Un batallón a mi disposición II
El teniente Tony les ofreció mi culito a tres soldados que, sin notarlo yo, habían entrado a las habitaciones, viendo y escuchando lo rico que él me había cachado….
“Que me traiga los puchos y luego, si quiere, que les dé el culo a todos”, dijo Tony o Johnny o como se llame. “Solo que, cuando me vuelvan las ganas, lo llamo y lo preño otra vez; si no, no”, agregó.
Yo estaba en la habitación contigua, desnudo ante tres soldados: dos sentados en la litera inferior de un camarote y otro, en la litera superior de uno de los camarotes ubicado en la otra pared. “Rico culo, blanquito y durito, como de adolescente”, me dijo este tercer soldado mientras bajaba de su litera y se quitaba el calzoncillo que llevaba como única prenda. “¿Te va?”, me preguntó mientras sacudía su verga al palo de unos 19 centímetros, prieta, sin circuncidar y muy gorda por el centro, coronada por un pubis afeitado y dos huevos grandes, oscuros, hermosos. “Aquí no obligamos a naides, a menos que te guste que te obliguen”. Era un cholón maduro con una mirada de sádico sexual.
Me quedé mirándolo con la boca abierta unos segundos. Buen cuerpo, cara agradable y masculina; ¡me gustaba mucho! En eso, uno de los jóvenes soldados me quita la cajetilla de la mano y dándome una palmada en una nalga, me dijo “yo le doy esto a Johnny; tú ponte en cuatro de una vez”. Dirigí mi vista hacia él y vi que tanto él como su amigo ya estaban sin polera y con la pinga por fuera del pantalón, aunque el segundo continuaba sentado al borde de la cama.
El que acababa de bajarse aprovechó que me había dado la media vuelta y me tomó por la cintura con una mano, me atrajo hacia él y con la otra mano me hizo doblar el cuerpo, invitándome sin palabras a succionarle la pinga al que estaba sentado. Este tendría unos 15 centímetros y no vi más porque de un empujón me la metió enseguida a la boca. Detrás de mí, el otro me ensalivaba el culo y que me ponía su glande sobre la abertura de mi culito recién profanado. Sin decir nada, me la dejó ir por completo, arrancándome un gemido de dolor y un suspiro de placer.
El soldado de los cigarrillos, ya de regreso, dijo a los demás: “vaya si es toda una perra este maricón conchesumadre”. Me tomó de los pelos, separó mi rostro del pubis de su amigo y dirigió mi cara hacia su miembro erecto, un poco más grueso que el de su amigo y también no tan grande como para provocarme arcadas o asfixiarme. Lo que sí, tenía ese saborcito ácido y amargo a la vez, muy típico de una pinga con prepucio y sin aseo. En otras circunstancias tal vez habría rechazado mamársela, pero la situación ameritaba hacerme de la vista gorda con la higiene.
Los tres soldados eran muy jóvenes; me animaría a decir que tenían mi edad, es decir que apenas tendrían 18 años. El que estaba sentado empezó a acariciarme muy rico las tetillas mientras el que me estaba taladrando el orto iba aumentando la velocidad y la intensidad de sus clavadas, acompañándolas de un rico “ajá, ajá, ajá…”
Alterné las pingas de los otros dos soldados en mi boca, mamando la de uno y pajeando la del otro, hasta que con una última embestida el que me estaba cachando emitió un gemido de macho preñando a su puta. Volteé a verlo; tenía los ojos cerrados y una amplia sonrisa de satisfacción, respiraba agitadamente mientras me clavaba con vehemencia los dedos a ambos lados de la cadera.
Regresó en sí; me sacó la pinga del culo bruscamente y sin mediar una palabra, subió a su litera mientras el soldado que estaba de pie tomaba su lugar y me la metía sin miramientos.
Entre todo el movimiento, escuché como que alguien abría una puerta y luego una conversación en voz muy alta de cuatro o cinco tipos que hablaban vulgaridades y soltaban carcajadas. Sentí que se acercaban hacia la habitación donde me estaban comiendo los soldados, pero yo seguí en lo mío. Si eran más soldados y si seguían llegando, pues hoy me tocaba ser la puta del batallón.
El que me clavaba puso su pecho sobre mi espalda, me abrazó y aceleró su mete y saca mientras me mordía muy rico la espalda. Las voces se acercaron aún más y cuando fue obvio que llegaron a la habitación, se callaron súbitamente. Una estocada furibunda y una mordida en la espalda que me dejó una marca por meses anunciaron que el soldado que me estaba cachando estaba disparando más y más leche caliente hacia mis intestinos. Luego, sin cuidado alguno, me la sacó y el soldado sentado en el borde de la litera me dio la vuelta y me hizo sentarme violentamente sobre sus caderas, ensartándome la verga hasta el fondo.
Ahora yo estaba dando saltos sobre este soldado y moviendo mi culito en círculos con su pinga profundamente enterrada en mi recto, dando cara a los… seis —sí, conté bien—, seis jóvenes que acababan de llegar, vestidos con ropa de calle y cargando sendos mochilones. Vi sorpresa solo en el rostro de uno de ellos; los demás parecían habituados a este tipo de espectáculos.
“¿De dónde sacan ustedes tanto marica? ¡Uno diferente cada domingo!”, dijo alguno de ellos. “Lo trajo Johnny, respondió mi cachero de turno, a lo que Johnny —o Tony— respondió, desde el fondo: “Me habían dicho que hay una aplicación como Tinder, pero para maricones, con pura perra pasiva desesperada por pinga de machos, con ganas de que les den leche, huevo y chorizo. La mayoría es pura chola fea, pero por ahí vi a este de aquí, blanquito, rubio, ojitos azules… un cabro bien rico. Yo lo hubiera preferido amanerado o travestido, pero hay que verles las caras a las que lo son…”.
El soldado al que le estuve dando placer con mis sentadillas y mi twerking se vino en medio de un alarido de felicidad que me sobresaltó. “¡Puta, qué rico sacas la leche, uón!”. Dijo esto y se tiró panza arriba sobre la cama. Yo me puse de pie y retiré con cuidado su verga de mi culo. Se sentía mucho más grande de lo que parecía cuando se la chupé, pero creo que fue así porque solo la había sacado a través de la bragueta.
De pronto, siento que alguien me toma de los pelos y me da un jalón violento que me hizo trastabillar. “¡Ahora nos toca a nosotros!”, dijo quien prácticamente me llevaba a la otra habitación de los pelos —como si fuera un cavernícola arrastrando a su presa—, con una voz de macho y autoridad militar ante la que solo me dejé hacer.
Continuará…
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