Primera vez de esclavo (1)
Desde pequeño he acumulado episodios de tipo fetichista o sexual, pero ninguno tan fuerte, tan intenso, como el de mi primera sesión BDSM como sumiso..
[Me llamo Yoel. Tengo actualmente 22 años. Soy muy delgado, bajito, y de piel clarita. Tengo el cabello negro y soy lampiño, salvo en pubis y axilas. Y además de fetichista y nudista, soy esclavo.]
En el momento en que se ambienta esta historia, yo había estado con algunos hombres antes, unos poco mayores que yo, otros para quienes podría ser su hijo, y sin embargo, ansiaba algo más. Contactábamos por aplicaciones creadas para encuentros y, hasta que quedábamos para conocernos, me ponía en lo peor; quiero decir con ello que imaginaba que no serían tipos normales, sino pérfidos degenerados que me secuestrarían, disfrutarían de mi cuerpo a placer y me devolverían a la calle sin darme oportunidad siquiera de escupir su semen. En función del físico del violador de turno, me recreaba con unas fantasías u otras, pero siempre con la misma idea en mente: yo como sujeto pasivo, sumiso de sus depravaciones, débil y desarmado ante su fuerza viril y su miembro desproporcionado.
Me tocaba construyendo esa fantasía en mi mente mientras intercambiábamos mensajes, pensando que sería como las últimas veces, solo que con el morbo disparado, sin posibilidad de quedar insatisfecho. El fuego de mi entrepierna en acción me impulsaba a conducir la conversación hacia el sexo, lo que estoy seguro que agradecían. Otros en mi lugar habrían actuado como si no les impulsara la libido, sino el deseo de amistad y lo que surja, como suele decirse, pero yo me mostraba como alguien curioso y, en muchas ocasiones, inocente, alguien que ha leído un poco sobre fetiches y ansía ponerlo en práctica o, por lo menos, conocerlo en primera persona, tener sus primeras experiencias.
Lo cierto es que había tenido varias, tanto con amigos (meros juegos entre adolescentes estúpidos) como con desconocidos, pero eso no se lo iba a contar. Me excitaba ponerme en el lugar de quien se entrega desde la ignorancia, de quien no es capaz de prever lo que el activo hará con él. Y así, sin ser del todo consciente de ello, desarrollé una enorme atracción por los roles de amo y sumiso que me han acompañado en los 4 años siguientes.
La idea venía de lejos y se había ido gestando a fuego lento a través de chats y encuentros más o menos placenteros. Poco a poco iba a más, o, por así decirlo, exigía más de mis amantes, de la manera en que exige un pasivo poco experimentado: dando pistas de lo que quería, invitándoles a no cortarse ni ser demasiado cuidadosos, poniéndome a cuatro patas y lamiéndoles de arriba abajo para que su deseo venciera a su humanidad y me trataran como el objeto que ansiaba ser. Conseguía que me penetraran más rápido, que utilizaran mi boca y me dieran nalgadas, pero no que calmaran esa sed de “algo mas” que había despertado en mí.
Hasta que conocí a Alberto, un chico joven (19 años. Dos más que yo) de quien no esperaba gran cosa y con quien casi había descartado quedar cuando, de repente, me hechizó hablándome de las sesiones de BDSM que había organizado en casa. No alardeó de ello, tan solo lo mencionó de pasada cuando pregunté por sus gustos, y me la puso tan dura leer que inmovilizaba y se follaba cada agujero de sus amantes que ignoré otros chats y me convencí al instante de que debía quedar con él, como si fuera la gran oportunidad de mi vida y no debiera dejarla escapar.
Proporcionaba pocos detalles, ya digo que no presumía ni se hacía el interesante, pero cada palabra era como una gota de agua fresca para el peregrino sediento que vaga por el desierto. Me habló de palabras de seguridad, del famoso semáforo (verde, naranja y rojo), de arcadas, golpes, humillaciones y gritos, de varios de sus juguetes de placer, y no sé cómo conseguí frenar mi muñeca y evitar correrme al instante. Cubrí mi erección con los slips para evitar tocarme de ahí en adelante y reservarme para el momento en que Alberto se animara a llevarme a su casa, lo que tuvo que esperar dos semanas.
Yo sabía que, de correrme, muchas de mis fantasías dejarían de ser tal cosa, pues no había desarrollado aún mi faceta de esclavo. Cuando le había dicho a algunos hombres que me pisaran la cara, me hicieran tal o cual práctica con intensidad o pusieran sus axilas en mi cara, había experimentado que, tras eyacular, yo perdía gran parte del interés y no disfrutaba tanto, hasta el punto muchas veces de desagradarme. Por ende, pensé que no debía correrme hasta el final de la sesión con Alberto, y tampoco tocarme hasta entonces, para poder disfrutarlo al máximo.
