Mi cita en el cine. Parte 1
Chica sexy, olor a palomitas, buenas tetas y una paja deliciosa pero cruel..
Sábado, 9:10 pm.
Y ahí estaba yo, esperándola en la entrada del cine, mirando el celular mientras la gente salía de sus funciones: niños corriendo, parejas con vasos gigantes, olor a palomitas y café dulce.
Y entonces la vi.
Nicole.
Venía caminando con la mano levantada, saludándome. El corazón me dio un golpe seco.
Lucía increíble.
Cabello largo, suelto, chamarra corta de mezclilla, top blanco que apenas cubría, abdomen plano a la vista, jeans ajustados del mismo tono que su chamarra y tenis blancos. Inocente y sexy al mismo tiempo.
—¿Llego tarde? —me preguntó en cuanto estuvo frente a mí.
Su perfume dulce, me pegó de frente.
Entramos, compré boletos para la película que ella quería “Otro viernes de locos” y un combo grande. Entramos a la sala y aún estaba vacía. Nuestros asientos estaban al centro. Nos sentamos. Hablábamos de pendejadas mientras comíamos palomitas.
De pronto se quitó la chamarra.
Mis ojos bajaron solos.
El top blanco revelandose por completo, la tela tensa, se le pegaba como segunda piel. Apenas dejaba espacio para la imaginación.
Las tetas perfectas, redondas, marcadas. Los pezones se dibujaban claritos bajo la tela. Y la piel de sus hombros, clara y tersa, parecía brillar bajo la luz de la sala.
Tragué saliva. Tiré algunas palomitas por la impresión y ella soltó una risita.
Intenté mirar la pantalla apagada. Pero era imposible. Mis ojos volvían una y otra vez a esas tetas que me estaban volviendo loco.
Me estaba excitando y ella, se dió cuenta perfectamente.
Las luces bajaron. El proyector se encendió y empezaron los avances.
Nuestros ojos apuntaron a la pantalla, las palomitas se terminaban y yo ya estaba duro como piedra.
No podía dejar de pensar en ella, la forma en que se veía, su voz, su aroma, su hermosa piel, la redondez de sus tetas y la tela totalmente tensa; en como me volvería loco si pudiera recorrerla con mis manos y mi lengua.
Era una obsesión, una fiebre que me consumía desde adentro. No había un solo instante en el que su imagen no me acechara. Cada curva de su cuerpo estaba grabada a fuego en mi memoria. Sus tetas apenas contenidas por ese top. Esa visión era mi perdición, una tortura dulce que me ardía en las venas.
Mis pensamientos se volvían salvajes, desenfrenados.
Quería besarla, tenerla rendida bajo mis labios, con una ferocidad que roza la violencia, una pasión que la dejaría sin aliento. Quería recorrer cada centímetro de su piel, desde la suavidad de su cuello hasta la curva perfecta de sus hombros.
Mis manos ardían, quería acariciarla, arrastrándo mis dedos por la tela de ese top como si quisieran desgarrarlo, sentir su calor a través de la tela, saborearlas con mis palmas, acariciando, presionando, aprendiendo la forma y el peso. Sentir el relieve de sus pezones, rozandolos con insistencia con mis dedos, endureciéndose bajo mi toque.
Anhelaba arrancarle esa prenda, exponer esa piel perfecta, dejar sus tetas al aire, sentirlas desnudas contra mis palmas y seguir saboreandolas, chupar sus pezones, dándole vueltas a cada uno con mi lengua y morderlos suavemente hasta que se pusieran tan duros como una piedra y doloridos y luego mordiendolos con más fuerza.
Quería llenar mi boca con su carne, meter lo más que pudiera y sentir la suavidad de su piel contra mi paladar, cubrirlas de mi saliva, marcándolas como mi territorio, quería ver cómo brillaban, húmedas y ardientes, mientras mi cuerpo temblaba, completamente dominado por la necesidad de poseerla, devorarselas y ver cómo su cuerpo se arqueaba, hasta escuchar sus gemidos de dolor y placer, víctima de cada embestida de mi lengua.
La ansiedad era una bestia dentro de mí, creciendo con cada pensamiento, haciéndome temblar. Estaba atrapado, esclavo de mi propia lujuria, y mi cuerpo reaccionaba con un latido violento, una erección dolorosa que era testigo de mi cautiverio.
Me recordaba a nuestra última cita, cuando fuimos a la feria y la llevé detrás de uno de los juegos. La besé como un loco, mis manos se aferraron a su culo con una urgencia que la sorprendió y me excitó. Sentí cómo respondía, cómo su cuerpo se derretía contra el mío, justo cuando me cortó de raíz con su excusa de que era tarde. La cabrona me dejó con los huevos a punto de estallar, pero vi el fuego en sus ojos, la misma necesidad que sentía yo.
Por eso volvió, por eso aceptó salir conmigo de nuevo.
Esta vez no me iba a detener.
Esta vez iba a terminar lo que empezamos.
De repente, las luces se apagaron por completo
—¡Ya va a empezar!, me dijo emocionada y comenzó la película.
Y yo, me sentía muy caliente, sentí un poco de sudor en mi cuello y de repente ella me arrebató la caja de palomitas y notó directamente mi erección…
Se quedó mirando un segundo, se mordió el labio, me miró directo a los ojos y fingió volver a la pantalla.
