Pequeño detalle final….
El mejor final que tuve…..
Terminamos en unos arbustos cerca de una autopista, donde me dio duro contra un árbol, su verga de 8 cm, peluda y venosa, follándome como si fuera enorme. Me llenó el culo de leche mientras yo gritaba como zorrita, mi semen salpicando mi top. Descansamos hablando cosas calientes, y las ganas nos ganaron otra vez. En la segunda ronda, Marco me estaba rompiendo en cuatro cuando tres chicos del barrio nos pillaron. Marco, avergonzado por su micropene, salió corriendo, pero yo, cachonda y sin pudor, dejé que los tres me cogieran. El tatuado, el moreno y el de la gorra me dieron duro, turnándose en mi culo y mi boca, llenándome de leche hasta dejarme tirada en la tierra, mi falda arrugada, la tanguita rota y mi culito goteando semen.
Los chicos se fueron riéndose, y yo me quedé ahí, entre los arbustos, jadeando, con el cuerpo temblando de tanto placer. Intenté ponerme de pie, pero mis piernas eran gelatina, y la falda apenas cubría mi culo lleno de leche. Estaba recogiendo mi tanguita rota cuando escuché pasos pesados y un carraspeo. Levanté la vista, y mi corazón se detuvo: dos policías estaban frente a mí, uniformados, con botas negras brillantes y caras serias. Uno era alto, de unos 40 años, con bigote espeso y ojos duros; el otro, más joven, unos 30, musculoso, con barba rala y una mirada que me atravesó. «Vaya show que diste, putita», dijo el mayor, cruzándose de brazos, mientras el otro sacaba su celular y me mostraba un video.
Ahí estaba yo, en primer plano, gritando como zorra mientras los tres chicos me follaban. Mi cara de nena puta, con el gloss corrido y los ojos vidriosos, se veía clarísima. «Esto se ve mal, ¿sabes?», dijo el joven, riéndose. «Hicimos una grabación completa desde esos árboles». Me puse pálido, el sudor frío corriéndome por la espalda. Fuera de la cama, soy un caballero, alguien que cuida su reputación. Si ese video salía, mi vida se arruinaba. «Por favor, no… no lo publiquen», supliqué, mi voz temblando, todavía de rodillas en la tierra.
El mayor se acercó, su bota crujiendo las hojas, y me miró de arriba abajo. «Podemos arreglarlo, zorrita, pero vas a hacer lo que te digamos». El joven agregó: «Nos gustó lo que vimos, y queremos nuestra parte». Del susto, no pude ni pensar. Asentí, pálido, y ellos me ordenaron: «Levántate y síguenos». Me puse de pie como pude, la falda pegada a mis muslos, el culo goteando leche, y caminé detrás de ellos, mi tanguita rota en la mano. Me llevaron a una patrulla estacionada cerca, y manejaron en silencio hasta una casa vieja en las afueras, un matadero abandonado con paredes descascaradas, olor a humedad y tablas rotas en el suelo.
Adentro, el ambiente era oscuro, con un colchón mugriento en una esquina y una bombilla colgando del techo. «Aquí nadie te va a escuchar, putita», dijo el mayor, quitándose el cinturón con un ruido seco. El joven cerró la puerta, y los dos se pararon frente a mí, sus uniformes apretándoles los cuerpos. «Quítate eso», ordenó el joven, señalando mi falda y top. Temblando, me desnudé, quedándome solo con las medias altas, mi pene pequeño duro a pesar del miedo, mi culito brillando con la leche de los chicos. «Mira qué zorra», dijo el mayor, y se bajaron los pantalones al mismo tiempo.
Sus vergas eran enormes: la del mayor, unos 22 cm, gruesa, venosa, con un nido de pelos negros en la base; la del joven, un poco más corta, 20 cm, pero igual de ancha, peluda y con una cabeza gorda que goteaba. Me arrodillé sin que me lo pidieran, mi instinto de nena puta tomando el control. «Chúpala, zorrita», gruñó el mayor, y me metí su verga en la boca, lamiendo el sudor y el calor, sus pelos rascándome los labios. El joven se puso atrás, escupiéndome el ano con un salivazo espeso que se mezcló con la leche que ya tenía, y metió dos dedos, abriéndome mientras gemía contra la polla del mayor.
«Qué culo roto», dijo el joven, y me la metió de un empujón, su verga enorme estirándome hasta el límite. Grité, pero el mayor me agarró el pelo y me folló la boca, sus bolas peludas golpeándome la barbilla. «Traga, puta», gruñó, mientras el joven me embestía el culo, sus manos apretándome las nalgas hasta dejarlas rojas. Me pusieron en cuatro en el colchón mugriento, el mayor follándome la boca y el joven rompiéndome el culo, sus vergas moviéndose como pistones, el sonido húmedo y sucio llenando el matadero. Mi pene goteaba en el colchón, y yo gemía como zorrita, perdida en el placer a pesar del chantaje.
Cambió el joven a mi boca, su verga sabiendo a mi propio culo, y el mayor me montó el culo, su polla gruesa abriéndome más, sus pelos rascándome la piel. «Qué rica nena», dijo, cacheteándome las nalgas mientras me daba duro, el colchón chirriando bajo nosotros. Me pusieron boca arriba, el joven levantándome las piernas y follándome el culo mientras el mayor se pajeaba encima, salpicándome la cara con gotas tibias. «Córrete, zorrita», ordenó el joven, y me pajeé, explotando con un gemido, mi semen salpicándome el pecho mientras ellos seguían, turnándose en mi culo hasta que ambos se corrieron, llenándome con chorros calientes que me chorrearon por las piernas.
Me dejaron tirada en el colchón, el culo roto, goteando leche de los cinco hombres que me habían cogido ese día, las medias rasgadas y mi cuerpo temblando. «Buena puta», dijo el mayor, limpiándose la verga con mi falda antes de guardarla. El joven me miró y dijo: «Si dices algo, este video sale a la luz. Somos policías, nadie te va a creer». Asentí, todavía pálido, y ellos me llevaron en la patrulla hasta cerca de mi casa, dejándome en una esquina con la falda arrugada y el culo ardiendo. «Guarda las apariencias, zorrita», dijo el mayor antes de irse, y yo caminé a casa, mi lado caballero volviendo poco a poco, pero sabiendo que mi nena puta había vivido la aventura más sucia de su vida.
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