Placer en la selva 1
Mi vida antes de entrar al ejército era un caos controlado. Yo, Marcos Pérez, crecí en un barrio donde la calle era nuestro campo de batalla y cada día, una lucha por sobrevivir. A los 19 años, mi vida no era más que una sucesión de días sin rumbo, marcados por la ausencia de mi padre, muerto cuando.
Mi vida antes de entrar al ejército era un caos controlado. Yo, Marcos Pérez, crecí en un barrio donde la calle era nuestro campo de batalla y cada día, una lucha por sobrevivir. A los 19 años, mi vida no era más que una sucesión de días sin rumbo, marcados por la ausencia de mi padre, muerto cuando yo era apenas un niño, y la lucha constante de mi madre por mantenernos a flote. Era un joven de estatura media, delgado pero lleno de energía juvenil, con pelo cobrizo un poco despeinado y una mirada que aún no sabía esconder mi confusión ante la vida.
El barrio no solo me enseñó a sobrevivir; también me introdujo al mundo del robo. Desde muy joven, comencé a robar, primero cosas pequeñas para mis amigos y luego, con más audacia, objetos de mayor valor. No era por maldad o por vicio, sino por necesidad, por la urgencia de ayudar a mi madre con lo poco que podíamos conseguir. Los robos eran una lección de agilidad y discreción, habilidades que desarrollé con una pasión que pocas cosas en mi vida habían despertado. Cada robo exitoso era una pequeña victoria en un mundo que parecía no tener espacio para nosotros.
La decisión de unirme al ejército vino de esa necesidad de orden, de encontrar un propósito más allá de las esquinas conocidas y las malas compañías. La idea de ser parte de algo mayor, de pertenecer, me atraía como un faro en la oscuridad. Así que, un día, me encontré frente a las puertas del regimiento, decidido a cambiar mi vida.
El proceso de inscripción fue exhaustivo, un reflejo de lo que el ejército esperaba de sus reclutas. Comenzó con una evaluación médica que parecía diseñada no solo para confirmar nuestra aptitud física, sino también para evaluar nuestra resistencia a la humillación y la privación de privacidad. Nos hicieron desvestirnos en una sala grande, llena de otros jóvenes igual de nerviosos. La desnudez colectiva era una prueba de humildad, de igualdad ante la autoridad del ejército.
«Todos alineados, nada que esconder aquí», ordenó un cabo, sin miramientos. Sentí el frío del lugar contrastando con el calor de mi cuerpo mientras esperaba mi turno. Era un ritual de pasar de ser un joven del barrio a ser un recluta, sin nada que ocultar, ni siquiera las cicatrices de peleas pasadas o las marcas de mi vida anterior.
Cuando llegó mi turno, el médico, un hombre de pocas palabras, me revisó de pies a cabeza. La inspección de mis genitales fue fría, clínica: una mano enguantada revisando cada parte, buscando cualquier signo de enfermedad o anomalía. Me hizo pensar en los robos, en cómo siempre había que ser meticuloso, no dejar rastro. Aquí, en cambio, cada parte de mí era expuesta, evaluada.
«Todo en orden, Pérez», dijo el médico, marcando mi expediente con una eficiencia que no dejaba espacio para la vergüenza o el pudor. Era solo un paso más en el proceso, pero me hizo sentir que estaba dejando atrás lo que era para convertirme en lo que podría ser. La desnudez, en esta ocasión, no era un signo de vulnerabilidad, sino el primer paso hacia la transformación.
Justo después del examen médico, nos llevaron a una sala para las pruebas psicológicas, un procedimiento estándar que, en mi mente, no tenía mucha importancia. Un psicólogo militar me hizo varias preguntas sobre mi vida, mis motivaciones y mi actitud hacia la autoridad. Mintí, no revelé mucho de mi vida real, especialmente sobre los robos. Respondí de manera vaga, hablando de deseos de servir al país, de buscar estructura y dirección, evitando detalles que pudieran comprometerme. Era solo un trámite más, y no parecía que importara mucho para ellos.
Después de los exámenes, comenzó el entrenamiento básico. Meses de ejercicios físicos intensivos, marchas que empezaban antes del amanecer, instrucción en armas y tácticas, y una disciplina que nunca antes había conocido. La vida militar era una rutina estricta, donde cada día comenzaba con el toque de diana, obligándonos a saltar de nuestras literas antes de que el sol se asomara. La higiene personal debía ser rápida, eficiente; el desayuno, un momento de calma antes de la tormenta de ejercicios y entrenamientos que nos esperaba.
