PERDÍ MI VIRGINIDAD CON MI PROFESOR, A LOS ONCĘ.
Me incorporé con esfuerzo, apoyado en los codos. Las piernas aún temblaban como flan. «Profe… duele un poco todavía..
El recreo fue una tregua falsa. En el baño, me encerré en un cubículo. Al bajar el short, vi la marca roja donde apretó. Cinco puntitos como un sello. *¿Ejercicios?* Sabía lo que quería. Recordé a Jhon en el manglar: «Es nuestro juego, Danielito». Pero esto no era juego. Era caza.
En la última clase, la profesora de inglés pidió leer en voz alta. Cuando me tocó, Ramiro murmuró «puta» bajo el murmullo del ventilador. Todos rieron. Las palabras se atascaron en mi garganta. «Daniel, continúa», dijo la profesora, mirando mis muslos apretados contra el asiento. El short parecía encogerse más.
Al salir, la lluvia había convertido las calles en ríos. Corrí, sintiendo cómo la tela negra se pegaba a mis nalgas como una segunda piel. En la esquina de la panadería, tres obreros bajo un toldo dejaron de jugar dominó al verme pasar. «¡Oye, bombón! ¿Tan apurada va la nena?» gritó el más joven, mientras el agua me transparentaba el uniforme sobre los muslos. Me apreté la mochila contra el pecho, y solo seguí sin miralos.
Mamá estaba en la sala cuando entré chorreando. «¡Danielito! Te dije que llevaras paraguas», dijo, pero su mirada se clavó en mis piernas. La licra oscura dejaba ver las sombras rosadas de mis nalgas, el triángulo pálido donde los muslos se encontraban. «Hijo… eso no se usa así por la calle», murmuró, tendiéndome una toalla gruesa.
«Es el uniforme, mami», protesté, pero al envolverme, la tela áspera solo acentuó la redondez de mis caderas.
En el baño, el vapor escondió el espejo mientras me desnudaba. Gotas de lluvia resbalaban por mis muslos como dedos fríos. Al tocar el moretón que Ramiro dejó cerca de la ingle—un óvalo violáceo del tamaño de una moneda—recordé su amenaza: *»Te lo tomo yo primero»*.
Me froté con fuerza, como si pudiera borrar las curvas que dibujaban sombras suaves bajo la luz amarillenta. Glúteos altos y firmes, cintura que se hundía antes de abrirse en caderas generosas.
Al otro día en el colegio, Santana me esperaba en su oficina del gimnasio vacío. «Puntual», sonrió, cerrando el candado de la puerta con un *clic* que resonó como un disparo. Olía a sudor viejo y lejía. «Hoy trabajaremos… flexibilidad».
Tiró una colchoneta al suelo. «Acuéstate boca arriba». Mis manos temblaban al desabrochar la camiseta de gym. Él observó cómo mi abdomen suave se elevaba con cada respiración rápida. «Relájate», susurró, arrodillándose entre mis piernas. Sus manos calientes envolvieron mis tobillos. «Vamos a abrir esas piernas».
Sus dedos subieron por mis pantorrillas como arañas gordas. «Así no se tensa», mintió, apretando el músculo interno del muslo. Un gemido escapó de mis labios cuando sus pulgares encontraron la piel sensible cerca de la entrepierna. El short de licra se enrolló, exponiendo la curva pálida de la ingle. «Muy rígido aquí», respiró contra mi rodilla. Su barba rasposa rozó la piel interna del muslo.
De repente, sus manos empujaron mis rodillas hacia el pecho. «Flexiona». El movimiento hizo que el short se estirara peligrosamente entre mis nalgas. Sentí el aire frío de la oficina en lugares que nunca debían estar expuestos amtes él. «Profesor, por favor—», supliqué, pero su dedo índice presionó mi perineo a través de la tela delgada. «Respira profundo». Su otra mano deslizó bajo mi espalda baja, palmeando el arco pronunciado de mis glúteos. «Tienes la pelvis… peculiar».
Un sudor frío me recorrió cuando sus dedos exploraron el borde elástico del short. «Aquí es donde acumulas tensión». El pulgar hundió la tela hacia adentro, rozando el comienzo de mi hendidura. Contuve la respiración. Olía su aliento agrio, mezclado con el tufo de las colchonetas mohosas. «Relájate, Daniel», susurró, acercando su boca a mi oído. «Solo soy tu profesor». Sus uñas rasparon la licra mientras «ajustaba» la prenda, tirando del tejido para que se pegara aún más a mis curvas. Cada centímetro de piel suave quedaba marcado como un mapa de humillación.
De repente, sus manos envolvieron mis caderas. «Vamos a girar». Me volteó boca abajo acostándome, sin previo aviso. La colchoneta rasgó mi mejilla. «Así…». Una palma caliente aplastó mis nalgas, aplanándolos antes de apretar con fuerza. «Músculos glúteos hiperdesarrollados para un varóncito». Su voz sonaba ronca, excitada. Sentí su rodilla entre mis piernas, abriéndolas. «Arquea la espalda» me era difícil ya que estaba acostado. Cuando obedecí, senti un dolor en la espalda baja.
«¡Profesor, ya está bien!». Intenté levantarme, pero su mano en mi espalda me empujó nuevamente contra el suelo. «Quieto. Estoy evaluando tu… anatomía».
