Mis primeras experiencias con el Ricky (I)
Cómo el Ricky y yo empezamos con juegos adolescentes que poco a poco nos llevaron a niveles de menor inocencia..
El Ricky y yo éramos amigos sólo porque estábamos en el mismo lugar y al mismo tiempo sin nada mejor que hacer. Sí, terminamos divirtiéndonos bastante y haciendo todas las cosas que hacen los adolescentes, pero no éramos «cercanos». Todo se reducía al hecho de que él era lento y atlético y yo tendía a ser cerebral y callado. Simplemente no conectamos en ese nivel.
Yo tenía trece años, él tenía 15. Él había reprobado un grado varios años antes y casi reprobó una vez más. Yo lo había ayudado a estudiar matemáticas, lo cual resultó ser lo único que le permitió pasar.
Y así llegaron las vacaciones de verano. Días largos y perezosos sentados viendo televisión, paseando en bicicleta por las noches y caminando por el parque matando mosquitos.
Pasé muchas noches en casa del Ricky cuando mi madre salía de la ciudad por su trabajo. La mayoría de las veces nuestros juegos consistían en «sesiones de tortura»: uno de nosotros ataba al otro y veía si podía desatarse. Para mí era emocionante estar amarrado e indefenso, aunque no se lo admitiría a él. Muchas veces perdía durante nuestros “partidos de clasificación” de juegos como las damas, que determinaban quién era el torturador y quién sería la desafortunada (¡ja!) alma en ser atada. Los partidos de clasificación durarían minutos, pero esas exquisitas sesiones de tortura se prolongarían hasta bien entrada la madrugada.
Al principio habíamos empezado a hacer estas cosas lentamente. Primero fue un juego en la cochera mientras la limpiábamos. Una vez me hizo tropezar, me amarró las manos con un mecate y me dejó soltarme. Le devolví el favor. ¿Inocente? Bueno, en ese momento sí. Más tarde el juego se convirtió en algo un poco menos inocente.
Una noche, después de dormir, el Ricky se acercó sigilosamente y me amarró las manos y los pies a la cama. Yo tenía el sueño bastante pesado y esa noche estaba boca abajo. De repente agarró mi ropa interior y la levantó lo más alto que pudo, despertándome sensaciones muy extrañas en mi trasero y en otras áreas más privadas.
“¡A ver cómo te sueltas!”, me retó.
Él estaba desnudo. Yo sabía que se había acostado en ropa interior. Miré su silueta y vi su erección y rápidamente me volteé hacia el otro lado, avergonzado por la oleada de excitación que me invadió al ver su excitación. Encendió la luz y mis ojos fueron atraídos como un imán hacia él. Por primera vez vi a otro chico desnudo.
No tenía pelo en el pecho y su cuerpo se veía suave, muy musculoso, y su trasero se ondulaba con cada paso. El único signo de vello corporal era una ligera capa entre sus piernas. Ciertamente no cubría nada, sino que lo acentuaba y lo hacía aún más fascinante. Comencé a apartar los ojos de la impresionante imagen frente a mí cuando él vio dónde estaban pegados mis ojos.
“¡Ah…! Entonces, ¿te gusta lo que ves? ¡Ahorita me encargo de eso!”. Y procedió a ponerme un pañuelo alrededor de los ojos. “¡No mires! Je, je, je…”.
Lo escuché acercarse a su cama y sentarse. Todo estaba en silencio, excepto por mi respiración y el sonido que él hacía al hojear alguna revista, como deduje por el susurro de las páginas. Pronto escuché un crujido rítmico de su cama y juro que no pude entender qué estaba haciendo.
“¿Ricky…? ¡Suéltame, no puedo moverme!”.
“Espera… Héctor… ¡Espera!”.
Se quedó sin aliento y el crujido se hizo más fuerte y más rápido. Dejó escapar un largo gruñido y se relajó. Dos o tres minutos después se acercó y examinó su obra.
«No, no creo que te deba soltar todavía. Pero esto parece un poco flojo».
Había visto que mi ropa interior se había salido del pliegue de mis nalgas y la levantó… ¡DURO! Y mi erección se había puesto firme.
«Ahora, ¿a qué puedo amarrar esta ropa interior?».
Cogió un cordón, lo pasó a través de mi ropa interior y lo ató a la cabecera, enroscándolo por debajo y de regreso a los pies de la cama. Yo estaba teniendo esas sensaciones de hormigueo en mi ingle que eran el paraíso y no quería que él parara, aunque me daba vergüenza decir algo.
El Ricky amarró fuerte el cordón a la cama y lo jaló con todo lo que pudo. Mi trasero estaba en llamas por la tortura de la tela, pero mi ingle estaba en llamas de un tipo diferente.
Él no cedió, excepto para sofocar mis gemidos con una mordaza. “¡Cállate… ¡¡Sé que te gusta esto!!”. Se rió y comenzó a jalar la cuerda de manera lenta y rítmica, con lo que me envió al cielo y me hizo mecerme hacia adelante y hacia atrás.
Después de probablemente diez segundos de esto, el hormigueo que había sentido se convirtió en una avalancha de éxtasis. Gemí y me esforcé por detener la marea de placer que me desgarraba, pero pronto tuve que liberarla. Sentí chorros de líquido cálidos y húmedos salir de mí y caer sobre la cama, empapando mi estómago y las sábanas al mismo tiempo. Mis gemidos tampoco pasaron desapercibidos.
“¡Auuuh…! ¿Se vació el Héctor…? Te gusta esto, ¿no…? Bueno, te voy a dejar que te limpies…”. Y me soltó.
“¡Me duele el trasero!», me quejé.
Miré al Ricky y su erección.
«Héctor, ¿alguna vez te la jalas?», me preguntó de repente.
Admití que no lo había hecho. Esa fue la primera vez que recordé haber tenido un orgasmo.
El Ricky procedió a alcanzar otro orgasmo mientras yo observaba, asombrado. Se disparó semen sobre sí mismo y se lo embarró en el torso lampiño. Yo estaba en el cielo y no quería irme nunca. Quería hacerle lo que él me había hecho a mí. No recordaba nada tan placentero en mi vida y no me importaba que él fuera otro morro. Esperaba que esas «cosas” pasaran otra vez: que él me amarrara y me obligara a hacer cosas.
Resultó que eso es exactamente lo que sucedería durante las próximas semanas.
(Continuará).
gran relato como sigue