Mi amigo con discapacidad resultó ser un animal sexual
La próxima vez que veas a alguien cojeando o con muletas o en silla de ruedas, ¡piensa que él será el mejor polvo de tu vida!.
En el colegio tuve un compañero que usaba silla de ruedas. Era de mi mismo grado, pero de otra sección, así que nos veíamos solo en los recreos. Su nombre era Lazlo y era un buen estudiante todoterreno: lo veías en la biblioteca de la escuela, jugando tenis de mesa o incluso básquet y voley un mismo día. Y a pesar de que moría ganas, pues nunca me animé a preguntarle por qué estaba en silla de ruedas y cómo hacía para hacer deporte y subir por las escaleras hasta la biblioteca —en una época en que ninguna escuela tenía rampas ni ascensores—.
Lazlo era muy blanco y rubio, ojiverde y bastante delgado. No sé de niño, pero yo lo conocí en plena pubertad, con la cara y el cuello llenos de acné rosáceo. Así las cosas, nunca sentí por él nada más que una amistad sincera. Si me preguntan, lo quería mucho pero lo veía tan feo y nada sexy como el pata del meme de la mala suerte, así que jamás lo deseé ni me pasó ligeramente por la cabeza tener algo sexual con él.
Después de terminar la secundaria, habré ido a visitarlo a su casa como máximo tres veces los dos años posteriores y, de ahí, nunca más. Y así pasaron los años por mi vida y los hombres por mi trasero y, honestamente, me olvidé de la existencia de Lazlo por completo.
Pero como la vida te da sorpresas, hace unos meses, en un bar gay de Miraflores al que fui en plan cazador, vi en una mesa, sentado sin compañía a un tipo bastante parecido a un actor estadounidense llamado Josh Lucas cuando este era joven. No exagero, se le parecía bastante. Se veía un tipo muy muy guapo, con barba de cuatro días y cada brazo del ancho de mis dos piernas juntas; cada vez que levantaba su vaso para beber cerveza, sus bíceps, tríceps y antebrazos se marcaban e hinchaban hasta casi reventar la manga de su pobre camisa.
Soy blancón, 1.75 de altura, deportista, castaño, formado y de actitud varonil; me considero guapo. Pero… soy consciente de que una cosa es ser guapo, incluso algo irresistible en lo cotidiano, y otra es competir con los niveles de belleza de Josh Lucas, Diego Rodríguez o Luciano Mazzetti, a cuyo lado todos los «guapos cotidianos» pasamos desapercibidos. Por tal motivo, saqué al rubio de mi radar y me puse a buscar una presa factible para esa noche. Pero aquellos que podrían darme bola estaban pendientes del rubio, y solo me devolvían la mirada aquellos con quienes precisaría estar demasiado borracho o drogado o urgido o con la autoestima en rojo, tal vez todo junto, para devolverles siquiera el saludo.
Desde la barra, cada cierto tiempo yo recorría el bar con los ojos, buscando alguien decentemente comestible. Y fue en uno de mis paneos visuales que el rubio hizo contacto conmigo, me movió las cejas, levantó su brazo de dios nórdico y movió su mano con un contenido vaivén masculino. Yo reaccioné lógicamente: lo ignoré y continué tasando a la gente, ¡porque ese saludo no podía ser para mí! ¡No en esta vida!
Apuré mi trago y fui a los servicios. Mear en urinarios no me va, salvo para chequear vergas, así que me metí a una cabina para orinar tranquilo. Sentí que alguien entraba al recinto, pero no le di importancia. Terminé de mear, tiré la cadena y salí para lavarme las manos. En eso estaba cuando, de la nada, una voz masculina que te cagas me llamó por mi nombre completo. «¡Santiago Rodríguez!» Volví el rostro, pero no vi a nadie. Entonces regresé la vista al lavatorio y, por el espejo, vi al rubio sentado. Supuse que había sido él quien me llamó, porque la voz se me condijo con su apostura, y le pregunté si me había hablado a mí. Todavía no creía posible que aquel papacito me dirija la palabra. Me respondió abriendo los brazos y con un gesto en el rostro que se me hizo familiar. «¿Tan poco importante he sido en tu vida que ya no me recuerdas?»