Montenegro, el sargento primero, era una figura que se destacaba desde el inicio. Hombre de piel negra, alto y con una presencia que demandaba respeto sin pedirlo, su mirada era como un escáner que leía a través de ti. No se mezclaba con nosotros, pero su influencia era omnipresente, como una sombra constante recordándonos que el ejército no era un juego.
Mi primer encuentro directo con él fue en el campo de tiro, no en una misión. «Pérez, tu postura es débil, endereza la espalda», dijo, su voz una mezcla de severidad y paciencia. Esa corrección me enseñó que en el ejército, cada detalle contaba, y que la autoridad de Montenegro se basaba en una disciplina que yo aspiraba a dominar. Aprendí a respetar no solo su rango, sino también su conocimiento y su capacidad para moldearnos en soldados.
La vida en el campamento era una mezcla de agotamiento físico y mental. Las tardes estaban llenas de clases teóricas, donde aprendíamos sobre estrategia, primeros auxilios y la importancia de la cohesión de equipo. La noche traía consigo el mantenimiento de nuestras armas, la limpieza de nuestras áreas de vivienda y la preparación para el nuevo día. Cada momento libre era un recordatorio de que en el ejército el descanso era un lujo ganado, no dado.
Los meses pasaron, y con ellos, mi transformación. Dejé de ser el chico del barrio para convertirme en un recluta que entendía las responsabilidades del uniforme. La disciplina de madrugar, la rigidez de la formación, el respeto por las jerarquías, todo se convirtió en parte de mi ser. No solo aprendí a disparar, sino también a pensar como un soldado, a valorar la lealtad y la camaradería, a entender que cada acción tenía consecuencias no solo para mí, sino para todo mi equipo.
No fue hasta más de un año después, cuando ya había demostrado mi valía en el entrenamiento, que se me consideró para algo más que las tareas básicas del regimiento. Montenegro había observado mi progreso, y aunque nunca lo dijo, sabía que había ganado un mínimo de su respeto. Ahora, estaba listo para enfrentar desafíos mayores, para ser parte de operaciones que requerían no solo fuerza física, sino también agudeza mental y una lealtad inquebrantable al ejército y a mis compañeros.
La misión en la selva amazónica nos tomó por sorpresa, revelada en una breve reunión donde solo se discutieron los detalles esenciales. Nuestra tarea era vigilar rutas sospechosas de tráfico de drogas, reportar cualquier uso sin confrontación directa. El área era un laberinto verde, donde la discreción era vital. Solo Montenegro y yo seríamos enviados, ya que menos huellas significaban menos probabilidades de ser detectados.
La preparación fue meticulosa; revisamos mochilas tácticas de camuflaje, GPS militares con mapas de la zona, brújulas y radios de comunicación con alcance limitado debido a la vegetación densa. El armamento incluía rifles de asalto con miras nocturnas y silenciadores, para observación, no para enfrentamiento. Llevábamos también kits de supervivencia, con purificadores de agua, raciones energéticas y botiquines, preparados para días sin suministros.
«La selva no perdona errores, Pérez; aquí, tu juventud te dará ventaja, pero solo si la usas bien», dijo Montenegro mientras ajustábamos nuestro equipo. La selva amazónica era un lugar donde el silencio y la paciencia eran armas tan importantes como las que llevábamos.
Mientras tanto, otros soldados se desplegaron a kilómetros de distancia, vigilando puntos estratégicos más lejanos, listos para la acción si fuera necesario. Ellos eran nuestro respaldo, pero nuestra misión principal era simple: observar las rutas asignadas y reportar cualquier indicio de tráfico, una tarea que podía pasar días sin novedades, requiriendo de nosotros una vigilancia constante y una paciencia infinita en un entorno que parecía estar siempre en silencio.
El primer día en la selva fue un infierno de calor y sonidos, donde cada paso era una batalla contra la vegetación. Montenegro se movía con una familiaridad que yo aún no tenía, enseñándome a escuchar la selva, a ser parte de ella en vez de su enemigo. Nuestra misión era observar y reportar cualquier actividad sospechosa, especialmente el narcotráfico que utilizaba la jungla como ruta de escape.
