Oye Nencho
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por wastedLalo.
Nací en un barrio bajo de puerto rico , un barrio miserable donde la gente dependía de drogas para no morir de hambre.
Mis padres tenían 3 hijos .
Yo tenía 4 años cuando un día mi madre, de quien no me separaba ni a sol ni a sombra, que me llevaba atado como un fardo a su espalda todo el día desde que prácticamente me alumbró, me lavó esmeradamente, me puso una túnica azul raída pero limpia, me dio un abrazo intenso que no olvidaré nunca y me dejó solo sobre una escalera que se encontraba a las afueras del poblado con la advertencia de que no me moviera de allí.
Mamá se fue corriendo.
Creo que estaba llorando.
Yo no iba a hacerle caso.
Iba a seguirla cuando el rugido de un motor me asustó y una nube de polvo me impidió ver nada.
Sin darme cuenta me vi en el aire, transportado por unas manos que me entregaron a una señora que estaba sentada en la parte trasera del vehículo que había desplegado la terrible polvareda.
La señora me cogió y me acomodó en su regazo.
Me sonrió.
Tenía la mirada dulce.
De hecho su mirada dulce me recordaba a mamá y aquello me tranquilizó.
La mano de la señora sujetaba un trapo que me acercó a la nariz.
Respiré un olor muy fuerte.
Quise llorar pero no resistí ni dos segundos.
Quedé profundamente dormido en sus brazos amables.
Me desperté en un avión.
Yo nunca había estado en un avión, ni sabía qué era.
Estaba sentado con un cinturón que me mantenía sujeto al asiento.
A mi lado seguía aquella señora que al ver que abría los ojos se me acercó y me dijo algunas palabras que no entendí pero que seguro que eran palabras dulces, palabras amables por la expresión bondadosa de su bonito rostro.
Me recordaba a mamá.
Cuando estuve despierto del todo – me habían dormido con éter, que era la sustancia que olía extraño y de la que el pañuelo que me había puesto aquella señora en la nariz estaba impregnado – pude empezar a entender lo que me decía.
—Eres un niño afortunado nencho eras carne de hambre y a poco que sepas adaptarte y conformarte con el destino que te espera no tendrás que preocuparte nunca más por tu subsistencia – me dijo la señora de piel tan suave, tan distinta de la de madre pero que olía parecido a ella.
¿nencho? ¿Quién era nencho? ¿De quién estaba hablando aquella señora?
?¿nencho? – pregunté con timidez.
—Sí cielito, ese es tu nombre a partir de ahora.
Pronto dejarás de ser un niño para convertirte en mascota
Me encogí de hombros.
Yo tenía mi propio nombre, pero si querían llamarme nencho pues, bien,nencho sería.
Le pregunté que adonde íbamos, que cuando vería a mamá, y a papá y mis hermanos mayores.
La señora me puso esa cara bondadosa y me acarició la nariz, ella decía la naricita, y luego siguió leyendo su revista.
Insistí.
Tenía que saber cuando vería a mamá.
Era necesario.
Volví a preguntar.
Esta vez cerró la revista y no me habló con aquella dulzura de antes.
?No seas impertinente nencho, ya te he dicho que eres un chico afortunado.
La mamá que conocías ha muerto, te enteras? ¡H-A M-U-E-R-T-O! ahora iremos a un sitio donde pasarás una larga temporada con otro niños como tú aprendiendo tus nuevas funciones y una nueva lengua.
Es necesario que hables la lengua de la nueva familia que te adopte, ellos, desde luego, no van a aprender la tuya.
Tendrás que olvidar todo lo que has aprendido hasta ahora y aprender lo que se te enseñe.
No temas, a poco que te muestres obediente te resultará sencillo.
Llegamos a un sitio que desconozco.
Aún hoy no sé dónde aterrizamos.
Sólo sé que me metieron en un coche, siempre acompañado de aquella señora de la que iba cogido de la mano y que se había convertido en mi única referencia en el mundo, y estuvimos circulando durante varias horas por carreteras de curvas hasta llegar a un lugar inhóspito y aislado donde se levantaba una impresionante fortaleza.
Allí seguí a la señora que me llevaba de la mano y tras cruzar una inmensa puerta de hierro entramos en un claustro donde nos esperaban dos mujeres.
La más joven se acuclilló y extendió sus brazos hacia mí.
Yo me refugié detrás de la falda de aquella señora de la que no sabía su nombre pero que yo ya había convertido en mi madre desde que me dijo que la mía, la auténtica, había muerto.
—Venga nencho, sé bueno.
Ve con ama María.
Ella se ocupará de ti.
No tengas miedo.
Me agarré a una pierna de la señora y me negué a soltarme.
Llevaba medias de seda y zapatos negros de tacón.
Me resbalé por su pierna y me encontré en el suelo sobre uno de sus pies.
La señora de expresión bondadosa levantó el otro pie y me clavó el tacón de su zapato en el hombro.
Solté un grito de dolor y aflojé mi presión sobre su tobillo, momento que ella aprovechó para zafarse de mis manitas y ya sólo escuché el taconeo de sus zapatos sobre las baldosas que llevaban a la salida.
De vueltas con la llantina.
Sabía que aquella señora acababa de dejarme.
No me importaba que me hubiera pisado y que me hubiera hecho daño, era lo único que tenía en aquel mundo desconocido para mí y no quería que me dejara.
Ya había perdido a una madre y no quería perder a otra el mismo día.
La chica joven, la llamada María, me recogió del suelo.
Tenía unas manos blancas como la nieve.
Era la primera vez en mi vida que veía a una persona con la piel tan blanca.
La mía tenía el bronceado de la miseria, de los días al sol esperando la lluvia.
Me quedé fascinado por aquella blancura que parecía la representación de la inocencia.
Ella me rodeó con sus brazos y suavemente me atrajo hacia su pecho.
Me apreté contra ella y olí su aroma natural: olía a jazmín.
—Vamos, ven con María, ven nencho, verás qué bien lo pasamos.
Ahora conocerás a otros niños como tú que están a la espera de que sus nuevos papas puedan recogerlos y llevárselos a vivir con ellos.
Tenía claro que la señora de las media de seda y los zapatos negros de tacón ya no iba a volver.
Me había dejado con aquellas señoras.
La más mayor habló algo con la más joven, la tal María, a cuya nívea mano seguía yo cogido.
Me fijé que María calzaba unos zapatos muy parecidos a los de la señora que acababa de pisarme y sin darme cuenta me los quedé mirando.
Yo tenía cuatro años recién cumplidos cuando fui acogido.
?Bueno nencho, confío en que seremos muy buenos amigos y que aprenderás rápido.
No me gusta tener que imponer mi autoridad, prefiero que los niños se encaminen por propia voluntad a su destino, es más agradable y menos traumático, pero si no progresas como es debido me veré obligada a ser mala contigo.
Tu no querrás que yo sea mala contigo, verdad Lolo?
Negué con la cabeza.
No entendía qué me quería decir.
El concepto de maldad lo desconocía y en cualquier caso ella sólo me inspiraba lo contrario.
Yo sólo me fijaba en que era una joven hermosa y dulce de rostro muy agradable que me inspiraba confianza.
Sus manos me tenían aducido y no paraba de lanzar miradas furtivas a los bonitos zapatos de tacón que calzaba.
No tardaría en entender lo que me dijo aquel primer día.
?Bien, así me gusta.
Ahora lo primero.
Desnúdate.
Quítate toda la ropita que llevas, aquí dentro no la necesitarás.
Mira – me dijo – ven a mirar.
?Has visto cómo visten los otros niños? Es cómodo, muy cómodo.