Recién lo reconocí. Mis ojos se abrieron como platos y aspiré con tal fuerza que dejé sin oxígeno el baño. No podía creerlo. «¿¿¿Lazlo???», dije a todo volumen. Él respondió en similares decibeles: «École, Santiaguito; ¡el mismo que viste y rueda!»
Entendí por qué estaba sentado: ¡estaba en silla de ruedas! Pero no cualquier silla de ruedas; esa vaina era el Ferrari de las sillas de ruedas. Pisé tierra y me acerqué a abrazarlo con sincera alegría. Él me dijo «¡No tienes idea cuánto cuánto cuánto te he extrañado!»
Salimos del baño y me senté con él en su mesa. Yo estaba obviamente feliz por volverlo a ver y también porque todos me dirigieron miradas de envidia y odio. Lazlo empezó a hacerme preguntas y me tomó la mano; la suya era áspera, como de alguien que hace pesas. Me fijé bien en su rostro y claro que era el mismo, pero repotenciado, sin acné y con un plus megamacho dado por tener un poco desviada la nariz. Al parecer, se la habían roto. No era ñato como pugilista sino más bien como quien se dedica a las artes marciales.
Resumen de su vida: terminado el colegio y visto que en Lima las personas con discapacidad no tienen mucho futuro, salvo excepciones, sus padres lo enviaron a Escocia, donde además de graduarse con honores como economista, estudió una maestría y un doctorado. Era vicepresidente de una conocida institución contable internacional. Todo esto en paralelo a su pasión deportiva: rugby en silla de ruedas, donde le va muy bien pero, como nunca quiso perder la nacionalidad peruana, no llegó a participar en las paraolimpiadas.
Acompañaba su relato con fotos y videos que tenía en su iPhone de sus logros académicos, laborales y deportivos, llamándome más la atención esto último. El rugby en silla de ruedas, de paraolímpico, no tiene nada: es tan violento como el rugby común, solo que aquí se van al suelo con todo y sillas de ruedas. No necesitaba preguntarle cómo se había torcido la nariz; ¡la pregunta hubiera sido cómo había logrado conservarla!
Me llamó la atención un video que me mostró, en el cual, amarrado a una silla de ruedas, se paraba de manos para hacer ¡seis series de veinte planchas! Tuve que tomar dos tragos para poder procesar la situación. Había pasado tanto tiempo y técnicamente Lazlo era una persona nueva para mí. Y ya empezaba a verlo con lujuria.
— ¿Y qué haces en este bar, Lazlo?
— Supongo que lo mismo que tú, mi estimado.
— ¿Estás buscando quién te dé una buena montada esta noche?
— No. Más bien, busco a quién darle una buena montada. Soy bisexual y con tipos, solo soy activo.
Juraría que mi culo empezó a contraerse de alegría. «Mira, qué casualidad; yo soy pasivo», le dije. «No sabía eso. Siempre sospeché que eras gay, pero pensé que eras activo porque nunca me diste bola en el colegio».
Eso sí me agarró frío. «¿Yo? ¿Tú conmigo?», pregunté y me respondió.
— Siempre me gustaste en el colegio; claro, tampoco estaba muerto de amor por ti. Creo que solo quería cacharte. En todo caso, siempre pensé que nadie se fijaba en mí por estar en silla de ruedas. Me fui del Perú a los 18 y sin experiencias sexuales. Pero Escocia es otro mundo; la gente como las huevas, una discapacidad no incapacita a nadie, todos los lugares tienen ascensores y rampas y la gente te trata como a cualquiera. Las chicas y los chicos en la universidad no se hacían problemas para tener sexo conmigo. ¡Mira que he llegado a estar con cinco chicas a la vez!
— ¡Pero es que eres un Adonis! No creo que alguien te diga que no si le propones algo. ¡Además, tu silla de ruedas está tan bonita que, como mínimo, te pediré que me lleves a pasear en ella!
Ambos reímos. Seguimos tomando y charlando; yo le tire los perros un par de veces más, pero como parecía no darle importancia an mis insinuaciones, perdí las esperanzas. ¡Al menos, todos me vieron al lado del pata más rico de la noche!
— Santiago… Tiaguito… quiero hacerte una pregunta pero no te enfades. Si es no, es no. Esteee… ¿quieres ir a mi depa? Vivo solo y la verdad, quisiera sacarme el clavo contigo. Sin dañar la amistad, claro.
