceó incoherencias.
—Pareciera que le gusta —comentó uno de los hombres, el que tenía el pene más grueso, mientras se masturbaba—, mira su cara.
—Claro que le gusta —dijo Gonzalo al tiempo que penetraba. Sus testículos chocaban con los de su hermano. Agarraba los pelos rubios de las nalgas de Daniel y tiraba de ellos, a veces los arrancaba, otras los usaba para sujetarlo y así hundirse más—, sólo que algunas putas se hacen las santas.
Pasados unos minutos eyaculó. Su semen sirvió para que el siguiente entrara más fácil.
Una vez que los cuatro ya se habían corrido, decidieron hacerle una doble penetración. El de pene curvo se acostó, puso a Daniel encima de él y le metió la verga. El tercero de los hombres, con el pene como un hongo, se le unió. Como un baile, se coordinaron para que el culo de Daniel se tragara ambas pollas hasta el fondo.
Daniel, de vez en cuando, gemía y murmuraba palabras sucias.
—¿Lo oyen? —dijo Gonzalo—. ¡Mi hermano es toda una zorra!
Los dos primeros lo preñaron, y Gonzalo y el de pene más grueso los reemplazaron. Costó un poco más; estaban estirando ese culo a sus límites. Cuando lo lograron, optaron por un vaivén individual; cada quien culeaba al ritmo que quería, rozando sus pingas y maltratando el hueco de Daniel.
Para las cuatro de la mañana, Daniel estaba tirado en el suelo, con la cara, cabello, y el resto de su cuerpo cubierto de semen. Lo habían escupido. Tenía marcas rojas y moradas, de golpes y arañazos, por toda su tonificada figura.
—A mí ya no me queda leche en las pelotas —dijo el de pene con forma de hongo fumando un cigarrillo.
—Ni a mí —secundó el de pene curvo con los brazos cruzados sobre la cabeza—, ese culo me ordeñó hasta la última gota.
—¿Qué hay de tí? —preguntó Gonzalo al de pene grueso. Se masturbaba, seguían brotando hilos de semen.
—¿Bromeas? No voy a desperdiciar ese culo.
Gonzalo y el de polla gorda lo cogieron doble. Los otros dos recargaron energías y se unieron. Incluso intentaron meter tres vergas al mismo tiempo, y aunque lo lograron, no era una posición muy cómoda. Se decantaron por llenar su boca con dos pingas, estirando sus labios hasta límites dolorosos.
Hacia las dos de la tarde, Daniel se despertaría duchado y cambiado, en su cama, con Paulina al lado diciéndole lo bien que lo habían pasado.


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