La comunicación entre nosotros, al principio, era solo de trabajo. Montenegro daba órdenes claras, y yo las seguía sin cuestionar. Pero la selva, con su aislamiento, nos obligó a conocernos más allá de lo profesional. Una noche, mientras organizábamos el campamento, encontré en él no solo a un superior, sino a alguien que, a su manera, entendía lo que era perder un padre y buscar un rumbo.
«Mis hijos nunca han conocido esto», dijo Montenegro una noche, mirando el cielo cubierto por el dosel de la selva. «Pero es aquí donde aprendemos a valorar lo que tenemos en casa».
Ese comentario, simple y directo, fue el inicio de una conexión que no esperaba, una que me enseñó que en el ejército, como en la vida, hay mucho más allá de lo que se ve a simple vista. Y así, mientras la selva nos envolvía, empecé a ver a Montenegro no solo como un sargento, sino como un hombre que, al igual que yo, buscaba su lugar en este mundo tan vasto y complejo.
Habían pasado dos semanas desde que iniciamos nuestra misión en la selva, y en ese tiempo, tanto la jungla como Montenegro se habían vuelto más familiares para mí. No se trataba de comodidad, sino de una adaptación forzada. El constante zumbido de los mosquitos y el sudor empapando mi uniforme ya no eran una distracción; las órdenes de Montenegro, siempre dadas con una mezcla de autoridad y una calma innata, comenzaban a ser parte de mi rutina.
En esos días, enfrentamos tormentas que convertían el suelo en un barrizal, noches donde solo el sonido de la selva nos acompañaba y días de un calor sofocante que parecía querer exprimirnos. Montenegro, con su experiencia, siempre encontraba la manera de mantenernos en movimiento, enseñándome a leer la selva, a entender sus señales. Pero también hubo momentos de calma, donde descubrimos rutas ocultas, vimos animales que solo había visto en libros y compartimos risas ante situaciones que en otro contexto habrían sido insoportables.
Esa mañana, el clima había dado un giro ominoso. El calor opresivo se había transformado en una humedad cargada de promesas de lluvia. Estábamos ajustando el campamento cuando Montenegro me llamó desde su tienda, su voz resonando con ese tono que no admitía dudas.
«Pérez, necesito que revises el punto sur del perímetro», dijo, extendiéndome un mapa con una marca clara. «Mira si hay huellas o cualquier signo de actividad reciente; no te demores mucho, pero hazlo bien.»
No había espacio para preguntas, así que recogí mi equipo y me adentré en la vegetación. Mi tarea era clara: debía avanzar sigilosamente hacia el punto indicado, inspeccionar cualquier señal de intrusión o actividad sospechosa y reportar los hallazgos. Era una tarea de vigilancia, no de enfrentamiento, lo que justificaba mi inspección solitaria.
El camino era traicionero, lleno de senderos improvisados entre árboles que parecían querer atraparme, y la lluvia ligera que comenzó a caer complicaba aún más el avance. Sin embargo, contra todo pronóstico, terminé la tarea antes de lo esperado. No encontré nada fuera de lo ordinario, solo la selva en su estado natural, pero el sentido de urgencia de Montenegro me dejó con una sensación de que algo más estaba en juego. Decidí regresar al campamento de inmediato para informar.
Al llegar, el silencio era inquietante, casi palpable. Dejé mi mochila en el suelo y noté que la tienda de Montenegro estaba cerrada, algo inusual para esa hora. Me acerqué con cautela, sin querer interrumpir, pero un leve movimiento dentro de la tienda capturó mi atención. La tela temblaba ligeramente, indicando que algo sucedía allí adentro.
«Sargento», avisé, asomándome con cautela.
Lo que vi me dejó clavado en el sitio. Montenegro estaba inclinado, su cuerpo siempre controlado, ahora en una posición que nunca había imaginado. No había rastro de vergüenza en su rostro, solo un desafío en sus ojos, como si dijera «aquí estoy, ¿qué vas a hacer al respecto?». Su sorpresa al verme fue más por la interrupción que por ser descubierto.
«Demonios, ¿ya terminaste, chico?» Su voz era un filo de acero, no a la defensiva, sino aceptando la realidad con una calma inquebrantable.
«Todo despejado», respondí, luchando por mantener la compostura mientras mi mirada se desviaba hacia lo que estaba haciendo.