Sus dedos trazaron el surco entre mis nalgas a través de la licra sudada. «Aquí la tensión es palpable». El índice presionó, hundiendo la tela en mi carne suave. Un gemido ahogado escapó de mi garganta. «Sí, ahí duele, ¿verdad?». Su otra mano deslizó a mi muslo, tirando del short hacia abajo poco. El elástico mordió mi cintura. «No… por favor…». Sentí su aliento en mi nuca, húmedo y pesado. «Solo un ratito, Danielito. Esto es para tu bien». El pánico me paralizó.
De repente, sin previo aviso, sus manos tocarán mis nalgas, en ese instante sentí fuego correr por mi cuerpo, era una sensación que no sentía desde hace mucho tiempo, desde que Jhon se fue. La sensación de esas manos tocando mi cuerpo, me hizo recordar todo lo que viví con Jhon, y eso me hizo sentir algo raro.
«Danielito, no te muevas, solo estoy corrigiendo tu postura» dijo el profesor Santana, mientras sus manos se deslizaban por mis nalgas, apretando suavemente. Yo estaba paralizado, no podía moverme, no podía gritar, solo podía sentir. Sus manos eran grandes y ásperas, pero su toque era suave, casi tierno. Me hizo recordar cuando Jhon me tocaba así.
«¿Ves? Aquí tienes mucha tensión» dijo, mientras sus dedos se hundían en mi carne suave, masajeando mis glúteos con movimientos circulares. Cada roce de sus manos me hacía sentir cosquillas en el estómago, una sensación rara que me recorría todo el cuerpo. Sentía calor en la cara, en el pecho, en todas partes. Era como si mi cuerpo se estuviera despertando después de mucho tiempo dormido.
«Relájate, Danielito» susurró. «Solo estoy ayudándote». Sus dedos bajaron hasta donde el short se metía entre mis nalgas, tirando suavemente de la tela para «ajustarla mejor». Cuándo la licra se movió, dejando al descubierto más de lo que quería. «Tienes un cuerpo… especial» dijo, y sus manos volvieron a apretar mis nalgas redondas, como si estuvieran amasando masa de arepas.
Mi respiración se aceleró. Cada toque suyo encendía algo adentro que no entendía. Un cosquilleo caliente empezó en el estómago y se extendió hasta mis piernas, haciéndolas temblar. «Profesor…» balbuceé, pero no pude decir más. Sus dedos se deslizaron hacia mis muslos gruesos, apretando la carne suave allí donde más me rozaba al caminar. «Aquí acumulas tensión» mintió, mientras sus uñas rasguñaban levemente mi piel. Era como si estuviera tocando una guitarra, y mi cuerpo fuera las cuerdas.
De repente, una de sus manos subió por mi espalda baja, deteniéndose en la curva justo arriba de mis nalgas. Sentí su palma presionar contra mis glúteos con fuerza. Un gemido escapó de mis labios. «Sí, así…» susurró él, acercando su boca a mi oído. Su aliento olía a café rancio y cigarrillo. «Eres muy sensible aquí, ¿no?».
De repente, me levanto de mi cintura. «Ponte de en cuatro patitas, debo revisar bien la postura», con una voz quebrada de la excitacion. Yo estaba temblando, pero obedecí. El short de licra se estiraba como una segunda piel sobre mis glúteos redondos, marcando cada curva bajo las luces fluorescentes.
Sus manos volvieron a posarse en mi cintura estrecha, los pulgares hundiéndose en los hoyuelos justo arriba de mis nalgas. «Muy bien… así», murmuró, mientras sus palmas deslizaban lentamente hacia abajo, abarcando toda la redondez. Sentí sus dedos temblar ligeramente al apretar la carne suave, como si estuviera midiendo fruta en el mercado. «Tienes una pelvis… diferente». Su aliento caliente lo sentía cerca cuándo se inclinó sobre mi espalda.
Una mano se deslizó por mi muslo interno, subiendo hasta donde la tela del short formaba un pliegue ajustado en la entrepierna. «Aquí la tensión es peor», mintió de nuevo, presionando con el nudillo justo en el lugar más sensible. Un jadeo escapó de mis labios nuevamente —no de dolor, sino de esa cosquilla eléctrica que empezaba en el estómago y se extendía como lava. «Relájate, Danielito», susurró, y sus dedos masajearon círculos lentos en mi carne.
De repente, sus palmas abarcaron ambas nalgas por completo, apretando con un gemido ronco que no era mío. «Dios, qué firmeza…». Sus pulgares se separaron,
Y de la nada, de a poco empezó bajar mi licra, metió sus manos, jalando lentamente mi tela, su respiración lo podía notar, era pesada, dura, hasta podía oír su latidos de su corazón. Por mi parte, yo traté de pararlo, pero no se que me pasó, intente, pero las fuerza me traicionaron, no podía moverme, solo sentía sus manos en mi cuerpo.
Sentí su respiración en mi nuca, caliente y húmeda, mientras sus dedos temblorosos tiraban del elástico de mi short. «Solo un poco más… para ver mejor la postura», susurró, y la tela negra cedió centímetro a centímetro. El aire frío de la oficina rozó mi piel desnuda justo donde empiezan las nalgas, un escalofrío mezcla de terror y algo más me recorrió la espalda.