Dentro de tu proceso de aprendizaje tendrás que estar denudo durante buena parte del día, por eso vuestro uniforme consta simplemente de una sencilla túnica corta que os llega hasta las ingles y sin mangas.
Es sencillo de quitar y poner e incluso a veces ni siquiera hay que quitarlo.
Su forma permite acceder a vuestros órganos genitales con facilidad.
?Qué son los órganos genitales, María?
?¡Jajajajaja! – María dejó escapar un carcajada jovial, alegre.
Me pasó una mano por detrás de la nuca y me atrajo hacia ella para besarme en la mejilla – qué mono eres.
No me contestó.
No había necesidad.
Todo lo aprendería rápido.
?Fíjate que hay muchos niños ahí abajo.
Todos visten la túnica pero las hay de distintos colores.
La tuya será negra, que es el color de los impuros, de los que aún no han empezado a despojarse de lo que son y tu objetivo, y el de todos, es llegar a vestir la túnica blanca.
Significará que ya estás listo, que tu camino ha llegado a su fin.
Comprendes?
Me la quedé mirando con absoluta extrañeza.
Volví a negar, no entendía nada, absolutamente nada.
María volvió a reír y me volvió a besar.
?No te preocupes, ya entenderás.
Ahora fíjate bien en las señoras que caminan entre los niños de las túnicas de distintos colores.
Las ves?
Esta vez asentí.
?Ellas son las que adiestran a los niños.
Las hay de muchas edades, desde preadolescentes hasta mujeres maduras.
Yo soy una de ellas y como ya te he dicho me llamo María.
?María – repetí.
?Muy bien nencho, pero vamos a empezar tu adiestramiento.
No debes llamarme María, nunca, bajo ningún concepto.
Debes dirigirte a mí como ama María.
Cada una de las mujeres que os tutelan tienen un nombre y a todas deberás dirigirte por él pero anteponiendo siempre la palabra «ama».
Es sencillo, no?
?Sí – me salió una vocecita ridícula.
María me bajó al suelo.
Se inclinó hacia mí y me preguntó:
?Sí… qué?
Me la quedé mirando sin comprender.
Ella sonrió y cuando iba a sonreír yo su nívea mano cruzó el aire y me estampó un bofetón que me arrojó al suelo.
?Sí, ama María – dijo ella con esa voz de ángel y su sonrisa radiante, como si no me hubiese pegado.
De hecho estaba tan confundido que creo que no me pegó ella.
Aún hoy no sé si me pegó.
Acabé en el suelo con cinco dedos marcados en mi mejilla pero pensé que no podía haber sido ella.
– A ver, repite.
?Sí, ama María – dije poniéndome en pie y frotándome la mejilla que me ardía.
Ella me revolvió el pelo y volvió a besarme en la mejilla.
?Tienes un pelo precioso, serás un chico muy guapo – me dijo pasando sus nudillos por mi mejilla enrojecida – te duele? – me preguntó.
Negué con la cabeza.
Me encontraba totalmente fascinado por aquella joven que debía tener unos veintipocos años, que vestía una blusa amarilla, una falda con mucho vuelo de color azul cobalto,
?Ahora quítate tu ropita y ponte esta túnica – me dijo señalándome una tintada de negro de mi talla que acababa de traerle una niña vestida con una corta túnica azul, por lo que supuse que estaba ya algo avanzado su entrenamiento.
La niña se arrodilló ante María y se inclinó hasta besarle los zapatos.
Yo me quedé mirando a la niña de la túnica azul y a María.
Luego la niña se levantó, María la acarició, le dijo que lo había hecho muy bien y se marchó radiante.
Yo estaba aún desconcertado.
Ver a la niña de la túnica azul besar los bonitos zapatos de María me había dejado intranquilo.
María me apremió para que me desnudara y me pusiera la prenda que me había dado.
Había un espejo y cuando estuve vestido con la túnica me miré.
Se veían mis escuálidas piernecillas que parecían alambres torcidos.
De repente me sentí poca cosa.
La misma sensación que había tenido momentos antes en brazos de María, mientras me mostraba a los otros niños.
María se me acercó y agachándose me acarició las nalgas desnudas por debajo de la corta túnica.
?A ver, deja que te mire ahí abajo… hay que hacer una primera evaluación – dijo moviendo su blanca mano de uñas pintadas en rojo brillante, acariciando con las yemas de los dedos la cadera, los muslos y hasta las ingles sin que yo me apartara.
Ella levantó los ojos almendrados y me miró.
Dibujó una agradable sonrisa.
?Prometen, chico, prometen – ahora vamos, tienes mucho por aprender.
Me dio la mano y tomándola la seguí.
***
La dirección del centro corría a cargo de una mujer despiadada, una japonesa de clase alta temida por todos, celadoras e internos, y muy especialmente por aquellos que habían sido devueltos desde las familias de acogida para su reeducación, que respondía al nombre de señora Tamako.
María llamó a Isabel, la preadolescente hija de papá.
La niña se acercó a María y me miró con desprecio.
?¡Lolo, ésta es el ama Isabel! ¡Salúdala!
Lo único que se me ocurrió fue decir buenas tardes y recibí mi segundo bofetón.
Volví a caerme al suelo.
Isabel se rió.
María me miró enarcando una ceja y con la mano con la que acababa de golpearme mostrándomela alzada.
?Buenas tardes, ama Isabel – rectifiqué desde el suelo.
María aplaudió mi reacción.
?¡Muy bien nencho, muy bien! – me dijo ayudándome a levantar, agachándose para ponerse a mi altura y revolviéndome el pelo en actitud cariñosa – ahora empezarás con ama Isabel tu adiestramiento.
Esta noche me contará cómo te ve y decidiré la estrategia a seguir contigo.
Ven, dame un besito.
María abrió los brazos y no me pude resistir.
Me abracé a ella y enterré mi pequeña cara marcada por sus dos bofetones en el hueco de su firme cuello.
?Venga, ven conmigo niño – me ordenó ama Isabel cuando María se hubo marchado.
La seguí.
Caminé tras ella hasta llegar a una sala lujosamente decorada.
Isabel me señaló el suelo con su dedo índice extendido mirando hacia abajo.
No entendí.
Miré allí donde señalaba pero no vi nada extraño.
?¡Al suelo, a cuatro patas niño! – me dijo mientras daba un mordisco a una lustrosa manzana que acababa de coger de un frutero – cada vez que veas que señalo al suelo significa que te tienes que arrodillar y besarme los pies.
Entendido?
Contesté debidamente estando ya en el suelo.
Me incliné y besé sus lindos pies.
Llevaba unas sandalias blancas consistentes en sólo dos tiras de cuero que salían de un punto donde había introducido el espacio entre su dedo gordo y el de al lado.
Nada más.
Tenían un tacón pequeño, de menos de una pulgada y al caminar se producía un doble ruido, el del tacón al percutir contra el suelo y el de la suela interna de la sandalia al golpear contra la planta de su pie.
?Cuando mueva los dedos de los pies significa que quiero que me los lamas.
¡Lame!
Obedecí.
El ama María me lo había dejado claro: obediencia, obediencia y obediencia.
Isabel, a pesar de tener sólo diez años, se me antojaba muy mayor.
Ya no digo lo que me parecía María ni las mujeres que aún eran mayores que ella.
María siempre empezaba el adiestramiento de un novato, como era mi caso, entregando su tutela a Isabel.
Lo hacía porque aunque la viésemos mucho mayor que nosotros era más que evidente que teníamos mucho más en común con ella que con el resto de celadoras o tutoras.