Montenegro se levantó; su expresión era una mezcla de autoridad y resignación. Su cuerpo, tallado por años de servicio, mostraba músculos definidos bajo su piel oscura. Su verga, erecta y reluciente por la saliva que había escupido sobre ella, era imponente; debía medir unos 20 centímetros, gruesa, con una curvatura hacia arriba que prometía placer. La cabeza, de un tono más claro que su piel, brillaba con cada movimiento de su mano, que subía y bajaba con un ritmo decidido, como si nada en el mundo pudiera detenerlo.
«No debías ver esto», dijo, manteniendo su mirada en la mía mientras se escupía en la mano otra vez, lubricando su miembro con un sonido húmedo y crudo. «Pero ya que estás aquí, supongo que ya no importa una mierda.»
Nuestros ojos se encontraron, y el silencio que siguió fue más elocuente que cualquier palabra. En su mirada, vi no solo al sargento, sino a un hombre atrapado en el deseo, en la humanidad que compartimos en esta selva.
«Sabes, Pérez, esta puta selva nos vuelve a todos un poco salvajes», dijo Montenegro, sin dejar de masturbarse, su voz con un tono más íntimo, casi conspirativo. «Es normal, chico. No te sorprendas si un día te encuentras haciendo lo mismo. Aquí, todos necesitamos sentirnos más vivos».
Asentí, sintiendo cómo mi propio cuerpo reaccionaba a la tensión, al ambiente, a la excitación que la selva nos imponía, algo que había tratado de ignorar, pero que ahora se hacía palpable, casi aceptable.
«Ve a descansar, chico», dijo finalmente, su voz perdiendo un poco de su filo, suavizándose en un tono que casi podría ser considerado amable. «Hablaremos luego, pero mientras, piensa en esto».
Y con eso, continuó, sin detenerse, como si mi presencia no cambiara nada, como si fuera algo tan natural como respirar en esta selva que nos había visto en nuestros momentos más crudos.
Sin más preguntas, me retiré, el corazón latiendo con fuerza mientras intentaba procesar lo que acababa de presenciar. Pero esa imagen, la de Montenegro en un acto tan humano, no se borraba de mi mente. Sus palabras flotaban en el aire, como una verdad que ahora estaba listo para aceptar, dejando una tensión palpable entre nosotros que cambiaría la dinámica de nuestra relación, llevándonos a un terreno desconocido pero no menos natural bajo esas circunstancias.
Después de lo ocurrido en la tarde, donde Montenegro se había liberado en un momento de soledad interrumpido por mi regreso, la dinámica entre nosotros había cambiado. No se había mostrado apenado, sino que había dejado claro que era un hombre que conocía sus necesidades y no se avergonzaba de ellas. «Sabes, Marcos, soy un hombre muy caliente, incluso aquí en la selva», había confesado más tarde, mientras revisábamos el equipo, su voz cargada de una sinceridad que no esperaba. Esa confesión, dicha con una mezcla de humor y seriedad, había marcado el tono para lo que vendría esa noche.
Montenegro estaba con las piernas estiradas, mirando hacia la entrada de la tienda, mientras yo jugaba con la baraja de cartas, sin decir nada. El fuego fuera de la carpa chisporroteaba débilmente; su luz apenas penetraba el toldo. No había mucho que decir, pero el silencio entre nosotros era diferente, cargado de una electricidad palpable.
Después de un rato, Montenegro rompió el silencio, su voz grave cortando la quietud de la noche.
«¿Hace cuánto no te corres?», preguntó, con un tono casual, pero su mirada intensa, sin dejar espacio para dudas.
«No lo sé», respondí, desconcertado. «Un tiempo; desde que llegamos aquí, supongo». Mi respuesta fue más instintiva que pensada, pero la pregunta dejó un eco extraño en el aire. No esperaba ese tipo de conversación aquí, en medio de nuestra misión.
Él soltó una risa, un sonido que pareció aligerar la atmósfera tensa. «Bueno, supongo que hay cosas que no puedes dejar de hacer, incluso aquí», dijo, con una sonrisa ladeada, mirando hacia el fuego como si estuviera evaluando algo.
Mi risa fue nerviosa, casi imperceptible, como si estuviéramos jugando a algo que ninguno quería admitir abiertamente. Pero Montenegro me miró directo a los ojos, con una expresión seria, aunque en su rostro jugaba una ligera sonrisa burlona.
«Sabes», dijo, inclinándose hacia adelante, «podrías hacerlo aquí mismo; en serio; ¿por qué no?». Su tono era ligeramente jocoso, pero la mirada en sus ojos tenía esa mezcla de diversión y desafío que solo la camaradería en medio de la tensión puede crear.