Yo lo miraba pero con ojos entrecerrados, me estaba excitando y no podía créelo, pero no quería que me hiciera nada, pero mi cuerpo lo pedía. Sus dedos se clavaban en mis caderas mientras tiraba la licra hacia abajo, exponiendo la curva pálida donde mis nalgas empezaban a redondearse. «Así… qué piel tan suave tienes», murmuró, y su aliento caliente me quemó la nuca. Sentí el elástico del short morder mi cintura estrecha, deteniéndose justo en el pliegue superior de mis glúteos. Ahí quedó, dejando medio trasero al aire, la piel de gallina brotando bajo sus miradas hambrientas.
No me di cuenta que mi licra ya estaba abajo, a la rodillas, me la había bajo por completo, dejando solo mi bombacha a la vista de el, tan cerca que sentía su aliento en mi espalda. «No… por favor…» balbuceé, pero las palabras se ahogaban en mi garganta. Sus manos, grandes y callosas, se posaron en mis nalgas desnudas, palmeando la carne suave con un gemido ronco que no era mío.
«dios, qué redondas…». Los dedos se hundieron, amasando con fuerza, como si estuviera probando mangos maduros. Cada apretón enviaba un escalofrío eléctrico desde mi espalda baja hasta los dedos de los pies. Mi cuerpo traidor respondió—un cosquilleo caliente creció en el estómago, extendiéndose como miel derramada bajo la piel.
Acto seguido, me empezó a manosear mis nalgas entre rudeza y delicades. Pero todo cambió cuando de la nada, tomo mi bombacha, y me la bajo hasta mi rodillas, no podía hacer nada, la excitacion se me está a apoderado de mí, mi nalgas quedo a su disposición. Yo estaba paralizado, no podía moverme, solo sentía sus manos en mi cuerpo, en mis nalgas, en mi espalda, en mis piernas.
Yo me rendí, toque mi mejia y mi pecho con la superficie del suelo, de esta manera dejando muy levantada mis caderas y mis nalgas desnuda. » wow, que nalgas tienes Danielito, son mejores que cualquier mujer que he visto» con un tono excitado, agarró con fuerza mis nalgas con sus dos manos, y lo que sentí lo había percibido hace mucho tiempo… Santana empezó a besar mis nalgas, con mucha pasión, como si chupara una naranja.
Cada beso era caliente y húmedo, dejando un rastro de saliva en mi piel suave. Sus manos no paraban de apretar y masajear, hundiendo los dedos en la carne mientras su boca recorría cada curva.
Siguió, -«¡Oh, Danielito!» exclamó Santana, su voz ronca por el deseo. «Estas nalgas… son una obra de arte. Más perfectas que cualquier mujer.» Sus palmas me cubrieron por completo, apretando con fuerza mientras sus dedos se hundían en mi carne gordas. Luego, sin aviso, sus labios calientes se posaron en mi piel. Cada beso era lento, húmedo, dejando un rastro ardiente que serpenteaba desde la base de mi espalda hasta el comienzo de mis muslos. «Tan suaves… tan redondas,» murmuraba entre besos, y yo temblaba como una hoja, sintiendo ese cosquilleo eléctrico que me hacía retorcer sin control.
De pronto, su boca se abrió sobre mi nalga derecha, chupando con un hambre feroz. Gemí, ahogando el sonido contra el suelo frío mientras sus dientes jugueteaban con mi piel. «Profesor… ah… por favor…» Pero él solo gruñó, separando mis glúteos con ambas manos. El aire frío rozó mi ano, haciéndome encoger. «¡Mira esto!» gritó, su voz temblando de asombro. «¡Rosadito, cerradito! Parece un capullo… jamás pensé… ¡virgen! Danielito, eres un tesoro escondido.» Su aliento caliente me recorrió, y antes de que pudiera reaccionar, su lengua plana, ancha, lamía mi centro con un movimiento lento, deliberado. Un grito se escapó de mis labios. «¡Ay, no! ¡Es mucho…!»
Pero Santana no paró. Su lengua se volvió insistente, puntiaguda ahora, presionando contra mi estrechez con una determinación que me hizo arquear la espalda. «Relájate, mi cielo,» murmuró entre lamidas húmedas. «Déjame probar todo… ¡Qué sabor divino!» Cada embestida de su lengua era una chispa eléctrica, profunda, haciendo que mis piernas temblaran. Yo movía las caderas sin control, empujando hacia atrás contra su rostro. «Ay… ay no… profe, no!» jadeé, la vergüenza ahogada por el placer bruto que me atravesaba. Sentía su nariz enterrada entre mis nalgas, sus manos aferradas a mis caderas, poseyéndome.
De repente, se levantó. Escuché sus pasos apresurados, el clic de un reproductor, y luego una música sensual llenó el salón—ritmo lento, tambores latinos que se clavaban en mi piel. Volvió con un frasco de vidrio. «Aceite de coco, Danielito,» susurró, derramando un chorro tibio directamente sobre mi raya. El líquido resbaló, denso y dulce, entre mis nalgas, hacía mi ano. «Para que entres en mi boca como un caramelo…» Su voz era una promesa oscura. Agonizante, esperé. Entonces, su lengua regresó, pero ahora resbaladiza, caliente, presionando con fuerza renovada contra mi anillo muscular. «¡Ay, no puedo! ¡Duele!» grité, enterrando los dedos en el suelo frío.