Después de tenerme un buen rato lamiéndole los dedos de los pies, concretamente mientras ella se comía la manzana, me llevó a su habitación.
Se sentó en la cama y me señaló el suelo con el dedo índice.
Esta vez supe que tenía que arrodillarme y besar sus pies, pero cuando fui a hacerlo levantó las piernas y los escondió debajo de sus muslos.
Había cruzado las piernas.
Se rió.
Tenía una risa jovial y muy contagiosa.
?¡Busca, busca! – me dijo entre risas a la vez que me cogía de las orejas y tiraba de ellas para dirigir mi cara al lugar donde estaban ocultos bajo sus piernas.
Logré introducir el hocico entre la cama y su rodilla doblada y allí hallé la suela de su bonita sandalia que me impedía llegar a su pie.
La besé, era lo único que podía besar y ella prorrumpió en exclamaciones de felicitación.
?¡Muy bien Lolo, muy bien! ¿Sabes por qué estás aquí, Lolo?
Medité un momento mi respuesta.
Finalmente respondí.
?Mi mamá ha muerto, eso me dijo la primera señora con la que viajé, y estoy aquí para encontrar una nueva mamá.
?Bueno, no es exacto.
Estás aquí para aprender a ser un buen perrito, una mascota.
Un día, cuando estés capacitado, alguien mostrará tu foto y tu currículum a una señora que tenga necesidad de compañía.
Antes la gente de dinero tenía perritos para divertir a las aburridas esposas o a sus hijas, ahora tienen niños como tú.
Entiendes?
Asentí pero no había entendido nada.
Seguí de rodillas mirándola a los ojos.
Era un ángel hermoso y desde su posición, sentada en cuclillas sobre la cama y yo de rodillas en el suelo, me daba la impresión de que era una pequeña Diosa.
Me había gustado mucho que me hiciera besar y lamer sus pies y con la mirada los busqué de nuevo.
Sólo asomaban las puntas de sus sandalias.
Isabel se sonrió.
Su carita pecosa adoptó un aire travieso y se sacó una de sus sandalias.
Me la mostró, la acercó a mi cara y la retiró cuando me acerqué.
De repente la tiró lejos.
?¡Tráeme la sandalia, nencho, tráemela! – me ordenó con su voz de niña.
Me levanté para correr y traerla pero ella me paralizó con un grito.
?¡Así no, a cuatro patas! ¡Y cógela con los dientes y me la traes colgando de la boca! ¡No olvides lo que te he dicho, tienes que comportarte como una mascota!
Me puse a gatear, llegué al lugar donde se hallaba la sandalia, que había volcado, le di la vuelta ayudado de la nariz, mordí una de las tirillas de cuero blanco y regresé a cuatro patas hasta los pies de la cama, con la sandalia balanceándose y golpeándome en la barbilla y la nariz, donde la deposité en el suelo.
?Aquí no, en la mano, dámela – me ordenó con voz cansina – bien, muy bien… ¡Vuelve a por ella! – dejó escapar una risita mientras me volvía a arrojar la sandalia.
Volví a gatear por el suelo y repetí la operación.
No sé cuantas veces más hizo lo mismo y cada vez fui a buscarla.
La cogía sujetando la tirilla con mis dientes y se la entregaba en la mano.
Ella me acariciaba la cara con la suela de la sandalia mientras me animaba diciendo que lo hacía muy bien.
?Te gusta mi sandalia? Sí, claro, es muy bonita… ¡bésala! ¡aquí, besa aquí, donde están marcados mis deditos, pasa la lengua! ¡bien perrito, bien!
Me llevó a un inmenso comedor.
Hora de cenar.
Allí debía haber dos o trescientos chiquillos de edades comprendidas entre los dos años y los quince o dieciséis.
De estos, de los más mayores, había pocos, un par de docenas a lo sumo, la mayoría estaban entre los cuatro y los seis años.
Isabel me dejó en manos de otra guardiana, una mujer de unos cuarenta años, bajita, algo entrada en carnes, que calzaba botas altas, y el cuerpo desnudo salvo por unas bragas negras.
Me asusté al verla.
Isabel me golpeó en la cabeza con el mango de una fusta que llevaba desde que salimos de su habitación.
?¡Saluda a la guardiana!
La celadora dibujó una sonrisa en su ancha cara y se plantó en jarras delante de mí que estaba de rodillas.
Me incliné y deslicé mis labios sobre el lustroso cuero de sus botas de tacón.
?Es nuevo, Isabelita? – preguntó la guardiana.
?Para ti señorita Isabel, lerda – fue la altiva respuesta de mi niña ama.
Si hubiera podido ver la cara de la señora a la que besaba las botas habría visto cómo se borraba su estúpida sonrisa.
?Sí señorita Isabel, perdone, señorita Isabel.
Me impresionó ver la autoridad que tenía la niña que tras la rectificación de la guardiana se dignó a contestarle.
?Sí, es nuevo, acaba de llegar y aún no conoce las posturas.
Me voy a cenar, que me espere en mi habitación.
?Sí señorita Isabel.
Un vistazo me permitió ver que los otros niños que comían en aquel inmenso comedor llevaban un collar y algunos de los niños, los que eran más mayores que yo, más o menos de unos seis años, llevaban los testículos anillados.
Comprendí, o mejor intuí, que entre las guardianas había claras diferencias.
Supe después que a Isabel, por ser hija de quien era, las otras guardianas, al menos las que procedían de las clases sociales más bajas, le debían obediencia y respeto.
Tras la cena, la misma guardiana entradita en carnes a la que había besado las botas, me condujo a los aposentos de Isabel que no estaba y tuve que esperarla de rodillas en el suelo.
Por toda respuesta Isabel cogió la fusta y empezó a azotarme el culo mientras tenía que besarle los pies.
Lloré y supliqué pero Isabel me estuvo pegando hasta que se agotó.
Apenas dormí esa noche.
El culo me ardía y las muñecas me dolían.
Lloré en silencio por temor a despertar al ama Isabel que durmió plácidamente.
Al día siguiente me colocaron el collar alrededor del cuello.
Tenía una pequeña argolla en la parte posterior donde podían pasarme una presilla a modo de correa.
Isabel me paseó arriba y abajo de un inacabable pasillo alicatado con baldosas rugosas.
?Para que se te hagan las rodillas – me comentó.
Aquella noche tenía las rodillas en carne viva.
Era incapaz de aguantar arrodillado.
Cuando me desplazaba dejaba tras de mí las huellas de mi sufrimiento en forma de acuosas y sanguinolentas manchas sobre el suelo.
Iba lento y eso me procuraba azotes en las nalgas que aún me escocían del castigo de la noche anterior.
Cuando por fin pude estirarme en el suelo fue como una liberación.
Al siguiente día Isabel empezó a trabajar con las diferentes posturas que debía adoptar en presencia de las guardianas.
?Las rodillas, más juntas, el culo en pompa, más alto… más… así, los codos y los antebrazos pegados al suelo… no, así no – me rectificaba dándome golpes con sus sandalias – las palmas de las manos boca abajo, los dedos estirados y juntos.
La primera vez que adopté la llamada postura de sometimiento fue ante una celadora a la que había visto el día anterior patear a una chiquilla en la cara porque, según la celadora, se resistía a aprender.
Otras dos guardias se la llevaron echando sangre por la nariz y la boca.
Yo me quedé muy asustado.
Isabel me entregó a ella y rápidamente adopté la postura que había aprendido.
?Las rodillas más juntas – escuché la voz de la guardiana de las botas de afilados tacones.
Dejé escapar un grito de agónico dolor cuando uno de sus afilados tacones me perforó el dorso de la mano.