Me quedé en silencio, sintiendo la pregunta colgando en el aire. No estaba seguro si hablaba en serio o si era otro de sus juegos. Pero su mirada, y la forma en que se recostó atrás como si esperara una respuesta, sugería que me estaba empujando a reaccionar.
Esa noche, el campamento se sumió nuevamente en el silencio. El constante tamborileo de la lluvia sobre la lona de la carpa era lo único que se escuchaba, mientras la oscuridad nos envolvía. Ninguno mencionó lo que había quedado en el aire. La conversación se apagó tan rápidamente como había comenzado, dejando espacio para una soledad que ambos necesitábamos.
Me acomodé en mi rincón, buscando despejar la mente. Sabía que necesitaba liberar la tensión acumulada, y sin mirarlo directamente, sentía que Montenegro estaba haciendo lo mismo. En la penumbra, cada uno en su espacio pero conscientes de la presencia del otro, había algo que nos unía en esa rutina sin necesidad de decirlo.
Concentrado en mis pensamientos, cerré los ojos, ignorando el cansancio físico del día. A pesar del ambiente hostil, esa noche ambos buscábamos alivio de manera silenciosa.
En su rincón, Montenegro también estaba absorto en su calma, liberando lo que necesitaba dejar atrás. Era un proceso privado, necesario, una manera de encontrar paz en medio de la presión. La distancia entre nuestras sombras permitía que cada uno se sumergiera en sus propios pensamientos, en lo que podía controlar, mientras el sonido de la lluvia marcaba el paso del tiempo.
Mis pensamientos vagaban sobre cómo sería compartir este momento, tan íntimo, tan crudo, con alguien como Montenegro. Pero la idea de hablar de ello parecía tan ajena a la realidad de la selva, a nuestra misión.
«Esto no se lo contarías a nadie, ¿verdad?» murmuré, casi sin pensarlo, mi voz apenas audible sobre el ruido de la lluvia.
Montenegro me miró, sus ojos reflejando la poca luz del fuego. «En este lugar, lo que se hace en la oscuridad de la selva, se queda en la selva», respondió, con su tono serio, pero con un matiz de diversión.
El silencio volvió, pero ahora cargado de un entendimiento tácito. Ambos nos movíamos en la penumbra, yo con movimientos lentos sobre mi verga, que medía unos 16 centímetros, delgada y con una ligera curvatura, mientras Montenegro, con su ritmo constante, manejaba su miembro más grueso, de unos 20 centímetros, con una cabeza que brillaba bajo la débil luz.
La tensión sexual era palpable, como una tercera presencia en la carpa. Mis movimientos se aceleraban, la respiración se volvía más profunda, y podía ver cómo Montenegro también se acercaba al clímax, sus movimientos más firmes, más decididos.
«Maldita sea, esto es… inesperado», dije, mi voz temblando con la excitación y la confusión del momento.
«Solo es la selva, chico», respondió Montenegro, su voz más ronca, casi ahogada por el placer que se acercaba.
Y entonces, ambos terminamos casi al mismo tiempo, mi semen saliendo en chorros que manchaban mi uniforme, caliente y pegajoso, mientras Montenegro, con un gemido profundo, disparaba su semen en un arco que apenas se veía en la oscuridad, pero que yo sabía que estaba ahí, por el sonido y el olor característico del momento.
El alivio fue inmediato, pero la tensión no se disipó completamente. Habíamos compartido algo que iba más allá de las palabras, de las órdenes, algo que se quedaría entre nosotros, en la memoria de esta selva que nos había visto en un momento de debilidad y humanidad.
Al final, la noche pasó sin más mención de lo ocurrido. Al despertar, la rutina de la misión retomó su curso, como si esa noche nunca hubiera sucedido. Sin embargo, el alivio que sentí tras esa primera experiencia con Montenegro no fue suficiente para disipar la tensión que ahora impregnaba cada momento entre nosotros. Algo había cambiado, y aunque no lo expresáramos, había una nueva corriente de entendimiento entre nosotros que se mantenía en el aire, como un secreto compartido que solo la selva conocía.
Los días en la selva siguieron su curso, marcados no solo por la misión, sino por esta nueva dimensión de nuestra relación. Pero pronto, otra preocupación se sumó a la tensión ya existente: los suministros. La selva, con su humedad y su constante zumbido de insectos, no solo guardaba nuestros secretos, sino que también era un enemigo implacable para nuestras provisiones. Nuestras provisiones se habían podrido bajo el peso del descuido y el clima, y el hambre se había convertido en un compañero no deseado, obligándonos a racionar lo poco que quedaba. Este nuevo desafío nos unía aún más, forjando una dependencia mutua que iba más allá de lo físico compartido aquella noche.