«Shhh, mi niño,» murmuró Santana, hundiendo su cara más profundamente. Sus manos abrieron mis nalgas hasta el límite, exponiéndome por completo. «Tan rosadito… tan apretadito… dios, quiero chuparte hasta el alma.» Sentí la punta de su lengua, afilada como una daga, insistir, girar, empujar. Mi cuerpo se arqueó en un espasmo—dolor agudo, luego un estallido de placer tan intenso que las lágrimas brotaron. «¡ay esto nunca había sentido, profe, por favor!» gemí, sin pudor ya, moviendo las caderas en círculos desesperados. Y entonces, cedí. Su lengua entró de un solo golpe, profunda, rasposa, llenándome de una manera que jamás imaginé. Un grito ronco escapó de mi garganta. «¡Ahhh, Santana! ¡Es… es la primera vez que alguien…!»
«Lo sé, mi virgencito,» jadeó él, sin detenerse. Sus brazos me envolvieron las caderas, inmovilizándome mientras su boca trabajaba con furia. Metía y sacaba la lengua con un ritmo frenético, húmedo, sonoros chupidos que la música apenas cubría. Cada embestida con su lengua, encendiendo nervios que no sabía que existían. «¡Más, más! ¡Más rápido!» supliqué, ahogándome en mi propio gemido. El aceite de coco goteaba caliente por mis muslos, mezclándose con su saliva, haciendo todo resbaladizo, obsceno. Santana gruñía contra mi piel, como un animal. «Tu sabor… adictivo… Danielito… nunca pararé…»
Mis piernas temblaban violentamente. Intenté levantarme, pero sólo conseguí arquearme más, empujando mi trasero contra su rostro hambriento. «Ay, profe… mis piernas… no responden…» Suspiros cortos escapaban entre mis palabras, cada sílaba vibrante de placer. Sentía su lengua dentro de mí, retorciéndose, explorando lugares íntimos con una pericia que me volvía loco.
Santana respondió con un gruñido gutural, sus manos apretando mis caderas con fuerza casi brutal. «Calladito, mi cielo,» murmuró, su voz ronca y cargada de deseo. «Déjame saborear este bombón rosado… ¡Es tan dulce tu interior!» Su lengua se hundía más profundo con cada embestida, el aceite de coco creando un sonido húmedo, obsceno, que se mezclaba con los tambores de la música. «Nunca… jamás… probé algo así…» jadeó él, separándose un segundo para tomar aire, su barbilla brillante con saliva y aceite. «Eres único, Danielito… una delicia hecha carne.» Y volvió, con más ímpetu, lamiendo frenético el interior de mi ano como si quisiera devorarme vivo.
«¡Ay, profe! ¡Más despacio… duele un poco!» gemí, pero mi cuerpo lo traicionaba—mis caderas empujaban hacia atrás, buscando más presión, más de ese fuego que me consumía. Sentía cada centímetro de su lengua, áspera y caliente, raspando dentro de mí con una precisión que me hacía ver estrellas. «No puedo… no aguanto…» Suspiro tras suspiro escapaba de mis labios, entrecortados por gemidos agudos.
Santana despegó su boca un instante, jadeando. «Mírate,» murmuró con voz ronca, sus dedos aceitosos separando mis nalgas con fuerza. «Ese agujerito rosado… palpitando como un corazón. Tan apretado que casi me rompe la lengua.» Escupió suavemente sobre mi ano abierto, el líquido tibio mezclándose con el aceite antes de volver a hundirse. «Quiero oírte, Danielito. Grita. Que toda la academia sepa cómo te como el culo.» Sus palabras eran carbón encendido en mi piel. Cuando me dijo eso, se me vino las palabras de Ramiro por que me melestaba con el profesor Santana, y eso se cumplió.
Gemí alto cuando su lengua se clavó de nuevo, más profunda que antes. «¡Profeee! ¡Así! ¡Duro!» Mis manos arañaban el suelo frío, buscando algo a qué aferrarme mientras mi cuerpo se sacudía. Cada embestida rasposa encendía nervios nuevos, un fuego que me recorría la columna y hacía temblar mis muslos. «No puedo… mis piernas… se doblan solas…» Susurré entre jadeos cortos, sintiendo cómo la debilidad me invadía mientras Santana me comía mi ano como si fuera un mango.
Santana separó sus labios un instante, su voz era un rugido bajo. «¿Voluntaria? Mira cómo chorrea aceite de tu agujerito rosado, Danielito.» Una mano gruesa separó mis nalgas con fuerza, exponiéndome completamente mientras su dedo índice—gordo y aceitoso—rozó mi entrada palpitante. «Tan hambriento… mira cómo te late. Quiere más.» Sin aviso, hundió el dedo hasta el nudillo junto a su lengua. Un grito ahogado me desgarró la garganta. «¡Ay, no! ¡Demasiado! ¡Duele!» Gemí, arqueándome contra su rostro, sintiendo cómo me abría con crueldad deliciosa.
Santana gruñó contra mi piel, su respiración caliente en mi ano. «Calladito, bombón. Solo un dedito para prepararte… para lo que viene.» Su lengua lamía frenética alrededor del intruso, suavizando el ardor mientras el dedo giraba lentamente dentro de mí—una sensación de estiramiento ardiente que mezclaba dolor con un placer tan profundo que me hizo babear sobre la mesa.