La cruel mujer hizo girar la bota a derecha e izquierda y noté cómo los huesecillos, castílagos y tegumentos de la mano se me desgarraban.
Levanté instintivamente la cabeza para mirar a mi torturadora.
Estaba de pie sobre mi mano y sonreía satisfecha.
Con la otra mano intenté sacármela de encima pero era imposible, aquella mujer debía pesar cuatro o cinco veces lo que yo.
?¡Al suelo la mano, al suelo! – me gritó y cuando logré obedecer me la pisó también.
Me clavó el otro tacón y escuché su risa.
Me quería morir.
El dolor era inenarrable.
?Está aún muy verde, Isabelita – oí que decía la señora que se hallaba de pie encima de mis manos.
?No hace ni una semana que ha llegado, pero creo que tiene madera.
Será una excelente mascota y un excelente esclavo.
Cuando la mujer me liberó las manos no pude soportar más y me eché a llorar.
Isabel se me acercó y agachándose a mi lado me acarició el pelo.
?Qué bonito pelo tienes, Lolo, no llores, ya pasó… ya pasó.
Aquellas palabras amables me emocionaron.
Yo sólo buscaba una mamá y sólo encontraba normas, órdenes que apenas comprendía y dolor.
La actitud de Isabel me conmovió.
Ella se encargó de curarme y no paró de darme besos y hacerme caricias.
Me emocioné.
Por la noche me permitió que durmiera abrazado a sus sandalias.
Las abracé y puse la cara apoyada en la parte de la suela que tenía las huellas de sus dedos marcadas.
Me sentí transportado, como si aquellas bonitas sandalias que calzaban los pies de la niña que me había tratado con tanto afecto tras el horrible dolor inflingido por aquella horrible guardiana, me protegieran de todo mal.
De la mano de Isabel aprendí a permanecer inmóvil durante horas vigilante al vaivén de un zapato que se balanceaba de la punta del pie de mi joven ama.
Aprendí a calzárselo cuando se desprendía de sus dedos, dejándolo en la misma posición de precario equilibrio y usando sólo mi boca para hacerlo.
Isabel se reía con una gran facilidad y resultaba contagiosa.
Me castigaba si no hacía las cosas bien, rápido y a su gusto pero era distinto a cómo lo hacían otras guardianas.
Ella era diferente.
El día que María, que seguía siendo mi tutora principal me separó de Isabel, lloré como un niño, en realidad eso es lo que era.
Fui adjudicado, para continuar mi adiestramiento, a una joven de dieciséis años de la que pronto me enamoré.
El recuerdo de Isabel fue reemplazado por la adoración que llegué a experimentar por Karima.
Era una muchacha blanca de cabello largo Tenía la cara ovalada, ojos muy negros y almendrados, de mirada intensa, a veces triste, de labios sensuales y pómulos altos.
Era de una belleza salvaje.
Me contó que era del Cairo.
Su padre era un hombre muy rico y ella estaba haciendo su servicio social en el Centro de Acogida y Reeducación de menores.
Cuando empecé con Karima yo ya tenía seis años.
Fue con ella cuando empecé mi adiestramiento genital.
Fue ella quien me anilló.
Una abrazadera de acero con un fleje enroscable.
Con sus maravillosos dedos me masajeó mis pequeños testículos antes de proceder al anillado.
?Hasta que te acostumbres te molestará… bueno, es más exacto decir que te dolerá porque te hará herida, pero no te preocupes, terminarás por acostumbrarte y sólo quedará una molestia – me dijo mientras apretaba la palomita que cerraba la abrazadera que comprimía mis huevecitos.
Cuando el escroto quedó terso por efecto de la presión me los acarició con la palma de la mano.
Yo me sentía muy angustiado y cuando para probar lo ajustados que me los había dejado comenzó a palmeármelos sentí un dolor tan brutal que comencé a llorar y a gritar.
Karima me abofeteó y me pisó una mano.
No nos estaba permitido gritar ni montar escandalera con llantos efusivos, a lo sumo se nos dejaba gemir.
Yo ya tenía un buen entrenamiento.
Karima me pisaba las manos con los afilados tacones de sus botas y tan sólo manifestaba mi tremendo dolor con unos tristes gemidos, pero aquel dolor, aquella sensación nueva de dolor me resultó insoportable.
?¡Recuerda que eres una mascota, Lolo, las mascotas demuestran su dolor con gemidos que no molesten a sus amas! ¿Entendido? – me gritó.
Asentí y rápidamente me coloqué en posición de ser perdonado, la barbilla sobre las puntas de los pies de mi adiestradora que se sintió satisfecha y no me pisó.
Cuando me tenía que poner en posición de ser perdonado siempre me pisaban con el tacón afilado de sus zapatos.
Solían clavármelo en el hombro, a veces me aplastaban las uñas de las manos.
Karima era muy buena conmigo.
?Ahora ponte de nuevo en posición de palpado – me ordenó fingiendo enfado en la voz.
De las cuatro posiciones básicas que debíamos adoptar en presencia de las adiestradoras, la de sometimiento y la de perdón eran muy similares.
En las dos debíamos permanecer de rodillas con el culo en pompa, los codos y antebrazos pegados al suelo y lo único que variaba era la posición de la cabeza y de las rodillas.
En la de sometimiento la cabeza se colocaba entre las rodillas de manera que éstas quedaran separadas un par de palmos, en tanto que en la de perdón la barbilla se apoyaba en el suelo delante de los pies de la celadora y las rodillas juntas.
En la de espera permanecíamos de rodillas, nos sentábamos en los talones, manteníamos los codos pegados al cuerpo, los brazos extendidos, las manos colgando fláccidas y la lengua fuera, jadeando.
En la de palpado nos acostábamos sobre la espalda con las rodillas flexionadas y los muslos separados, como una tortuga panza arriba, de manera que nuestros anillados genitales quedaran totalmente expuestos y a merced de nuestras adiestradoras.
Adopté esta última posición.
La blanca pero suave mano de Karima me rodeó el hinchado escroto y me estremecí esperando de nuevo sentir aquel dolor abrumador de nuevo, pero esta vez su maravillosa mano no me golpeó los testículos sino que me los acarició.
Gemí, pero esta vez de alivio.
El adiestramiento también consistía en saber modular los gemidos.
Teníamos que saber dar el tono de angustia o el de felicidad adecuado en función de si recibíamos dolor o placer.
Desde que fui anillado por primera vez a los seis años la acción de mis domadoras sobre mis genitales fue constante.
En el palpado combinaban placer y dolor.
Con Karima pasé otros dos años de mi adiestramiento.
Me tenía horas y horas inmóvil, de rodillas sosteniendo una bandeja, un cenicero, sus zapatos… lo que
?Tienes ya ocho años, nencho, deberías dejar de llorar cada vez que te piso las bolitas.
Sólo gemir, Lolo, recuerda, gemidos solamente.
A nadie le gusta ver llorar a su mascota.
Y yo me esforzaba en controlar el dolor para convertirlo en tristes gemidos.
María, mi tutora, decidió que Karima ya había cumplido conmigo su parte del adiestramiento.
La joven Teresa la sustituyó.
La joven Teresa era una mujer afable, de bondadoso rostro, que debía rondar los 28 años de edad.
Aquel cambio fue traumático para mí.
Y no porque la joven Teresa me tratara peor de lo que lo habían hecho Isabel y Karima, no, lo fue porque aquella mujer tenía la virtud de recordarme a mi madre.
Y no por que se le pareciera, no, sino porque en mi devastada y frágil personalidad ocupó el lugar de una madre.