Con el pasar de los días, nuestras noches se convirtieron en un ritual de alivio compartido. Cada noche, después de que el sol se ocultara y la rutina de la misión nos dejara agotados, nos retirábamos a nuestras esquinas de la carpa. La oscuridad de la selva nos envolvía, pero dentro de ese espacio confinado, cada sonido era amplificado. Bajo nuestras cobijas, comenzábamos nuestro ritual nocturno, una forma de alivio que se había vuelto tan necesaria como el aire que respirábamos. La sensación de tener a Montenegro masturbándose casi a mi lado era extraña, una mezcla de incomodidad y curiosidad. Podía escuchar el sonido de su mano moviéndose, el ritmo constante de su respiración cambiando. En la penumbra, vislumbraba su figura, su cuerpo desnudo bajo la tela, el contorno de su miembro erecto presionando contra la cobija, y en ocasiones, cuando la luz de la luna se colaba, veía su culo firme.
El sonido húmedo de su saliva lubricando su mano me recordaba que no estaba solo en mi necesidad. Y luego, la visión de su semen, disparando en arcos blancos que apenas se veían en la oscuridad, me llenó de una sensación de complicidad.
«Maldita sea, esto es lo que pasa cuando no hay nada más que hacer en este lugar», dijo Montenegro, su voz ahora más ronca, mientras se limpiaba con una camisa cercana. Yo me mantenía en silencio, mi propia mano siguiendo el mismo camino, buscando el mismo alivio.
En medio de nuestra lucha contra el hambre, un día, durante una patrulla, Montenegro se alejó por un momento y volvió con una sonrisa. «Mira lo que encontré», dijo, sacando unas guayabas de su mochila. «Son para los dos, chico; comamos algo que no sea esa mierda racionada.»
Sin más palabras, partió una de las guayabas en dos, ofreciéndome la mitad. Comimos en silencio, el jugo de la fruta un contraste bienvenido con la monotonía de nuestras raciones. Era un acto simple, pero en la selva, donde cada uno dependía del otro, compartir era más que un gesto; era una necesidad.
Finalmente, el sonido del helicóptero cortó el murmullo de la selva, anunciando la llegada de los suministros. Sabíamos que no sería fácil. Los víveres se lanzaban desde el aire, pero en la espesura de la jungla, nunca caían donde queríamos. Corrimos hacia la zona de lanzamiento, esquivando ramas y barro, con el ruido de las hélices en nuestros oídos.
Llegamos justo a tiempo para ver las cajas caer, rebotando y dispersándose entre la vegetación. Montenegro, con su experiencia, sabía exactamente dónde buscar, guiándome a través de senderos improvisados. Recogimos lo que pudimos, sudando bajo el sol, llevando de vuelta al campamento cajas que contenían no sólo comida, sino también una sorpresa inesperada: una botella de licor, escondida entre las provisiones como un tesoro olvidado.
Esa noche, tras asegurar los víveres, decidimos celebrar nuestro pequeño triunfo. Caminamos hacia el lago cercano, donde el agua, aunque no clara, era nuestra única opción para refrescarnos. Montenegro abrió la botella, ofreciéndome el primer trago.
«Por sobrevivir otro día en este infierno», brindó, su voz resonando con esa autoridad que nunca perdía, ni siquiera con el primer sorbo de alcohol.
Bebimos, el licor quemando nuestras gargantas, un contraste agudo con la humedad pegajosa de la selva que ya nos había empapado. Nos zambullimos en el agua, dejando que el licor hiciera su efecto, riendo por cosas que solo la ebriedad podía hacer graciosas. El lago se convirtió en nuestro refugio temporal, un lugar donde la jerarquía y el mando se diluían en el agua.
De vuelta al campamento, la noche ya nos había envuelto, con solo el fuego y la luna como testigos. La botella casi vacía, Montenegro sacó la baraja, su sonrisa torcida prometiendo más que solo un juego.
«Vamos a hacer esto interesante», dijo, repartiendo las cartas con una destreza que hablaba de noches pasadas en lugares mucho menos hospitalarios que esta carpa en la selva. «El que pierda cada mano, hace lo que el otro diga.»