«¡Profee… duele.» gemí, empujando mis caderas hacia atrás, buscando más de esa penetración cruel. El aceite de coco goteaba por mis muslos, brillando bajo las luces tenues. Santana retiró el dedo con un ‘pop’ húmedo, solo para reemplazarlo con dos dedos esta vez, abriéndome en forma de V. «Mira cómo luce—rosadito y hambriento,» susurró, su voz ronca de triunfo. Yo grité de nuevo, sentí como mi ano le entraba aire, me lo estaba abriendo con sus dedos, no lo podia creer. «Listo para mi lengua otra vez, ¿no?»
Su boca volvió como un torbellino. Ahora con más espacio, su lengua se clavó más hondo, raspando ese punto dulce que me hizo gritar. «¡Ahí! ¡Santo Dios, Santana, ahí!» Mis manos se aferraron al suelo, uñas arañando el linóleo mientras mi cuerpo se sacudía en oleadas de placer. Sentía cada detalle: la textura áspera de su lengua, el calor del aceite, la música latina que vibraba en mis huesos. «Gime más fuerte, Danielito,» ordenó entre lamidas. «Quiero oír cómo rompes.»
Gemí sin pudor, cada sonido más agudo que el anterior. «¡Ay, profe! ¡Así… así está bien!» Mis piernas temblaban, ya no soportaban mi peso. Intenté moverme, pero sus manos me sujetaron las caderas con fuerza. «No te escapes, bombón. Esto apenas comienza.» Su voz sonaba ronca, casi animal. De repente, retiró su lengua. Un gemido de protesta escapó de mis labios.
Santana solo rio bajo, un sonido cargado de malicia. «Quiero ver tu carita, Danielito.» Con un movimiento brusco, me volteó. Mi espalda golpeó el suelo frío, dejándome sin aire. Ahora estaba boca arriba completamente expuesto, mis piernas abiertas, mi ano palpitando al aire. «Mírate,» susurró, sus ojos oscuros recorriendo mi cuerpo desnudo. «Eres una pintura… ese agujerito rosado, brillando con mi saliva y aceite.» Su dedo índice, grueso y aceitoso, rozó mi entrada. «Tan apretado… como si nunca hubiera sido tocado.»
Gemí, avergonzado pero incapaz de ocultar mi excitación. «Profesor… no me mire así…» Pero él solo sonrió, hundiendo lentamente ese dedo dentro de mí. Un grito ahogado escapó de mi garganta. «¡Ay! Duele…» Sentí cómo mi interior se estiraba, ardiendo dulcemente. Santana movió el dedo en círculos, abriéndome con crueldad lenta. «Relájate, mi virgencito,» murmuró, inclinándose para lamer mis pezones erectos. «Tu cuerpo pide más… lo siento temblar.»
De repente, añadió un tercer dedo. Un grito agudo me desgarró la garganta. «¡Ay, no! ¡Demasiado grande, profe!» Pero Santana solo gruñó, moviendo los dedos como tijeras dentro de mí. «Cabes perfecto, bombón. Mira cómo tu agujerito chupa mis dedos… hambriento.» El dolor se mezclaba con un placer bruto que me hacía arquear la espalda, empujando contra su mano como si mi cuerpo ya no me perteneciera. «¡Ahí! ¡En ese punto!» Su dedo índice rozó esa zona interna que encendió mi cuerpo como un cortocircuito. Gemí sin control, las lágrimas resbalando por mis sienes mientras mis piernas temblaban violentamente.
«Grita más fuerte, Danielito,» ordenó con voz ronca, sus dedos hundiéndose hasta los nudillos.
De repente, retiró sus dedos. Un gemido agudo escapó de mis labios, sintiendo la repentina vaciedad. «¿Por qué…?» balbuceé, pero antes de terminar, su rostro se hundió entre mis piernas otra vez. Esta vez, no fue solo la lengua. Sentí sus labios sellándose alrededor de mi ano como si fuera una ventosa, chupando con fuerza bruta que me hizo gritar. «¡Santana! ¡Ay, no puedo!» Mis manos se aferraron al suelo, uñas arañando el linóleo mientras mi espalda se arqueaba en un espasmo. «Sabe a gloria… dulce y salado,» murmuró él, su voz vibrando contra mi piel. «Como si hubieras nacido solo para esto, Danielito.»
Sus manos se deslizaron hacia mis muslos, separándolos aún más. Yo temblaba, sintiendo el aire frío rozar mi intimidad completamente expuesta. «Profesor… por favor… es demasiado…» Pero mis caderas se movían solas, empujando contra su boca con necesidad animal. Santana respondió con un gruñido gutural, su lengua ahora plana y ancha, lamiendo desde mis diminutos testículos hasta el agujerito palpitante en un solo movimiento húmedo.
De repente, sentí sus dedos aceitosos otra vez. Uno, luego dos, deslizándose dentro de mí con facilidad ahora. «Mira qué dócil se pone,» murmuró Santana, doblando los dedos en forma de gancho dentro de mi ano. «Como si tu cuerpo memorizara mi mano.» Yo gemía en jadeos cortos, sintiendo cómo me abría, estirando músculos que nunca supe tener. «¡Ay, profe! ¡Ese punto… otra vez!» Sus dedos encontraron ese lugar profundo, rozándolo con precisión diabólica. Mi cuerpo se sacudió como un pez fuera del agua, las piernas temblando sin control. «Sí… gime… suena hermoso,» susurró.