Isabel y Karima me habían recordado a mis hermanas sin que se parecieran a ninguna de ellas en tanto que la joven Teresa me recordaba a mi madre.
Ella fue la que consiguió que anhelara el que me hiciera sufrir porque después de hacerme saltar lágrimas de dolor, cosa que conseguía con refinados y muy variados métodos, solía acogerme en su generosa seno.
Me subía a su regazo, se bajaba el tirante de su vestido y me permitía que me perdiera entre sus blandos pechos.
?Ven con mamá pequeñín – me decía la joven Teresa y yo trotaba como un perrillo, contento y feliz y me lanzaba a besar sus grandes pies con frenética devoción canina.
A estas alturas de mi corta vida llevaba ya seis años como mascota y había desarrollado una obsesiva fijación por los pies de mis guardianas al igual que por sus zapatos.
Me vida, desde que empecé a ser adiestrado, había transcurrido de rodillas a los pies de niñas, muchachas y mujeres, siempre obligado a besarlos.
Apenas podía concebir otro olor más agradable que aquel que había impregnado mis fosas nasales constantemente.
Cada vez que me postraba a los pies de mi adorada, amada y temida joven Teresa, antes incluso que la vista, entraba en acción toda mi capacidad olfativa.
Mi joven Teresa fue quien me inició en el control de mi placer genital.
Estirado en el suelo mi cuerpo pequeño era utilizado para que descansara sus hermosos y grandes pies.
De vez en cuando me acerca una de sus mullidas plantas a los labios para que la besara.
Me llenaba de su olor y me envolvía con su mórbida calidez.
Después el otro pie lo desplazaba hasta mi pollita y la acariciaba.
La primera masturbación que la señora Teresa me realizó la hizo acariciando mi polla con la suave planta de su pie.
No tuve eyaculación, aún tardaría un año en dejar de tener orgasmos secos, pero el placer fue tan grande, tan intenso, tan brutal que ya nunca más pude disociarlo del contacto, visión y olor de unos pies de mujer.
Mientras mis explosiones de placer fueron secas, sin eyaculación, la señora Teresa me permitió gozar libremente de sus tocamientos.
Pero cuando tuve mi primer orgasmo húmedo, con un pequeño derramamiento de semen, empezó mi verdadero adiestramiento genital.
?Bueno, mi pequeño nencho, se te ha acabado el gozar.
A partir de hoy deberás aprender a controlar las eyaculaciones.
Por mucho que te masturbe tan sólo podrás eyacular si yo te lo permito.
Ahora ven con mamá, hombrecito – me dijo abriendo sus brazos de carnes fofas con los que me rodeó como si fuese una suave manta mientras me cubrió de besos.
La joven Teresa fue mi última adiestradora.
Pasé con ella cuatro años, de los diez a los catorce.
Ella fue la responsable última de mi vocación irreversible, de mi verdadera transformación en mascota, en niño perro.
Cuando se detenía empezaba mi torturante éxtasis.
Mis ojos se quedaban clavados en sus pies, esperando que uno de ellos se deslizara del interior de su zapatilla para rascarse la pantorrilla de la otra pierna, momento en que mi nariz comenzaba a olisquear su planta y mis labios buscaban la suave textura de su carnosidad olorosa.
?¡Qué travieso eres,nencho! – me decía cuando como un perrito fiel me lanzaba a juguetear con sus pies.
Observar el movimiento de sus pies en el momento de abandonar la vieja zapatilla me daba idea de si estaba enfadada o contenta.
Yo no sabía nunca si había hecho las cosas bien y a su gusto,
Si su pie se deslizaba lentamente de la zapatilla sabía que me esperaba un castigo.
Si por el contrario lo hacía de manera despreocupada quería decir que quería jugar conmigo.
Los últimos dos años los pasé pensando en mi futuro próximo.
Estaba relativamente cerca el día en que sería alquilado o vendido a alguna adinerada familia para ocupar el puesto de mascota y ese pensamiento me atormentaba.
Me daba miedo abandonar la seguridad que había llegado a sentir con mi joven Teresa.
Cada vez que las puertas de la fortaleza se abrían para dejar paso a las futuras compradoras, se me encogía el estómago pensando que podía ser yo el elegido.
Ya estaba en edad y por tanto muchas veces, según el perfil solicitado, pasaba varias horas expuesto a la vista y manoseo de futuras posibles compradoras.
En las salas de exposición podíamos estar una cincuentena de niños de todas las edades, desde unos pocos meses de vida hasta algunos muchachos algo mayores que yo.
Según me explicaba la joven Teresa había señoras que preferían comprar una mascota pequeñita para ser ellas mismas las que la adiestraran.
Otras preferían quedarse a una ya bien entrenada, como yo por poner un ejemplo, lo que eso significaba que había de estar ya crecidita.
?Tú no te preocupes mi niño – me decía la joven Teresa antes de que se me llevaran para ser expuesto y ella misma comprobaba mis genitales y me atusaba el pelo – vas a causar una magnífica impresión en quien te adquiera hijito, te lo aseguro.
Muchas de estas señoronas y señoritas se piensan que ellas mismas pueden adiestrar a una criaturita de apenas un par de años.
No sé que se pensarán, entiendo que a muchas les haga ilusión lucir a casi un bebé como mascota pero sabes qué ocurre? Pues que después nos los tienen que devolver para que los reeduquemos.
Y entonces es más difícil.
Venga nencho, en posición de agradecimiento, ya…
Yo adoptaba la posición de sometimiento y esperaba ansioso que me acercara sus grandes pies a los labios para poder besarlos.
Había señoras, y muy especialmente jóvenes señoritas, que se mostraban muy torpes en el manejo de mis genitales y entonces me hacían mucho daño.
Algunas no eran torpes sino que eran crueles y buscaban causarme dolor para ver mi reacción.
Hubo una, joven, de veintipocos años, que se empeñó en quemarme las tersas bolas con su cigarrillo.
Suerte que María, que seguía siendo mi tutora legal se lo impidió.
?Lo siento señorita, no podemos permitir que estropeen la mercancía.
Si usted lo compra y quiere divertirse quemándole los testículos con el cigarrillo es cosa suya, pero mientras sea propiedad del Centro limítese a tocarlo.
Puede comprobar su resistencia al dolor sin necesidad de quemarlo – le dijo María con firmeza.
La joven se mostró airada, recurrió al típico, «sabe usted quien es mi padre?», pero no le sirvió de nada, María se mostró suavemente firme, tal y como era ella.
Finalmente la joven tuvo que renunciar a sus crueles pretensiones pero se cebó a la hora de presionar mis testículos.
Lo hizo pisándomelos con la suela de su sandalia.
Yo me hallaba en postura de ordeño, de espaldas al suelo, con las piernas encogidas y separadas para mostrar mi anillado y mi pene, que ahora tenía ya unas dimensiones más que considerables.
?No decía que no lloraban ni gritaban? – le dijo la altiva muchacha dejando de pisarme cuando yo, incapaz de soportar el dolor, lancé un gemido que más pareció un alarido que un lamento y rompí a llorar.
?Está claro que esta mascota aún no está a punto – intervino rápidamente María que llamó a una guardesa para que me devolviera a la señora Teresa – ¡Llevense a nencho y díganle a Teresa lo que ha ocurrido, que tome medidas! – ordenó y se llevó a la cruel muchacha a la siguiente mascota.
La celadora me engarfió la traílla en el collar y tiró de mí con fuerza.
La seguí a cuatro patas hasta las estancias donde era adiestrado.
Teresa se llevó una gran decepción cuando la celadora le refirió lo sucedido.
?Acércate nencho es una lástima pero tendré que tomar medidas.