Él vivía lo en una casa bastante normal y, al contrario de lo que llegué a imaginar, no contaba con un “cuarto de juegos” ni nada parecido. Me condujo a su dormitorio, cerró la puerta a su paso, me agarró de los brazos y me puso de espaldas a él, demostrando una fuerza que su aspecto disimulaba a la perfección. Era casi tan delgado como yo y tenía menos pelo en el cuerpo, a excepción del pubis, donde luego descubriría que le crecía abundante. Los músculos se le marcaban al ejercer su dominio y podía convertirse en cuestión de segundos en alguien temible. Me puso unas esposas a la espalda y, privándome de mis brazos, pateó mis piernas para doblarlas y obligarme a arrodillarme, trayendo a continuación una venda y una mordaza y colocándomelas de tal manera que llegué a pensar que ni él mismo, cuando acabara, sería capaz de quitármelas. Escuché algo metálico y supe por el roce lo que tramaba: estaba recortando mi camiseta. Haría lo mismo con el resto de mi ropa, no desnudándome, sino abriendo entradas a mi cuerpo.
No hablamos esa tarde porque no había nada de qué hablar, así lo habíamos acordado por chat: Él pretendía pasar una hora conociéndonos en persona y charlando antes de comenzar el juego, y puso mucho empeño en dejarme bien claras las palabras de seguridad, pero conseguí nublar su mente a base de mentiras y juramentos: “lo he hecho muchas veces”, “me gusta más así”, “si no, no disfruto”, “adoro que me humillen”, “no hay límites”, incluso ponía ejemplos muy locos y extremos de cosas que podía hacerme, con el fin de que perdiera ese miedo que parecía hacerle dudar.
Le conté que me ponía mucho que me utilizaran como un esclavo e hicieran conmigo cuanto quisieran, pero que yo me resistiría y una parte de mí trataría de escaparse o frenar la sesión, pero que bajo ningún concepto debía sentir lástima ni compadecerse de mí. Yo accedía libremente y aceptaba las consecuencias, tomando toda la responsabilidad en el asunto; sabía dónde me metía y a qué estaba accediendo. “Lo importante ahora es que tú sepas cumplir con tu rol y, sobre todo, disfrutarme, sin pensar en mi dolor o mi placer, sino únicamente en el tuyo”, dije, mostrando una confianza y una seguridad que en realidad no tenía. “Haré cuanto me ordenes y soportaré todo lo que quieras hacerme, y si no, asegúrate de que así sea.”
Él seguía insistiendo en la palabra de seguridad, y yo empeñado en eliminar posibilidad de abandonar el juego. “Quiero que me amordaces”. Entonces propuso comunicarnos por gestos. “¿Aún no lo has entendido? Si me das la posibilidad de pararte, voy a hacerlo. No quiero esa posibilidad. No me preguntes si estoy bien, no me dejes suelto, átame, pégame, tortúrame, haz lo que sea necesario, pero no pongas fin a la sesión hasta que estés satisfecho. Lo único que te pido es que no me dejes correrme”.
Él explicó algo preocupado que había estado con otras personas que empezaron tan animados como yo y enseguida le suplicaron dejarlo porque no podían aguantarlo más. Lejos de asustarme, me excitó. “Probablemente grite, llore, suplique, me retuerza, intente decirte algo, haga lo posible por convencerte y parar. Bajo ningún concepto lo hagas. Da igual si sangro, vomito o me meo encima. Sigue hasta el final y, sobre todo, disuádeme de abandonar a la fuerza.”
“¿Cuánto tiempo quieres que dure”?, preguntó, ya convencido. Respondí: “Puedo quedarme a pasar la noche”. “Ya, pero ¿cuándo quieres que dure la sesión? Porque pueden ser tres horas, cinco o hasta la mañana siguiente, pero eso yo creo que para ti va a ser excesivo”. Insistí en que no era excesivo y que, por mí, como si me colgaba del techo y se dedicaba a pegarme hasta las ocho de la mañana.
La idea de disponer de mí a voluntad y que yo no pudiera escapar le volvió loco. Y a mí también.
Había varias mentiras en mi discurso. No había cumplido los dieciocho todavía, no había tenido experiencia antes en ese tipo de prácticas, no sabía a lo que accedía (o no conocía hasta dónde podía llegar) y no habría soportado que me pegara durante ocho horas, ni siquiera que me colgara del techo tres minutos. Pero ya no había vuelta atrás ni forma de renunciar a una condena que yo mismo me había impuesto y que inauguraría mi carrera como esclavo.
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