Mis piernas temblaban como gelatina, incapaces de sostener el peso del placer que me atravesaba. Santana deslizó dos dedos aceitosos dentro de mí, moviéndolos en círculos lentos, dilatándome con una crueldad que me hacía morder el labio hasta sangrar. «Mira cómo se abre, Danielito—como una flor hambrienta,» susurró, su voz ronca contra mi piel. El ardor era intenso, punzante, pero cada vez que rozaba ese punto profundo, un gemido escapaba de mi garganta. «¡Ahí! ¡Profesor, por favor, ahí otra vez!»
De repente, retiró los dedos. El vacío fue un golpe frío. «No… no pares…» balbuceé. Pero Santana ya estaba de pie, desabrochando su cinturón con manos temblorosas. El sonido del metal al abrirse me heló la sangre. «¿Listo para sentirme de verdad, mi virgencito?» murmuró, mientras su pantalón caía al suelo. Su pene, grueso y palpitante, brillaba bajo la luz tenue. Mi corazón galopó. «Profe… es muy grande… no va a caber…»
Me incorporé, con pocas fuerzas que tenia, mis piernas temblaban. Me volteó de nuevo boca abajo, y me hizo poner en cuatro patitas.
«Calladito,» ordenó, arrodillándose entre mis piernas abiertas. Su mano aceitosa me alineó con su punta, ardiente como hierro. «Respira, Danielito. Y empuja contra mí cuando sientas presión.» Un gemido escapó de mis labios al primer contacto—duro, implacable. «¡Ay, no! ¡Duele mucho!» grité, clavando las uñas en el suelo. Santana apretó mis caderas, inmovilizándome. «Relájate, bombón. Confía en mí.» Su voz era un susurro áspero, pero no detuvo su avance.
Sentí cómo la punta abría mi estrechez, un desgarro ígneo que me hizo llorar. «¡Para! ¡Por favor, profe!» Chillé, sintiendo cómo mi cuerpo se resistía, músculos contrayéndose en pánico. Santana gruñó, empujando con más fuerza. «Casi… ahí está…» De repente, cedí. Un sollozo ahogado me sacudió cuando su grosor entró de golpe, rasgándome por dentro. El dolor fue cegador—agudo, profundo, como si me partieran en dos. «¡Ahhh! ¡Santana, me matas!» Gemí, sintiendo cómo llenaba cada centímetro, expandiéndome más allá de lo imaginable.
Él se detuvo, hundido hasta el fondo, su aliento jadeante en mi nuca. «dios… qué apretado… como un puño ardiente,» murmuró, sus manos temblorosas acariciando mis caderas. Yo temblaba, las lágrimas mezclándose con el sudor del suelo. «Duele… mucho…» Susurré, pero ya sentía un cosquilleo traicionero bajo el ardor. Santana comenzó a moverse—lento al principio, cada empuje una cuchillada. «Relájate, mi cielo… deja que tu cuerpo aprenda.» Su voz era áspera, pero sus dedos dibujaban círculos suaves en mi espalda baja.
El dolor era un cuchillo al rojo vivo, rasgándome por dentro con cada centímetro que Santana hundía. «¡Ay, profe! ¡Para!» grité, las uñas arañando el suelo frío mientras sentía cómo mi ano se estiraba más allá de lo posible, como un elástico a punto de romperse. Su grueso miembro avanzaba implacable, abriéndome con una presión ardiente que me hacía ver estrellas. «Respira, Danielito… relájate,» jadeó él, sus manos apretando mis caderas con fuerza. Pero yo solo sentía el fuego—cada empuje una quemadura profunda, como si me partieran en dos.
Sus manos se deslizaron hacia mi cadera, apretando con fuerza mientras aceleraba el ritmo. «Mírate, Danielito… cómo tu cuerpo me recibe,» jadeó él, empujando más hondo. Sentí cada centímetro—su piel áspera rozando mi interior sensible, el aceite caliente goteando donde nos uníamos. «Tu ano… se abre para mí como una flor… rosadito y hambriento.» El dolor se mezcló con una presión extraña, llenadora, que me hizo gemir entre dientes. «Profe… no puedo… es muy grande…» Pero mis caderas se movían solas, empujando hacia atrás en un ritmo vergonzoso.
Las lágrimas nublaban mi vista, mezcladas con el sudor frío que chorreaba por mi frente. «Profe… ya no puedo…» gemí, sintiendo cómo Santana retiraba su miembro de un tirón brusco. Un sonido húmedo, obsceno, llenó el aire. «¡Mira esto, Danielito!» exclamó él, voz ronca de asombro. Sus dedos aceitosos separaron mis nalgas con fuerza. «Tu agujerito… abierto como una rosa. Rosadito, palpitando… y mira cómo late, hambriento.» Su pulgar rozó mi entrada sensible, haciéndome estremecer. «Hermoso… nunca vi uno tan ansioso.»
Antes de que pudiera protestar, su grueso miembro volvió a alinearse. «Relájate, bombón,» murmuró, empujando la punta con suavidad engañosa. Esta vez, la entrada cedió más fácil—un ardor sordo que reemplazaba el desgarro inicial. «Ay… profe… duele menos,» susurré, sorprendido. Santana hundió otro centímetro, sus manos sujetando mis caderas. «Claro que duele menos. Tu cuerpo ya me reconoce, mi virgencito.» Su voz era un ronroneo contra mi espalda.
Avanzó lento, pero constante. Cada embestida llenaba ese vacío con una presión caliente que ahora rozaba lo placentero. «Mira cómo te abres… como un guante perfecto,» jadeó él, acelerando el ritmo.
