Obediencia en silencio (1)
La determinación de un anfitrión siempre es válida cuando uno se entrega a los más profundos deseos..
El delantal era lo único que cubría su piel desnuda. El hombre, de rodillas, repasaba el suelo con esmero mientras sentía la mirada del patrón recorriéndolo. El aire cargado de silencio se quebraba solo por el roce del trapo húmedo sobre el piso y los pasos lentos que resonaban detrás de él. Cada orden era dada con una voz suave, casi cariñosa, pero firme.
El patrón, gordito y lampiño, observaba con los brazos cruzados, su presencia llenando la habitación. Él fantaseaba con cada palabra, cada gesto, deseando complacer, deseando que las órdenes no terminaran. Limpiar nunca había sido tan excitante.
Con cada orden del patrón, la sirvienta se hundía más en su papel. Ya no había espacio para dudas, solo obediencia. El patrón, con pasos seguros y voz firme, le indicó que se acercara. Su presencia imponente lo abrumaba, pero la sirvienta no titubeó. Se dejó guiar, se dejó llevar por ese deseo tácito que ambos compartían, oculto en cada gesto.
El delantal colgaba apenas de su cuerpo, mientras sus manos limpiaban el polvo de la repisa, bajo la mirada atenta de quien ahora no solo era su patrón, sino el dueño de cada uno de sus movimientos. Las manos grandes y decididas del patrón se posaron sobre sus hombros, y ella sintió un estremecimiento recorrerla. Cedió a cada indicación, complaciéndolo en silencio, sin más palabras que la respiración entrecortada de ambos.
El patrón no necesitaba insistir. Cada orden estaba impregnada de un deseo compartido, profundo, que la sirvienta entendía sin pronunciarse. Estaba allí para cumplir, para llegar a lo más profundo de lo que ambos buscaban.
Con el último rincón limpio, la sirvienta se acercó al patrón, que la esperaba en silencio, su mirada cargada de dominio. No hizo falta una palabra; ella ya sabía qué se esperaba de ella. Se deslizó con elegancia sobre él, su piel cálida encontrando la suya en un contacto tan íntimo como inevitable. El peso de su cuerpo obediente sobre el patrón era la culminación de todo lo que había sucedido, y también el inicio de lo que ambos sabían que vendría.
La sustancia que tanto había ansiado inundaba su interior, llenándola de una extraña paz, como si cada orden, cada gesto, la hubiera llevado exactamente a este momento. Él la sostuvo firmemente, sus manos en su espalda, mientras ella, en silencio, se entregaba completamente a esa sensación. Todo estaba cumplido.
Antes de dejarla ir, el patrón deslizó sus dedos lentamente por su espalda, dibujando con suavidad su piel aún tibia. Sin apresurarse, acercó sus labios a su oído y con una voz baja y firme, le susurró: «Ya puedes irte. Pero sabes que siempre regresarás cuando te llame».
Ella, aún sumida en el eco de su obediencia, asintió sin decir una palabra. Sabía que su voluntad pertenecía al patrón, y que, llegado el momento, volvería sin titubeos, a entregarse de nuevo, como tantas veces lo había hecho.
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