El juego comenzó con risas y burlas, pero con cada trago de licor, la atmósfera se cargaba de una tensión que no se podía atribuir solo al alcohol. Gané la primera mano y, con una mezcla de audacia y alcohol en mis venas, lancé mi reto.
«Montenegro, quiero verte hacer un striptease», dije, las palabras escapando de mi boca antes de que pudiera medir la locura de mi propuesta.
Montenegro soltó una carcajada que resonó en la carpa, pero no rechazó la idea. Con una gracia sorprendente para su envergadura, comenzó a quitarse la ropa, cada prenda cayendo al suelo con un humor que solo la ebriedad podía justificar. Se quedó en ropa interior, su cuerpo esculpido por años de servicio militar revelado bajo el resplandor del fuego. Sus músculos, marcados por cicatrices, eran testigos de su vida en el campo. Pero lo que realmente capturó mi atención fue su culo, firme y redondo, visible bajo la tela ajustada, despertando en mí una excitación inesperada, una que no había anticipado sentir por otro hombre.
Cuando perdí la siguiente mano, Montenegro me miró con una mezcla de diversión y seriedad. «Buen chico, ahora tú; pero quiero que hagas algo igual de osado», dijo, su voz cargada de un mando que no admitía discusión. «Quita toda tu ropa y corre alrededor del campamento.»
Me puse de pie, sintiendo el calor del alcohol y la mirada de Montenegro, casi palpable. Sin discutir, me desnudé y corrí alrededor del campamento, la ligera lluvia empapando mi cuerpo, sintiéndome ridículo pero de alguna manera liberado, el aire fresco de la selva sobre mi piel desnuda. Al volver, me envolví en una toalla, temblando ligeramente por la temperatura y la excitación de la situación.
Continuamos jugando durante al menos media hora más, el alcohol relajando nuestras inhibiciones y abriendo la puerta a conversaciones más personales. La lluvia fuera de la carpa añadía una capa de intimidad; nuestras voces sonaban más cercanas, más personales. Montenegro, con la lengua más suelta por el alcohol, habló de su vida sexual, sus palabras cargadas de una experiencia que solo alguien con su edad y vida militar podría tener.
«Mi mujer, chico, sabe lo que es bueno», empezó, su voz ahora más ronca, el alcohol liberando sus inhibiciones. «Hay algo en cómo una mujer responde a tus caricias, cómo su cuerpo se arquea… es una sinfonía».
La conversación llenó la carpa de una tensión sexual que no había estado allí al inicio de la noche. Montenegro describía momentos con su esposa, detalles íntimos que nunca hubiera esperado compartir, pero aquí, en esta selva, bajo esta lluvia, todo parecía posible.
Entonces, en medio de una pausa, Montenegro miró hacia mi regazo, notando la toalla que apenas cubría mi creciente excitación. «Parece que mis historias te están afectando, chico», dijo con una sonrisa irónica, haciendo un chiste de la situación.
Sin pensarlo demasiado, sintiendo la audacia del alcohol y la curiosidad del momento, me destapé, dejando mi erección a la vista. «Después de tanto tiempo aquí, parece que cualquier historia puede hacer efecto», dije, intentando mantener la ligereza, pero con una clara invitación en mi tono.
El alcohol me daba la valentía necesaria para ir más allá. «Vamos, comandante, si eres tan bueno como dices, demuéstralo; chúpamela», dije, la directitud del alcohol eliminando cualquier filtro, mi voz cargada de desafío y deseo.
Montenegro se detuvo, su mirada encontrando la mía, la sorpresa evidente, pero no la renuencia. «Estás jugando con fuego, Marcos», dijo, su voz baja, un susurro que aún mantenía su autoridad, pero ahora con un matiz de curiosidad.
«Es solo un juego, ¿no?» respondí, la sonrisa torcida en mi rostro no escondiendo completamente la excitación.
Después de un largo momento de consideración, Montenegro asintió lentamente: «Solo por esta noche, chico. «No te acostumbres».
La atmósfera cambió; la tensión se hizo palpable. Me senté en el borde de una de nuestras camas de campaña, la toalla retirada, mi cuerpo desnudo y vulnerable bajo su mirada. Montenegro, aún en su ropa interior, se arrodilló frente a mí, su paquete visible y semi-erecto, una señal de que esta situación no le era completamente indiferente.