— No sé, voy a pensarlo —bromeé. — ¡Tonto! ¡Claro que sí quiero!
Pagó la cuenta, salimos del bar y fuimos hasta su… ¡vaya señor automóvil! En menos de medio minuto me abrió caballerosamente la puerta, salió de su silla de ruedas, la dobló e introdujo en el maletero y con las mismas se sentó de piloto. Oprimió algunos botones de su, agárrense, Mercedes Benz, y prácticamente el aparato se manejó solo. Nunca había subido a un Mercedes y debo decir que solo por el confort experimentado vale lo que sea que cueste. Continuamos con nuestra conversación, entre actualidades y recuerdos. «¿Sabes que, de toda la gente que he conocido, eres el único que jamás me ha preguntado sobre mi discapacidad? ¡No sabes cuánto valoro eso!», dijo y, obviamente, eliminó de un hachazo el tema.
Yo lo miraba de reojo. No me animaba a verle las piernas para saber cómo rayos manejaba, así que le examiné el rostro. ¡Realmente se veía demasiado cuero! Pero… ¿le funcionaría la pinga, o eso de «montarse bien a alguien» implicaba dildos y demás aparatos. No me aguanté la curiosidad y se me ocurrió preguntarle si no quería que salude formalmente a su «amigo de ahí abajo». «¡Dale! ¡Pensé que nunca te animarías!»
Se abrió el pantalón y se lo bajó un poco, junto con el bóxer. No solo portaba una hermosa verga rosada y cabezona rodeada de vellos rubios, en perfecta erección, sino que fácil tenía más de 22 centímetros, bastante gruesa y tallado el cuerpo con pronunciadas venas. Circuncidada y asomando grandes gotas de miel preseminal por el meato. Se me hizo agua la boca y en cuanto decidí agacharme a probar el manjar, Lazlo me cogió firmemente por los pelos de la cabeza diciéndome que «antes de que me chupes la pinga, déjame comerte la boca». Y con la misma firmeza / violencia acercó mi cara a la suya y me chapó como no me habían chapado en varios anos. Era un maestro con la lengua, hábil mordedor de labios y profuso salivador para que yo se la trague… supongo que esto último para tantear si también me tomaría su leche. El carro… bien, gracias, avanzando a la de dios y sin víctimas mortales a nuestro paso por el momento.
Después, con el mismo ímpetu me llevó la cabeza hacia su pubis. «Ahora sí, cúmpleme la fantasía con la que me pajeé todas las noches mientras estábamos en la escuela. Si se me viene el yogurt caliente, no te preocupes, que igual te voy a clavar durante horas porque tengo buen aguante y harto lácteo».
Apenas abrí la boca, Lazlo hizo que me trague toda su pichulaza. Su glande traspasó mi garganta y juraría que me llegó hasta el pecho. Él controlaba los movimientos de mi cabeza con su mano, follando mi esófago a lo bestia y sin dejarme respirar. «Así te imaginé siempre: bien perrita tragasables», dijo junto con otras cochinadas destinadas a humillarme pero que me calentaron. «¡Cómete la rataza que no te has comido todos estos años por prejuzgarme! ¡Si me hubieras hecho caso, te hubiese llevado a Glasgow conmigo y estaríamos quién sabe hasta casados! Pero no se pudo, así que ¡¡¡trágate mi leche para que aprendas a no menospreciar lisiados!!!»
Dijo eso y, de no ser porque sentí el sabor característico del semen, a juzgar por la cantidad, fuerza y temperatura habría pensado que me estaba orinando la garganta. Se tomó su tiempo en vaciarse y al terminar por fin me dejó libre. Tomé todo el aire que pude y tosí porque, al tomar aire por la boca, me llevé un poco de su leche a los pulmones.
— Discúlpame. No quise tratarte mal ni ofenderte. Sé que soy un poco animal a veces… pero te tenía ganas y también… algo de resentimiento… ¿aún quieres ir a mi depa?
— ¿Estás loco? ¿Crees que voy a ir a tu depa para que me sigas tratando como una puta cualquiera? ¡Pues entérate que sí quiero! ¡Y más te vale subir tu nivel de macho alfa cachacabros porque después de esto no me conformaré con poco!