Las nalgas de Danielito sonaban con cada embestida—*clap, clap, clap*—un ritmo húmedo y obsceno que se mezclaba con mis gemidos agudos. «¡Ay, Santana!» grité, aferrándome al suelo como si fuera un salvavidas. Cada empuje de su cadera me sacudía entero, haciendo que mis nalgas rebotaran contra su pelvis con fuerza. Sentía el calor del aceite mezclándose con algo más—un líquido tibio que brotaba de mi interior y corría por mis muslos, pegajoso y vergonzoso. «Profe… me estoy mojando…» susurré, pero él solo gruñó, apretando mis caderas con más fuerza.
«Es tu cuerpo diciendo que quiere más, bombón,» jadeó Santana, hundiéndose hasta el fondo con un movimiento brusco. *¡Clap!* El sonido era tan fuerte que temí que alguien lo escuchara, pero la música ahogaba todo. Mis gemidos se volvieron más agudos, casi infantiles, cada vez que rozaba ese punto dulce. «¡Ahí!Arqueé la espalda, sintiendo cómo el placer crecía como una ola, ahogando el último vestigio de dolor. Santana respondió con un ritmo frenético, sus manos marcando mis caderas con dedos amoratados. «Gime más fuerte, Danielito… quiero oír cómo rompes.»
Sentí el líquido cálido—¿jugo? ¿Sudor?—corriendo por mis muslos, pegajoso bajo el aceite. Cada embestida provocaba un nuevo chorrito, y Santana gruñía al verlo. «Mira cómo goteas, mi cielo… como un melocotón.» Su voz sonaba rota, animal.
Yo ya no podía pensar, solo sentir: el golpe rítmico de sus caderas contra mis nalgas, el roce del suelo en mis mejillas, el cosquilleo eléctrico que empezaba en el estómago y explotaba en mis dedos. «Profe… voy a… ¡ahhh!» Un espasmo me sacudió, inesperado y violento. Santana no se detuvo. Al contrario, aceleró, clavándose más hondo mientras yo temblaba como una hoja. «Sí, Danielito… suéltalo todo,» susurró, mordiendo mi hombro.
De repente, cambió el ángulo. Su miembro rozó ese punto dulce una, dos, tres veces seguidas. Mis ojos se nublaron. «¡Santana! ¡Ahí, ahí, ahí!» grité, arañando el suelo. El placer era un huracán, arrasando con el dolor, con la vergüenza, con todo. Sentí algo caliente brotar entre mi vientre y el suelo—no era semen, sino un líquido claro que salía a borbotones, como si me vaciara por dentro. «Mira… mira cómo chorreas, mi virgencito,» jadeó él, deteniéndose por un segundo para observar. Sus dedos recorrieron mi espalda, posesivos. «Eres perfecto.»
Luego aceleró de nuevo, brutal. *¡Clap! ¡Clap! ¡Clap!* Las nalgas sonaban como tambores mojados. Yo gemía sin control, con voz quebrada: «¡Profe… profe… no puedo aguantar…!» Cada embestida empujaba más de ese líquido cálido que manchaba mis muslos y el suelo. Santana gruñía, apretando mis caderas hasta dejarlas amoratadas. «Sí, Danielito… suéltalo todo,» susurró, mordiendo mi hombro mientras su ritmo se volvía caótico, desesperado. Sentí su cuerpo tensarse, su respiración convertirse en rugido. «¡Ahora! ¡Junto conmigo, bombón!»
De repente, un calor explosivo llenó mi interior—espeso, pulsante. Yo grité, sintiendo cómo mi propio cuerpo respondía: chorros de líquido claro brotaron entre mi vientre y el suelo, mezclándose con su semen. *¡Clap-clap-clap!* Los últimos empujones fueron salvajes, hasta que Santana se derrumbó sobre mi espalda, jadeante. «Dios… qué virgencito… me has sacado hasta el alma,» murmuró, sus labios rozando mi cuello.
Tardé en reaccionar. Mis piernas temblaban, incapaces de sostener nada. El suelo estaba frío bajo mi mejilla, pero yo ardía por dentro. Santana se retiró lentamente, y un gemido escapó de mis labios al sentir el vacío. «Mira, Danielito,» susurró, separando mis nalgas con dedos temblorosos. «Tu ano… abierto como una estrella de mar. Rosadito, latiendo… y mira cómo gotea mi leche mezclada con tu dulce.» Su pulgar rozó el borde sensible, haciéndome estremecer. «Hermoso… jamás vi uno tan obediente.»
Santana se desplomó a mi lado, su respiración tan agitada como la mía. «dios, Danielito… nunca sentí algo así,» murmuró, pasándose una mano por el rostro sudoroso. Con un esfuerzo, se levantó y arrastró una sábana vieja del rincón. Comenzó a frotar el suelo donde yo estaba, limpiando charcos pegajosos de semen, sudor y ese líquido claro que había brotado de mí. «Mira este desastre, bombón. Parece que te reventé por todos lados,» dijo con una risa ronca, arrojando la tela manchada lejos.
Yo intenté girarme, pero al moverme, un sonido húmedo y burbujeante escapó de mi ano abierto—*pffft—*como un globo desinflándose. Me ruboricé al instante, apretando las nalgas con fuerza. «¡Profe! Eso… eso fue sin querer,» balbuceé, escondiendo la cara entre los brazos. Santana soltó una carcajada, acercándose para acariciar mi espalda. «No te avergüences, mi cielo. Es solo aire mezclado con mi leche y tu dulce. Tu cuerpito está tan abierto que hasta habla,» dijo, rozando con un dedo mi entrada aún palpitante. Sentí otro pequeño *puff* y gemí, enterrando la cabeza más hondo. «¡Basta! Es… es raro.»