Tráeme las botas, empezaremos ahora mismo a poner remedio a esa debilidad tuya.
Me encaminé al armario a cuatro patas y cogiendo con los dientes los extremos de las altas botas regresé gateando a sus pies.
La calcé con la acostumbrada veneración y luego me hizo colocar en posición de ordeño genital.
Estuvo varios días con el tratamiento, pisándome los testículos con sus botas.
La señora Teresa sabía cómo hacerme daño y se esforzó en que lo supiera yo.
María, tras el incidente, vino a consolarme varias veces.
Ya no era aquella joven a la que conocí el primer día que entré en el Centro, ahora era una mujer, toda una mujer, la más hermosa de todas, que seguía manifestándome gran cariño y afecto.
?Lo siento nencho , pero una de tus características es la resistencia al dolor y has fallado.
Teresa tendrá que aplicarte unas sesiones especiales de adiestramiento en este sentido.
No suelen mostrarse tan crueles como aquella estúpida pero no podemos permitirnos más errores.
También en posición genital, me tenía a su lado.
Ella sentada en su sillón, yo echado de espaldas a su izquierda.
Teresa era zurda.
Dejaba el brazo caído su mano sobre mi pene.
Podíamos pasar horas en los que ella me lo acariciaba con una dulzura que no podía llegar a imaginar.
La resistencia genital ya la habíamos ensayado anteriormente por lo que empezaba a aguantar largos períodos de caricias.
Unas veces era con la mano, otras me hacía colocar delante del sofá para acariciarme el miembro con las suaves plantas de sus pies.
Teresa empezaba el lento y dulce masaje y no lo detenía hasta que eyaculaba.
Tras la eyaculación venía el castigo.
La crueldad del castigo era inversamente proporcional al tiempo que había tardado en eyacular.
Cuanto más tardaba menos cruel era.
Llegó el día que tras varias horas de manosearme y con mi pene tieso como un palo, Teresa abandonó por cansancio.
?Diría que ya estás en las condiciones idóneas.
Ahora sólo falta que eyacules a mi orden.
¡Córrete! – me ordenó sin tocarme.
No me costó nada.
Desbloqueé mi mente y el semen salió disparado como si me la estuvieran chupando.
Lloré de felicidad cuando Teresa me mandó subir a su regazo y me abrazó y me besó en los labios metiéndome la lengua hasta la garganta como premio por mi aprendizaje.
Me pareció terriblemente excitante e incestuoso.
Era como besar a mi madre.
Después me enterró la cara entre sus generosos pechos y me quedé dormido, con el pene aún enhiesto y los huevos a punto de explotar.
El día que cumplí los 11 años fui comprado.
Aquella mañana la joven Teresa me mimó especialmente después de hacerme pasar la noche en vela.
Fue como si tuviera una premonición desde el mismo momento que María le anunció que debía prepararme para la exposición.
?Te va a doler, nencho , es un castigo pero también te irá bien para tu preparación, no se sabe nunca quien te va a comprar.
La joven Teresa levantó la pierna.
Yo le había tenido que calzar sus zapatos de salón negros de fino tacón que tanto me gustaban.
Apoyó el tacón en la entrada de mi ano y presionó ligeramente.
Sentí un ligero dolor en la roseta anal.
?Relájate o será muy doloroso,nencho.
No pases pena, si tienes ganas de llorar tienes mi permiso.
Gemí con angustia pero contuve mi dolor cuando la joven Teresa apretó más y el tacón comenzó a penetrar en mi ano.
Sentí cómo me iba desgarrando a medida que la joven Teresa presionaba más y el tacón iba avanzando por el tracto rectal.
Finalmente la joven Teresa dejó de presionar con su pie.
Había enterrado el tacón en su totalidad, hasta que era imposible, por el grosor que iba aumentando, que penetrase más en mis entrañas.
Se descalzó, retiró el pie y me dejó el zapato clavado.
?Lo llevarás puesto hasta mañana… a ver, date la vuelta, quiero verte el pene.
La joven Teresa se sonrió al ver que a pesar del dolor me había excitado con la penetración.
?Pasarás la noche a mis pies, besándolos.
Si me despierto y estás dormido y mi zapato no está donde lo he dejado te haré llorar… y mucho.
A la mañana siguiente la joven Teresa al descubrir que su zapato seguía clavado en mi ano y que seguía arrodillado besando sus pies, para recompensar mi abnegación y mi ciega obediencia me permitió subir a su cama y estuvo abrazándome y besándome y me dejó jugar con sus pechos maternales.
Cuando María le comunicó que me preparase para la exposición la joven Teresa se mostró seria y preocupada.
Era como si intuyese que aquel iba a ser el último momento que compartiríamos juntos ella y yo y se mostró muy dulce conmigo.
Me prepararon y fui colocado en el expositor junto con otras mascotas.
Se abrieron las puertas y entraron una docena de señoras y señoritas.
***
Con nada lé, con nada me fui.
Fue visto y no visto.
Un flechazo.
Yo la elegí y ella me eligió.
Tenía la edad de María cuando llegué al Centro y físicamente se le parecía, pero lo más gracioso es que se llamaba Mariam, que es una de las formas del nombre que se da a la Virgen y que tan bien se adecuaba a ambas.
Mariam, de ahora en adelante el ama Mariam, era la mujer más hermosa que jamás había visto, y había visto muchas.
La mayoría de mujeres que acudían a comprar al Centro lo eran.
Será que el dinero embellece y todas esas señoras y señoritas que se paseaban entre los huérfanos expuestos para decidir cuál de ellos iba a ser su mascota tenían de ambos: belleza y dinero.
Lo que más me dolió fue que no pude despedirme del ama Teresa.
Aquella mujer con la que había pasado los últimos cinco años de mi vida y que había perfeccionado mi entrenamiento y me había inculcado el gusto por el sometimiento, que había hecho que amase mi función social en esta vida, permanecería en mi recuerdo por siempre jamás.
—¡Agárrate fuerte, no te me vayas a caer! Con lo que me has costado sólo faltaría que diera un frenazo y te me partieras la crisma.
No estás asegurado, sabes?
Iba de rodillas en el asiento del copiloto.
Yo miraba por la ventanilla totalmente extasiado.
Era la primera vez en nueve años que salía del Orfanato y todo era nuevo para mí.
Había adoptado la posición de espera, la única posible dentro de un automóvil, máxime si había de ir encima del asiento delantero.
De vez en cuando giraba la cabeza para mirar a mi nueva propietaria.
Era preciosa.
Tenía el pelo negro, azabache, de un negro azulado de tan intenso, que le caía hasta los omoplatos en una cascada de tirabuzones y bucles entre los que deseaba perderme.
Sus ojos eran verdes, como esmeraldas, y tenían un brillo especial.
El ama Mariam iba concentrada en la carretera pero de vez en cuando me miraba por el rabillo del ojo y yo inmediatamente volvía la cabeza hacia la ventanilla donde los árboles pasaban a gran velocidad.
?Te gusta la música, Lolo? – me preguntó el ama Mariam con una dulzura que me recordó de inmediato al ama María.
Asentí jadeando expresivamente.
Durante esos últimos nueve años había aprendido a comportarme como se esperaba de mí que lo hiciera.
La mano del ama Mariam abandonó el pomo del cambio de marchas donde parecía que
—Buen chico, buen chico – se rió y volvió a revolverme el pelo.
Esta vez me abstuve de babear su blanca mano.
El viaje duró unas cuatro horas.
Cuando entramos en la ciudad donde vivían mis nuevas amas me quedé pegado a la ventanilla mirando con entusiasmo y sorpresa todo un mundo desconocido para mí.