Señalé mi pantalón. En algún momento de su brutal follada en mi garganta, sepa quién por qué, tuve un orgasmo brutal y me mojé el pantalón. «Lleguemos rápido a tu depa, no quiero manchar tu auto…»
«¡A la mierda el auto! ¡Este reencuentro vale mil veces más!» dijo con su voz y sus gestos de machazo y yo casi vuelvo a venirme solo con esa demostración de testosterona y ternura.
Llegamos a su depa en el piso treinta y pico de un edificio a la espalda de El Golf, con todas las comodidades imaginables. Bajamos de su Mercedes. Él armaba y desarmaba su silla con una mano y con la otra movía botones en el carro y, luego, en las paredes. Yo solo lo seguía. Subimos a un ascensor enorme, donde me jaló del brazo hacia él y me hizo caer en su regazo. «Te voy a dar el paseo en silla de ruedas que me pediste». Me dio otro beso como el del carro y con una mano me apretó las nalgas mientras que la otra me daba palmaditas en la cara.
Se abrió el ascensor. Este daba al interior de su departamento, y con un solo brazo, porque con el otro me magreaba sobre sus piernas, hizo avanzar su silla de ruedas hasta su habitación. Al llegar al borde de la cama, me levantó en vilo como si yo no pesase nada y me lanzó sobre el lecho, donde caí boca abajo. De reojo vi que, propulsado por sus brazotes, se elevó en el aire considerablemente y se dejó caer sobre mí con todo su peso, quitándome el aire y medio que noqueándome con el golpe. Demostrándome una vez más su fuerza, no abrió sino que rompió mi camisa y mi pantalón; así dejó mi culo al descubierto. Lamió su mano derecha y con esta ensalivó su pinga. «Me perdonarás por no perdonarte que no me hayas dado bola en el colegio, pero tengo que hacer esto para vivir tranquilo» y entonces ¡JUÁCATE! me mandó la pinga hasta más allá del segundo esfínter, rasgándome todo el canal rectal y arrancándome un alarido junto varias lágrimas de dolor.
«¡Así no, bruto! ¡Me duele!», dije con la voz cortada por el sufrimiento. «Ah, ¿quieres que te trate bien? ¡Ruégame, puta de mierda!». Y con las mismas, empezó un frenético mete y saca, para mí doloroso y para él, riquísimo. «¡Empieza a hacer lo tuyo, zorra puta! ¡Muévete y dame placer, que para eso te doy limosna!». Y entre improperios, embestidas, golpes en la cabeza, tirones de pelo, mordidas que me sacaban sangre, cachetadas y humillaciones variopintas de su parte, junto mis con meneos de cadera, volví a venirme no una sino dos veces más, en medio de gemidos de dolor y placer que no hacían más que recalentar a Lazlo: él era una bestia y me hacía gemir, lo cual le daba placer y desbloqueaba otro nivel de bestialidad haciéndome gemir más, gritar si se quiere, con lo que él se ponía más energúmeno. Así estuvimos un muy largo rato que pudo ser, fácil, de una hora y media. Su última eyaculación, que debió ser la cuarta o quinta, la terminó tapándome la nariz y la boca con una mano, ahorcándome con la otra y, ahora sí, podría jurarlo, finalizando todo con varios chorros de orina dentro de mis intestinos. Tal vez la asfixia y el líquido caliente que regaba mis entrañas me generaron un nuevo orgasmo.
Lazlo se retiró de encima de mí, se puso a mi lado, me dio una nalgada estrepitosa y se encendió un porro. Aún tenía la verga tiesa. Yo seguía boca abajo, exhausto y relajadito por el faenón de mi lisiado. El culo me latía desde el asterisco hasta bien adentro. Lo sentía casi todo medio adormecido.
Antes de que me venza el sueño, le agarré la pinga a Lazlo. Parecía una piedra. «¿No descansa nunca?», pregunté. «Yo cacho toda la noche y la madrugada», respondió. «Bueno, bueno… si me duermo, espero que no te apenes y me claves y preñes las veces que quieras aunque yo esté moribundo»
Para qué le dije eso. Dejó el faso en un cenicero, sacó lubricante de un cajón, se lo untó en la verga y se me tiró otra vez encima. Me hizo una llave grecorromana en el cuellos con sus brazos y gracias al movimiento de su pelvis, puso su gorda verga en el borde de mi asterisco para, nuevamente de un solo movimiento, empalarme hasta el fondo inmisericorde. Grité con las pocas fuerzas que me quedaban. Y en medio de un nuevo mete y saca con golpes, insultos y mordidas, tuve una eyaculación e, inmediatamente, o bien me dormí o bien perdí el conocimiento.