Pasaron los minutos.
Yo no veía la película. Solo veía ese top, tenso, brillando bajo la luz de la pantalla, esos pezones que parecían gritarme.
Y después comenzó el incendio a fuego lento…
Se acomodó, me lanzó una mirada traviesa y se inclinó hacia mí.
Levanté el reposabrazos, la abracé por los hombros y la jalé. Apoyó la cabeza en mi pecho.
Su calor me quemó y mi temperatura volvió a subir.
Nos quedamos así un momento, mirando la pantalla sin realmente ver la película.
Hasta que su mano empezó a moverse.
Primero rozó su propia pierna. Luego la mía.
Después subió, despacio, hasta posarse encima de mi verga. Un toque suave.
Me quedé sin aire.
Mi mano bajó por su cuello, llegó al borde del top. Rozó la tela, luego la carne caliente debajo.
Presioné ligeramente, sentí su teta llenarme la palma, suave, pesada, perfecta.
Ella apretó más fuerte mi verga por encima del pantalón.
La película avanzaba, pero no existía.
Nadie había entrado.
Éramos solo ella y yo.
Me abrí el cierre sin decir palabra. Liberé mi erección.
Ella abrió los ojos, con la boca entrabierta. Miró hacia el pasillo de la entrada y regresó de nuevo a mí, a lo que tenía entre las manos.
Se mordió el labio y volvió a tocarla.
La agarró con decisión.
Un movimiento lento, arriba y abajo, que me hizo cerrar los ojos.
Yo ya no me contuve, volví a tocarla. Las dos manos fueron directo a sus tetas.
Las tomé con hambre. Las apreté. Las pesé.
Los pezones se le pusieron duros como piedras bajo mis dedos.
Ella tembló.
Y ahí estábamos: ella pajeándome lento, yo amasándole las tetas como loco, los dos respirando fuerte, la película de fondo, y la sala completamente sola.
Ella empezó a mover la mano con más decisión.
No fue un cambio brusco: fue una subida lenta, calculada, como si supiera exactamente hasta dónde quería llevarme sin romperme todavía.
Primero apretó la base con fuerza, como marcando territorio.
Después subió despacio, muy despacio, dejando que la piel se deslizara sobre la cabeza hinchada y volviendo a bajar. Cada viaje era más largo, más húmedo.
El líquido preseminal comenzó a chorrearle entre los dedos y ella lo usaba de lubricante, haciendo que cada movimiento sonara: un ruido suave, obsceno, que se perdía entre los gritos de la película pero que a mí me taladraba los oídos.
De pronto paró un segundo.
Miró mi verga directamente, después hacia el pasillo de la entrada (parecía que le excitaba saber que nos podían descubrir) y finalmente de vuelta a mi verga. Se acercó más, abrió la boca y dejó caer un hilo largo y espeso de saliva directo sobre la punta. Lo vi caer lento, brillante, caliente, y resbaló por todo el tronco.
Retomó el ritmo, ahora con la mano empapada.
El primer movimiento fue un desliz perfecto, resbaloso, sucio. Subió y bajó dos veces más, lento, exprimiendo cada gota, haciendo que la baba y mi humedad se mezclaran y chorrearan por sus nudillos.
—¿Te gusta, papi…? —me preguntó al oído, y apretó más fuerte.
Empezó a bombear de verdad.
Ritmo constante, firme, pero sin prisa.
Cada vez que llegaba a la punta giraba la muñeca un poco, rozando la punta con el pulgar empapado. Cada vez que bajaba, apretaba la base como si quisiera ordeñarme.
Yo ya no podía controlar las caderas.
Empujaba contra su mano sin darme cuenta, buscando más, rogando con cada pujido, con cada gemido.
Ella lo notó y sonrió.
Volvió a parar.
Abrió la boca otra vez, dejó caer otro hilo largo de saliva que cayó directo sobre la cabeza y se desbordó por los lados.
Tuve que soltar sus tetas; se acomodó, comenzó a usar las dos manos: una bombeando, la otra masajeándome los huevos con los dedos llenos de baba.
El sonido era puro chapoteo.
Baba, líquido preseminal, piel resbalosa.
La sala olía a palomitas y a sexo.
Yo sudaba como loco, el cuello empapado, la camiseta pegada a la espalda, la respiración rota que intentaba disfrazar con la música de la película.
Y mientras me besaba el cuello me susurró:
—No hadas ruido, papito…
Aceleró un poco más.
Ahora más intenso. Más sucio. Más rico.
Mano arriba, mano abajo, giro, apretón, baba chorreando hasta mi pantalón.
Sentía los huevos tensos, la corrida subiendo, ya no había vuelta atrás.
Y justo cuando sentí el primer latido fuerte…
Paró en seco.
Los dedos quietos.
Mi verga latiendo sola contra su palma empapada, desesperada, rabiosa.
Abrí los ojos. La miré, jadeando, suplicando.
Ella se lamió los labios, muy lento, mirándome a los ojos, y soltó una risita baja, cruel.
Había pensado que me tenía, que se saldría con la suya de nuevo.
—¡Otra vez no! —gruñí, con la voz rota.
Agarré su muñeca con fuerza, la aparté de mi verga.
Pude observar la sorpresa y la duda en su rostro.
¡Estaba tan jodidamente caliente y esta vez no me iba a quedar así!.
Ahora el juego sería mío…


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