Sus labios se acercaron, su boca envolviendo mi miembro, que ahora medía unos 18 centímetros, delgado y con una ligera curvatura. La sensación de su boca era una mezcla de calor y humedad, un contraste con la frialdad de la carpa y la lluvia afuera. Sin embargo, podía sentir la resistencia de Montenegro, el disgusto y la curiosidad luchando dentro de él. Su lengua, explorando torpemente, hacía que cada nervio de mi pene reaccionara, enviando olas de placer inesperado. La saliva de Montenegro cubría mi miembro, haciéndolo resbaladizo, pero cada movimiento de sus labios mostraba una lucha interna, una mezcla de asco y fascinación.
Sus movimientos eran torpes al principio; la falta de experiencia era evidente. Sentí sus dientes rozando mi piel, una sensación inesperada que me hizo estremecer de sorpresa. Lo escuché murmurar, más para sí mismo que para mí: «Dios, esto es… diferente». Había un tono de disgusto en su voz, pero también una curiosidad que no podía negar.
Intentó ajustar su técnica, su boca buscando un ritmo que no encontraba fácilmente, la saliva goteando de sus labios mientras intentaba mejorar su agarre con ellos. «Esto no es lo que esperaba», dijo, casi como una confesión, su voz vibrando contra mi piel. No era un comentario de placer, sino de una nueva experiencia que estaba explorando, algo que no sabía cómo procesar del todo.
La sensación de su boca era algo completamente nuevo, una mezcla de placer y una curiosidad que nunca había explorado. Su respiración sobre mi piel sensible, el sonido de sus labios moviéndose, todo se sumaba a una experiencia que iba más allá de lo físico, una exploración de límites que el alcohol había permitido.
«Comandante, esto es… inesperado», dije, mi voz entre gemidos y risas, intentando mantener el tono juguetón aunque el placer era evidente, casi abrumador.
Montenegro, concentrado en la tarea, no respondió con palabras, sino con sus acciones, su boca explorando con una curiosidad que reflejaba su inexperiencia en este terreno. Podía sentir cómo luchaba con la idea, cómo su cabeza debía estar llena de preguntas sobre su propia identidad, sobre lo que esto significaba para él, un hombre que había vivido una vida de mando y control.
Cada sensación era amplificada por el alcohol y la oscuridad de la selva, creando un torbellino de sensaciones nuevas. El sonido de sus labios succionando, el sabor que debía estar descubriendo, todo era una lección en diversidad de placer, pero también una prueba de sus límites personales.
Finalmente, el placer se hizo insostenible y, sin poder contenerme más, terminé en su boca. La carga fue grande, más de lo que cualquiera de los dos esperaba. Los primeros chorros de semen se dispararon directamente en su boca, y la expresión de Montenegro fue de puro disgusto, sus cejas fruncidas en una mueca de sorpresa y rechazo. El sabor, claramente no lo que había anticipado, lo hizo luchar entre la necesidad de escupir y el deber de cumplir con el reto.
Tragó algunos chorros, pero el resto, incapaz de soportar el sabor amargo y salado, lo escupió, su rostro reflejando una mezcla de alivio y repulsión. «Maldita sea, esto es…», murmuró, sin encontrar las palabras, su voz cargada de disgusto mientras se limpiaba la boca con el dorso de la mano, escupiendo lo que quedaba sobre el suelo de la carpa.
Montenegro, claramente sorprendido por la intensidad del momento, se levantó, limpiándose con una expresión que era una mezcla de disgusto y resignación, una sonrisa irónica que no ocultaba su incomodidad con la situación.
«Esto no sale de aquí, ¿entendido?», dijo, su voz regresando a su tono habitual de mando, aunque un brillo de diversión permanecía en sus ojos, como si aún estuviera tratando de reconciliar lo que acababa de hacer con su propia imagen de sí mismo.
«Claro, comandante, lo que pasó en la selva, se queda en la selva», respondí, intentando volver a la normalidad, aunque ambos sabíamos que algo había cambiado.
Esa noche, el alcohol y la intimidad forzada por la situación nos llevaron a un terreno nuevo, una exploración de límites que ninguno de los dos había planeado, pero que ahora compartíamos como parte de nuestra historia en la selva. Al despertar, la rutina y la misión nos devolvieron a la realidad, pero la tensión ahora tenía una capa de entendimiento tácito, un secreto compartido que añadiría una nueva dimensión a nuestra relación, una que nadie más podría entender.
WOW que historia!!!
Espero hay más de esto!? 😃