Desperté y me encontré boca arriba, con mis piernas en los hombros de Lazlo, con todo el peso de su cuerpo que poco no era, viendo su cara de lujuria y de arrechura de machote que todo lo puede y consigue y domina. «Eras el último pendiente que tenía en Lima». Me escupió en el rostro y me dio una violenta cachetada, ante lo cual… ¡tuve otro orgasmo con eyaculación! Apenas salieron un par de gotas de leche y los huevos me dolían. Él hizo un movimiento raro que me dolió y me quejé. «¡Vas a tener que rogarme para que deje de cacharte!», me dijo despacio pero despreciativamente. Lo miré a los ojos y le increpé: «¿Quién te ha dicho que quiero que dejes de culearme?» Me dio un beso profundo, con lengua, sin que él detenga su taladrada brutal. Al terminar el beso, vino otra cachetada.
Antes de volver a quedarme dormido o desmayado, le dije: «De haber sabido que eres un neanderthal en el sexo, te habría entregado el culo desde el colegio…». Él volvió a decir algo así como que nunca debí dejar que la silla de ruedas sea una barrera entre nosotros. Y ahora sí, antes de desvanecerme por completo, le dije con sinceridad para que me dé duro y con más odio: «No fue por tu discapacidad sino porque eras bien feíto y tenías la cara toda llena de chupos…»
Recuperé el sentido por la mañana, tipo 7am, boca arriba y con la pinga de Lazlo castigándome las cuerdas vocales. Los golpes de su pelvis en mi cara se sentían como combazos. «Al parecer», me dije, «Lazlo cacha así de rico porque, al no poder mover las piernas, deja caer sus caderas como peso muerto». Procedí a hacerme una paja que en realidad fue solo tocarme la pinga y tener otro orgasmo, solo que seco. Apenas sentía el reflejo de la eyaculación, pero no me salía leche. A diferencia de Lazlo, que también se vino en ese momento dejando una cantidad de leche nada desdeñable en mi guargüero.
Se echó a mi lado y me dio un beso tierno en la boca. «Buenos días, Tiaguito; ¿todo bien?» Le dije que «¡TODO PERFECTO!», con la mirada perdida en el techo y disfrutando los estertores orgásmicos. «Tienes ricas tetas», me dijo; «es lo último que me falta comerte además del culo» agregó y se abalanzó a chupar y morder mis tetillas, ayudándose con las manos para pellizcarlas. «Pajéate», me ordenó y le respondí que no iba a poder. Me dio otra cachetada en la cara, que ya me ardía, y me gritó: «¡Obedéceme, prostituta barata!», y prosiguió haciéndome las tetillas. No me quedó otra que masturbarme y, para mi sorpresa, tuve otro orgasmo seco pero con las contracciones. La faena no paró hasta el día subsiguiente.
Me quedé en su depa esos días. Él debía regresar a Glasgow por tiempo indefinido y ninguno de los dos quería desperdiciar tiempo. Lazlo no podía mover las piernas, pero no tenía problemas para hacer de todo por sí solo. Vaya, que tenía más movimiento que cualquier persona promedio. Y vaya que le gustaba tener el control y dominio en el sexo. Para cuando se fue de Lima, me dejó marcas, llagas y heridas en todo el cuerpo, un ojo morado por los golpes de su pelvis y el culo hecho mierda. ¡Cagar fue una tortura durante tres largos meses! Pero aún así, cuando vuelva a Lima, que tal vez sea este año, lo buscaré para que me haga lo mismo pero con un par de niveles adicionales de sadismo. ¡Hasta que sea yo quien necesite silla de ruedas!
Y ya, fuera de bromas, ¿cuántas oportunidades habré perdido por no ver más allá del acné, o una mala combinación de ropa, o un mal corte de pelo o alguna condición física? Por lo pronto, para cubrir la ausencia de Lazlo, visitaré el CONNADIS y donaré tres sueldos a la Teletón, a ver qué onda…
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