Atravesamos la ciudad y llegamos a las afueras.
Allí no había altos edificios de viviendas.
Las casitas eran bajas, de a lo sumo un par de plantas.
Tenían la mayoría un pequeño jardín.
Era un barrio residencial.
En él seguro que vivían personas de gran poder adquisitivo y era más que probable que algunas, o muchas, tuvieran sus mascotas.
Ama Mariam salió del coche y me abrió la puerta.
Bajé sobre el cesped y me quedé a cuatro patas.
Ella me colocó la traílla en el collar y tiró de mí.
La seguí, con la mirada fija en sus pies y en sus pantorrillas.
Llevaba unos piratas amarillos que se cerraban por debajo de las rodillas y calzaba unas bailarinas del mismo color.
Troté con rapidez.
Estaba super entrenado y el dolor que me producía en las rodillas desplazarme de esa manera lo tenía tan integrado en mi cotidianeidad que apenas lo notaba.
Mi segunda ama en el Orfanato, el ama Karima, me hacía desplazarme de rodillas sobre un suelo cubierto de garbanzos crudos que se clavaban de manera cruel e inmisericorde en mis rodillas.
Eso lo hizo durante un año, al cabo del cual podía afrontar el desplazarme como un perro por cualquier superficie.
Ascendí los cuatro peldaños que daban acceso a la puerta principal y me quedé parado, en precario equilibrio en el último debido a que el ama Mariam se detuvo para introducir la llave.
Abrió y antes de pasar al interior de la vivienda llamó al timbre para anunciar su llegada.
Entré tras ella y en el recibidor me llevé mi primera sorpresa.
Un muchacho más jovencito que yo – debía rondar los 10 o 9 años de edad – estaba arrodillado con los brazos, ambos, extendidos hacia delante y doblados hacia arriba por los codos.
?Hola kendo, está el ama Zenobia en casa?
El tal kendo se inclinó rapidamente y besó las puntas de las bailarinas del ama Mariam para volver a ponerse en posición.
Supe que era la posición de recibimiento.
Aquel niño debía proceder de un centro como aquel del que yo provenía, sólo que debía haber sido instruido como sirviente.
—No ama Mariam, ha salido.
?Ha dejado dicho si volvería?
—No ama Mariam, al menos no a mí.
Posiblemente se lo haya dicho a Shamira.
El ama Mariam se sacó el fulard que rodeaba su cuello y lo dejó colgando en los brazos del esclavo.
Luego colgó su bolso en el codo del muchacho y continuó caminando.
Yo la seguí al trote no sin antes repasar al tal kendo.
El ama Zenobia, había dicho el ama Mariam.
¿A quien se refería? ¿Sería su hermana pequeña? ¿Su madre? De lo poco que me había hablado en el trayecto sabía que en la casa que me habían acogido debería servir, además del ama Mariam, a una muchacha más joven que ella, su hermana menor, y a la madre de ambas.
?Buenos días, señorita Mariam – oí una voz humilde.
Una muchacha, ya no demasiado joven, debía andar por la treintena aunque era difícil ponerle edad, saludó al ama Mariam con una inclinación de cabeza.
El ama Mariam pasó por su lado sin mirarla y se encaminó a uno de los butacones de amplios brazos donde se dejó caer con indolencia, atravesada, con las piernas colgando por uno de los reposabrazos.
?Éste es nencho, Shamira… ¡nencho … saluda a Shami! Ella es nuestra sirvienta, pero no es esclava por lo que debes tratarla con respeto.
Me acerqué a la joven que llevaba una bata de trabajo, sin mangas y grandes bolsillos.
Llevaba un pañuelo azul y blanco que le cubría la cabeza y calzaba unas zapatillas viejas, que dejaban unos grandes pies al descubierto.
Tenía la tez bastante pálida y supe que venía del Magreb.
Llegué frente a la sirvienta y humildemente me incliné para besarle los pies.
Como su rostro, sus pies eran de piel pálida y sus uñas estaban sin pintar.
Eran unos bonitos pies que dejaban escapar un aroma a sudor que olisqueé con frenesí entre las junturas de sus dedos grandes y bien formados.
?¡Jajajaja…! ¡Fíjese señorita, me olisquea los pies! Pobrecillo – se compadeció la buena de Sahamira.
?Claro, qué esperabas, es una mascota-perro.
¡nencho! – me llamó y yo levanté la cabeza y me puse en tensión, como un perdiguero que ha olido una presa de caza para su amo en el transcurso de una cacería – ¿Has comido?
Negué con la cabeza.
No sabía si gemir o responder.
Aún no tenía claro qué se esperaba de mí.
?¡Acércate! – me ordenó el ama Mariam.
Gateé con la máxima elegancia de la que era capaz y me acerqué a la señorita que balanceaba ligeramente las piernas.
Una de las bailarinas colgaba de los dedos de su pie.
Calculé cuanto podía tardar en desprenderse de aquel lindo pie si seguía con el mismo ritmo de balanceo.
El cálculo me dio un par de minutos.
Estaría atento por si se desprendía.
?¿Has comido? – repitió la pregunta.
?No mi ama –respondí adecuadamente.
?¡Llévatelo a la cocina, Shamira! No le des demasiado, ya sabes qué dice mamá sobre la alimentación de los esclavos.
Después lo limpias bien, ya sabes… en el jardín.
Mamá querrá que esté limpio.
?Sí señorita Mariam.
La magrebí me cogió de la traílla y tiró de mí sin consideración alguna provocándome un fuerte tirón en el cuello.
Rápidamente adecué mi gatear a sus pasos para evitarme más dolor innecesario.
La seguí hasta la cocina con la vista fija en sus redondas pantorrillas y sus pies grandes y pálidos.
Aquella mujer tenía una palidez enfermiza que no dejaba de atraerme.
No vi que hacía pero sí oí ruido de cacharros y el golpeteo de una cuchara de palo sobre un recipiente de cerámica que resultó ser mi cuenco.
?Aquí haré que graben tu nombre, «nencho », para no confundirlo con el de kendo y kathy.
Ellos ya tienen su nombre grabado en su escudilla – me dijo mientras dejaba en el suelo un bol lleno de una pasta oscura y gelatinosa que resultó ser comida para perros enlatada – venga, come, come… a kendo le encanta.
Si no te lo comes todo se lo comerá él, seguro, y además tendré que decirle a la señora que has rechazado la comida y eso la irrita de manera espantosa.
Shamira hablaba sin parar mientras me empujaba la cabeza hacia el cuenco.
Yo me resistía porque aquello que me habían puesto para comer era de aspecto desagradable.
?Mira nencho, si no comes se lo diré a la señora.
Piensa que la señora es muy buena pero tiene un pronto horrible.
No tolera desobediencias en sus esclavos.
A Kathy hizo que le cosiera los labios el primer día, nada más llegar.
La muchacha se negó a comer, como tú ahora.
Te aseguro que ahora se comería uno de mis zurullos si le dijera que lo había cagado el ama y que quiere que se lo coma.
Shamira estalló a reír en grandes carcajadas.
Se había sentado en un taburete y tenía los pies a cada lado de mi cuenco.
Levanté la cabeza y la miré.
Ella sonreía.
Me pegó una bofetada sin dejar de reír.
Tenía las manos grandes, como sus pies.
Incliné la cabeza y metí el morro en el cuenco.
Empecé a comer.
No estaba mal.
Al tercer bocado ella apartó el cuenco de una patada.
Rodó por el suelo y se desparramó el contenido.
Me quedé mirando como un idiota sus pies.