Santana se arrodilló junto a mí, su mano cálida en mi cadera. «Escucha, Danielito,» murmuró, acercando sus labios a mi oído. «Ese sonito es prueba de lo bien que lo hiciste. Un ano virgen, ahora bien estrenado… y tan obediente que hasta canta.» Su tono era tierno, pero las palabras me hicieron temblar. Otro leve silbido escapó al relajarme—*sssst—*como vapor escapando. «¿Ves? Tu cuerpo me pide más ya,» añadió con picardía, dándome un suave azote en la nalga que hizo que saltara un hilo de líquido blanquecino.
Me incorporé con esfuerzo, apoyado en los codos. Las piernas aún temblaban como flan. «Profe… duele un poco todavía,» susurré, sintiendo cómo el aire frío rozaba mi interior sensible. Santana asintió, pasando un paño húmedo por mis muslos pegajosos. «Claro que duele, bombón. Es tu primera vez. Pero mira…» Separó suavemente mis nalgas. «Tu estrellita ya no llora sangre. Solo luce rojita, como un pétalo después de la tormenta.» Su dedo, apenas una caricia en el borde, hizo que un nuevo chorrito de semen mezclado con aceite resbalara por mis piernas. *Plop.*
Me quedé apoyado contra la pared, temblando aún, mientras Santana frotaba el suelo con una sábana sucia. «Mira este reguero, Danielito—» dijo con una risa ronca, rociando ambientador de limón que apenas disimulaba el olor a sexo y sudor. Yo me cubría con mi licra rasgada, sintiendo el aire frío en la piel desnuda. La curiosidad me picó más fuerte que la vergüenza. Lentamente, separé las piernas y llevé un dedo tembloroso hacia mi trasero.
*Puf.* Un sonido húmedo escapó al rozar la entrada. Santana giró la cabeza, ceja alzada. «¿Ya jugueteando, mi cielo? Ese hoyito pide respeto después del estreno.» Ignoré sus palabras y presioné suavemente. Mi dedo se deslizó adentro sin resistencia—demasiado fácil, como meterlo en miel tibia. El interior estaba hinchado, sensible, pero lo que vi al sacarlo me heló la sangre: hilos blancos de semen mezclados con vetas rojas brillantes. «Profe… ¿esto es sangre?» pregunté, voz quebrada, mostrándole el dedo manchado.
Santana se acercó. Su expresión se suavizó al tomar mi muñeca. «Solo un poquito, bombón. Es normal cuando se rompe un virgencito tan apretado.» Pasó el pulgar sobre las gotas rojas. «Mira, ya se detuvo. Tu estrellita solo está enojada porque la estrené tan rico.» Su tono era cálido, pero yo seguía temblando. «¿Y… y el semen? Siento que… que gotea.» Otro hilo blanco resbaló por mi muslo interno. *Plop.*
Santana señaló hacia una puerta al fondo. «Allí, a la derecha, bombón. Límpiate si quieres,» dijo mientras frotaba una mancha persistente en el suelo. Yo me cubría con la licra rasgada, sintiendo cómo cada paso hacía que mi ano abierto emitiera un sonido húmedo—*pffft… pffft*—como si protestara. Avancé cojeando, las piernas aún temblorosas. «Ay Profe… sigue sonado eso,» murmuré, ruborizándome hasta las orejas. Él soltó una carcajada baja. «Es tu cuerpecito diciendo ‘gracias, Santana’. Ahora ve, antes de que me tientes otra vez.»
Cada paso resonaba con un *slosh* interno y pequeños silbidos de aire. Al llegar al baño, apoyé las manos en el lavamanos frío y miré al espejo: mejillas enrojecidas, pelo pegado a la sien, ojos vidriosos. Me incliné y otro *puff* escapó, más fuerte esta vez. Santana respondió desde la sala: «¡Dale saludos de mi parte, Danielito!», me provoca una leve sonrisa pero tambien de vergüenza.
Me lave la boca, la cara, y me limpié con papel húmedo, sintiendo la hinchazón sensible. Al tacto, mi ano estaba abierto como una flor magullada, y al rozarlo, un nuevo hilo de semen teñido de rosa resbaló. «Ay, no para…» suspiré. «Ahí hay perfumen, ponte nene», Santana me gritaba desde la sala, me puse perfumen en todo mi cuerpo, por que olía a sexo.
Al salir cojeando, Santana ya vestía sus pantalones. Me lanzó mi camiseta sudada. «Toma, bombón. Te vi tan rico que casi te como otra vez.» Su sonrisa era peligrosa mientras señalaba la puerta. Me condujo ha la puerta de salida, pero sin antes de él asesorarse que no haya gente cerca. Me volteó a verme de nuevo, «Danielito, esto lo que pasi hoy no dirás a nadie», yo solo negué con la cabeza.
Si supiera con el curso y algunos profesores me molestan con él. Y se despidio de mi apretado mi nalgas, y corrí rápido sin mirar atras, a la salida de emergencia.
CONTINÚA…
Dejar un comentario
¿Quieres unirte a la conversación?Siéntete libre de contribuir!