?¡Recógelo todo y limpia el suelo, rápido! – me ordenó arrojándome una bayeta húmeda a la cara.
Ya no iba a comer nada más en todo el día.
Shamira me estaba demostrando que a pesar de ser una sirvienta, una criada, estaba por encima de mí, y no pocos peldaños, y que en cualquier caso buena parte de mis comodidades o incomodidades habría de debérselas a ella.
Una hora después vi salir al jardín al ama Mariam.
Vino hacia mí con su caminar grácil.
Me desató y me liberó de las esposas.
Me arrojé al suelo a besar sus pies pero ella me apartó pisándome con su bailarina.
?Creía que estabas mejor enseñado.
¡Shamira, tráeme la fusta y átalo! – gritó poniéndome el pie sobre la nuca para mantenerme inmovilizado.
El ama Mariam tenía razón.
No debía haberme arrojado al suelo a besar sus pies.
Había sido una ingénua muestra de buena voluntad por mi parte, pero también un error que el ama Mariam iba a hacerme pagar caro.
Mientras Shamira volvió a esposarme y atarme al árbol, Mariam jugueteó con la larga fusta de equitación, rasgando el aire con ella.
?¡En posición de sometimiento! – ordenó Mariam.
La posición de sometimiento, de rodillas con el culo en pompa, los codos y antebrazos pegados al suelo y la cabeza colocada entre las rodillas de manera que éstas quedaran separadas un par de palmos, de manera que los genitales quedaran obscenamente expuestos, era la posición que se utilizaba para los castigos habituales.
?Apriétale más la abrazadera de los testículos, Shamira – ordenó el ama Mariam.
Sentí un pellizco brutal en el escroto cuando la magrebí cerró cinco pasos de golpe la arandela metálica que comprimía mis genitales.
Gemí intensamente de dolor, pero ni grité ni lloré.
?¡Llévalo dentro, Shamira, y lo subes a la habitación de mamá.
Está al llegar!
?Sí señorita Mariam – dijo Shamira con una humildad que contrastaba con la aspereza con la que me había tratado a mí.
Shamira tiró de la correa con fuerza, sin molestarse en quitarme las esposas y sin aflojar la presión de la abrazadera que me estaba matando de dolor.
El ama Mariam no me dijo porqué me había castigado pero yo lo sabía.
En mi entrenamiento, especialmente la joven Teresa en los últimos años, me había metido en mi cabezota que como perro, como mascota, no debía iniciar por mi cuenta ninguna acción que conllevara contacto con mis amas.
Ellas ya me harían saber cuando quisieran de mí alguna muestra servil, de sumisión.
No era imprescindible verbalizar las órdenes, podían simplemente usar un gesto mínimo, como mover un pie delante de mis ojos.
En mi necesidad de agradecer que me soltara las muñecas había interpretado erróneamente su benevolencia con una señal para que lamiera sus pies y por tanto tenía que ser castigado.
Shamira me hizo subir los peldaños que llevaban al primer piso dándome terribles tirones a la correa.
El cuello me dolía horrores, casi tanto como mi culo y nada comparado con el ardor constante que sentía en mis aprisionados genitales.
Me mantuvo esposado y por las muñecas pasó una cadena que ató a la pata de la cama.
La criada salió y me dejó solo.
El dolor constante me hizo sentir el paso lento del tiempo.
Finalmente oí voces abajo.
Reconocí la voz del ama Mariam e identifiqué la de otra mujer más mayor.
Por los retazos de conversación que me llegaron inferí que se trataba del ama Zenobia, mi ama, mi señora, mi dueña absoluta.
Rápidamente me coloqué en posición de sometimiento.
Me costó lo mío por la dificultad de lidiar con mis manos esposadas a la espalda pero logré colocarme en la posición en la que debía esperar a mi dueña.
Sentí un cosquilleo de emoción en mis hambrientas tripas cuando oí dos tipos de pasos subir las escaleras.
Unos, más silenciosos, correspondían a las bailarinas del ama Mariam, los otros eran los de un taconeo brioso.
En la posición de sometimiento, al igual que en la de perdón, el campo de visión que tenía se veía reducida a un par de palmos, a lo sumo tres, por encima del nivel del suelo.
Estaba muy nervioso.
El dolor en mis genitales estrujados y pinzados por la abrazadera no hacía más que contribuir a mi angustia ante la inminente llegada de la que tenía que ser mi gran señora.
Primero aparecieron las bailarinas del ama Mariam.
A continuación noté una temible reacción en mi miembro cuando vi los zapatos de tacón del ama Zenobia.
Tuve que calcular su altura a través del tercio que pude ver de sus piernas.
Tenía los tobillos armoniosos pero contundentes.
Pude ver el inicio, o final según se mire, de la curva inferior de sus pantorrillas y lo que más me impactó: sus zapatos.
?Ahí lo tienes madre – escuché lejana la voz del ama Mariam.
Deseé oír la voz de la señora Zenobia.
La imaginé en mi cerebro.
Cuando la escuché no me decepcionó: era el tipo de voz que esperaba oír, autoritaria pero envolvente, suave per o a la vez profunda.
?Déjame a solas con él – dijo.
Mariam se retiró.
Por el movimiento sutil de sus piernas supe, o deduje, que Mariam le había hecho una breve reverencia a su madre.
Aquello aún me excitó más.
Estaba ante una mujer poderosa y eso me tenía encogido de miedo.
Los pies de Zenobia avanzaron sobre la mullida alfombra hasta detenerse a escasos centímetros de mi cara.
Esta vez no iba a cometer el error de ponerme a lengüetear sus zapatos sin ton ni son.
Elevé un poco más el culo y separé un par de grados más los muslos.
La mano del ama Zenobia descendió hasta mi postrado rostro y me acarició la mejilla.
Sentí la fragancia de su olor muy cerca y a su contacto me estremecí.
Fue un contacto blando pero firme.
Su mano era grande y sus dedos bien formados, terminados en unas uñas largas y redondeadas con una manicura china de tal calidad que me permitió ver reflejada en ellas mi propia cara.
El ama Zenobia pasó un pie por encima de mi cabeza y fue a sentarse en su sillón.
?¡Aquí, Lolo! – me llamó – ¡Corre, ven… ven bonito… ven…!
Por el tono empleado para llamarme supe lo que quería.
Me puse en cuatro patas y troté sobre la mullida alfombra.
Llegué junto a ella y adopté la posición de espera, sentado sobre mis talones, los codos pegados a los riñones, los brazos extendidos y las manos colgando fláccidas mientras jadeaba con la larga lengua fuera.
El ama Zenobia me sonrió.
En la posición en que me hallaba pude verla por completo y de cerca.
Era hemosa, tal y como me la había figurado.
Treinta y algunos años, estatura media, cabello castaño cortado en media melena, rostro ovalado, labios gruesos y sensuales, pecho generoso, anchas caderas, muslos poderosos y manos de diosa.
Llevaba un vestido veraniego, de tela vaporosa y escote pronunciado.
Había cruzado las piernas y mostraba unos muslos de una redondez suave e hipnótica.
Su mano se movió hacia mis genitales estrangulados y las yemas de sus dedos acariciaron mi escroto.
?Estás muy apretado… esto tiene que dolerte, chico – me dijo y con habilidad, con una sola mano, alivió la presión en mis testículos aflojando la palomita que cerraba la arandela metálica.
Cerré los ojos ante el inmediato alivio que experimenté.
La señora se dio cuenta y cuando abrí los ojos vi que me sonreía.
?Échate aquí, a mi lado, panza arriba… voy a tocarte un poco… pero no te corras.
Gemí suavemente y me puse en posición de palpado genital, con las pierna
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